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jueves, 1 de diciembre de 2011

LOS TEMPERAMENTOS

LOS TEMPERAMENTOS
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EL TEMPERAMENTO MELANCÓLICO 





I. Esencia del temperamento melancólico. 

   El alma del melancólico se excita débilmente por influencias externas; y su reacción, si es que reacciona, es asimismo débil. Pero tal excitación, aunque siempre débil, permanece largo tiempo en el alma; y favorecida por nuevas impresiones, que se repiten en el mismo sentido, ahonda más y más hasta apoderarse y mover con violencia el alma, y no dejarse arrancar luego sin dificultad. Las impresiones en el alma del melancólico se parecen a un poste, que, a fuerza de martillazos, se va hundiendo en la dura tierra pero creciente tensión, fijándose con tanta firmeza, que no es fácil arrancarlo. Esta nota característica del melancólico merece especial atención, puesto que nos da la clave para llegar al conocimiento de muchas cosas que en la conducta del melancólico nos parecen inexplicables. 

II. Principales disposiciones de ánimo del melancólico. 

   1.  Propensión a la reflexión

   En su modo de razonar, el melancólico se detiene demasiado en todos los antecedentes hasta las causas últimas. Como se da de buena gana a la consideración de lo pasado, siempre vuelve a recordar los acontecimientos tiempo ha transcurridos. Su pensamiento tiende hacia lo profundo; no se queda en la superficie, sino que siguiendo las causas y la conexión de las cosas, indaga las leyes activas de la vida humana, los principios según los cuales ha de obrar el hombre; sus pensamientos, por fin, se extienden a un vasto campo, penetran en el porvenir y se elevan hasta lo eterno.

   El melancólico posee un corazón lleno de abundantes y tiernos afectos, en el cual siente en cierto modo lo que piensa. Sus reflexiones van acompañadas de un misterioso anhelo. Al meditar sobre sus planes y particularmente sobre asuntos religiosos, se siente conmovido en su interior, y aun profundamente agitado. Pero apenas deja traslucir en su exterior estas oleadas de violenta emoción. 

   El melancólico sin formación incurre fácilmente en un cavilar y soñar despierto, porque no es capaz de resolver las múltiples dificultades que de todas partes le asedian. 

   2.  Amor a la soledad

   A la larga, el melancólico no se siente bien en la compañía de los hombres. Prefiere el silencio y la soledad. Encerrándose en sí mismo, se aísla de lo que le rodea y emplea mal sus sentidos. En presencia de otros se distrae fácilmente y no escucha ni atiende, por ocuparse con sus propias ideas. A causa del mal uso que hace de sus sentidos no se fija en las personas, como si estuviera soñando, ni siquiera saluda a sus amigos en la calle. Semejante desatención y soñar a ojos abiertos le acarrean mil contrariedades en sus tareas y vida cotidiana. 

   3.  Seria concepción de la vida e inclinación a la tristeza

   El melancólico siempre considera las cosas en su aspecto más negro y adverso. En lo íntimo de su corazón se halla de continuo cierta suave melancolía, cierto "llorar interno"; lo cual no proviene, como afirman algunos, de una enfermedad o disposición morbosa, sino de un profundo y vivo impulso que el melancólico siente en sí hacia Dios y lo eterno, y al cual no puede corresponder, atado como está a la tierra por el peso y las cadenas de la materia. Viéndose ausente de su verdadera patria y teniéndose por peregrino en este mundo, siente nostalgia por la eternidad. 

   4.  Propensión a la quietud

   El temperamento melancólico es un temperamento pasivo

   El melancólico no conoce el proceder acelerado, impulsivo y laborioso del colérico y del sanguíneo; es más bien lento, reflexivo y cauto; ni es fácil empujarlo a acciones rápidas; en una palabra, en el melancólico se nota una marcada inclinación a la quietud, a la pasividad. Desde este punto de vista, podrá explicarse también su miedo a los sufrimientos y su temor a los esfuerzos interiores y a la abnegación de sí mismo. 

