Los Padres de la Iglesia y la Televisión
por el R.P. Abad Dom Fernando
Rivas, O.S.B.
Indudablemente los Padres de la Iglesia no
conocieron la televisión, sin embargo, como instrumento portador de imágenes
que llegan al ojo del hombre y se introducen en su corazón, la televisión queda
comprendida dentro de las reflexiones que estos profundos psicólogos nos
dejaron acerca de la conducta humana. Por otra parte, de haber conocido la
televisión seguramente se hubiesen ocupado del tema, pues lo hicieron con otros
equivalentes de su época, como fueron el teatro y los espectáculos a que
estaban acostumbrados los pueblos paganos de la época. Vamos a tratar de
señalar algunas de esas reflexiones que se desprenden de sus escritos y que son
de gran utilidad y actualidad.
1. La "visión" como
acto totalizante.
La primera observación es que todo lo que
corresponde al mundo de la "visión" ocupa el primer rango dentro del
conjunto de las experiencias sensibles que puede tener el hombre. Y por ello
mismo la visión lleva a una experiencia que es totalizante, en cuanto que
absorbe tras de sí todas las demás facultades del hombre, que quedan subyugadas
y atraídas por lo que el ojo está viendo. Y en este sentido para los Padres de
la Iglesia no sería ninguna novedad o sorpresa que alguien sufriera la
imposibilidad de despegarse del televisor cuando éste ha sido encendido.
Simplemente le dirían que reflexione, antes de encenderlo, si está en
condiciones de hacerlo, es decir, si tiene algo en concreto de interés a que
dirigirse, porque de lo contrario quedará atrapado por lo que aparezca, aunque
no sea de su interés. Y, por otra parte, le aconsejarían que, como con todas
las cosas que satisfacen los sentidos, es más fácil cortar una sensación cuando
recién está comenzando que cuando ya ha crecido y atrapado la atención de sus
potencias. La plena libertad la tiene antes de haber recibido los primeros
estímulos e imágenes. Pero cuando ya ha pasado media hora recibiendo imágenes
esa libertad está totalmente reducida y condicionada por la atracción ya
desencadenada de los sentidos.
Según los Padres de la Iglesia el hombre fue creado
en un estado de 'contemplación', es decir, de "visión" de Dios y del
mundo de lo divino. Después de la caída del hombre esa visión continuó, pero se
encontró con que estaba dirigida a otras realidades, inferiores, pero que
ocupan el lugar de aquello que se ha perdido. Y esta importancia del mundo de
la visión queda confirmada con la obra redentora de Cristo ya que tiene por fin
devolver al hombre al mundo de la contemplación de Dios, que se ha hecho
visible en Jesús de Nazaret. De este modo todo lo que en el hombre puede
ingresar por los ojos tiene de por sí la característica de atrapar en su
totalidad, con todos sus sentidos y con toda su atención. El hombre fue hecho
para la contemplación y todo lo que ocupe ese lugar tendrá, entonces, la
característica de llenar la facultad más alta del hombre.
2.
La "visión" del cuerpo y la "visión" del alma.
Lo dicho arriba corresponde, según los Padres de la
Iglesia, a la visión como facultad integral del hombre. Pero, para ellos, el
hombre fue creado en la unidad de su ser, donde las experiencias sensibles se
corresponden con las espirituales. Y por eso la visión, que hoy se refiere exclusivamente
a la capacidad de los ojos corporales, en los Padres de la Iglesia se refiere
también a la visión que tienen los ojos del alma, y que ha sido dañada casi
enceguecida, según el vocabulario de los evangelios, hasta el punto de no creer
siquiera en la existencia de un ojo del alma. Toda la filosofía griega siempre
revalidó esa visión del alma, aunque en un plano intelectivo. La inteligencia
"lee" dentro (intus-legere) de las cosas. Y hasta el día de hoy, los
filósofos consideran que el hombre es, ante todo, un "espectador" de
las cosas.
Sin embargo la filosofía, tratando de la visión del
intelecto, no hizo referencia a su integración con la visión que tiene el
cuerpo, como si fueran dos fenómenos distintos.
Para los Padres, en cambio, la visión de los
sentidos está ordenada a la visión del alma. Y, como todas las cosas dañadas
por el pecado de Adán, para restaurar la visión del corazón es necesario un
trabajo ascético que normalmente implica un "ayuno" de los sentidos:
ayuno del estómago, ayuno de los ojos, ayuno de todos aquellos placeres que se
imponen al hombre. Los autores del siglo de oro español hablan de un modo más
cercano al vocabulario que estamos tratando: los sentidos deben pasar por una
"noche", una oscuridad, donde no haya luz ni imágenes, para que se
restauren los sentidos del alma, y entonces el hombre pueda "ver" más
allá de las imágenes sensibles, la figura de Cristo presente en sus hermanos y
la de Dios presente en todas las criaturas. Mientras no se dé ese trabajo
ascético, los sentidos impondrán al alma lo puramente sensible y sólo verá en
las cosas que contempla instrumentos para seguir satisfaciendo sus apetitos
sensibles: en sus semejantes sólo verá sus cuerpos, y en las demás criaturas
sólo contemplará una belleza efímera, que no dice nada más allá de lo que las
apariencias presentan.
