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miércoles, 30 de noviembre de 2011

MILAGROS EUCARÍSTICOS

RAMILLETE DE ESPIGAS
Año 513, Seleucia Anatolia



Si maravillosa y sorprendente aparece la transubstanciación que, en virtud de la poderosa eficacia comunicada por Dios a las palabras del sacerdote, se verifica en la sacrosanta Eucaristía, convirtiendo la substancia del pan en el cuerpo y sangre de Cristo, no es menso admirable que las especies sacramentales en virtud de la omnipotente diestra del Altísimo, germinen y produzcan lozanas y exuberantes espigas de trigo, como de ello da testimonio la siguiente relación histórica:

Habitaba en Seleucia un rico comerciante, fanático hereje Severiano, aunque no hostil a la verdadera Iglesia Romana.

Entre los varios criados que le prestaban servicio había uno muy ferviente católico, que tomó en Jueves santo la Sagrada Comunión, y habiéndose llevado, como era costumbre en aquellos tiempos, otras santas formas, envueltas en blanco finísimo lienzo, las depositó en un armario para cuando quisiese comulgar o llevarlas consigo, caso de tener que emprender algún viaje.

Después de Pascua recibió la orden de ir a Constantinopla por cierto urgente negocio, y al ponerse en camino, olvidado por completo de los Sagrados Misterios, entregó la llave del armario a su dueño.

Al poco tiempo, como el hereje abriese el tan preciado mueble que a manera de Tabernáculo guardaba la Joya más rica de cielos y tierra, halló el inmaculado lienzo que envolvía las sacrosantas Hostias, y a su vista experimento una gran turbación de espíritu, no sabiendo que hacerse.  “Comulgar, decía entre sí mismo, me lo prohíbe la doctrina severiana que profeso; despreciarlas, no lo consiente mi corazón, porque todo lo que atañe a la Religión Católica merece  mi respeto… ¿Qué haré?...Las dejaré intactas hasta que mi siervo vuelva…quien, sin duda alguna, las recibirá en Comunión”.

Llego el día solemne de la Cena del Señor, y como el criado no hubiese vuelto todavía de su largo viaje, le pareció al dueño sería conveniente quemar aquellas antiguas Formas a fin de que no permanecieran por más tiempo encerradas; pero ¡oh prodigio!, al abrir el armario ve con asombro que habían germinado y producido un ramillete de hermosas y doradas espigas de trigo.

Atónito y espantado por tan grande maravilla, convoca al momento a todos sus domésticos y clamando “Señor, ten piedad de nosotros”, se dirigen en devotísima procesión a la iglesia para presentar las milagrosas espigas al santo obispo Dionisio, declarándole el portento sucedido visto de innumerables personas de todas las edades y condiciones; y mientras repetían “Señor, ten piedad de nosotros”, otros daban incesantes gracias a Dios por tan raro prodigio, que motivó la conversión de muchos a la fe ortodoxa.

(Baronius, Annales Ecclesiastici, tomo 6, pág 626, litt. b. c.)


SANTORAL 30 DE NOVIEMBRE


30 de noviembre


SAN ANDRÉS,
Apóstol



Líbreme Dios de gloriarme, sino en la cruz
de Nuestro Señor Jesucristo.
(Gálatas, 6,14).

   San Andrés, pescador de Betsaida en Galilea, hermano de Simón Pedro y, primero, discípulo de San Bautista, fue, después de la Ascensión, a predicar el Evangelio en Tracia, en Escitia y, después, en Orecia. Fue apresado bajo Nerón, azotado varias veces y por fin, condenado a morir crucificado. Regaló sus vestiduras al verdugo y, en cuanto vio la cruz, la abrazó exclamando: "¡Oh buena cruz, cuánto tiempo hace que te deseo!" Desde lo alto de ella predicó durante dos días el Evangelio a la multitud que presenciaba su suplicio.

MEDITACIÓN
SOBRE LA CRUZ 
DE SAN ANDRÉS

   I. San Andrés había deseado durante mucho tiempo la cruz, y había preparado su espíritu para recibirla. Imita esta santa previsión y prepárate para padecer valerosamente las más duras pruebas. Pide a Dios que te castigue según su beneplácito. Si te escucha, la cruz te será dulce; si no te escucha, no por eso quedarán sin recompensa tus buenos deseos. Di con San Andrés: Oh buena Cruz, oh Cruz por tanto tiempo deseada, sepárame de los hombres para devolverme a mi Maestro, a fin de que Aquél que me ha redimido por la cruz, me rectba por la cruz.

   II. San Andrés se alegró a la vista de su cruz porque debía morir como su divino Maestro. Cuando veas tú que se te aproximan la cruz y los sufrimientos, que este pensamiento te fortifique. Jesús ha padecido todos estos tormentos y mucho más crueles aun, para endulzarme su amargura. En lugar de imitar a este santo Apóstol, ¿no tiemblas tú, acaso, a la vista de las cruces y de las aflicciones?

  III. Considera que no es San Andrés quien lleva la cruz, sino la cruz la que lleva a San Andrés. Si llevas tú la cruz como él, ella te llevará, no te incomodará, te ayudará a evitar los peligros del mundo. Si no llevas tu cruz con alegría y buena voluntad, será preciso que la arrastres gimiendo. Nadie está exento de cruz en este mundo; siente menos su pesadez quien la lleva alegremente por amor a Dios. La cruz es un navío; nadie puede atravesar el mar del mundo si no es llevado por la cruz de Jesucristo. (San Agustín).

El amor a la Cruz 
Orad por la conversión de Inglaterra.

ORACIÓN

   Oíd nuestras humildes plegarias y concedednos, Señor, que el Apóstol San Andrés, que instruyó y gobernó a vuestra Iglesia, interceda continuamente por nosotros ante el trono de vuestra divina Majestad. Por J. C. N. S. Amén.

martes, 29 de noviembre de 2011

LA BELLEZA COMO TESTIMONIO DE LA EXISTENCIA DE DIOS...




