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lunes, 28 de noviembre de 2011

SANTA CATALINA LABOURÉ

28 de noviembre  



 SANTA CATALINA LABOURÉ,
 Virgen
(1876 P. C.)

   La capilla de las apariciones de la Medalla Milagrosa se encuentra en la rue du Bac, de París, en la casa madre de las Hijas de la Caridad. Es fácil llegar por "Metro". Se baja en Sevre-Babylone, y detrás de los grandes almacenes "Au Bon Marché" está el edificio. Una casona muy parisina, como tantas otras de aquel barrio tranquilo. Se cruza el portalón, se pasa un patio alargado y se llega a la capilla.

   La capilla es enormemente vulgar, como cientos o miles de capillas de casas religiosas. Una pieza rectangular sin estilo definido. Aún ahora, a pesar de las decoraciones y arreglos, la capilla sigue siendo desangelada.

   Uno comprende que la Virgen se apareciera en Lourdes, en el paisaje risueño de los Pirineos, a orillas de un río de alta montaña; que se apareciera inclusive en Fátima, en el adusto y grave escenario de la "Cova de Iría"; que se apareciera en tantos montículos, árboles, fuentes o arroyuelos, donde ahora ermitas y santuarios dan fe de que allí se apareció María a unos pastorcillos, a un solitario, a una campesina piadosa...

   Pero la capilla de la rue du Bac es el sitio menos poético para una aparición. Y, sin embargo, es el sitio donde las cosas están prácticamente lo mismo que cuando la Virgen se manifestó aquella noche del 27 de noviembre de 1830.

   Yo siempre que paso por París voy a decir misa a esta capilla, a orar ante aquel altar "desde el cual serán derramadas todas las gracias", a contemplar el sillón, un sillón de brazos y respaldo muy bajos, tapizado de velludillo rojo, gastado y algo sucio, donde lo fieles dejan cartas con peticiones, porque en él se sentó la Virgen.

   Si la capilla debe toda su celebridad a las apariciones, lo mismo podemos decir de Santa Catalina Labouré, la privilegiada vidente de nuestra Señora. Sin esta atención singular, la buena religiosa hubiera sido una más entre tantas Hijas de la Caridad, llena de celo por cumplir su oficio, aunque sin alcanzar el mérito de la canonización. Pero la Virgen se apareció a sor Labouré en la capilla de la casa central, y así la devoción a la Medalla Milagrosa preparó el proceso que llevaría a sor Catalina a los altares y riadas de fieles al santuario parisino. Y tan vulgar como la calle de Bac fue la vida de la vidente, sin relieves exteriores, sin que trascendiera nada de lo que en su gran alma pasaba.


   Catalina, o, mejor dicho, Zoe, como la llamaban en su casa, nació en Fain-les-Moutiers (Bretaña) el 2 de mayo de 1806, de una familia de agricultores acomodados, siendo la novena de once hermanos vivientes de entre diecisiete que tuvo el cristiano matrimonio.

   La madre murió en 1815, quedando huérfana Zoe a los nueve años. Ha de interrumpir sus estudios elementales, que su misma madre dirigiera, y con su hermana pequeña, Tonina, la envían a casa de unos parientes, para llamarlas en 1818, cuando María Luisa, la hermana mayor, ingresa en las Hijas de la Caridad.

   -Ahora -dice Zoe a Tonina-, nos toca a nosotras hacer marchar la casa.

   Doce años y diez años..., o sea, dos mujeres de gobierno. Parece milagroso, pero la hacienda campesina marcha, Había que ver a Zoe en el palomar entre los pichones zureantes que la envuelven en una aureola blanca. O atendiendo a la cocina para tener a punto la mesa, a la que se sientan muchas bocas con buen apetito. Otras veces hay que llevar al tajo la comida de los trabajadores.

