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domingo, 18 de septiembre de 2011

SERMÓN PARA LA DOMÍNICA DEL DOMINGO DECIMOCUARTO POST PENTECOSTÉS



DECIMOCUARTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Ninguno puede servir a dos señores, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o al uno sufrirá y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
Por lo tanto os digo: No andéis afanados para vuestra alma qué comeréis, ni para vuestro cuerpo qué vestiréis. ¿No es más el alma que la comida y el cuerpo más que el vestido?
Mirad las aves del cielo que no siembran, ni siegan, ni amontonan en graneros; y vuestro padre celestial las alimenta. ¿Pues no sois vosotros más que ellas? ¿Y quién de vosotros discurriendo puede añadir un codo a su estatura?
¿Y por qué andáis acongojados por el vestido? Considerad los lirios del campo cómo crecen, no trabajan ni hilan: os digo, pues, que ni Salomón con toda su gloria fue cubierto como uno de éstos. Pues si al heno del campo, que hoy es, y mañana es echado en el horno, Dios viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?
No os acongojéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque los Gentiles se afanan por estas cosas, y vuestro Padre celestial sabe que necesitáis de todas ellas. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura.
Y no andéis cuidadosos por el día de mañana. Porque el día de mañana a sí mismo se traerá su cuidado: le basta al día su propia aflicción.
El Evangelio de este Domingo nos recomienda de una manera precisa y clara la confianza en la divina Providencia.
Contemplemos a Jesús, hablando a las muchedumbres en el Monte de las Bienaventuranzas.
Tenemos un Padre que vela por nosotros: Vuestro Padre sabe que habéis menester de todas estas cosas…
¡Gran dicha la de los cristianos! Sabemos que desde lo alto del Cielo lleva cuidado de nosotros un Dios omnisciente, de infinito poder y de suma bondad; que allá arriba hay un Padre amoroso, que vela por sus hijos.
Dios Padre, como supremo Gobernador del movimiento de los mundos, lleva cuenta de todos los sucesos de nuestra vida, prevé los peligros y dirige nuestros pasos.
Nada acontece que no haya obtenido antes su beneplácito, o al menos su consentimiento; y como nos ama como hijos, nada puede permitir que no vaya dirigido a nuestro mayor bien y provecho.
¡Ah! Si lo pensáramos y consideráramos seriamente, nada habría que nos pudiera conturbar. Ni las necesidades temporales, ni las tribulaciones de este valle de lágrimas, ni aun las angustiosas dudas con que el demonio pretende enredar el negocio de nuestra salvación.
¿Cómo osaríamos inquietarnos por nada teniendo a Dios por Padre? Sin embargo, los afanes temporales nos perturban, los pesares nos abaten, y las preocupaciones internas frecuentemente nos amilanan.
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¡Cuán bien cuadra también a nosotros, por desgracia, aquella imprecación del Salvador: Hombres de poca fe!
Y la verdad es que, si miramos nuestro pasado, aparece tan claramente la Providencia dirigiendo nuestros pasos, que en ocasiones casi hemos visto sensiblemente el brazo que nos guiaba.
¿Por qué, pues, no somos consecuentes? ¿Cómo es que, a pesar de tan claras señales de la Providencia amorosa que nos gobierna, cuando de nuevo se oscurece nuestro cielo y no percibimos más luz que la de la antorcha de nuestra débil fe, volvemos a las antiguas dudas y perplejidades, olvidando que esa Providencia nos ha librado de peores peligros?
Acabemos ya con tanta fluctuación, busquemos la estabilidad del corazón, arrojando nuestros cuidados en las manos del Señor, que Él se interesará por nosotros: Sabe bien vuestro Padre que necesitáis de todas estas cosas…
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No os acongojéis por la comida o por el vestido. Este postulado viene a ser una consecuencia lógica de la doctrina expuesta.
Pero el Señor tiene tanto interés en que quedemos compenetrados del pensamiento de la Providencia, que llega a multiplicar razones y argumentos:
No andéis afanados para vuestra alma qué comeréis…