Capitulo anterior: ver aquí

D.-  CUALIDADES DE LA COSA BELLA

            Santo Tomás enseña que «Ad pulchritudinem tria requiruntur. Primo quidem integritas, sive perfectio. Quæ enim diminuta sunt, hoc ipso turpia sunt. Et debita proportio, sive consonantia. Et iterum claritas. Unde quæ habent colorem nitidum, pulchra esse dicuntur» (I, q. 39, a. 8: Tres cosas se requieren para la belleza. Primeramente la integridad o perfección; porque las cosas a las que algo falta son por eso mismo feas. En segundo lugar se requiere la debida proporción o concordancia de partes. Y finalmente es necesaria la claridad. Por lo que aquellas cosas que poseen un color nítido, dícense hermosas).

            Si la Belleza deleita a la inteligencia es porque ella es esencialmente una cierta excelencia o perfección en la proporción de las cosas a la inteligencia. De ahí las tres condiciones que le asigna Santo Tomás: integridad, porque la inteligencia ama al ser; proporción, porque la inteligencia ama el orden y la unidad; brillo o claridad, porque la inteligencia ama la luz y la inteligibilidad.

            Para que la forma, realizada y como sumergida en las entrañas potenciales de la materia, sea y se presente como bella es preciso que no le falte nada de su ser o perfección, que se manifieste y refleje en toda su unidad en la proporción y armonía de sus partes, de tal modo que su perfección aparezca claramente en todo su esplendor.

            Ahora bien, si se tiene en cuenta que es la forma quien, determinando la materia, la organiza y la ordena, se verá la coincidencia entre el splendor formæ de Santo Tomás con el splendor ordinis de San Agustín: la Belleza ha sido señalada en su esencia misma por Santo Tomás, y en su manifestación sensible por San Agustín.

            Por eso, las cualidades que siempre acompañan a la cosa bella son el orden, la integridad, la proporción y la nitidez.

            Cuando la forma substancial ha logrado influir con eficacia en la potencialidad del sujeto material que la recibe, dicha forma fulgura en el orden, integridad, proporción y nitidez.

            La materia, debidamente asumida por la forma, empapada por el ser que ella actualiza, se transfigura en orden, integridad, proporción y nitidez; estas cuatro dotes son el verbo, la palabra, la expresión pronunciada por el esplendor de la forma substancial en la materia; no constituyen el esplendor propiamente dicho, pero sí su signo inmediato, fiel y adecuado.

            En lo que atañe a la Belleza no habrá orden si no es a la vez íntegro y proporcionado; asimismo, la integridad tendrá que ser ordenada y proporcionada, y la proporción ordenada e íntegra. Estas tres dotes son en realidad la luz de una misma unidad irradiándose en la variedad.

            El orden tiene prioridad lógica sobre las otras dos cualidades. El orden sigue de inmediato al esplendor de la forma; las otras son, en cambio, diversos aspectos del orden.


1º) Orden

            La razón profunda de por qué la inteligencia se prenda tanto de una cosa en estado de belleza es que ella manifiesta el orden que más arrebata a dicha facultad.

            El orden de lo bello no es un orden accidental, dependiente de un principio ordenador extrínseco, sino que consiste en el resplandor de un orden ontológico, debido a un principio substancial interno.

            En el caso de los seres materiales el principio ordenador es la perfección de la forma. Cuando se trata del arte, dicho principio es la idea ejemplar (que supone la inspiración), la cual influye mediante el operar humano en una materia, pero de tal manera que la obra se juzga bella cuando ese influjo rige, constante, la distribución y el carácter del todo y de las partes.

            La relación entre el principio ordenador y las cosas ordenadas es necesaria, íntima, constante y universal.

            Necesaria, puesto que no proporciona a las cosas ordenadas una mera denominación extrínseca, sino que el ser mismo de ellas está dependiendo de dicha relación interna.

            Intima, pues la índole de la materia es embeberse en el ser de la forma substancial sin tener otro que el que ella le otorga.

            Constante, ya que en cuanto cesa, la cosa se corrompe y perece.

            Universal, porque influye en todo sentido, rigiendo la distribución de las partes, las proporciones, las intenciones y los acentos.

            De la comunicación entre la idea ejemplar y la materia resulta una doble amistad en la cosa bella: una, de la esencia con cada parte; otra, de las diversas partes entre sí. Por eso, cuando la esencia de las cosas naturales o la idea en las obras de arte asisten por igual a todas las partes, se entabla entre ellas una fluidez de afinidades que llama las unas hacia las otras.

            Además de este orden inmanente de las cosas bellas existe el orden trascendente: no basta que la causa formal realice su virtualidad entitativa en la materia en distribución de partes; es necesaria la realización de su potencialidad con respecto al fin que embellecerá por la plenitud de su perfección.

            Toda cosa tiene belleza inmanente por su propio ser; más éste, a su vez, dice capacidad trascendente para colmarse en algo superior que no posee por sí. Por aptitud la cosa concurre a la unidad del ser necesario y eterno, el cual es saciedad definitiva de todo.

            La belleza en el orden inmanente se fundamenta en la Verdad; la que se debe al orden trascendente se asienta en el Bien.

            Lo normal sería que la belleza inmanente fuera una disposición para la trascendente.

            La naturaleza, las criaturas irracionales, cumplen el doble orden y la doble belleza.

            La criatura libre puede quebrar la relación entre uno y otro orden: al ostentarse como centro definitivo, como fin en sí de sí mismo y de las demás cosas, intenta imponer una gran mentira = cuando se cae en la contemplación de la propia belleza, se la pierde; el arte no hace excepción.

            En cambio, el orden y la belleza trascendente se puede dar sin la belleza inmanente: criaturas humanas destruidas, miserables, devastadas o perversas pueden estar encendidas en aspiraciones que exceden en mucho a su estado.


            Entre todas las cualidades que distinguen a la cosa bella, el orden sigue de manera inmediata al constitutivo formal de la belleza, es decir, al esplendor de la forma substancial. Tanto, que muchos filósofos le dan categoría de constitutivo y la describen diciendo que la Belleza consiste en el esplendor del orden.

