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lunes, 26 de diciembre de 2011

PROGRAMA PARA VIVIR EN LA INHÓSPITA TRINCHERA

PROGRAMA PARA VIVIR

EN LA INHÓSPITA TRINCHERA





Visto en : Radio Cristiandad


¿No hago nada?

Corazón, tente en pie sin doblegarte

De la injusta opresión a la insolencia;

Aunque estoy loco, tengo yo mi arte:

Nam furor sæpe fit læsa patientia”.

[En efecto, muchas veces la ira lesiona la paciencia]

Luchando sin más armas que mi triste

Corazón contra el mal peor que existe

¿No hago yo nada? Lucho,

Sangro y no caigo al suelo.

No hago mucho,

Pero hago más de lo que puedo…

Centinela aterido,

No dejo sospechar que estoy herido,

Ni dejo conocer que tengo miedo…

Herido, helado, aguanto la bandera;

No deserto la inhóspita trinchera.

Y aunque sé que la muerte me ha podido,

Estoy de pie y estoy ante ella erguido,

Marcando el SOS de la brega

A un auxilio que no me llegará

Sino un momento tarde, si es que llega,

Y que muerto de pie me encontrará…

La otra mitad la hará sobre mi tumba

Otro infeliz, después que yo sucumba…

¡Corazón!, ¡tu mitad se ha hecho ya!




Fortaleza y Paciencia

El gran escollo del hombre ético es el dolor; no se entiende bien el dolor.

Se entiende el dolor como castigo de faltas, como estímulo para la lucha, como alimento vital de la energía; pero no se entiende el dolor sin esperanza, el dolor sin compensación, el dolor perpetuo.

El hombre ético hoy día sucumbe al dolor; a semejanza de “la semilla que cayó entre zarzas, que prendió y creció, pero al final las zarzas la ahogaron”. Esto no lo entiende bien el hombre ético, que sucumbe a la persecución.

El hombre religioso sufre persecución; y su vida está bajo el signo del dolor; no del dolor como accidente o prueba pasajera, sino del dolor como estado permanente, estado interno, más allá de la dicha y la desdicha.

No se trata de que los católicos amen “el dolor por el dolor”, o enseñen que hay que buscar el dolor; pues no hay que buscar el dolor; es una cosa diferente.

Pero, ¿por qué? Porque la vida del hombre religioso, está dominada por la Fe. La Fe es algo así como un injerto de la Eternidad en el Tiempo; y por tanto la vida del hombre de fe tiene que ser una lucha interna continua, como la de un animal fuera de su elemento. La Fe es creer lo que Dios ha revelado; y lo que Dios ha revelado es superior al entendimiento del hombre.

“Todo el mérito de la Fortaleza viene de la Justicia”, dice Santo Tomás.

Fortaleza significa valentía y se define como “la aptitud para acometer peligros y soportar dolores”.

La cobardía puede ser pecado mortal y Jesucristo tiene verdadera inquina a la cobardía. En el Apocalipsis San Juan enumera una cantidad de condenados al fuego, y entre ellos pone “los mentirosos y cobardes”, que faltan a la Justicia y a la Fortaleza.

La falsificación liberal de la Fortaleza consiste en admirar el coraje en sí, con prescindencia de su uso, o sea, prescindiendo de la Prudencia y de la Justicia. Pero el coraje aplicado al mal no es virtud, es una calamidad, es “la palanca del Diablo”, dice Santo Tomas.

El coraje en sí puede ser una cualidad natural, una especie de furor temperamental, una ceguera para ver el peligro, o una estolidez en soportar males que no se deben soportar.

La Fortaleza no excluye el miedo, solamente lo domina; al contrario, ella está fundamentada en un miedo, en el miedo profundo del mal definitivo, de perder la propia razón de ser.

La Fortaleza se basa en que el hombre es vulnerable. La Fortaleza consiste en ser capaz de exponerse a las heridas y a la muerte (el martirio, supremo acto de la virtud de Fortaleza) antes de soportar ciertas cosas, de tragar ciertas cosas y de hacer ciertas cosas.

No existiría la Fortaleza o Valentía si no existiera el miedo: “el miedo es natural en el prudente, y el saberlo vencer es ser valiente”; y tampoco si no existiera la vulnerabilidad.