   Y al mismo tiempo que los deberes de casa, Zoe tiene que prepararse a la primera comunión. Acude cada día al catecismo a la parroquia de Moutiers-Saint-Jean, y su alma crece en deseos de recibir al Señor. Cuando llega al fin día tan deseado, Zoe se hace más piadosa, más reconcentrada. Además ayuna los viernes y los sábados, a pesar de las amenazas de Tonina, que quiere denunciarla a su padre. El señor Labouré es un campesino serio, casi adusto, de pocas palabras. Zoe no puede franquearse con él, ni tampoco con Tonina o Augusto, sus hermanos pequeños, incapaces de comprender sus cosas.

   Y ora, ora mucho. Siempre que tiene un rato disponible vuela a la iglesia, y, sobre todo, en la capilla de la Virgen el tiempo se le pasa volando.

   Un día ve en sueños a un venerable anciano que celebra la misa y la hace señas para que se acerque; mas ella huye despavorida. La visión vuelve a repetirse al visitar a un enfermo, y entonces la figura sonriente del anciano la dice: "Algún día te acercarás a mí, y serás feliz". De momento no entiende nada, no puede hablar con nadie de estas cosas, pero ella sigue trabajando, acudiendo gozosa al enorme palomar para que la envuelvan sus palomos, tomando en su corazón una decisión irrevocable que reveló a su hermana.

   -Yo, Tonina, no me casaré; cuando tú seas mayor le pediré permiso a padre y me iré de religiosa, como María Luisa.

   Esto mismo se lo dice un día al señor Labouré, aunque sacando fuerzas de flaquezas, porque dudaba mucho del consentimiento paterno.

   Efectivamente, el padre creyó haber dado bastante a Dios con una hija y no estaba dispuesto a perder a Zoe, la predilecta. La muchacha tal vez necesitaba cambiar de ambiente, ver mundo, como se dice en la aldea.

   Y la mandó a París, a que ayudase a su hermano Carlos, que tenía montada una hostería frecuentada por obreros.

   El cambio fue muy brusco. Zoe añora su casa de labor, las aves de su corral y, sobre todo, sus pichones y la tranquilidad de su campo. Aquí todo es falso y viciado. ¡Qué palabras se oyen, qué galanterías, qué atrevimientos!

   Sólo por la noche, después de un día terrible de trabajo, la joven doncella encuentra soledad en su pobre habitación. Entonces ora más intensamente que nunca, pide a la Virgen que la saque de aquel ambiente tan peligroso.

   Carlos comprende que su hermana sufre, y como tiene buen corazón quiere facilitarla la entrada en el convento. ¿Pero cómo solucionarlo estando el padre por medio?

   Habla con Huberto, otro hermano mayor, que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para señoritas en Chatillon-sur-Seine. Aquella casa es más apropiada para Zoe.

   El señor Labouré accede. Otra vez el choque violento para la joven campesina, porque el colegio es refinado y en él se educan jóvenes de la mejor sociedad, que la zahieren con sus burlas. Pero perfecciona su pronunciación y puede reemprender sus estudios que dejara a los nueve años.

   Un día, visitando el hospicio de la Caridad en Chatillon, quedó sorprendida viendo el retrato del anciano sacerdote que se le apareciera en su aldea. Era un cuadro de San Vicente de Paúl. Entonces comprendió cuál era su vocación, y como el Santo la predijera, se sintió feliz. Insistió ante su padre, y al fin éste se resignó a dar su consentimiento.

   Zoe hizo su postulantado en la misma casa de Chatillon, y de allí marchó el día 21 de 1830 al "seminario" de la casa central de las Hijas de la Caridad en París.

   A fines del noviciado, en enero de 1831, la directora del seminario dejó esta "ficha" de Zoe, que allí tomó el nombre de Catalina: "fuerte, de mediana talla; sabe leer y escribir para ella. El carácter parece bueno, el espiritu y el juicio no son sobresalientes. Es piadosa y trabaja en la virtud".

   Pues bien: a esta novicia corriente, sin cualidades destacables, fue a quien se manifestó repetidas veces el año 1830 la Virgen Santísima.

