Pablo Eugenio Charbonneau
II
Tu novio
(Continuación. Ver Lectura anterior aqui.)
Su primer atributo: la fuerza
Por eso entra en la lógica de las cosas el que tenga mayor robustez que la mujer. El cuerpo del hombre se caracteriza, en efecto, por una fuerza claramente superior a la que posee su esposa. Por su misión debe realizar trabajos exteriores, que exigen de él con frecuencia una musculatura vigorosa, un potencial físico recio, una resistencia tenaz. Debe ganar el pan de los suyos «con el sudor de su frente»; e igualmente debe estabilizar su seguridad, porque él es no sólo su proveedor sino también su protector. En él buscará apoyo la mujer, cuando la amenace algún peligro. Gracias a esa robustez indispensable, la salud del hombre estará menos sometida a las fluctuaciones que hipotecan con frecuencia la de la mujer. Será menos vulnerable que ella y no conocerá esas pequeñas dolencias que la torturan a menudo y hacen penosos sus días. De igual modo, su humor será más estable, estará menos sujeto que ella a esos cambios súbitos que hacen pasar de repente a una persona de la alegría a la tristeza, de la calma a la impaciencia, de la serenidad a la acritud. En suma, el universo físico en que él se mueve está mucho menos expuesto a variaciones que el de la mujer.
En el plano psicológico, esto puede provocar una actitud general lindante con una especie de placidez. Mostrará, con frecuencia, una calma desarmante y sentirá la tentación de acusar a su compañera de excesiva tensión, de alterarse por cualquier motivo; por consiguiente, le devolverá la calma que ella no podría conseguir a causa de su fragilidad nerviosa, y puede suceder entonces que la mujer se exaspere e interprete la serenidad del hombre como indiferencia ante los acontecimientos. Sentirá entonces la tentación de acusarle de frialdad, de insensibilidad, y hasta tal vez… de brutalidad. Además, el comportamiento violento que el hombre adopta a veces inconscientemente, sobre todo en la unión carnal, no conduce más que a fortalecer ese juicio.
Sin duda alguna, puede ocurrir —y ocurre a menudo— que ese juicio sea, por desgracia, justificado. En este caso la mujer debe ayudar al hombre a adaptarse a ella, enseñándole a dominar su violencia y su fuerza para someterle a las exigencias de la delicadeza y de cierto refinamiento. Sin embargo, la mujer debe guardarse de acusarle con excesiva precipitación de brutalidad o de grosería malévola. Una explosión de violencia en el hombre —ya sea de orden sexual o de otro género— puede no ser más que la manifestación de una vida física demasiado intensa, o si se quiere, de una exaltación repentina.
En este orden de ideas, conviene subrayar que la práctica del deporte puede ser una necesidad para salvaguardar el equilibrio nervioso de un hombre que por su clase de trabajo no puede desplegar la suficiente energía física. El alto voltaje de energía que contiene el cuerpo masculino debe tener un escape, llegada la ocasión; por haber desconocido este imperativo biológico, algunas esposas han llevado a su marido a una irritabilidad constante y a trastornos nerviosos profundos.
Por tanto, es preciso que la mujer tenga en cuenta esta sobrecarga de vitalidad que posee todo hombre de buena salud y así podrá explicarse ciertas erupciones que no dejan de ser sorprendentes.
Esto explica también, al menos en parte, la necesidad de acción que sienten ciertos hombres, cuando multiplican las obligaciones exteriores. Ante esta sed de actividad, la esposa no siempre debe concluir que se trata de una necesidad de evasión. Como observa P. Dufoyer, debe comprender esa necesidad de acción «y no ponerle obstáculos, salvo en caso de exceso notorio. Respetará ella la personalidad de su cónyuge. Comprenderá que la expansión de él, la felicidad de él están, en gran parte, ligadas a esa actividad; debe, pues, aceptarla» .
De igual modo, deberá recordar que, a consecuencia de la estabilidad de salud de que goza el hombre, éste puede —casi siempre sin maldad alguna— no comprender las dolencias, las indisposiciones, las debilidades de las que puede ella quejarse. Ante estas incomprensiones eventuales de un marido cuya buena salud contrasta con la fragilidad de su esposa, ésta debe desconfiar de un juicio que lo achacaría todo a la brutalidad. El que goza de buena salud no siempre comprende los cuidados meticulosos de que se rodea un enfermo; de igual modo el hombre robusto no siempre puede comprender las atenciones que puede necesitar la fragilidad femenina. En este caso, no hay que acusarle de mala voluntad; esto no serviría más que para irritarle sin mejorar en nada la situación.
Debe más bien intentar explicarse sosteniendo la idea, y recordándoselo si fuese necesario, de que su fuerza le ha sido dada para amparar la debilidad de la mujer, y no para aplastarla.