La virtud de la Valentía no supone no tener miedo; al revés, supone un supremo miedo al último y definitivo mal, y el miedo menor a los males de esta vida captados en su realidad real; de acuerdo a la palabra de Cristo: “No temáis tanto a los que pueden quitar la vida del cuerpo; temed más al que puede condenar para siempre cuerpo y alma”. No dice: “No temáis nada”, porque eso es imposible: el prudente naturalmente teme los males naturales captados en su realidad real, no en imaginaciones…

Dice Cristo: “temed menos”, y, en caso de conflicto, que el temor mayor venza al menor, impidiéndonos “perder el alma”, aun a costa de perder la vida.

De ahí que los dos actos precipuos de la Fortaleza son acometer y aguantar; y este último es el principal; dice Santo Tomás inesperadamente.

¿Cómo? ¿No es mejor siempre la ofensiva que la defensiva, la actividad que la pasividad? Santo Tomás parece apocado, parece aconsejar agacharse y aguantar más bien que atacar; y el mundo siempre ha tenido el ataque por más valeroso que el simple aguante.

Santo Tomás tiene por más a la Paciencia que al Arrojo; pero no excluye el Arrojo cuando es posible, al contrario; con otra proposición paradojal dice que la Ira trabaja con la Fortaleza y hace parte de ella.

En la condición actual del mundo, en que la estupidez y la maldad tienen mucha fuerza, hay muchos casos en que no hay chance de lucha; y aun para luchar bien se necesita como precondición la paciencia; y a veces el sacrificio.

El acto supremo de la virtud de la Fortaleza es el martirio, pero la Iglesia ha llamado siempre al martirio “triunfo” y no derrota.

Ten cuidado con el hombre paciente: es peligroso”, dijo uno. ¿Por qué? Porque espera su momento.

La paciencia consiste formalmente en no dejarse derrotar por las heridas, o sea, no caer en tristeza desordenada que abata el corazón y perturbe el pensamiento; hasta hacer abandonar la Prudencia, abandonar el bien o adherir al mal; y en eso se ejerce una actividad enorme. “Soportar es más fuerte que atacar”.

Otra vez volvemos los ojos al error moderno y plebeyo; considerar la paciencia como la actitud lacrimosa y pasiva del “corazón destrozado”, que dicen. Al contrario, la paciencia consiste en no dejarse destrozar el corazón, no permitir al Mal invadir el interior. Por tanto en el fondo se basa en la convicción o en la fe en la última “invulnerabilidad”, en la inmunidad definitiva.

Pase lo que pase, al fin voy a vencer, cree el cristiano; y hasta el fin nadie es dichoso. Aunque sea a través de la muerte, si es inevitable; pero si no es inevitable, no. De donde se ve que la Paciencia pende de la virtud de la Esperanza sobrenatural, lo mismo que la Fortaleza, y no del apocamiento y la debilidad.

La paciencia no consiste en el sufrir, sino en el vencer el sufrimiento. Sufrir y aguantar no es lo mismo: aguantar es activo, y es pariente de “aguardar” y “aguaitar”.

Con razón dice el filósofo Pieper que la Fortaleza o Valentía atraviesa los tres órdenes humanos, el Preorden, el Orden, y el Superorden, y está integrada en ellos.

El Preorden en este caso es el coraje natural, el instinto de agresión, en el varón sobre todo, y de resistencia, en la mujer sobre todo; que lo poseen lo mismo el ser humano que el león o el mastín, y depende mucho del cuerpo, temperamento y temple.

El Orden es el coraje ordenado por la razón y devenido valentía o valor.

El Superorden es la virtud moral de la Fortaleza, pendiente de la virtud supernatural de la Esperanza, la cual informa a los otros dos órdenes y los robustece o se los incorpora; de tal modo que puede darse un hombre tímido, cansado, entristecido y cortado de lo natural, que haga grandes actos de fortaleza en virtud de lo sobrenatural.


Máximas

* La Gloria del Padre, que le viene toda por el Hijo, y que se ha de manifestar cuando venga como el gran Triunfador, debe ser a un tiempo nuestra Pasión y nuestra Esperanza.

* La doliente esperanza en el Segundo Advenimiento.

* Mezquina aspiración a eternizar lo temporal y terreno sin gloria para Cristo.

* Acepto por Cristo la vida más triste que existe en la tierra: La vida que es lucha perdida, continua derrota.

* La nota distintiva del verdadero cristiano reside en las derrotas previsibles.

Porque sabes que no llegarás, por eso eres grande.

* Ante el llamamiento divino:

- admirar la misteriosa grandeza;

- humildad;

- agradecimiento;

- cálida confianza;

- absoluto abandono;

- no medir las consecuencias.



Oración para la Perseverancia

¡Madre Inmaculada! ¡Que no nos cansemos!