San Jerónimo enseña que en algunos códices se ha añadido: Ni qué beberéis. Luego se refiere a aquello que la naturaleza concede a las fieras, a las bestias y también a los hombres; y siéndonos esto común, no podemos vivir libres de este cuidado. Pero se nos manda que no andemos solícitos acerca de lo que hemos de comer, porque con el sudor de nuestra frente debemos prepararnos el pan. El trabajo debe ejercitarse, mas se debe evitar el afán. Por lo tanto, se debe trabajar, pero debe evitarse la preocupación.
Así, pues, cuando el Señor dice: No queráis andar solícitos, no lo dice con el objeto de que no busquemos lo necesario con lo que podamos vivir honradamente, sino para que no nos fijemos en estas cosas, y que no sea por ellas que hagamos todo lo que se manda en la predicación del Evangelio.
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Confirma, pues, el Señor nuestra esperanza, razonando así, de mayor a menor: ¿Acaso el alma no vale más que la comida, y el cuerpo más que el vestido?
Después que el divino Maestro ha confirmado nuestra esperanza razonando de mayor a menor, ahora vuelve a confirmarla razonando de menor a mayor, cuando dice: Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan…
Lo que dice el Señor respecto de las aves del cielo, se refiere a convencernos que ninguno debe creer que Dios no se cuida de procurar lo necesario a los que le sirven, siendo así que su Providencia se extiende hasta gobernar estas criaturas.
Respecto de los siervos de Dios que pueden ganarse el sustento con sus manos, si alguno les argumentase con las palabras del Evangelio que habla de las aves del cielo que ni siembran ni siegan, San Agustín dice que pueden responder: Si nosotros por alguna enfermedad u ocupación no podemos trabajar, el Señor nos alimentará, como alimenta a las aves del cielo que no trabajan. Cuando podemos trabajar, no podemos tentar a Dios, porque todo lo que podemos hacer, lo podemos por su auxilio, y todo el tiempo que aquí vivimos, por su largueza vivimos, pues nos ha dado el que podamos vivir, y Él nos alimenta del mismo modo que alimenta a las aves.
Sabemos que Dios ha hecho todos los animales para el hombre, y al hombre para Sí. Cuanto más vale la creación del hombre, tanto mayor es el cuidado que Dios tiene por él. Si, pues, las aves que no trabajan encuentran qué comer, ¿no lo encontrará el hombre, a quien Dios le ha concedido la ciencia de trabajar?
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Y ¿quién de vosotros, a fuerza de discurrir, puede añadir un codo a su estatura?
Nuestro Señor enseña, no sólo con el ejemplo de las aves, sino también con la experiencia, que nos prueba que no es suficiente nuestro cuidado para que podamos subsistir y vivir, sino que es necesaria la acción de la divina Providencia, diciendo: ¿Quién de vosotros, discurriendo puede añadir un codo a su estatura?
En efecto, Dios es quien todos los días hace que nuestro cuerpo crezca, sin conocerlo nosotros. Si, pues, la Providencia de Dios obra todos los días, ¿cómo podrá decirse que cesará en las cosas indispensables?
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Y ¿por qué andáis solícitos por el vestido? Considerad cómo crecen los lirios del campo: ellos no trabajan, ni hilan. Y sin embargo, Yo os digo, que ni Salomón, en el apogeo -de su gloria, llegó a vestirse como uno de éstos. Pues si el heno del campo, que hoy es y mañana es echado al horno, Dios así lo viste, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?
San Juan Crisóstomo dice que, después que demostró a sus discípulos que no era conveniente andar solícitos con el alimento, Nuestro Señor pasó a otra cosa más sencilla. No es tan necesario el vestido como el alimento, y por ello dice: ¿Y por qué andáis acongojados por los vestidos? No usa aquí del ejemplo de las aves, para citar como ejemplo el pavo real o el cisne, de quienes se podrían tomar ejemplos parecidos, sino que usa del ejemplo de los lirios, queriendo demostrar con estas dos cosas la sobreabundancia de sus dones, a saber, con el derroche de hermosura y la vileza de los que participan de tanto decoro.
Si Dios cuida tanto de las flores de la tierra que mueren apenas nacen y son vistas, ¿despreciará a los hombres a los que ha creado, no para un tiempo limitado, sino para que vivan eternamente? Y esto es lo que expresa cuando dice: ¿cuánto más cuidará de vosotros, hombres de poca fe?
Los llama hombres de poca fe, porque es muy limitada aquella fe que no está segura aun de las cosas más pequeñas.






