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sábado, 3 de marzo de 2012

SERMÓN PARA LA DOMÍNICA SEGUNDA DE CUARESMA



DOMINGO SEGUNDO DE CUARESMA

Visto en:  Radio Cristiandad


Tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él.
Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.
Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: Levantaos, no tengáis miedo.
Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.

Con el fin de invitarnos a seguir su ejemplo, la Santa Liturgia nos presentó el Domingo pasado a Jesús luchando con las armas del ayuno. Hoy nos señala ya la corona que seguirá a la victoria: la transfiguración, la glorificación.

La Transfiguración del Señor sobre el Tabor es el preludio de su glorificación después de resucitado.

Como por un resquicio, miramos ya hoy de antemano la gloria que llena el santuario de la divinidad, que es la sagrada Humanidad de Cristo.

Fortalezcamos nuestro espíritu con la contemplación de estos resplandores.

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La Liturgia nos revela una hora de Tabor en medio de la peregrinación cuaresmal y del destierro.

Un poco más de dos años llevaban ya de aprendizaje los discípulos en la escuela de Jesús. Con su Maestro habían comido su pan y partido sus penas. Unidos con lazos íntimos, sentían como propias las injurias y calumnias que los escribas y fariseos levantaban contra Él, y asimismo se regocijaban en espíritu cuando veían a su Preceptor admirado y bendecido por las turbas.

Aunque engañados e ilusionados por sus falsos prejuicios acerca del Mesías prometido, no es menos verdad que, unidos por amor y con incondicional fe, cerraban los ojos a todo lo que contradecía a sus vanas esperanzas y se sujetaban gustosos a toda clase de privaciones, siempre en expectación del día en que fundara el Señor su Reino.

No hacía más que una semana que Jesús prometiera que algunos de sus discípulos no morirían sin ver antes un bosquejo de la gloria del Reino de Dios.

La visión del Tabor hizo realidad su promesa. Aquella hora desbordante fue un paréntesis de gloria en medio de las penalidades del escabroso camino que recorrían con su Maestro.

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Esto es también lo que pretende hacer hoy la Iglesia con sus fieles.

Hemos emprendido con fervor la dura senda de la penitencia en compañía de Jesús, y la Madre Iglesia quiere dejar caer en nuestras almas unas gotas de consuelo, llevándonos ante el Señor transfigurado.

Con esta visión quiere animarnos a la lucha.

Acerquémonos, pues, con fervor, de modo tal que, cuando vislumbremos, tras la candidez nívea de la blanca Hostia, la gloria del Señor, podamos exclamar con San Pedro: Señor, bueno es estarnos aquí.

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Consideremos lo que nos enseña el Padre Calmel sobre este misterio:

Por derecho, el estado de transfiguración convenía a este Cuerpo, instrumento perfectamente adaptado al Verbo de Dios y a su Alma llena de Gracia y de Verdad.

Sin embargo el Verbo de Dios no asumió un Cuerpo humano para que estuviese transfigurado habitualmente durante su vida mortal, sino al contrario para que fuese capaz de sufrir y de morir para nuestra salvación.

Por esta razón hasta la mañana de la gloriosa resurrección de entre los muertos, excepto el día de la Transfiguración, este Cuerpo no conoció la gloria que le correspondía.

Si el Señor hubiese conocido esta gloria, no solamente no habría podido redimirnos de la manera que convenía, es decir, por el sufrimiento; sino que incluso los Apóstoles, los fieles que lo habrían seguido no lo habrían seguido en verdad.

Seguir un Cristo en estado habitual de transfiguración, eso no habría sido seguir a Cristo en sí mismo, sino más bien encantarse de su magnificencia.

Nosotros, por nuestra parte, podemos hacer reflexiones similares respecto del Cuerpo Místico de Nuestro Señor…

En efecto, si la Santa Iglesia hubiera conocido la gloria, no solamente Ella no habría podido redimirnos de la manera que convenía, es decir, por el sufrimiento; pero incluso los fieles que la hubieran seguido no la habrían seguido en verdad. Seguir una Iglesia en estado habitual de transfiguración, eso no es seguir a la Iglesia en sí misma, sino más bien encantarse de su magnificencia…

Si queremos tener parte en la gloria de la Iglesia en el momento de su triunfo, en primer lugar debemos acompañar a la Iglesia hoy en su Pasión…

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En realidad, la Transfiguración es el término final de los ejercicios cuaresmales y de nuestra peregrinación por la tierra. Es la culminación; y a ella debemos encaminarnos.

Por ahora, en efecto, la gloria de la Transfiguración viene rodeada de un marco de seriedad: es el pensamiento de la cercana Pasión.