III. Especiales particularidades del melancólico. 

   1.  El melancólico es muy reservado

   El melancólico difícilmente se acerca a personas extrañas, ni entra en conversación con desconocidos. Revela su interior con suma reserva, y las más de las veces solo a los que tiene más confianza; y entonces no halla la palabra conveniente para declarar la disposición de su alma, porque de hecho experimenta grande alivio pudiendo comunicar a un hombre que le entienda los tristes y sombríos pensamientos que pesan sobre su alma. Pero hasta llegar a tal coloquio ha de superar numerosas dificultades, y en el mismo discurso será tan torpe que, a pesar de su buena voluntad, no encontrará la calma. Tales experiencias le hacen todavía más reservado. Un educador ha de conocer y tener en cuenta esta nota característica del melancólico; de lo contrario, tratará a sus educandos melancólicos con gran injusticia. Por lo general, al melancólico le cuesta mucho el confesarse, no así al sanguíneo. El melancólico quisiera desahogarse por medio de un coloquio espiritual, pero no puede; el colérico pudiera expresarse, pero no quiere.

   2.  El melancólico es irresoluto

   Por sus demasiadas reflexiones, por su temor a las dificultades, por su miedo de que le salga mal el plan o el trabajo a emprender, el melancólico no acaba de resolverse. Difiere de buena gana la decisión de un asunto, el despacho de un negocio. Lo que pudiera hacer en el instante, lo reserva para mañana o pasado, para la semana siguiente; luego se olvida de ello, y así le sucede pasar meses enteros en lo que pudiera hacer en una hora. El melancólico nunca acaba con una cosa. Muchos necesitan largos años hasta poner en claro su vocación religiosa y tomar el hábito. El melancólico es el hombre de las oportunidades perdidas. Mientras los demás están ya al otro lado del foso, él se está pensando y reflexionando, sin atreverse a dar el salto. Descubriendo en sus cavilaciones varios caminos que conducen a la misma meta, y no pudiendo decidirse sin gran dificultad a un determinado camino, fácilmente concede la razón a los demás, ni persiste con terquedad en sus opiniones propias. 

   3.  El melancólico se desanima

   Al comenzar un trabajo, al ejecutar un encargo desagradable, al internarse en un terreno desacostumbrado, muestra el melancólico desaliento y timidez. Dispone de una firme voluntad, ni le falta talento y vigor, pero sí le faltan muy a menudo valor y ánimo suficientes. Por eso se dice con razón: "Al melancólico hay que tirarlo al agua para que aprenda a nadar". Si en sus empresas se le atravesaran algunas dificultades, aunque de poca monta, pierde el ánimo, y quisiera dejarlo y abandonarlo todo, en vez de sobreponerse, de compensar y reparar los fracasos padecidos, redoblando sus esfuerzos. 

   4.  El melancólico es lento y pesado

   El melancólico es lento: 

   a) En su pensar: tiene que considerar todo con atención y examinarlo seriamente, hasta formarse un juicio discreto. 

   b) En su modo de hablar cuando se ve obligado a contestar apuradamente, o a hablar en un estado de perplejidad, o cuando teme que de sus palabras pudieran depender graves consecuencias, se intranquiliza, no encuentra la respuesta adecuada, la cual es a veces aun falsa e insuficiente. Su pesadumbre de espíritu es tal vez la causa por que el melancólico tropieza con frecuencia en sus palabras, deja sin acabar sus frases, emplea una mala sintaxis y anda en busca de la propiedad de expresión. 

   c) En sus trabajos: trabaja esmerada y sólidamente, pero solo, sin empujes, y con mucho tiempo. El mismo, sin embargo, no se cree lento en sus trabajos. 

   5.  El orgullo del melancólico.

   Tiene su aspecto muy peculiar. El melancólico no aspira a honores; tiene, por el contrario, cierto miedo de mostrarse en público y de aceptar alabanzas. Teme mucho los bochornos y las humillaciones. Se retrae a menudo excitando de este modo las apariencias de modestia y humildad; pero en realidad, no es ella una prudente reserva, sino más bien cierto temor a la humillación. En los trabajos, las colocaciones y oficios cede la presidencia a otras personas menos aprovechadas y aun incapaces; sintiéndose, sin embargo, herido en su corazón por no habérsele respetado y apreciado lo bastante sus talentos. El melancólico, si quiere realmente llegar a la perfección, ha de dirigir especialísima atención hacia este despecho, arraigado en lo más profundo de su corazón y fruto de la soberbia, como también hacia su sensibilidad y susceptibilidad a las más pequeñas humillaciones. 