            Esto es un error pues existen muchos órdenes eventuales, algunos de los cuales no carecen de brillo, motivados por principios externos a las cosas, que está lejos de engendrar belleza.

            El Rococó y el Barroco se fundamentan precisamente en este error: dieron importancia esencial al adorno; confundieron belleza con ornato; se volcaron en lo superfluo, en la decoración; consideraron a la elegancia como el mayor grado posible de belleza; se quedaron en un orden superficial, brillante y externo... Quedarse en lo bonito es lo común...


2º) Integridad

            Llamamos integridad al aspecto numérico material del orden. Es difícil precisar la integridad exigida por lo bello, especialmente tratándose de arte, en el cual desaparece por completo hasta el menor asomo de norma material.

            Lo que los antiguos decían de la belleza debe tomarse en el sentido más formal, cuidando de no materializar su pensamiento en alguna especificación demasiado estrecha.

            No hay una sola manera, sino muchísimas por las cuales puede realizarse la noción de integridad: la carencia de cabeza o de brazos es una falta muy apreciable en una mujer, y muy poco apreciable en una estatua; sólo se exige que eso sea justamente lo que hace falta en el caso dado.

            Sin embargo, la integridad es necesaria. Llegamos a la conclusión que la integridad rechaza los módulos extraídos de la anatomía y la física; los manifiesta arbitrarios y advenedizos. En cambio, revela la grande y ardua solución de que la belleza es siempre dinámica.

            Por eso, la integridad de lo bello no consiste en la presencia numérica de determinados elementos materiales, sino que ella estriba en la compensación de fuerzas intencionales que broten necesariamente de tal esencia o tal inspiración.

            Una línea, una mancha de color, no valen en un cuadro como presencias materiales, sino por la intencionalidad que entrañan; lo mismo en la escultura, tal volumen y tal hueco.

            Es difícil concebir esta cualidad de lo sensible. Para ello debemos evitar un exceso y un defecto: o pensar a la materia artística como una pura energía; o confundir la intencionalidad con la intención expresa del artista.

            Hay que tratar de distinguir entre materia e intención de la materia artística: las materias artísticas (línea, óleo, arpa) valen en arte por el caudal de belleza propia, en potencia con respecto a los propósitos y operar del hombre; el artista deberá compenetrarse del sentido propio de la materia para poder realizar una obra de arte acertada; ella sugiere al verdadero artista la mitad de la obra. Un gran artista no usa la materia, la actualiza.

            No importa la integridad física; lo que importa es que se dé una plenitud de intenciones equilibradas y conmensuradas por la esencia o la inspiración que se manifiesta.

            La Belleza no es, pues, la conformidad con un cierto tipo ideal e inmutable, en el sentido de que para percibir la belleza se deba descubrir por la visión de las ideas, a través de la envoltura material, la invisible esencia de las cosas y su tipo necesario.

            Para Santo Tomás hay Belleza en todos los casos en que la irradiación de una forma cualquiera sobre una materia convenientemente proporcionada viene a causar el bienestar de la inteligencia. Y tiene el cuidado de advertirnos que, en cierta manera, la Belleza es relativa: no con respecto a las disposiciones del sujeto, en el sentido en que entienden los modernos el término relatividad, sino con respecto a la naturaleza propia y al fin de la cosa, así como a las condiciones formales bajo las cuales se la toma.

            Santo Tomás dice: «La belleza, la salud y otras cosas así, se dicen en cierto modo respecto a algo; pues un determinado equilibrio de los humores, que hace la salud en el niño, no la hace en el anciano; y otra es la salud del león, que es muerte para el hombre. Por lo cual la salud consiste en la proporción de los humores con respecto a una determinada naturaleza. Y lo mismo la hermosura consiste en la proporción de los miembros y de los colores. Y por eso una es la hermosura de uno, y otra la de otro» (Comment. in Psalm., Ps. XLIV, 2).


            Existe otra integridad; la de la calidad sensible de tal materia artística. En este sentido, una mancha de color llama a otra mancha de color en magnitud y gradación compensativa; un volumen a otro volumen hueco.

            La integridad nunca falta en la naturaleza; una verdadera sabiduría la regula. La naturaleza es fluida, inagotable, desbordada, purísima; los juegos de compensaciones son en ella cambiantes y ágiles.

            Este es uno de los puntos que pone a prueba al artista, pues es regulación que se logra en el instante mismo de la ejecución final de la obra; por consiguiente, se obtiene por un agudo ejercicio de la virtud de arte, mediante el empleo a fondo de la intuición y la sensibilidad.


3º) Proporción

            Resulta arduo definir el concepto de proporción y, sin embargo, es uno de los más necesarios y universales: se la define diciendo que consiste en aquel modo de ser o aspecto idéntico en entidades distintas, por el cual todas ellas tienen algo de común y dicen referencia a una unidad.

            Proporción es el aspecto formal del orden, es decir, la relación misma que une a la esencia con las partes y a las partes entre sí.

            Por la integridad, la esencia (o la inspiración artística) despliega su virtualidad en una totalidad de partes; por la proporción, esa misma esencia o inspiración está en cada una de ellas: el todo anima a cada parte; la unidad corre internamente de una en otra.


            Lo que hemos dicho sobre la integridad vale también para la proporción: se diversifica según los objetos y según los fines. La buena proporción del hombre no es la del niño; las figuras construidas según el canon griego o el canon egipcio están perfectamente proporcionadas en su género; pero los hombrecitos de Rouault también están perfectamente proporcionados en su género.

            Las proporciones bellas son ante todo ontológicas: lo que fundamentalmente importa es la consonancia de las partes en un ser que necesite, sin lugar a dudas, de esas partes como expansión de su riqueza entitativa. La Verdad debe sustentar a la belleza. En cambio, muchas veces se usa la proporción para encubrir miserias entitativas; así procedió el barroco, el rococó y el romanticismo.

            Pero la proporcionalidad ontológica no basta. La belleza no se da en lo abstracto sino en el campo de los existentes: esa presencia de una esencia ha de traducir sus notas propias según número y medida. Estas proporciones matemáticas no hacen bella a la cosa, sino que suponen la presencia de una luz ontológica interna que las reclama.