Jesús, dice San Lucas, habla con Moisés y Elías acerca de su salida de este mundo, de su Pasión; y al bajar del monte, añade San Marcos, manda el Maestro a los tres Apóstoles que no digan a nadie nada de lo que han visto, sino cuando el Hijo del hombre hubiese resucitado de entre los muertos.

La intención de Jesús, al mostrar a sus discípulos una pequeña partecilla de su gloria, aparece por tanto bien clara: quiere fortalecer en la fe a los tres discípulos que habían de ser testigos de su agonía en el Huerto de los Olivos; quiere confirmar su esperanza, dándoles a entender cuál ha de ser el fin de la carrera de oprobio que ha de trasponer cargado con la cruz de nuestros pecados.

Este momento de gloria no duró mucho tiempo para el Hijo del hombre; su misión de sufrimiento y la humillación lo llamaban desde Jerusalén. Por lo tanto, retiró su brillo sobrenatural y, cuando regresó a los Apóstoles, no vieron más que a su Maestro, con la misma figura de siempre.

¿Recordarán, al menos, lo que vieron y oyeron? La divinidad de Jesús, ¿sigue impresa en su memoria? Cuando llegue la hora de la prueba, ¿no desesperarán de su misión divina y se escandalizarán de su humillación voluntaria?

Poco después de haber celebrado con ellos la Última Cena, Jesús condujo a los mismos tres discípulos a otro Monte, el de los Olivos. Allí les descubrió sus íntimos sentimientos: Mi alma está triste hasta la muerte…

En medio de esta terrible crisis, ¿velaban los tres Apóstoles, esperando el momento en que tendrían que entregarse con y por Él? No. Se durmieron y luego huyeron…

Más tarde, los tres Apóstoles testigos de la resurrección de su Maestro, repudiando por un arrepentimiento sincero su conducta vergonzosa y culpable, reconocieron la previsión bondadosa con la que el Salvador había querido evitar la tentación, transfigurándose en su gloria antes de los días de su Pasión.

Igual pretensión tiene asimismo la Liturgia: quiere darnos un estímulo de energía divina, que nos reanime para continuar con bríos la lucha emprendida, y así llegar al término de la misma: a la alegría de la Resurrección, que será a su vez símbolo de nuestra futura resurrección.

No esperemos a verlo abandonado y traicionado por nosotros, para reconocer luego su grandeza y divinidad.

Llegamos al aniversario de su Sacrificio; también le veremos humillado por sus enemigos y aplastado debajo de la mano de Dios.

Que nuestra fe no desfallezca ante este espectáculo…; cuando todo se haya cumplido a la letra, recordemos los esplendores del Tabor, los tributos de Moisés y Elías, la nube luminosa, la voz del Padre inmortal…

Cuanto más se desplome Jesús ante nuestros ojos, tanto más tenemos que elevar nuestros clamores, diciendo junto a la milicia de los Ángeles y con los veinticuatro Ancianos que San Juan, uno de los testigos del Tabor, oyó en el cielo: Digno es el Cordero que fue inmolado de recibir el poder y la divinidad, la sabiduría y la fortaleza, a Él el honor, y la gloria, y la alabanza…

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¡Cuántas almas en la vida sobrenatural comparten la ilusión de San Pedro! Aspiran a las consolaciones divinas sin querer pasar por las pruebas y las tribulaciones… No piensan que los sufrimientos conducen al consuelo y al alivio y sobre todo que es necesario buscar Dios en primer lugar, antes de buscar sus consolaciones.

Sobre el Tabor, fue la segunda vez que el Padre Eterno declaró a Jesús su Hijo muy amado y el objeto de sus complacencias; la primera había sido en el Jordán, el día del Bautismo de Nuestro Señor.

El Padre quería por allí consolidar nuestra fe en Jesucristo y excitarnos a amarlo aún más y a obedecerlo en todo: escuchadlo, porque es la verdad; buscadlo, porque es la vida; seguidlo, porque es el camino.

Pedro, escucha a mi Hijo… Antes de permanecer para siempre en la cumbre del Tabor, debes regresar al valle, y subir a continuación, con mi Hijo, al Monte de los Olivos, y luego al Monte Calvario…

¡Oh Pedro!, tus palabras son la marca indudable de tu amor, pero ¡qué prueba dan ellas de la confusión que reina en tu espíritu!

Deslumbrado por una imagen de la gloria celestial, quieres permanecer allí para gozar eternamente…

¿No sabes, pues, que es necesario que Cristo sufra y muera, para entrar definitivamente en su gloria?

¿No sabes que debes también trabajar y sufrir con Él, y morir por Él, con el fin de tener parte en esta gloria?