   De lo hasta aquí dicho síguese que es muy difícil tratar con melancólicos; pues por sus particularidades no los apreciamos en su justo punto, ni los sabemos tratar con acierto. Al sentir esto el melancólico se vuelve aún más serio y solitario. El melancólico tiene pocos amigos, porque no son muchos los que le comprenden y los que gozan de su confianza. 

IV. Cualidades buenas del melancólico. 

   1.  El melancólico practica con facilidad y gusto la oración mental

   La seria concepción de la vida, el amor a la soledad, la inclinación a reflexionar, le son al melancólico de todo punto provechosos para conseguir una gran intimidad en su vida de oración. El melancólico posee, por decirlo así, una natural disposición a la piedad. Contemplando las cosas terrenas, piensa en lo eterno; caminando en la tierra, el cielo le atrae. Muchos santos tuvieron un temperamento melancólico. Con todo, también el melancólico encuentra precisamente en su temperamento una dificultad para la oración. Porque, desanimándose en las adversidades y sufrimientos, le falta la confianza en Dios y así se distrae con sus negros pensamientos de pusilanimidad y tristeza. 

   2.  En el trato con Dios, halla una profunda e indecible paz

   Nadie mejor que el melancólico entiende la palabra de San Agustín: "Nos has creado para Ti, oh Dios e inquieto está nuestro corazón hasta que descansare en Ti". El corazón blando y lleno de afectos del melancólico siente en el trato con Dios una inmensa felicidad, la cual conserva también en sus sufrimientos caso de tener suficiente confianza en Dios y amor al Crucificado. 

   3.  El melancólico es a menudo un gran bienhechor de la humanidad

   El melancólico es para los demás un guía en el camino hacia Dios, un buen consejero en las dificultades, un superior prudente, benévolo y digno de confianza. Las necesidades de sus cohermanos le despiertan extremada conmiseración, junto con un gran deseo de ayudarles; y cuando la confianza en Dios le alienta y le apoya, sabe hacer grandes sacrificios en bien de su prójimo, quedándose él mismo firme e imperturbable en la lucha por sus ideales. Schubert en su "Ciencia del alma humana", dice respecto al natural melancólico: Esta ha sido la forma predominante del alma de los poetas y artistas más sublimes, de los pensadores más profundos, de los inventores y legisladores más geniales y sobre todo de aquellos espíritus, que abrieron a su siglo y a su pueblo el acceso a un mundo feliz y superior, al cual levantó él mismo su propia alma atraído por inextinguible nostalgia". 

V. Cualidades malas del melancólico. 

   1.  Los melancólicos incurren por sus pecados en temibles angustias.

   Penetrando más que otros en lo profundo del alma por el anhelo hacia Dios, el melancólico se resiente muy en particular del pecado. Más que nada le abate el pensamiento de estar separado de Dios por el pecado mortal. Y si alguna vez cae profundamente, no llega a levantarse sino con gran dificultad; ya que le cuesta mucho el confesarse por la humillación, a que se debe someter. El melancólico vive asimismo en constante peligro de recaer en el pecado; pues, de continuo cavilando sobre sus pecados pasados, le causan estos siempre nuevas y graves tentaciones; en las cuales de buen grado se deja llevar de sensiblerías y tristes sentimientos, que aumentan más la fuerza de la tentación. La obstinación en el pecado o la recaída en él le sumergen en una profunda y prolongada tristeza que poco a poco le va privando de la confianza en Dios y en sí mismo. Entonces es víctima de semejantes pensamientos: no tengo las fuerzas necesarias para levantarme; ni Dios me envía para ello su auxilio oportuno; Dios ya no me quiere, y, por el contrario, busca de condenarme. Este estado puede llegar a convertirse en cansancio de la vida. El melancólico quisiera morir; pero teme la muerte. Por fin su infeliz corazón se rebela contra Dios, haciéndole amargos reproches y sintiendo en sí la excitación del odio y de la maledicencia contra su Creador

   2.  Los melancólicos sin confianza en Dios ni amor a la cruz son arrastrados en medio de sus sufrimientos a un excesivo desaliento, y pasividad y aún a la desesperación. 