            Las proporciones anatómicas y las artísticas no son las mismas: la obra de arte necesita que la proporción resulte de la conjunción de los elementos que le son realmente propios, es decir, la inspiración, la materia artística (incluyendo las figuras) y el plano artístico o volumen (ya se trate de la pintura, el bajo-relieve o la estatuaria).


            Integridad y Proporción no tienen ninguna significación absoluta, y deben entenderse únicamente en relación al fin de la obra, fin éste que no es otro que el hacer resplandecer una forma en la materia.

            Observemos que las condiciones de lo bello están mucho más estrictamente determinadas en la naturaleza que en el arte, dado que el fin de los seres naturales y el esplendor formal que puede resplandecer en ellos están mucho más determinados.

            En la naturaleza hay ciertamente un tipo perfecto de las proporciones del cuerpo humano, porque el fin natural del organismo humano es algo fijo e invariablemente determinado.

            Pero como la belleza de la obra de arte no es la del objeto representado, la pintura y la escultura no están obligadas a la determinación y a la imitación del tal tipo.


División de las proporciones:

a) Simetría: consiste en la equilibrada oposición de los iguales. La proporción se debe encontrar, no entre miembro y miembro, sino entre simetría y simetría. Es cosa muy sabida que la simetría exacta no existe en la naturaleza; en realidad no hay en ella oposición de iguales, sino de semejantes; se compensan sin repetirse.

b) Ritmo: es la proporción de movimientos distintos en tiempos iguales. Da congruencia a los diversos elementos de la palabra, la poesía y la música. La materia propia del ritmo es el movimiento.

c) Armonía: es el equilibrio de los opuestos. Mientras el ritmo es la bella proporción de los movimientos según una unidad de tiempo; la armonía lo es de diversas extensiones según una unidad de espacio.

            Esta ley de relaciones y enlaces permite que la variedad de las criaturas se convierta en universo. Mas no basta el encuentro de los opuestos: la armonía estará en aquel punto y grado en que uno diga necesaria y exactamente vocación por el otro; cuanto más fuerte sea el llamamiento tanto más intensa será la manifestación de la belleza.

            Para que una obra encuentre su punto tiene que haber una fusión armónica substancial y otra derivada material.

            La armonía esencial o interna exige que tres realidades distintas se fundan y proyecten en lo concreto como una realidad única: el espíritu del artista, los elementos naturales asumidos por el mismo y el material artístico.

            Llamamos inspiración a la unidad que ellos tres encuentran en la luz operante del entendimiento práctico del artista.

            La armonía material externa, debe fluir de la substancial, prestando apoyo al libre juego de la inspiración para consumar en el plano o en el volumen la unión comenzada en la comprensión y la inspiración: el «mundo» de la obra de arte plástica es el plano o el volumen, y no el universo real. Las figuras y detalles son propiedades del plano o del volumen donde se desenvuelven, y no de la realidad natural; por ese motivo, sus relaciones mutuas deben ser regidas por dichos figuras y detalles.


            Aunque la música es ante todo movimiento, resulta legítimo encontrar en ella no sólo ritmo sino también armonía. Esta cuida de las relaciones verticales de dos o más líneas de sonidos que se desenvuelven simultáneas en una misma composición. Por consiguiente, la mide en sentido estático, no dinámico.



4º) Nitidez

            La cuarta de las cualidades de lo bello es la resultante de las tres anteriores; la que se refiere inmediatamente a la manifestación del esplendor de la forma y a su aprehensión por parte de la inteligencia; en una palabra, es la dote intelectual por excelencia.

            Cuando una cosa emerge bien diferenciada en medio de la variedad de las criaturas, sin indisposiciones de la materia ni contaminaciones con otras especies, se presenta nítida, cumple con su definición, es bella. Entonces, la inteligencia se prenda; vislumbra allí la luz entitativa y calma su sed por ella.

            El acto de aprehensión de la Belleza es muy simple: es del ser en cuanto presencia, en cuanto unidad radiante y difusiva.


            Una notable paradoja caracteriza a lo bello: su radiante evidencia no es eficaz para engendrar en el entendimiento la correlativa certeza; lo cual explica que la nitidez necesaria a la Belleza no significa claridad = la oscuridad, el misterio, la sugerencia son irradiaciones de lo bello donde los verdaderos artistas navegan a su gusto.

            La oscuridad es compatible con la belleza de la forma revelada en el arte; es más, todo arte de profunda inspiración es, en parte, casi necesariamente oscuro.

            Las palabras claridad, luz, nitidez, inteligibilidad, que empleamos para caracterizar la función de la forma, no designan necesariamente algo claro, luminoso, nítido e inteligible para nosotros, sino más bien algo claro, luminoso, nítido e inteligible en sí, y que suele ser frecuentemente lo queda oscuro a nuestros ojos, ya sea por causa de la materia en que la forma está inmersa, ya sea por la trascendencia de la misma forma para las cosas del espíritu.

            Describir lo bello por el brillo de la forma, es describirlo al mismo tiempo por el brillo del misterio.

            Es un contrasentido cartesiano reducir la claridad en sí a la claridad para nosotros. En arte, este contrasentido produce el academismo, y nos condena a una belleza tan pobre que no puede irradiar en el alma sino el más mezquino de los goces.

            Tal noción de la oscuridad de la forma bella, se pone de manifiesto sobre todo cuando se trata de aprehender o expresar una belleza puramente inmaterial.


            Por consiguiente, lo propiamente contrario a la nitidez es lo confuso, lo dudoso y lo ambiguo, en una palabra, la materia no asistida por la proporcional esencia o inspiración.


5º) Indivisibilidad

            Corre la idea de que existen diversos géneros de Belleza. El lenguaje común y la crítica artística vulgar hablan de una belleza física o corporal y de otra espiritual o ideal. Tal concepción brota de la apreciación de lo sensible, de quedarse en lo agradable, no en lo bello.

            La Belleza es simple y siempre la misma: luz del ser que puede manifestarse en un cuerpo, en un ángel, en una acción; en el destello de una mirada, de un gesto, de un sonido.