   He aquí cómo relata la propia sor Catalina su primera aparición:


AMOR Y FELICIDAD


Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad


IV
Vuestro amor


(Continuación de parte anterior. Ver aquí)


4. El egoísmo, enemigo principal del amor


Quien se niega a semejante absoluto es incapaz de amor. Porque el que permanece replegado sobre su propia persona y corre hacia el otro como hacia un medio que piensa utilizar para alcanzar la felicidad, éste se entrega por entero a un egoísmo que es la negación misma del amor. La equivalencia no deja subsistir ninguna duda: Cuanto más se ama, menos egoísta será uno, y cuanto más egoísta se sea, menos se amará. Cuando el yo predomina y reina como amo en un alma, ésta es estéril y el amor humano no puede arraigar en ella. «El amor sólo es verdadero —se ha escrito— en la medida en que se da; no vive más que de intercambios. Cuanto más intensa sea la corriente de esos intercambios, más rico y bienhechor será. Todos los que hayan amado gozarán de los beneficios del amor; pero sus mayores beneficiarios serán los que más hayan dado» [1]. Por lo tanto, quiere esto decir que el amor es inversamente proporcional al egoísmo.

Cuanto menos piense uno en sí, cuanto menos se preocupe de sí, cuanto menos se reserve unos islotes intocables, cuanto menos se pretenda aferrarse a sus derechos… más enamorado estará porque entonces habrá reducido su egoísmo a servidumbre. No existe otra alternativa: o reduzco el egoísmo a servidumbre y renuncio a las exigencias orgullosas y al mismo tiempo rígidas, de un yo al que adoro, y entonces puedo decir al otro: «Te amo»; o no renuncio a mi egoísmo, que cultivo bajo cuerda, disimulándole tras unas sonrisas y unas carantoñas, y entonces no tengo derecho a decir al otro: «Te amo». Si lo digo, es que soy un mentiroso.
¡El egoísmo! Este es, por tanto, el monstruo que se alza entre los dos novios. Si pueden domeñarlo, es que hay amor; amor verdadero y promesa cierta de felicidad. Si no, se hacen creer cosas y se engañan a porfía; y al hacerlo, preparan una desgracia cierta.

Será, pues, procurando suprimir en sí mismos el egoísmo, como el joven y la muchacha cultivarán el amor. No se tratará entonces de un amor de estufa, que se abre en un universo de ensueño y que vive del solo calor de los cuerpos, sino un amor de bella contextura, cincelado en la renuncia y acuñado en sacrificios.

¿Quiere esto decir que hay que renunciar a conseguir la felicidad? ¡Claro que no! Precisamente ése es el mejor camino para lograrla. Por otra parte, la voluntad de alcanzar la felicidad, es además demasiado normal, está demasiado anclada en la naturaleza humana para pretender extirparla de ella con el pretexto de que el amor es un don. Se trata simplemente de canalizar ese deseo que todo ser humano lleva en sí como primera aspiración de su naturaleza. Por extraño que pueda parecer, la única manera de llegar a la realización de ese deseo de ser feliz que cada cual recibe con la vida, es transformarlo en un constante querer hacer feliz. El amor se expandirá entonces de un modo maravilloso, de tal suerte que los esposos que viven en esta perspectiva verán la felicidad llamar en la puerta de su hogar.

Hace ya veinte siglos que Cristo esclareció esta extraña ley de la felicidad, formulando la paradójica advertencia: «El que busca su vida la perderá… Pero el que consiente en perder su vida por mí, vivirá eternamente». Esta regla sorprendente que rige nuestras relaciones con Dios se aplica, muy adecuadamente, al amor humano. Quienquiera, ligado a otro ser por el amor, que busque ante todo su propia felicidad la perderá, pero quienquiera que consiente en perder su propia felicidad (es decir en no preocuparse ya de ella), encontrará la felicidad más extraordinaria que existe.

