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lunes, 19 de marzo de 2012

19 DE MARZO: SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ, EL ESPOSO DE MARÍA SANTÍSIMA



SAN JOSÉ



EL ESPOSO DE MARÍA

El panegírico de San José, tal y como lo hace el Evangelio, es de un laconismo desconcertante para los oídos del hombre actual, tan aficionado a los superlativos, tan amante de las alabanzas encomiásticas. Se limita a una sola palabra: era justo.

Sin embargo, al nombrarle así, el Evangelio no se queda corto, ya que la palabra expresa una plenitud de santidad.

La palabra justo, en el lenguaje bíblico, designa el compendio de todas las virtudes. El justo del Antiguo Testamento es el mismo que el Evangelio llama santo. Justicia y santidad expresan la misma realidad.

En la vida de San José se verificó al pie de la letra el programa de perfección contenido en esta noción. Fue justo en todas las acepciones del término.

Era justo, en primer lugar, respecto a Dios, cuidadoso de agradarle en todo y no desagradarle en nada. Su ocupación constante consistía en escrutar la Ley de Dios para conformar con ella su vida, pensamientos, deseos, palabras y actos.

San José era igualmente justo con los hombres. Vivía alejado de todo orgullo que, en los ambientes orientales, es causa de disputas o de pleitos incesantes. San José era justo con todos.

San José era del temple de esos justos que, como Simeón y la profetisa Ana, esperaban la redención de Israel y el cumplimiento de las antiguas promesas. Deseaban con toda su alma la venida y la manifestación del Mesías, y creían que “la plenitud de los tiempos”, de la que tan a menudo hablan las Escrituras, estaba cerca.

Para los que permanecían atentos a las realidades religiosas, existía como un presentimiento confuso de que un mundo nuevo estaba a punto de surgir, que se aproximaba una “edad de oro”.

En San José, esa espera era especialmente ardiente y hacia palpitar su corazón con inmensa alegría. Mientras otros se agitaban inútilmente con la misteriosa revelación y se entregaban a una efervescencia político-religiosa, Él pensaba que lo más urgente era rezar. Su corazón ferviente imploraba al Señor constantemente que sonase por fin la hora en que Dios había de enviar a Aquel que traería a la tierra la luz y la salvación.

No sospechaba, por supuesto, que sus deseos iban a verse colmados, que Dios había dirigido sobre Él, pobre carpintero de una humilde aldea galilea, sus miradas misericordiosas, y que todas las generaciones futuras le llamarían Bienaventurado.

No sabía que habría de ser el último Patriarca que cerraría el inmenso cortejo en ruta hacia el Mesías, y que, más privilegiado que sus antecesores, tendría la dicha de llevar en sus brazos a Aquel que tantos profetas y reyes habían deseado ver con sus ojos y oír con sus oídos. Aquel a quien su antepasado David había saludado y cantado tantas veces con el salterio.

Nunca pudo imaginar San José que iba a ser considerado indispensable para el misterio de la Encarnación y que contribuiría a realizar el gran designio divino de cambiar la angustia humana en transportes de alegría.

Por todo eso, Dios le había querido justo; sólo faltaba que él estuviera a la altura de su misión. Dice la teología que siempre que Dios confía una misión a un hombre, le da las gracias necesarias para que la realice. Dios había llenado a San José de justicia, de sabiduría y santidad, pues le había predestinado para ser Esposo de María, la Madre del Verbo Encarnado, y Padre Virginal de Jesús.

De hecho, en una humilde morada de Nazaret, Dios ya había designado a Aquella que había de traerle al mundo. Pertenecía, por supuesto, a la descendencia de David, de la cual había de nacer el Mesías, y deseaba, con más fuerza que cualquier otra mujer en Israel, ver realizadas las promesas de Dios y colaborar en ellas, pero como no se consideraba digna del favor divino, había ofrecido al Señor su virginidad en holocausto, con objeto de que llegara cuanto antes la hora anunciada de su intervención y para ponerse al servicio de la Madre del Mesías.

En aquella época, la virginidad, aunque estimada en el pueblo hebreo, era cosa excepcional. Además, cuando se trataba de una hija única, ésta debía, según la Ley, casarse con un pariente, a fin de que la herencia paterna no fuera a pasar a familias extrañas. Por eso, en su momento, los parientes de María se empeñaron en encontrar un marido para ella.