            Como hemos visto, la Belleza es el ser en gloria, donde ser e inteligencia parecen atisbarse. La Belleza no se diversifica porque tampoco se diversifica la facultad a la cual atañe. Su aprehensión es muy simple: un acto de la inteligencia en la presencia de un ser concreto, mediante lo sentidos.




SANTORAL 29 DE NOVIEMBRE



SAN SATURNINO,
Mártir



Los hijos de este siglo son más sagaces,
en sus negocios, que los hijos de la luz.
(Lucas, 16, 8).

   San Saturnino fue detenido y arrojado en una prisión durante la persecución de Diocleciano. Después de haber sufrido mucho en su mazmorra, fue sacado de ella para ser extendido en el potro; pero como las torturas ordinarias no podían doblegarlo a sacrificar a los dioses, le machucaron el cuerpo a bastonazos y le quemaron los costados con antorchas ardientes. Por fin fue decapitado junto con el diácono Sisino, y sus cuerpos fueron enterrados a dos millas de Roma, en la vía Salariana, el año 309.

MEDITACIÓN
SOBRE LA VERDADERA
PRUDENCIA DEL CRISTIANO

   I. La verdadera prudencia del cristiano consiste en regular la vida según las máximas del Evangelio; hay que mirar las cosas de este mundo con los ojos de la fe. El hombre político, el médico, el orador si- guen las reglas de su respectivo arte: iSólo el cris- tiano quiere hacer profesión de cristianIsmo sin ob- servar sus preceptos! Se declara discípulo del Evangelio no obstante vivir una vida contraria al Evangeio. Leen el Evangelio y se entregan a la impureza; se dicen discípulos de una ley santa y llevan una vida criminal. (Salviano).

   II. ¿De qué proviene que no obremos según las máximas del Cielo? Es que no meditamos lo suficiente. ¿Podríamos acaso amar las riquezas y los placeres, si pensásemos seriamente en la muerte que está próxima, en el juicio que le sigue, en la eternidad de dicha o de infelicidad que será nuestra herencia?

   III. Sería menester meditar cada día una verdad del Evangelio y elegir una de ellas en particular con la que entretuviésemos nuestra alma, que fuera como nuestro lema y nuestro grito de guerra en nuestra lucha contra el demonio. Los santos tuvieron su divisa particular, San Francisco: Mi Dios y mi todo; Santa Teresa: O padecer o morir; San Ignacio de Loyola: A la mayor gloria de Dios; el cardenal de Bérulle: Nada mortal para un corazón inmortal. Siguiendo el ejemplo de estos grandes hombres, elige en la Escritura o en los Padres una palabra y no la pierdas de vista. ¿De qué sirve al hombre ganar todo el universo, si llega a perder su alma?

El deseo de la sabiduría 
Orad por los prisioneros.

ORACIÓN

   Oh Dios, que nos concedéis la alegría de celebrar el nacimiento al cielo del bienaventurado Saturnino, vuestro mártir, concedednos la gracia de ser asistidos por sus méritos. Por J. C. N. S. Amén.

lunes, 28 de noviembre de 2011

SANTA CATALINA LABOURÉ

28 de noviembre  



 SANTA CATALINA LABOURÉ,
 Virgen
(1876 P. C.)

   La capilla de las apariciones de la Medalla Milagrosa se encuentra en la rue du Bac, de París, en la casa madre de las Hijas de la Caridad. Es fácil llegar por "Metro". Se baja en Sevre-Babylone, y detrás de los grandes almacenes "Au Bon Marché" está el edificio. Una casona muy parisina, como tantas otras de aquel barrio tranquilo. Se cruza el portalón, se pasa un patio alargado y se llega a la capilla.

   La capilla es enormemente vulgar, como cientos o miles de capillas de casas religiosas. Una pieza rectangular sin estilo definido. Aún ahora, a pesar de las decoraciones y arreglos, la capilla sigue siendo desangelada.

   Uno comprende que la Virgen se apareciera en Lourdes, en el paisaje risueño de los Pirineos, a orillas de un río de alta montaña; que se apareciera inclusive en Fátima, en el adusto y grave escenario de la "Cova de Iría"; que se apareciera en tantos montículos, árboles, fuentes o arroyuelos, donde ahora ermitas y santuarios dan fe de que allí se apareció María a unos pastorcillos, a un solitario, a una campesina piadosa...

   Pero la capilla de la rue du Bac es el sitio menos poético para una aparición. Y, sin embargo, es el sitio donde las cosas están prácticamente lo mismo que cuando la Virgen se manifestó aquella noche del 27 de noviembre de 1830.

   Yo siempre que paso por París voy a decir misa a esta capilla, a orar ante aquel altar "desde el cual serán derramadas todas las gracias", a contemplar el sillón, un sillón de brazos y respaldo muy bajos, tapizado de velludillo rojo, gastado y algo sucio, donde lo fieles dejan cartas con peticiones, porque en él se sentó la Virgen.

   Si la capilla debe toda su celebridad a las apariciones, lo mismo podemos decir de Santa Catalina Labouré, la privilegiada vidente de nuestra Señora. Sin esta atención singular, la buena religiosa hubiera sido una más entre tantas Hijas de la Caridad, llena de celo por cumplir su oficio, aunque sin alcanzar el mérito de la canonización. Pero la Virgen se apareció a sor Labouré en la capilla de la casa central, y así la devoción a la Medalla Milagrosa preparó el proceso que llevaría a sor Catalina a los altares y riadas de fieles al santuario parisino. Y tan vulgar como la calle de Bac fue la vida de la vidente, sin relieves exteriores, sin que trascendiera nada de lo que en su gran alma pasaba.


   Catalina, o, mejor dicho, Zoe, como la llamaban en su casa, nació en Fain-les-Moutiers (Bretaña) el 2 de mayo de 1806, de una familia de agricultores acomodados, siendo la novena de once hermanos vivientes de entre diecisiete que tuvo el cristiano matrimonio.