Por eso hace falta mucha generosidad para vivir en el amor. Éste no es fácil; no se trata, para unos novios que están a punto de sellar para siempre su vida con el sello de ese amor que creen sentir el uno por el otro, de entrar en un festejo de placer sin fin en donde el gozo reinará eternamente. El amor es siempre doloroso, y no conduce nunca a la alegría sino después de haber avanzado por el camino de la cruz. La luz fulgurante de pascua no llega más que a través de las tinieblas opacas del viernes santo. Esto es lo que ocurre en la vida de los que han escogido el amor humano. No hay otro camino. La luz no brillará entre vosotros, novios y pronto esposos, sino como consecuencia de la aceptación del sufrimiento con que vais a arder interiormente al realizar todos los sacrificios requeridos para hacer la felicidad del otro.

La alegría que sentiréis entonces será tanto más profunda y deslumbrante cuanto más os haya costado. Por eso hay que escuchar la apremiante invitación que un gran poeta hizo a todos aquellos a quienes el amor solicita:

Cuando os llama, debéis seguirle,
aunque sus sendas sean muy duras y escarpadas.
Y cuando sus alas os envuelvan, ceded a él,
aunque la espada oculta en su plumaje os hiera.
Y cuando os hable, creed todos en él,
aunque su voz pueda destruir vuestros sueños,
como el viento del norte devasta los jardines.
Pues, de igual modo que el amor o corona,
debe crucificaros. Y así como os acrece
siempre, a un tiempo, os decrece.
E igual que a vuestra altura asciende,
y acaricia vuestras más leves ramas
que tiemblan bajo el sol,
así penetrará hasta vuestras raíces,
y las sacudirá en su apego a la tierra [2].

En resumen, el verdadero concepto del amor lleva a afirmar con arreglo a la extraña pero indiscutible lógica que le es peculiar, que «el amor es lo que reúne y liga inseparablemente la acción de entregar y la de recibir» [3]. Y para precisar más aún, añadiremos que no se puede recibir, en amor, más que en la medida misma en que ha entregado uno algo de sí mismo.

5. El amor no es un juego


Se comprenderá ahora el sempiterno estribillo que se repite a todos los jóvenes. Es motivo de inquietud verles, «llevados en alas del amor», disponerse alegremente al matrimonio. Es de temer que se hayan imaginado que el amor es un juego.

Un juego epidérmico. Porque los novios del siglo XX pertenecen a un mundo en el que la noción de amor ha sido envilecida. El fenómeno es ahora social, y como tal, influye más o menos hondamente, pero casi de un modo infalible, sobre las ideas de los novios de hoy. Hagamos notar aquí que no se trata de vilipendiar nuestra época comparándola con otras consideradas superiores, sino simplemente de situarse ante un hecho, ante un dato que no se puede dejar de reconocer: hay, sin ningún género de duda, una violenta crisis moderna del amor. «Que el amor del hombre y de la mujer, fuente de la vida y base de todo otro amor, atraviesa en este momento una crisis temible —ha escrito Thibon— basta abrir los ojos para darse cuenta de ello. Esclerosis y fragilidad de la pareja clásica, poligamia vergonzosa del cínico, pérdida del sentido del hogar, disminución de la natalidad y aumento del aborto, mecanización de los gestos y sentimientos del amor, son otros tantos síntomas de un mal que se insinúa poco a poco en todas las capas sociales» [4]. Aunque no sea tranquilizador, el cuadro, no por ello es menos exacto. Ahora bien, estas desviaciones atraen, unas veces con todo descaro y otras sutilmente y con rodeos, a los jóvenes que se orientan hacia el amor. El resultado de semejante estado de cosas es la existencia de muchas parejas de novios cuyo amor no es más que un juego y cuyo porvenir conyugal se asienta sobre la base ruinosa de la epidermis humana.