   Si los melancólicos tienen confianza en Dios y amor a la cruz se acercarán a Dios y se santificarán precisamente por los padecimientos, como enfermedades, fracasos, calumnias, tratos injustos, etc. Pero si les faltaran estas dos virtudes, su causa andará muy mal. Les sobrevendrán penas, tal vez muy insignificantes, y entonces se entristecerán deprimidos, enfadados y desazonados. No hablarán nada o muy poco y esto harto de mala gana y con cara hosca; huirán de la compañía de los hombres y llorarán de continuo. Muy pronto se les acabará el ánimo para seguir sus trabajos, perderán el gozo en su vida profesional encontrando su mayor complacencia en verlo todo negro. Su continua disposición de ánimo será: en las 24 horas del largo día no conozco más que dolores y penas. Este estado puede llegar a convertirse en formal melancolía y desesperación. 

   3.  Los melancólicos que se abandonan a sus sentimientos de tristeza, incurren en muchas faltas contra la caridad y llegan a ser gravosos para sus prójimos. 

   a) El melancólico pierde fácilmente la confianza a sus semejantes, en particular a sus superiores y al confesor; y esto solo por algunos defectos insignificantes que en ellos descubre, o porque recibe de parte de los mismos algunas leves reprensiones. 

   b) Interiormente se subleva e indigna con vehemencia por cualquier desorden e injusticia que nota. El motivo de su indignación puede a menudo justificarse, pero no así el grado de su enojo; en eso va demasiado lejos. 

   c) Difícilmente podrá olvidar las ofensas; de las primeras hace al principio caso omiso; pero si llegaran a repetirse las desatenciones, penetrarán estas hasta lo más profundo de su alma, excitándole un dolor difícil de superar, y despertándole hondos sentimientos de desquite. Gota a gota y no de repente va infiltrándose en el melancólico el virus de la antipatía hacia aquellas personas, de las cuales tiene que sufrir mucho o en las cuales encuentre algo que criticar. Semejante aversión llega a ser tan vehemente, que apenas se digna mirar a las tales personas, o dirigirles la palabra, llenándole al fin de disgusto y nerviosidad su solo recuerdo. De ordinario no se desvanece esta antipa­tía, sino cuando el melancólico está separado y lejos de tal o cual persona, y entonces solo después de transcurridos meses y aún años enteros. 

   d) El melancólico es muy desconfiado

   Raras veces confía en un hombre, temiendo siempre que no se busque su bien. De este modo tiene a menudo y sin motivo alguno duras e injustas sospechas de su prójimo; se imagina en él malas intenciones y tiene miedo a peligros que no existen.

   e) Lo ve todo negro: Al melancólico le gusta lamentarse en sus conversaciones, llamar siempre la atención sobre el lado serio, quejarse luego con regularidad de la malicia de los hombres, de los tiempos aciagos que corren y de la decadencia de las buenas costumbres. Su estribillo es: Vamos de mal en peor. También en las adversidades, los fracasos y ofensas considera y juzga las cosas peores de lo que son en realidad. Como consecuencia síguese a veces una exagerada tristeza, un grande e infundado enojo hacia los demás, cavilaciones varias sobre injusticias reales o sospechadas; todo lo cual dura días y semanas. 

   Los melancólicos que se abandonan a esta inclinación de ver en todo lo obscuro y tétrico llegarán a ser pesimistas es decir hombres que en todas partes esperan el mal éxito; hipocondríacos, esto es hombres que en pequeños padecimientos corporales se lamentan continuamente temiendo siempre enfermedades peligrosas; misántropos, hombres, que, adoleciendo de esquivez y odio al hombre, manifiestan aversión al trato humano. 

   f) Una dificultad particular tiene el melancólico en la corrección y reprensión de los demás. Como ya se ha dicho, el melancólico se indigna sobremanera al notar desórdenes e injusticias y se siente obligado a intervenir contra estos trastornos, aunque muchas veces no tenga ni ánimo ni habilidad para tales reconvenciones. Antes de dirigir la reprensión medita detenidamente el modo del proceso y las palabras que ha de emplear; pero en el momento en que tiene que hablar, le quedan las palabras en la garganta o da la reconvención tan cautamente, con tanta ternura y reserva que apenas merece el nombre de reprimenda. En toda su conducta se nota cuán difícil le es castigar a otros. Y cuando el melancólico quiere dominar esta su timidez, incurre fácilmente en el extremo contrario de dirigir la reconvención con enojo y nerviosidad o prorrumpir en palabras demasiado severas; no alcanzando de esta suerte ningún fruto verdadero. Esta dificultad es la cruz pesada de los superiores melancólicos. No saben encauzar a nadie y acumulan por eso mucho enojo y dejan echar raíces a muchos desórdenes, aunque su conciencia les amoneste a oponerse a estos trastornos. Asimismo tienen con frecuencia los educadores melancólicos la gran debilidad de callar demasiado ante las faltas de sus subalternos y al reprenderlos luego, lo hacen grosera y ruidosamente, y, en vez de animar a los educandos, los desaniman y paralizan en su formación. 