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No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?
Después de haber excluido sucesivamente la preocupación por el vestido y la comida, tomando su argumento de las cosas inferiores, excluye ahora las dos, diciendo: No os acongojéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?
Porque los gentiles se afanan por estas cosas…
Los gentiles, dado que creen que la fortuna consiste en las cosas humanas, no creen que hay Providencia, ni que Dios sea quien cuida del gobierno de estas cosas, sino que suceden por casualidad. Así, con razón, temen y desesperan, como si no tuviesen quien los dirigiese.
No obremos nosotros como gentiles; pensemos como cristianos; no olvidemos que el Padre que se ocupa de los extraños, no puede menos, de cuidarse de nosotros; que quien con tanto cuidado atiende a las flores del campo y a las aves del cielo, por precisión se ha de preocupar de los que somos sus hijos.
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Los que creen que todas las cosas son gobernadas por Dios, confían la comida a la dirección de su liberal mano, y por eso añade: Sabe vuestro Padre que necesitáis de todas estas cosas…
Acota San Juan Crisóstomo que no dijo sabe Dios, sino sabe vuestro Padre, para inspirarles más confianza. Si es padre, no podrá despreciar a sus hijos. ¿Qué padre sostiene que no deben darse a sus hijos las cosas necesarias? Si fuesen superfluas, no convendría confiar así.
Sin embargo, Providencia divina y prudencia cristiana van juntas. El pensamiento de la Providencia divina no desliga al hombre de los deberes que le impone el propio estado, de las preocupaciones por las cosas materiales.
La doctrina católica nos enseña la virtud del trabajo; y tanto; que llega a decir San Pablo: Quien no quiera trabajar, que no coma.
Y, si se trata de padres de familia o de aquéllos que tienen a su cargo súbditos que alimentar, es, además, bien lo sabemos, un deber elemental el desvelarse por ellos.
Dios promete su asistencia al que le sirve, y no le sirve quien huye de cumplir su deber.
Por eso, al lado de la total confianza en brazos de la Providencia, debe hacer valer también sus derechos la prudencia cristiana. Aquí cabe muy bien aquel lema de San Ignacio: En todas tus empresas pon tal confianza en Dios, como si Él solo, sin tu cooperación, las realizase; y empréndelas con tal energía y afán, cual si su efecto dependiese únicamente de tu interés.
Debe adquirirse el pan, no por medio de afanes espirituales, sino por medio de trabajos corporales, cuyo pan abunda para los que trabajan, puesto que Dios se lo concede como premio de su laboriosidad y se lo oculta a los perezosos como castigo.
Puesta, pues, toda nuestra confianza en el Señor y nuestras miras en el Cielo, procuremos cumplir las obligaciones terrenas como el más interesado, convencidos de que con ello nos ganamos la gloria.
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Y todas estas cosas se os darán por añadidura, a saber, dice San Agustín, las cosas temporales, las cuales manifiesta terminantemente aquí que no son tales bienes nuestros por los que debemos obrar bien, pero que, sin embargo, son necesarios.
El Reino de Dios y su justicia son nuestro bien, en el cual debemos constituir nuestro fin. Pero como en esta vida, en la que peleamos para conseguir aquel Reino, nos son necesarias estas cosas, por eso nos dice que se nos darán por añadidura.
Cuando Nuestro Señor dijo primero, no significó prioridad de tiempo, sino de dignidad: el Reino como nuestro verdadero bien; estas cosas como necesarias para la vida.
Explicita aún más San Agustín, diciendo: a los que buscan primeramente el Reino de Dios y su justicia no debe molestar el cuidado de si faltarán las cosas necesarias. Y por ello dice el Señor: Estas cosas se os darán por añadidura, esto es, las conseguiréis, si no ponéis impedimento, no sea que buscando estas cosas os pervirtáis de tal modo, que constituyáis dos fines.
Y va más lejos todavía el Santo Doctor: como estas cosas se nos dan por añadidura, el Médico Divino, a Quien todos nos hemos confiado, sabe cuándo debe concedernos la abundancia, y cuándo la escasez, según cree que nos conviene. Si alguna vez nos faltan las cosas necesarias a la vida, lo que con frecuencia permite el Señor para nuestra prueba, no refuta lo que hemos dicho, sino que, examinado, lo confirma.
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Finalmente, prohibida la preocupación por las cosas presentes, ahora prohíbe la preocupación vana de las cosas futuras, cuando dice: No andéis solícitos por el día de mañana.
San Jerónimo explica que Mañana, en los sagrados Libros se entiende la Vida futura; y que el Señor concede que debamos andar preocupados por las cosas presentes, pero nos prohíbe pensar en las cosas futuras.
Es decir, nos basta el pensar en las cosas presentes; las futuras, como inciertas que son, dejémoslas a Dios. Y esto es lo que indica cuando añade: Porque el día de mañana, a sí mismo se traerá su cuidado. Esto es, traerá consigo su propia preocupación, trabajo, aflicción, y penas de la vida…
Ninguna cosa hace tanto daño al alma como la preocupación y los cuidados. Por eso, Nuestro Señor, designa por hoy las cosas que son necesarias ahora para la vida; y cuando dice mañana se refiere a lo que ahora es superfluo.
No queráis andar preocupados por lo que es propio del día de mañana, esto es, no os preocupéis de las cosas que mañana necesitaréis para la vida, sino sólo del alimento necesario para hoy. Lo que es superfluo, como lo es lo del día de mañana, ya se cuidará a su tiempo.
Es suficiente para cada día su propio afán, esto es, nos basta el trabajo que empleamos para conseguir las cosas necesarias, no queramos andar solícitos acerca de las cosas superfluas.
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Concluimos con San Hilario, que dice: El significado de esas palabras celestiales se reduce, pues, a que no nos preocupemos del porvenir.
La malicia de nuestra vida y los pecados de todos los días bastan para que toda nuestra meditación y todos nuestros esfuerzos no se empleen en otra cosa que en purificarnos de ellos.
Cesando nuestro cuidado, el porvenir queda con su propia preocupación, mientras Dios nos obtiene el adelanto de la eterna claridad.

P. CERIANI

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