¡Madre Nuestra! ¡Una petición! ¡Que no nos cansemos!

Sí, aunque el desaliento por el poco fruto o por la ingratitud nos asalte, aunque la flaqueza nos ablande, aunque el furor del enemigo nos persiga y nos calumnie, aunque nos falten el dinero y los auxilios humanos, aunque vinieran al suelo nuestras obras y tuviéramos que empezar de nuevo…

¡Madre amada! ¡Que no nos cansemos!

Firmes, decididos, alentados, sonrientes siempre, con los ojos de la cara fijos en el prójimo y en sus necesidades, para socorrerlos, y con los ojos del alma fijos en el Corazón de Jesús que está en el Sagrario, ocupemos nuestro puesto, el que a cada uno nos ha señalado Dios.

¡Nada de volver la cara atrás!

¡Nada de cruzarse de brazos!

¡Nada de estériles lamentos!

Mientras nos quede una gota de sangre que derramar, unas monedas que repartir, un poco de energía que gastar, una palabra que decir, un aliento de nuestro corazón, un poco de fuerza en nuestras manos o en nuestros pies, que puedan servir para dar gloria a Él y a Ti y para hacer un poco de bien a nuestros hermanos…

¡Madre mía, por última vez!

¡Morir antes de cansarnos!



Paciencia

La hora se volvió propicia para la tentación… Las dudas, los cansancios, las tibiezas, como un enjambre de desdichas alrededor de nuestro corazón, bordonean los aires fúnebres de su desaliento: “es demasiado duro, es demasiado largo, es demasiado doloroso, es demasiado doloroso”…

Es en la paciencia que es necesario poseer su alma; y los tres cuartos de los cristianos lo olvidaron; y esto explica las traiciones y las defecciones…

Sustinere, sostener, soportar, con alegría, en la esperanza y con la sonrisa de la alegría.

La Confirmación puso en nuestra inteligencia razones de “aguantar la vida”; razones de dominarla.

El cristiano soporta con suavidad. En las condiciones más irritantes para su temperamento, continúa con su deber.

El fuerte soporta con bondad mientras Dios quiera; y esta valentía da a su alma su libertad de acción.

El fuerte no habla sino a Dios de sus miserias; ve más allá de la prueba; su mirada llega mucho más allá de sus lágrimas; nublado por los llantos, pero encendido por la fe, posee esta indefinible expresión de suavidad muda y de indomable energía: se confirma en la paciencia.

Pero muy pocos comprenden eso, muy pocos; y por eso es que muchos son llamados a espléndidas santidades, pero pocos son los elegidos.

- Allí donde vemos de razones para cesar, el Espíritu Santo ve razones para seguir…

- Allí donde buscamos razones para huir de nosotros mismos, el Espíritu Santo ve razones para permanecer…

- Allí donde quisiéramos encontrar razones para ceder, el Espíritu Santo ve razones para resistir…

- Allí donde el sufrimiento clama a la rebelión, el Espíritu de amor convoca a la aceptación…

No tengáis miedo pequeño rebaño… Sigue sosteniendo los derechos de Dios, reprime todo temor, reprime todo miedo, antes que vosotros, yo conocí eso de puños alzados en torno mío en el Calvario, escuché el “tole… tole” de las burlas, de las injurias…

Defended la Verdad, y que vuestra fuerza de alma alcance su plena medida, aceptando los golpes de la adversidad.

No desconozcáis las legítimas audacias al servicio de las legítimas defensas; las exigencias de los derechos de la Verdad reclaman de vuestra parte el valor y el coraje que arremete cuando es necesario defenderlos.

Pero, una vez cumplido este deber, no desechéis la valentía, el temple y la impavidez que soporta…



La Magnanimidad

La magnanimidad supone un alma noble y elevada.

Se la suele conocer con los nombres de “grandeza de alma” o “nobleza de carácter”.

El magnánimo es un espíritu selecto, exquisito, superior.

No es envidioso, ni rival de nadie, ni se siente humillado por el bien de los demás.

Es tranquilo, lento, no se entrega a muchos negocios a la vez, sino a pocos, pero grandes o espléndidos.

Es verdadero, sincero, poco hablador, amigo fiel. No miente nunca, dice lo que siente, sin preocuparse de la opinión de los demás.

Es abierto y franco, no imprudente ni hipócrita.

Objetivo en su amistad, no se obceca para no ver los defectos del amigo.

No se admira demasiado de los hombres, de las cosas o de los acontecimientos.