Cuando se lo propusieron, nada objetó, ya que a nadie había revelado el voto que había hecho, convencida de que no la habrían comprendido y menos aprobado. Confiaba exclusivamente en Dios para salir de aquella situación delicada y, en apariencia, contradictoria. Lo único que pedía al Cielo era que pusiese en su camino a un hombre capaz de comprender, estimar y respetar su promesa de virginidad, a fin de contraer con ella una unión cuyo fundamento fuese tan sólo un amor espiritual.

Invitada, pues, por el Sumo Sacerdote a contraer matrimonio con uno de sus parientes, María le manifestó su voto de perpetua virginidad. El Pontífice no quiso, en asunto de tanta importancia, por sí solo tomar decisión alguna; ya que si estaba escrito que deben cumplirse los votos hechos a Dios, parecíale, sin embargo, que no podía autorizar un uso desconocido en la nación judía.

Por lo tanto, convocó a los notables del pueblo y a los doctores de la ley, para resolver con ellos lo que debía hacerse. Todos estuvieron concordes en que debía consultarse al Señor. Por lo que, puestos en oración, el Sumo Sacerdote entró en el santuario, y he aquí que mientras oraban —dice San Jerónimo— se oyó desde lo recóndito del propiciatorio una voz que declaró ser voluntad del Altísimo que reunidos todos los descendientes de David aptos para el matrimonio, fuera dada María por esposa al joven en cuyas manos hubiera florecido la vara, según la profecía de Isaías: Y saldrá una vara del tronco de Jesé, y un renuevo florecerá de sus raíces.

Comunicada esta disposición divina a todos los jóvenes de las familias de David, y reunidos éstos en el Templo con una vara en la mano, mientras los sacerdotes elevaban a Dios fervientes plegarias, vieron con asombro los presentes florecer la vara que José llevaba, y al mismo tiempo bajar del Cielo sobre su cabeza una luz muy viva.

Con este prodigio se puso ante todos de manifiesto que San José era el Esposo destinado por el Señor a María Santísima, de igual manera que una vara florida había señalado a los hebreos en el desierto que Aarón estaba destinado para el sumo sacerdocio.

Pues bien, cuando María supo que José era la persona elegida, sus temores se disiparon. Seguramente le conocía, pues era pariente. Apreciaría su fe, la elevación de su alma y amaría a este hombre sencillo, de manos callosas, de mirada limpia y de gestos reposados y graves. Sabría que vivía apartado del mal, a la espera ardiente de la venida del Mesías.

José, por su parte, no habría permanecido insensible al misterioso encanto que emanaba de la persona de María. Habría detenido la mirada en su rostro lleno de pureza y se habría sentido profundamente conmovido, como ante la revelación de algo indeciblemente grande. Pensaría que así debían ser los Ángeles cuando se mostraban en sus apariciones.

María, en su primer encuentro, tuvo que darle a conocer su resolución de permanecer virgen, para evitar que su matrimonio quedara invalidado, y lo haría posando en él su mirada clara y dulce. Hablaría con la misma sinceridad que usaría más tarde con al Ángel de la Anunciación, ya que, convencida de que sus palabras hallarían una resonancia profunda en el alma de ese hombre justo, no tendría inconveniente en proponerle que la acompañara en su camino virginal.

Esperaba de Él, su futuro Esposo, algo más que un simple asentimiento: la promesa de que respetaría su voto sin que nadie le hiciera cambiar de parecer.

Debemos admitir también, con gran parte de la Tradición, que San José había hecho, a su vez, un voto de virginidad.

Cuando terminó el encuentro, sintiendo compenetradas sus almas con una armonía sin disonancias, uno y otro exultarían de gozo. El Corazón de María rebosaría de paz y seguridad. El alma de José se dilataría con un inmenso deseo de ternura protectora.

Uno y otro, pues, ofrecieron a Dios su virginidad como un don que sabían le sería agradable, aunque no podían sospechar las consecuencias. ¿Cómo iban a prever que renunciando a engendrar según la naturaleza se estaban preparando para recibir el más sublime de los dones?

No podían saber que su unión virginal era obra de Dios, algo preparado y ordenado por El con vistas a la venida al mundo del Mesías.