San Agustín enseñaba cerca del año 400:
Cuando el alma se embellece y ordena a sí misma,
haciéndose armoniosa y bella, ya puede contemplar a Dios, como la misma fuente
de donde mana todo lo verdadero y como Padre de la misma verdad. ¡Oh gran Dios,
cómo serán aquellos ojos! ¡Cuán sanos, bellos, fuertes, constantes; seremos
bienaventurados!... Nada más diré sino que se nos promete la contemplación de
la Belleza, por cuya imitación las cosas son bellas, por cuya comparación todas
las demás cosas son deformes...[1]
La visión del alma tiene como característica la
búsqueda de lo bello y sólo en él se sacia. No se trata de multiplicar esa
experiencia en cantidad, sino en profundidad.
La visión del ojo del cuerpo, en cambio, es atraída
por lo impactante, por el movimiento y el color. Sin embargo, nunca se sacia y
por eso mismo se multiplica en cantidad. La publicidad televisiva sabe
aprovechar estos recursos y trata de condensar en pocos segundos un conjunto de
elementos -imagen, mensaje, invitación a la compra- que, si bien el hombre es
capaz de soportar, sin embargo no es el modo más conveniente a la visión
natural del hombre.
Para la educación de esa visión integral del hombre
son más provechosos los medios naturales de contemplación, es decir, la
naturaleza, la belleza de un paisaje, la inmensidad de la noche. Esa
contemplación, como veremos más adelante, es la única que respeta al hombre y
no lo enajena de sí. Le permite conservar su identidad, dejando que su
respuesta sea libre y no forzada o semi-forzada como cuando se recurre a los
mensajes subliminales.
Un ejemplo de esta visión integral es la que nos
trasmite el salmo VIII al decir:
Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu Nombre en
toda la tierra!... Ensalzaste tu majestad sobre los cielos.... Cuando contemplo
el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado ¿qué es el
hombre para que te acuerdes de él, el ser el humano, para darle poder? (Sal
8,2-4)
La visión integral del hombre se caracteriza por
ser contemplación de las cosas, por transparentar a Dios, y por integrar al
hombre en ella, haciéndole tomar conciencia de su lugar y de su propio ser. La
contemplación de la naturaleza es sanadora y reconstituyente de las facultades
del hombre. La televisión y su publicidad busca acumular y condensar medios y
mensajes que, tal como se ha hecho la experiencia hace poco tiempo, puede
llegar incluso a enfermar y dañar las potencias del hombre.
3. La visión del ojo y el corazón.
Dentro del lenguaje bíblico que siguen los Padres
de la Iglesia, los ojos son un reflejo del corazón. Hay una línea de conexión
entre ellos que hace que lo que los ojos ven vaya directo al corazón del hombre
y lo que el corazón siente dirija y oriente la mirada de los ojos. Para estos
Padres tampoco sería una sorpresa ver a alguien llorando ante el espectáculo
trágico de los protagonistas de una telenovela, o bien sentir una emoción
profunda cuando sus ojos contemplan un paisaje jamás visto en un televisor
color.
Y, en ese mismo sentido, el niño que durante la
programación de Semana Santa ha visto una película de contenido religioso, como
el "Moisés" o bien una "Vida de Cristo", va a estar
impregnado en su sensibilidad de un clima religioso que nunca hubiese podido
lograr el mejor predicador de niños.
El mundo de la visión se dirige directamente al
corazón del televidente y sólo después lo deja en condiciones de elaborar lo
que primeramente ha sentido.
Pero en esta doble direccionalidad ojos-corazón corazón-ojos los Padres,
como profundos observadores del interior del hombre no veían en los objetos
contemplados, o bien en los instrumentos que acercan el mundo a los ojos del
hombre, como la televisión, ninguna maldad ni deshonestidad intrínseca. La
maldad o impureza está primero en el corazón del hombre, y ese corazón impuro
hace impúdica la mirada de los ojos, que salen a la búsqueda de lo que
satisface su impureza.
Pero no por eso eran ingenuos para relegar el
trabajo al puro interior del corazón, y por eso San Agustín escribía en su
Regla para monjes que, ante cualquier síntoma de excitación por lo que ve, el
monje baje su mirada y la mantenga fija en tierra, para que su corazón no se
vea golpeado donde ya posee una herida.
Bajar los ojos, no mirar, era una
recomendación muy común de los Padres de la Iglesia, por lo que también hoy
dirían, que ante ciertas programaciones lo mejor sería apagar el televisor.
Este consejo no es otra cosa que lo que el mismo Cristo había dicho en el
Sermón de la Montaña:
Habéis oído que se dijo: "No
cometerás adulterio". Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Si, pues, tu ojo
derecho te es ocasión de pecado, Sácatelo y arrójalo de ti; más te conviene que
se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado a la
Gehenna. (Mt 5,27-29). Esta afirmación tan tajante de Cristo se debe a que, un poco antes,
acababa de decir: Bienaventurados los
puros de corazón, porque ellos "verán" a Dios (Mt 5,8). El
corazón puro ve cosas puras, y por ello ve a Dios en todas las cosas. Pero la
tarea de purificar el corazón, según Juan Casiano, puede llevar toda una vida y
es la meta final que tiene todo
cristiano y todo monje que ingresa en un monasterio.[2]
Todo esto se traduce en una recomendación muy
sencilla que darían estos Padres de la Iglesia a los hombres que están a punto
de encender su televisor: ¿Qué estás buscando satisfacer encendiendo el
televisor? ¡Trata de ver qué es lo que está latente en lo oculto de tu corazón
cuando vas camino a encenderlo! Porque las intenciones del corazón no son fruto
de lo que ve, sino que anteceden y condicionan lo que se ve. Ellos sabían que,
por un misterio que se esconde en el primer libro de la Biblia, el Génesis, el
hombre nace con una herida en su corazón por la cual es capaz de salir a la
búsqueda de lo impuro aún antes de haberlo encontrado.