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De la misma forma, debemos aplicarnos a nosotros mismos estas palabras con respecto a la Pasión de la Iglesia y a nuestras tribulaciones.

¿Por qué, entones, la Transfiguración?… podemos preguntar… El Padre Calmel responde:

Por la misma razón que la Resurrección, de la cual es el anuncio y la figura.

Para darnos confianza en medio de una vida de angustias y oscuridad; para consolidar nuestra esperanza al medio de una vida de incertidumbre y tinieblas.

El Señor nos dio bastante luz para que no dudáramos en seguirlo, incluso en medio de la noche.

Como el apóstol San Pedro, preferiríamos, nuestra naturaleza preferiría, que la noche no vuelva, que la transfiguración se prolongue sin fin.

La naturaleza, abandonada a sí misma, no entiende las cosas de Dios.

Pero es bueno para nosotros que se esfume el resplandor de este sol; es mejor avanzar en la noche.

Aquí bajo es mejor para la fidelidad.

Si no dejamos de ir a su encuentro, aunque sea de noche, esta perseverancia dolorosa es la prueba de que buscamos de verdad al Señor.

Es porque nos ama, porque desea que lo encontremos a Él y nada más en su lugar, que quiere que lo busquemos en la noche… Aunque sea de noche…

En cuanto a esos cristianos, a quienes las comodidades, la paz, las adulaciones, la seguridad del día siguiente…; en cuanto a aquellos otros, a quienes el éxito de la vida impediría prestar atención al Rostro del Salvador, les pido detenerse un momento y reflexionar en presencia del misterio de gloria y el misterio de ignominia del Señor Jesús…

Les pido aceptar observar atentamente a Aquel en el cual siguen creyendo…

Si Él no quiso tomar el camino del éxito, de las comodidades, de la paz, de la seguridad del día siguiente y de la consideración del mundo, es que este camino no era el mejor.

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Si entendemos esto, entonces el Señor se revelará tal como es: Señor de la gloria y Hostia de la Cruz.

Entonces comenzará a estar presente en nuestra vida, para modificarla profundamente.

Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle…

P.CERIANI

SANTORAL 3 DE MARZO




SANTA CUNEGUNDA,
Emperatriz de Alemania, Viuda



Queridísimos, os conjuro a que os abstengáis
de los deseos de la carne, que combaten
contra el alma.
(1 Pedro, 2,11).


    Santa Cunegunda dio un espectáculo verdaderamente digno de los ángeles observando, en medio de las delicias de la corte, castidad perpetua con San Enrique su esposo. La calumnia se empeñó en hacer que su virtud se hiciese sospechosa ante los ojos de este príncipe; mas, Cunegunda, llena de confianza en Dios, probó su inocencia caminando descalza, sin quemarse, sobre rejas de arado calentadas al rojo. Después de la muerte de San Enrique, esta purísima paloma, se retiró a un monasterio como buscando asilo para su virginidad. Murió en el año 1039.

MEDITACIÓN SOBRE
LA CASTIDAD

   I. Es muy difícil vivir castamente en medio de las delicias del mundo; no te creas que conservarás sin esfuerzo ese precioso tesoro de tu pureza. Serás atacado día y noche, en todo tiempo, en todo lugar, a toda edad de tu vida; mas, esta virtud, que te hace semejante a los ángeles, bien merece que se realicen los mayores esfuerzos para conservarla. Reguemos este hermoso lirio de nuestros desvelos, con nuestras lágrimas y nuestra sangre, si fuese necesario, antes que dejarlo marchitar.

   II. Lo que es difícil para la fragilidad humana, se hace fácil con el auxilio del Cielo. Es verdad que nadie podría ser casto, si Dios no le diera esa gracia; pero Dios no deja de hacer esta merced a quienes se la piden y trabajan seriamente en su adquisición. Desconfía de ti mismo, humíllate, implora el auxilio del Cielo, y Dios te dará las gracias necesarias para someter la carne al espíritu. Evita sobre todo las faltas menores: todo es peligroso; el tesoro que llevas se encierra en vaso de arcilla: una nonada te lo puede hacer perder.

   III. Huye prontamente de las ocasiones en las que peligra la santa virtud. Apenas San Enrique hubo dado su último suspiro, dejó Cunegunda la corte para refugiarse en un monasterio. Huye si quieres vencer; no te confíes en las victorias pasadas: basta una mirada para perderte; no eres más sabio que Salomón, ni más santo que David, que fueron vencidos por el demonio de la impureza. En fin, si el fuego de las pasiones arde en tus huesos, date prisa a apagarlo con el recuerdo del fuego eterno. (San Pedro Damián).

La castidad
Orad por las vírgenes.

ORACIÓN