VI. ¿Cómo debe educarse a sí mismo el melancólico? 

   1.  El melancólico tiene que fomentar en sí grande confianza en Dios y amor a los sufrimientos. De esto dependerá todo. La confianza y el amor a la cruz son los dos pilares, con los cuales se mantendrá en pie con tal firmeza que ni en las pruebas más graves ha de sucumbir a los lados flacos de su temperamento. La desgracia del melancólico está en que no lleva su cruz; siendo su salvación el aceptarla con gusto y alegría (no a la fuerza). Por lo cual, el melancólico debe tener mucho ante la consideración la divina Providencia, la bondad del Padre celestial, que envía las penas para nuestro bien, y abrigar asimismo una tierna devoción a la Pasión de Cristo y a la Madre dolorosa. 

   2.  Si le sobrevienen afectos de antipatía o simpatía, de desaliento, desconfianza, abatimiento, ha de resistir desde el principio, a fin de que estas malas impresiones no penetren demasiado en su alma. 

   3.  Al sentirse triste debe decirse siempre el melancólico: No está tan mal como te lo imaginas; ves las cosa demasiado negras. 

   4.  El melancólico debe estar siempre bien ocupado; para no dar tiempo a las cavilaciones. El trabajo asiduo lo supera todo.

   5.  El melancólico cultivará las buenas cualidades de su temperamento, en particular la inclinación a la vida interior y la compasión por las desgracias de los hombres; pero al mismo tiempo combatirá constantemente sus particularidades y lados flacos, indicados más arriba. 

   6.  Santa Teresa, en un capítulo especial sobre el tratamiento de melancólicos mal dispuestos dice: "Con muy poca atención se podrá ver que se inclinan de un modo particular a imponer su voluntad, a proferir todo lo que les viene a la mente, a detener la consideración en las faltas de otros, para ocultar las propias, y a buscar su satisfacción y su paz en su propio capricho". Santa Teresa señala aquí dos puntos en los cuales debe fijarse particularmente el melancólico en su autoeducación. Con mucha frecuencia está el melancólico tan excitado, tan lleno de amarguras y congojas, porque sus pensamientos no se ocupan sino en las faltas de los demás y porque todo lo quisiera según su voluntad y gusto. El melancólico puede caer en el mal humor y desaliento, cuando las cosas no marchan aún en las más mínimas pequeñeces, como él quisiera. Por lo cual pregúntese el melancólico siempre que se vea invadido de la tristeza: ¿No te has detenido nuevamente y en demasía en las faltas de tu prójimo? Deja hacer a los demás lo que quieran. ¿O no resultó tal vez tal o cual cosa según tu deseo y voluntad? Convéncete de una vez por todas de la verdad de las palabras de la Imitación de Cristo: ¿Por qué te turbas si no te sucede lo que quieres y deseas? ¿Quién es el que tiene todas las cosas a medida de su voluntad? Por cierto, ni yo, ni tu, ni hombre alguno sobre la tierra. Ningún hombre hay en el mundo sin tribulación o angustia, aunque sea rey o Papa. Pues ¿quién es el que está mejor? Ciertamente, el que puede padecer algo por Dios. (Im. I, 22). 