Para unos, la belleza. A los veinte años, cuando se acaban apenas de descubrir los valores carnales y el cuerpo adquiere tanta importancia, no se piensa en el tiempo que pasa. Se olvida que la belleza, por sorprendente, por atractiva, por arrobadora que aparezca, es efímera. Terriblemente efímera. Hay apenas unos años de tregua entre los veinte y los treinta; luego, comienza aquélla a traicionar y a sufrir el inexorable marchitamiento del tiempo. Porque es peculiar, podría decirse, de la esencia de la belleza el pasar, mientras que el amor requiere la duración. Basar el amor sobre la belleza, es, por tanto, predestinarlo a que se marchite con ella; con la misma certeza y la misma rapidez que ella. La ecuación es evidente. Por tanto, el amor profesado a un ser, fundándose en su sola belleza desaparecerá cuando desaparezca la belleza. Pascal, implacablemente irónico, advertía a aquellos a quienes fascina la belleza hasta tal punto que la condicionan a su amor: «Quien ama a alguien a causa de su belleza, ¿le amará? No, porque las viruelas que matan la belleza sin matar la persona harán que no le ame ya» [5]. Ese futuro es digno de notarse: ¿le amará? Para unos novios, se trata de futuro, porque el noviazgo no es sino una breve transición entre el celibato y el matrimonio. El problema del amor a los novios se les plantea, tanto, o acaso más, en términos de futuro como en términos de presente. Se trata, para ellos, de ver si el amor de hoy contiene realmente la promesa del amor de mañana. Ahora bien, es evidente que, si está ligado a la belleza, pasará como ésta, y el futuro no será más que una huida desatinada hacia otras bellezas llamadas a encubrir la ausencia de una belleza ajada. ¿Y quién no ve que esto implica la desgracia de la pareja?

No quiere ello decir que el amor que se siente por una persona deba pasar por alto la belleza de ella. No hay inconveniente en que la belleza de la novia, por ejemplo, haga el amor más grato, más fácil, más sonriente. Y tanto mejor si esa belleza puede durar, por excepción, toda la vida. Pero que no se base en ella el amor, porque éste tendría entonces la misma fragilidad que aquélla. Que sea un rayo de sol; y si llega a no brillar más, no por ello se apagará la luz del sol. Pero que no se convierta la belleza en el sol del amor, porque al extinguirse, no abría ya más que tinieblas y habría muerto el amor.

Por consiguiente, podemos afirmar que el amor debe liberarse de la belleza si quiere durar más de un día.
A esta primera fórmula de amor epidérmico que nuestro siglo propone, viene a añadirse una segunda —que no deja por lo demás de tener relación con la primera—: la idolatría de la carne. En un mundo en que el sexo ha llegado a ser un dios, cuyos libidinosos profetas predican con gran acompañamiento de pornografía brutal o literaria el evangelio pseudofreudiano, ¿puede sorprender que el amor haya llegado a ser, para muchos, una obsesión sexual? Se confunden entonces con el amor los impulsos enfermizos de una carne en constante erupción. Porque se «desea» un ser, porque se le codicia, porque se aspira violentamente a saciar la pasión, se dicen invadidos de un amor loco. Si se trata de locura, concedido, hasta la evidencia. Pero si se trata de amor, la cuestión es muy discutible.

También respecto a esto, precisemos bien que todo amor humano establece, entre los que se aman, cierta atracción de la carne y aspiran a comulgar en ella como comulgan en su alma. Tal es, en efecto, la tendencia totalmente normal y sana de la naturaleza humana que une en un mismo impulso el alma y el cuerpo.

Pero así como ese impulso carnal que incluye el amor es normal y compatible con él, e incluso es una expresión auténtica del mismo, la fogosidad exasperada que rebasa todo control y devasta literalmente el espíritu, puede ser una negación de todo amor. Porque el amor humano, como tal, debe conducir al triunfo del espíritu y no a la esclavitud. Quien llama «amor» al fuego lúbrico que le consume se engaña lamentablemente: en vez de llamarse «hombre», él reconoce que no es más que un «macho» y en vez de amar a su novia, proclama con su actitud que codicia a una «hembra», ¿Y quién llamará amor a eso? Es más, quien no se sienta desconcertado por lo que las anteriores expresiones, en su brutalidad misma, contienen de indignante, es un asiduo ya embrutecido de la abyección en que nuestro mundo ha sumido el amor.