La virginidad de María era necesaria para operar la Encarnación del Verbo: Así como Dios produce a su Hijo en la eternidad por una generación virginal —dice Bossuet—, así también nacerá en el tiempo, engendrado por una Madre Virgen.

La virginidad de San José no era menos importante, ya que debía salvaguardar la de María.

He aquí, pues, dos almas vírgenes que se prometían fidelidad, una fidelidad que consistía sobre todo en proteger su mutua virginidad.

Obran al contrario, según todas las apariencias, de lo que era preciso hacer para contribuir personalmente a acelerar la hora del advenimiento del Mesías.

Han renunciado al honor de ver un día una cuna en su hogar, pero precisamente a causa del valor y del mérito de su renuncia, van a merecer que Dios en persona venga a poner un niño en medio de esta matrimonio virginal. Y ese Niño será su propio Hijo.

Sin saberlo, acaban de firmar un contrato y de pronunciar una promesa que les capacita para recibir la misión excepcionalmente grandiosa que Dios les va a encomendar.

San José y María Santísima eran realmente esposos, no se trataba de una simple ficción. Al contrario: nunca, en la tierra, se ha visto dos almas llamadas a vivir juntas unidas por un tan maravilloso amor.

Así como el amor de Dios es incorruptible —dicen—, así nuestro amor es invencible, puesto que se alimenta del de Dios.

Han hecho ambos votos de virginidad, pero eso les une más estrechamente. Precisamente porque su amor es virginal, y la carne no tiene en él parte alguna, se encuentra protegido frente a los caprichos, las inquietudes, las amarguras y las decepciones.

Las vírgenes tienen una ternura que no conocen los corazones marchitos. Desconocen lo que San Pablo llama “las aflicciones de la carne” en su Epístola a los Corintios (1., 7, 28). Santos de cuerpo y espíritu, se aman con un amor capaz de todas las riquezas, de todos los matices.

Así fue el matrimonio entre la Beatísima Virgen y el Castísimo José, el más puro, el más casto, el más santo y el más admirable que se pueda imaginar.

Puede afirmarse que no fue un hombre quien se casó con una mujer, sino un ángel que se desposó con otro; o mejor, como se expresa Gersón, fue la virginidad que se desposó con la virginidad.

Habiendo sido San José elegido por Dios para ser el protector y el casto esposo de la más pura de las vírgenes, ¿podremos dejar de creer que fuera adornado con todas las gracias y privilegios que debían hacerlo digno de un título tan glorioso? ¿Qué padre no elige para la hija que ama tiernamente, el esposo más virtuoso y perfecto que pueda hallar? Ahora bien; ¿hubo jamás hija alguna más amada por el Padre celestial que la Santísima Virgen, destinada desde toda la eternidad a ser Madre de su único Hijo?

Dios, cuyas obras llegan a su término fuerte y dulcemente, debía preparar para María un esposo que mereciera gozar de una unión tan íntima con la Madre de su Unigénito. El cielo, fecundo en milagros, había reunido en aquella augusta Virgen todas las gracias y todas las virtudes. Era María más bella que la luna, más resplandeciente que el sol, más formidable contra el príncipe de las tinieblas que una armada en orden de batalla.

Toda pura a los ojos del que es la pureza misma, María veía a sus pies a todas las criaturas del cielo y de la tierra, y sólo Dios, cuya fiel imagen era, la superaba en gracia y santidad.

Por eso, cuando Dios, al principio del mundo, creó de la nada, con su poder infinito, esa multitud de seres, cuya excelencia era a sus ojos digna de admiración, y coronó su obra maravillosa creando al primer hombre, no halló nada sobre la tierra que pudiera compararse a Adán. A tantas maravillas debió añadir un nuevo milagro, y dar a Adán un apoyo que fuera igual a él. Y creó la primera mujer, que quiso sacar del costado de Adán, para que, siendo de su misma naturaleza, pudiera servirle de compañera.

¿No es, pues, lógico pensar que, habiendo dado José a María para ayudarla y servirla, lo haya hecho a José semejante a Ella, enriqueciéndolo con todos sus dones y dotándolo con gracias especiales, a fin de que, siendo en cierto modo la fiel imagen de las perfecciones de una Esposa santa, fuese digno de serle dado por compañero?