   La madre murió en 1815, quedando huérfana Zoe a los nueve años. Ha de interrumpir sus estudios elementales, que su misma madre dirigiera, y con su hermana pequeña, Tonina, la envían a casa de unos parientes, para llamarlas en 1818, cuando María Luisa, la hermana mayor, ingresa en las Hijas de la Caridad.

   -Ahora -dice Zoe a Tonina-, nos toca a nosotras hacer marchar la casa.

   Doce años y diez años..., o sea, dos mujeres de gobierno. Parece milagroso, pero la hacienda campesina marcha, Había que ver a Zoe en el palomar entre los pichones zureantes que la envuelven en una aureola blanca. O atendiendo a la cocina para tener a punto la mesa, a la que se sientan muchas bocas con buen apetito. Otras veces hay que llevar al tajo la comida de los trabajadores.

   Y al mismo tiempo que los deberes de casa, Zoe tiene que prepararse a la primera comunión. Acude cada día al catecismo a la parroquia de Moutiers-Saint-Jean, y su alma crece en deseos de recibir al Señor. Cuando llega al fin día tan deseado, Zoe se hace más piadosa, más reconcentrada. Además ayuna los viernes y los sábados, a pesar de las amenazas de Tonina, que quiere denunciarla a su padre. El señor Labouré es un campesino serio, casi adusto, de pocas palabras. Zoe no puede franquearse con él, ni tampoco con Tonina o Augusto, sus hermanos pequeños, incapaces de comprender sus cosas.

   Y ora, ora mucho. Siempre que tiene un rato disponible vuela a la iglesia, y, sobre todo, en la capilla de la Virgen el tiempo se le pasa volando.

   Un día ve en sueños a un venerable anciano que celebra la misa y la hace señas para que se acerque; mas ella huye despavorida. La visión vuelve a repetirse al visitar a un enfermo, y entonces la figura sonriente del anciano la dice: "Algún día te acercarás a mí, y serás feliz". De momento no entiende nada, no puede hablar con nadie de estas cosas, pero ella sigue trabajando, acudiendo gozosa al enorme palomar para que la envuelvan sus palomos, tomando en su corazón una decisión irrevocable que reveló a su hermana.

   -Yo, Tonina, no me casaré; cuando tú seas mayor le pediré permiso a padre y me iré de religiosa, como María Luisa.

   Esto mismo se lo dice un día al señor Labouré, aunque sacando fuerzas de flaquezas, porque dudaba mucho del consentimiento paterno.

   Efectivamente, el padre creyó haber dado bastante a Dios con una hija y no estaba dispuesto a perder a Zoe, la predilecta. La muchacha tal vez necesitaba cambiar de ambiente, ver mundo, como se dice en la aldea.

   Y la mandó a París, a que ayudase a su hermano Carlos, que tenía montada una hostería frecuentada por obreros.

   El cambio fue muy brusco. Zoe añora su casa de labor, las aves de su corral y, sobre todo, sus pichones y la tranquilidad de su campo. Aquí todo es falso y viciado. ¡Qué palabras se oyen, qué galanterías, qué atrevimientos!

   Sólo por la noche, después de un día terrible de trabajo, la joven doncella encuentra soledad en su pobre habitación. Entonces ora más intensamente que nunca, pide a la Virgen que la saque de aquel ambiente tan peligroso.

   Carlos comprende que su hermana sufre, y como tiene buen corazón quiere facilitarla la entrada en el convento. ¿Pero cómo solucionarlo estando el padre por medio?

   Habla con Huberto, otro hermano mayor, que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para señoritas en Chatillon-sur-Seine. Aquella casa es más apropiada para Zoe.

   El señor Labouré accede. Otra vez el choque violento para la joven campesina, porque el colegio es refinado y en él se educan jóvenes de la mejor sociedad, que la zahieren con sus burlas. Pero perfecciona su pronunciación y puede reemprender sus estudios que dejara a los nueve años.

   Un día, visitando el hospicio de la Caridad en Chatillon, quedó sorprendida viendo el retrato del anciano sacerdote que se le apareciera en su aldea. Era un cuadro de San Vicente de Paúl. Entonces comprendió cuál era su vocación, y como el Santo la predijera, se sintió feliz. Insistió ante su padre, y al fin éste se resignó a dar su consentimiento.

   Zoe hizo su postulantado en la misma casa de Chatillon, y de allí marchó el día 21 de 1830 al "seminario" de la casa central de las Hijas de la Caridad en París.

   A fines del noviciado, en enero de 1831, la directora del seminario dejó esta "ficha" de Zoe, que allí tomó el nombre de Catalina: "fuerte, de mediana talla; sabe leer y escribir para ella. El carácter parece bueno, el espiritu y el juicio no son sobresalientes. Es piadosa y trabaja en la virtud".

   Pues bien: a esta novicia corriente, sin cualidades destacables, fue a quien se manifestó repetidas veces el año 1830 la Virgen Santísima.

   He aquí cómo relata la propia sor Catalina su primera aparición:


AMOR Y FELICIDAD


Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad


IV
Vuestro amor


(Continuación de parte anterior. Ver aquí)


4. El egoísmo, enemigo principal del amor


Quien se niega a semejante absoluto es incapaz de amor. Porque el que permanece replegado sobre su propia persona y corre hacia el otro como hacia un medio que piensa utilizar para alcanzar la felicidad, éste se entrega por entero a un egoísmo que es la negación misma del amor. La equivalencia no deja subsistir ninguna duda: Cuanto más se ama, menos egoísta será uno, y cuanto más egoísta se sea, menos se amará. Cuando el yo predomina y reina como amo en un alma, ésta es estéril y el amor humano no puede arraigar en ella. «El amor sólo es verdadero —se ha escrito— en la medida en que se da; no vive más que de intercambios. Cuanto más intensa sea la corriente de esos intercambios, más rico y bienhechor será. Todos los que hayan amado gozarán de los beneficios del amor; pero sus mayores beneficiarios serán los que más hayan dado» [1]. Por lo tanto, quiere esto decir que el amor es inversamente proporcional al egoísmo.