VII. De lo que hay que observar en el tratamiento y educación de un melancólico. 

   a) Hay que tratar de comprender al melancólico. Los melancólicos presentan muchos enigmas en su conducta para aquel que no conoce las propiedades del temperamento melancólico. Por consiguiente hay que estudiarlo y a la vez esforzarse por averiguar en qué forma se caracteriza en la persona interesada. Sin esos conocimientos se cometerán graves faltas en el trato con melancólicos. 

   b) Trátese de ganar la confianza del melancólico. Lo cual no es fácil, por cierto, y solo se logra dándole en todo buen ejemplo y buscando sinceramente su bien. Como se abre al brillo del sol un brote cerrado, así se abre el alma melancólica, cuando la alumbran los rayos solares de la bondad y de la caridad. 

   c) Alentar siempre al melancólico

   Reprensiones ásperas, brusquedad de trato y dureza de corazón le abaten y paralizan las fuerzas. Palabras atentas y alentadoras, paciencia sufrida y constante le dan ánimo y fortaleza. El melancólico se muestra muy agradecido por tal amabilidad. 

   d) Se debe exhortar al melancólico al trabajo; pero sin aplastarlo por eso.

   e) Como toman todo demasiado a pecho y trabajan mucho con sus sentimientos y corazón, están los melancólicos muy expuestos al peligro de debilitar sus nervios, por lo cual debe preocuparse que súbditos melancólicos no agoten completamente las fuerzas de sus nervios; pues gastados estos caerán en un estado lamentable de postración, y no se aliviarán sino con grandes dificultades.

   2.  También en la educación del niño melancólico hay que fijarse de tratarlo con afabilidad, de animarlo e impulsarlo al trabajo. Acostúmbresele además, a expresarse bien en sus conversaciones, a emplear bien sus sentidos y a cultivar la piedad. Es digno de especial atención el castigo del niño melancólico; pues los desaciertos tienen sobre todo en este punto funestas consecuencias, haciéndolo sobremanera terco y reservado. Por eso castíguesele con gran prudencia y bondad, evitando lo más posible las apariencias de injusticia. 

SANTORAL 1 DE DICIEMBRE


1 de diciembre


SAN ELOY
Obispo y Confesor
(659 P.C.)


Haga cada uno lo que les es propio, trabaje
con sus manos como lo hemos ordenado.
(1 Tesalonicenses, 4, 11).

   San Eloy, nacido cerca de Limoges hacia el año 590 fue, primeramente, orfebre. Hizo dos tronos para Clotario II con el oro destinado para uno solo y esta probidad le valió el puesto de platero del rey. Nombrado obispo de Noyon, en el año 640, nunca iba a la corte de Dagoberto sin haber orado, y un cortejo de pobres lo seguía. Sus austeridades, sus lágrimas, sus milagros y sus predicaciones sobre los cuatro fines del hombre convirtieron a una muchedumbre de idólatras. Murió en el año 659.
       

  MEDITACIÓN
SOBRE EL TRABAJO

   I. El hombre ha nacido para trabajar. Mandó Dios a Adán que cultivase la tierra, y nadie, sea cual fuese su posición, escapa a la ley del trabajo. Imita a Jesucristo que trabajaba con San José en el taller de Nazaret; es el medio para hacerte agradable a Dios, útil a los demás y a ti mismo. Quien trabaja, decían los Padres del desierto, no tiene para combatir sino al demonio de la ociosidad; el que está ocioso, es tentado por todos los otros demonios, porque la ociosidad es la madre de todos los vicios.

   II. Trabaja como hacia San Eloy, ofreciendo a Dios tu trabajo al comienzo del día y de cada una de tus acciones. De tiempo en tiempo renueva esta intención; si hay algo que sufrir, ofrécelo a Jesús crucificado. Terminada tu tarea, examínate y pide perdón a Dios por las faltas que hayas cometido: he aquí el medio para santificar tu trabajo y acumular méritos para la eternidad. Hazlo así en todas tus ocupaciones, tanto corporales como espirituales, sean las que fueren.

   III. No emprendas demasiadas cosas, el exceso de trabajo es tan contrario a la salud como la ociosidad. En efecto, traba tu espíritu con infinidad de afanes que ahogan la devoción y te privan de todo tiempo para pensar en Dios. Recuerda siempre que una sola cosa es necesaria: trabajar en tu salvación. ¿Cómo lo haces tú? Buscas las riquezas, y aunque mucho te hayas afanado, tal vez no las encontrarás; pero a Dios, lo encontrarás siempre que quieras. (San Agustín).

El recogimiento 
Orad por los que os gobiernan.

ORACIÓN

   Haced, oh Dios omnipotente, que la augusta solemnidad del bienaventurado Eloy, vuestro confesor pontífice, aumente en nosotros el espíritu de piedad y el deseo de la salvación. Por J. C. N. S. Amén.