Cuando Dios quiso dar una compañera al primer hombre, se la dio semejante en la naturaleza, en la gracia y en la perfección. Y cuando quiso dar un esposo a la Madre de su Hijo divino, lo escogió semejante a Ella en gracia y santidad.

Por lo tanto, cuando consideramos atentamente las sublimes prerrogativas y las admirables virtudes de José, vemos que ningún Santo tuvo como Él tanta parte en los privilegios de los méritos que enaltecieron a María por sobre todos los santos.

Cuando Dios eligió a José para ser el Casto Esposo de María y el Padre de su único Hijo, ya era sumamente grande y perfecto; pero ¡cuánto crecieron y se perfeccionaron tan eminentes cualidades en la compañía íntima y continua de esa Virgen incomparable, cuya profunda humildad y pureza, superiores a las de los Ángeles, obligaron, por así decirlo, al Hijo de Dios a bajar del Cielo para hacerse Hombre!…

Dios se había reservado a María, pero se complacía en dar a un hombre mortal, a José, un derecho matrimonial sobre esta criatura privilegiada, bendita entre todas las mujeres.

Ponía en sus manos a la que había creado con tanto amor, en la que había pensado desde toda la eternidad, a la que iba a hacer suya con tanto celo.

Ella le pertenecía ya, pero cuando Él había pronunciado el “sí” de los esponsales, no había dado más que un asentimiento a su unión con una mujer virgen.

Sin embargo, esa Virgen se convertiría en Madre del Mesías; y Dios mismo le pidió a San José aceptara tanto a la Madre como al Hijo.

Por eso, pronunció un nuevo “” que le asoció definitiva y plenamente a los imprevisibles destinos del Redentor y de la Corredentora del género humano…

P.CERIANI

SANTORAL 19 DE MARZO




SAN JOSÉ, 
Esposo de la Bienaventurada 
Virgen María



Teniendo, pues, qué comer, 
 y con qué cubrimos,
contentémonos con esto.
(1 Timoteo, 6, 8).

   San José fue esposo legal de María y padre nu tricio de Jesús. Bastan estas dos palabras para su elogio. La gran humildad de que dio pruebas ejerciendo el oficio de carpintero, la solicitud con que rodeó la infancia del Salvador, su respeto para con la Madre de Dios, lo hicieron digno de morir en los brazos de Jesús y de María. ¡Oh dulce muerte! ¿Quieres tú morir como él? Imita sus virtudes e invoca su protección.

MEDITACIÓN
SOBRE LA VIDA DE SAN JOSÉ    

   l. San José mereció, por su pureza, el honor de ser elegido por Dios para ser el esposo de su Madre. ¡Qué gloria para ti, oh gran santo, mandar a una esposa omnipotente en el cielo y en la tierra! Imita la pureza, la humildad y la modestia de José, y María se mostrará contigo llena de ternura. Para que llegues a ser un gran santo, haz, siguiendo el ejemplo de San José, todas tus acciones pensando que Dios te ve.

   II. Fue el padre nutricio de Jesús, y Jesús le estaba sometido. Admira la humildad del Salvador, que, pudiendo nacer en el palacio de Augusto o de Herodes, prefiere elegirse un padre pobre y desconocido, un padre que debe trabajar con sus manos para procurarle alimento y vestido. A ejemplo de San José, nunca te separes de Jesús: que en todos tus actos sea tu compañero, conversa a menudo con Él. Haz un lugar a Jesús en medio de tus hijos: que tu Señor venga a tu familia, que tu Creador se acerque a su creatura. (San Agustín).

      III. San José murió en brazos de Jesús y de María. Tú también quieres terminar tu existencia con una muerte dichosa y santa: ten una gran devoción a San José. Nos asegura Santa Teresa que ha obtenido todo lo que ha pedido por los méritos de San José. Pídele esta última gracia que debe coronar tu vida y hacerte comenzar una eternidad de dicha. Con frecuencia durante tu vida, y sobre todo en la hora de tu muerte, pronuncia los tres hermosos nombres de Jesús, María y José.

La devoción a San José 
Rogad por los agonizantes.


ORACIÓN
   Haced, Señor, que los méritos del bienaventurado José, esposo de vuestra Santísima Madre, nos ayuden, a fin de que obtengamos por su intercesión lo que nuestra flaqueza no puede merecer. Vos que, siendo Dios, vivís y reináis por todos los siglos de los siglos.  Amén.