Cuanto menos piense uno en sí, cuanto menos se preocupe de sí, cuanto menos se reserve unos islotes intocables, cuanto menos se pretenda aferrarse a sus derechos… más enamorado estará porque entonces habrá reducido su egoísmo a servidumbre. No existe otra alternativa: o reduzco el egoísmo a servidumbre y renuncio a las exigencias orgullosas y al mismo tiempo rígidas, de un yo al que adoro, y entonces puedo decir al otro: «Te amo»; o no renuncio a mi egoísmo, que cultivo bajo cuerda, disimulándole tras unas sonrisas y unas carantoñas, y entonces no tengo derecho a decir al otro: «Te amo». Si lo digo, es que soy un mentiroso.
¡El egoísmo! Este es, por tanto, el monstruo que se alza entre los dos novios. Si pueden domeñarlo, es que hay amor; amor verdadero y promesa cierta de felicidad. Si no, se hacen creer cosas y se engañan a porfía; y al hacerlo, preparan una desgracia cierta.

Será, pues, procurando suprimir en sí mismos el egoísmo, como el joven y la muchacha cultivarán el amor. No se tratará entonces de un amor de estufa, que se abre en un universo de ensueño y que vive del solo calor de los cuerpos, sino un amor de bella contextura, cincelado en la renuncia y acuñado en sacrificios.

¿Quiere esto decir que hay que renunciar a conseguir la felicidad? ¡Claro que no! Precisamente ése es el mejor camino para lograrla. Por otra parte, la voluntad de alcanzar la felicidad, es además demasiado normal, está demasiado anclada en la naturaleza humana para pretender extirparla de ella con el pretexto de que el amor es un don. Se trata simplemente de canalizar ese deseo que todo ser humano lleva en sí como primera aspiración de su naturaleza. Por extraño que pueda parecer, la única manera de llegar a la realización de ese deseo de ser feliz que cada cual recibe con la vida, es transformarlo en un constante querer hacer feliz. El amor se expandirá entonces de un modo maravilloso, de tal suerte que los esposos que viven en esta perspectiva verán la felicidad llamar en la puerta de su hogar.

Hace ya veinte siglos que Cristo esclareció esta extraña ley de la felicidad, formulando la paradójica advertencia: «El que busca su vida la perderá… Pero el que consiente en perder su vida por mí, vivirá eternamente». Esta regla sorprendente que rige nuestras relaciones con Dios se aplica, muy adecuadamente, al amor humano. Quienquiera, ligado a otro ser por el amor, que busque ante todo su propia felicidad la perderá, pero quienquiera que consiente en perder su propia felicidad (es decir en no preocuparse ya de ella), encontrará la felicidad más extraordinaria que existe.

Por eso hace falta mucha generosidad para vivir en el amor. Éste no es fácil; no se trata, para unos novios que están a punto de sellar para siempre su vida con el sello de ese amor que creen sentir el uno por el otro, de entrar en un festejo de placer sin fin en donde el gozo reinará eternamente. El amor es siempre doloroso, y no conduce nunca a la alegría sino después de haber avanzado por el camino de la cruz. La luz fulgurante de pascua no llega más que a través de las tinieblas opacas del viernes santo. Esto es lo que ocurre en la vida de los que han escogido el amor humano. No hay otro camino. La luz no brillará entre vosotros, novios y pronto esposos, sino como consecuencia de la aceptación del sufrimiento con que vais a arder interiormente al realizar todos los sacrificios requeridos para hacer la felicidad del otro.

La alegría que sentiréis entonces será tanto más profunda y deslumbrante cuanto más os haya costado. Por eso hay que escuchar la apremiante invitación que un gran poeta hizo a todos aquellos a quienes el amor solicita:

Cuando os llama, debéis seguirle,
aunque sus sendas sean muy duras y escarpadas.
Y cuando sus alas os envuelvan, ceded a él,
aunque la espada oculta en su plumaje os hiera.
Y cuando os hable, creed todos en él,
aunque su voz pueda destruir vuestros sueños,
como el viento del norte devasta los jardines.
Pues, de igual modo que el amor o corona,
debe crucificaros. Y así como os acrece
siempre, a un tiempo, os decrece.
E igual que a vuestra altura asciende,
y acaricia vuestras más leves ramas
que tiemblan bajo el sol,
así penetrará hasta vuestras raíces,
y las sacudirá en su apego a la tierra [2].

En resumen, el verdadero concepto del amor lleva a afirmar con arreglo a la extraña pero indiscutible lógica que le es peculiar, que «el amor es lo que reúne y liga inseparablemente la acción de entregar y la de recibir» [3]. Y para precisar más aún, añadiremos que no se puede recibir, en amor, más que en la medida misma en que ha entregado uno algo de sí mismo.

5. El amor no es un juego


Se comprenderá ahora el sempiterno estribillo que se repite a todos los jóvenes. Es motivo de inquietud verles, «llevados en alas del amor», disponerse alegremente al matrimonio. Es de temer que se hayan imaginado que el amor es un juego.

Un juego epidérmico. Porque los novios del siglo XX pertenecen a un mundo en el que la noción de amor ha sido envilecida. El fenómeno es ahora social, y como tal, influye más o menos hondamente, pero casi de un modo infalible, sobre las ideas de los novios de hoy. Hagamos notar aquí que no se trata de vilipendiar nuestra época comparándola con otras consideradas superiores, sino simplemente de situarse ante un hecho, ante un dato que no se puede dejar de reconocer: hay, sin ningún género de duda, una violenta crisis moderna del amor. «Que el amor del hombre y de la mujer, fuente de la vida y base de todo otro amor, atraviesa en este momento una crisis temible —ha escrito Thibon— basta abrir los ojos para darse cuenta de ello. Esclerosis y fragilidad de la pareja clásica, poligamia vergonzosa del cínico, pérdida del sentido del hogar, disminución de la natalidad y aumento del aborto, mecanización de los gestos y sentimientos del amor, son otros tantos síntomas de un mal que se insinúa poco a poco en todas las capas sociales» [4]. Aunque no sea tranquilizador, el cuadro, no por ello es menos exacto. Ahora bien, estas desviaciones atraen, unas veces con todo descaro y otras sutilmente y con rodeos, a los jóvenes que se orientan hacia el amor. El resultado de semejante estado de cosas es la existencia de muchas parejas de novios cuyo amor no es más que un juego y cuyo porvenir conyugal se asienta sobre la base ruinosa de la epidermis humana.