Sólo admira la virtud, lo noble, lo grande, lo elevado; nada más.

No se acuerda de las injurias recibidas: las olvida fácilmente; no es vengativo.

No se alegra demasiado de los aplausos ni se entristece por los vituperios; ambas cosas son mediocres.

No se queja por las cosas que le faltan ni las mendiga de nadie.

Cultiva el arte y las ciencias, pero sobre todo la virtud.

Es virtud muy rara entre los hombres, puesto que supone el ejercicio de todas las demás virtudes, a las que da como la última mano y complemento.

En realidad, los únicos verdaderamente magnánimos son los santos.




Oración para pedir la Magnanimidad


Señor Jesucristo, Tu eres mi Rey. Hazme para contigo un noble corazón caballeresco.

Grande en mi vida: escogiendo lo que sube y se dilata, y no lo que se arrastra y languidece.

Grande en mi trabajo: viendo en él no la carga que se impone, sino la misión que Tú me confías.

Grande en mi sufrimiento: soldado verdadero frente a mi Cruz, verdadero Cireneo para las cruces ajenas.

Grande con el mundo: perdonando sus pequeñeces, sin ceder nada a sus engaños.

Grande con los hombres: leal con todos, servicial con los humildes y pequeños, afanoso de arrastrar hacia Ti a los que me aman.

Grande con mis jefes: viendo en su autoridad la belleza de tu rostro que me fascina.

Grande conmigo mismo: nunca replegado sobre mí, y apoyándome siempre en Ti.

Grande contigo, Señor Jesucristo: feliz de vivir para servirte, dichoso de morir para abismarme en Ti. Amén.


P. Ceriani


SANTORAL 26 DE DICIEMBRE



SAN ESTEBAN,
Protomártir



Esteban, lleno de gracia y de fortaleza,
obraba grandes prodigios y milagros entre el pueblo.
(Hechos de los Apóstoles, 6, 8).

   San Esteban, primer diácono elegido por los Apóstoles para la distribución de las limosnas entre los fieles, fue también el primer mártir de Jesucristo: ¡qué gloria! Reprochó vivamente a los judíos el que hubieran echado mano a traición y dado muerte al Justo, al Mesías prometido, y lo confesó magníficamente ante Caifás y el gran Consejo. Hasta vio que los cielos se abrían y a Jesús a la diestra del Padre. Llenos de furor, los judíos lo arrastraron fuera y lo lapidaron mientras Esteban, de rodillas, pedía a Dios que los perdonase. ¡Saulo, el futuro gran San Pablo, tenía sus vestiduras!

MEDITACIÓN
SOBRE LA MUERTE
DE SAN ESTEBAN

   I. San Esteban se declara abiertamente discípulo de Jesucristo. No teme la muerte porque está lleno de gracia y de fortaleza; y esta gracia y esta fortaleza le vienen de su fe. La vista del cielo, que se abrió ante sus ojos, lo hace insensible a los tormentos. Si tuviese yo un poco de fe, si de tiempo en tiempo  considerase la corona que Dios me prepara en el cielo, ¿qué temería aquí en la tierra? ¿qué amaría fuera de Vos, oh mi dulce Jesús?

   II. Soporta valerosamente la muerte y, al morir, ruega por los que lo apedrean. Sufre tú por Jesús las persecuciones y la muerte, si es necesario. Nada podrías hacer por Él de lo cual no te haya dado ejemplo; pero sufre orando por los que te persiguen. ¿Sabes por qué San Esteban perdona tan fácilmente a sus enemigos? Porque la crueldad de ellos prepara su triunfo. ¿Cómo quieres que se irrite contra aquellos que le abren la puerta del cielo ? (San Eusebio).

   III. Los Hechos de los Apóstoles dicen, al referir la muerte de este santo, que se durmió en el Señor. Su muerte fue, pues, semejante a un dulce sueño: fue, en efecto, el término de todos sus trabajos y el comienzo de su reposo. Señor, concededme la gracia de morir con la muerte de los santos, con esta muerte tan preciosa ante vuestros ojos. Alma mía, vivamos, suframos, trabajemos, como los santos, y moriremos con la muerte de los santos. ¡Que muera yo con la muerte de los justos!

La caridad
Orad por vuestros enemigos.

ORACIÓN

   Señor, concedednos la gracia de imitar a aquellos a quienes honramos, a fin de que aprendamos a amar a nuestros enemigos, pues celebramos el nacimiento al cielo del que oró a Jesucristo Nuestro Señor por sus mismos verdugos. Amén.