¿Será necesario añadir aquí que si unos novios confunden amor y deseo carnal y se ilusionan hasta el punto de prometerse el uno al otro fidelidad en nombre de su amor, cuando se trata todo lo más de atracción sexual, son vanas sus esperanzas? Gozarán, durante una temporada al menos de unos placeres violentos, pero no conocerán nunca el gozo profundo que irradia la felicidad del amor. Porque, en realidad, están movidos por un egoísmo sórdido que les impulsa a ligarse uno a otro para aprovecharse el uno del otro; no se consagran al otro, sino todo lo contrario. Se apropian como una cosa de la que se hace un medio útil para conseguir fines estrictamente provechosos a uno mismo.


[1] D. Planque, La chasteté conjugale, vertu positive, Centre d’Études et Consultations familiales, Bruselas 1957, p. 89.
[2] Kalil Gibran, Le Prophète, trad. Camille Anoussouan, Casterman, París 1957, p. 13-14.
[3] Rabindranath Tagore, Sadhana (trad. Jean Herbert), Albin Michel, París 1956, p. 98.
[4] Gustave Thibon, La crise moderne de l’amour, Éd. Universitaires, París 1953, p. 51.
[5] Blas Pascal, Pensées, en L’Œuvre de Pascal, Gallimard (Pléiade), París 1950, p. 903.

SANTORAL 28 DE NOVIEMBRE


 28 de noviembre



SAN ESTEBAN
EL JOVEN,
Mártir



Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo
nidos, mas el Hijo del hombre no tiene dónde
reclinar su cabeza.
(Mateo, 8, 20).

   San Esteban el joven fue, antes de nacer, ofrecido al Señor por sus padres. Él mismo se consagró al servicio de Dios abrazando la vida religiosa lo más pronto que pudo. Pidió una habitación sin techo, a fin de estar expuesto a todas las inclemencias de la intemperie. Constantino Coprónimo le prohibió que honrara las imágenes de los santos, pero le respondió el santo que estaba dispuesto a morir antes que cumplir su prohibición. Esta generosa respuesta le mereció la corona del martirio, en el año 764.

MEDITACIÓN
SOBRE CÓMO HAY QUE SUFRIR
LAS INCLEMENCIAS DEL TIEMPO

   I. Hay que sufrir con paciencia y sin murmuración lo que no puede evitarse; soporta, pues, con resignación el frío, el calor y todas las molestias de las estaciones. Estas incomodidades te son comunes con todos los hombres; sopórtalas, pero de manera que no sea común; recíbelas en expiación de los pecados que has cometido; esto disminuirá proporcionalmente lo que debes sufrir en el purgatorio, y embelecerá tu corona en el cielo. ¿Tú, que has merecido el infierno con tus crímenes, te atreves a quejarte del frío del invierno y de los calores del verano? Cesará de quejarse quien comprenda que merece los sufrimientos que lo afligen. (San Cipriano).

   II. Tú soportas estas incomodidades sin murmurar, cuando hay algún provecho que obtener, algún honor que esperar. ¿Acaso el mercader, el soldado, el agricultor, no menosprecian las borrascas, las tempestades y el rigor de las estaciones cuando se trata de sus intereses? ¿Por ventura tantos hombres virtuosos como hay que sufren por amor de Jesucristo, no tienen un cuerpo como el tuyo? Acostúmbrate, corno ellos, al sufrimiento.

   III. Jesucristo se expuso a todos estos tormentos por amor nuestro; míralo en el pesebre, en Egipto, en sus viajes, en la cruz; por todas partes se expuso a los rigores de las estaciones. Su cuerpo, que estaba unido a la divinidad, hubiera podido, milagrosamente, hacerse impasible, pero Jesús no lo quiso, ¡Y tú quisieras cambiar el orden de las estaciones y las leyes de la naturaleza para no tener nada que te aflija! ¡El Hijo de Dios ha sufrido para hacer de nosotros hijos de Dios, y el hijo del hombre nada quiere sufrir para continuar siendo hijo de Dios! (San Cipriano).

La paciencia 
 Orad por los pobres.

ORACIÓN

   Haced, os conjuramos, oh Dios omnipotente, que la intercesión del bienaventurado mártir Esteban, cuyo nacimiento al cielo celebramos, nos fortifique en el amor de vuestro santo Nombre. Por J. C. N. S. Amén.