Para unos, la belleza. A los veinte años, cuando se acaban apenas de descubrir los valores carnales y el cuerpo adquiere tanta importancia, no se piensa en el tiempo que pasa. Se olvida que la belleza, por sorprendente, por atractiva, por arrobadora que aparezca, es efímera. Terriblemente efímera. Hay apenas unos años de tregua entre los veinte y los treinta; luego, comienza aquélla a traicionar y a sufrir el inexorable marchitamiento del tiempo. Porque es peculiar, podría decirse, de la esencia de la belleza el pasar, mientras que el amor requiere la duración. Basar el amor sobre la belleza, es, por tanto, predestinarlo a que se marchite con ella; con la misma certeza y la misma rapidez que ella. La ecuación es evidente. Por tanto, el amor profesado a un ser, fundándose en su sola belleza desaparecerá cuando desaparezca la belleza. Pascal, implacablemente irónico, advertía a aquellos a quienes fascina la belleza hasta tal punto que la condicionan a su amor: «Quien ama a alguien a causa de su belleza, ¿le amará? No, porque las viruelas que matan la belleza sin matar la persona harán que no le ame ya» [5]. Ese futuro es digno de notarse: ¿le amará? Para unos novios, se trata de futuro, porque el noviazgo no es sino una breve transición entre el celibato y el matrimonio. El problema del amor a los novios se les plantea, tanto, o acaso más, en términos de futuro como en términos de presente. Se trata, para ellos, de ver si el amor de hoy contiene realmente la promesa del amor de mañana. Ahora bien, es evidente que, si está ligado a la belleza, pasará como ésta, y el futuro no será más que una huida desatinada hacia otras bellezas llamadas a encubrir la ausencia de una belleza ajada. ¿Y quién no ve que esto implica la desgracia de la pareja?

No quiere ello decir que el amor que se siente por una persona deba pasar por alto la belleza de ella. No hay inconveniente en que la belleza de la novia, por ejemplo, haga el amor más grato, más fácil, más sonriente. Y tanto mejor si esa belleza puede durar, por excepción, toda la vida. Pero que no se base en ella el amor, porque éste tendría entonces la misma fragilidad que aquélla. Que sea un rayo de sol; y si llega a no brillar más, no por ello se apagará la luz del sol. Pero que no se convierta la belleza en el sol del amor, porque al extinguirse, no abría ya más que tinieblas y habría muerto el amor.

Por consiguiente, podemos afirmar que el amor debe liberarse de la belleza si quiere durar más de un día.
A esta primera fórmula de amor epidérmico que nuestro siglo propone, viene a añadirse una segunda —que no deja por lo demás de tener relación con la primera—: la idolatría de la carne. En un mundo en que el sexo ha llegado a ser un dios, cuyos libidinosos profetas predican con gran acompañamiento de pornografía brutal o literaria el evangelio pseudofreudiano, ¿puede sorprender que el amor haya llegado a ser, para muchos, una obsesión sexual? Se confunden entonces con el amor los impulsos enfermizos de una carne en constante erupción. Porque se «desea» un ser, porque se le codicia, porque se aspira violentamente a saciar la pasión, se dicen invadidos de un amor loco. Si se trata de locura, concedido, hasta la evidencia. Pero si se trata de amor, la cuestión es muy discutible.

También respecto a esto, precisemos bien que todo amor humano establece, entre los que se aman, cierta atracción de la carne y aspiran a comulgar en ella como comulgan en su alma. Tal es, en efecto, la tendencia totalmente normal y sana de la naturaleza humana que une en un mismo impulso el alma y el cuerpo.

Pero así como ese impulso carnal que incluye el amor es normal y compatible con él, e incluso es una expresión auténtica del mismo, la fogosidad exasperada que rebasa todo control y devasta literalmente el espíritu, puede ser una negación de todo amor. Porque el amor humano, como tal, debe conducir al triunfo del espíritu y no a la esclavitud. Quien llama «amor» al fuego lúbrico que le consume se engaña lamentablemente: en vez de llamarse «hombre», él reconoce que no es más que un «macho» y en vez de amar a su novia, proclama con su actitud que codicia a una «hembra», ¿Y quién llamará amor a eso? Es más, quien no se sienta desconcertado por lo que las anteriores expresiones, en su brutalidad misma, contienen de indignante, es un asiduo ya embrutecido de la abyección en que nuestro mundo ha sumido el amor.

¿Será necesario añadir aquí que si unos novios confunden amor y deseo carnal y se ilusionan hasta el punto de prometerse el uno al otro fidelidad en nombre de su amor, cuando se trata todo lo más de atracción sexual, son vanas sus esperanzas? Gozarán, durante una temporada al menos de unos placeres violentos, pero no conocerán nunca el gozo profundo que irradia la felicidad del amor. Porque, en realidad, están movidos por un egoísmo sórdido que les impulsa a ligarse uno a otro para aprovecharse el uno del otro; no se consagran al otro, sino todo lo contrario. Se apropian como una cosa de la que se hace un medio útil para conseguir fines estrictamente provechosos a uno mismo.


[1] D. Planque, La chasteté conjugale, vertu positive, Centre d’Études et Consultations familiales, Bruselas 1957, p. 89.
[2] Kalil Gibran, Le Prophète, trad. Camille Anoussouan, Casterman, París 1957, p. 13-14.
[3] Rabindranath Tagore, Sadhana (trad. Jean Herbert), Albin Michel, París 1956, p. 98.
[4] Gustave Thibon, La crise moderne de l’amour, Éd. Universitaires, París 1953, p. 51.
[5] Blas Pascal, Pensées, en L’Œuvre de Pascal, Gallimard (Pléiade), París 1950, p. 903.