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domingo, 11 de diciembre de 2011

3o. DOMINGO DE ADVIENTO -REFLEXIONES, MEDITACIÓN Y PROPÓSITOS-


REFLEXIONES


La paz de Dios, que sobrepuja a todo lo que se puede pensar, sea la defensa de vuestros corazones y de vuestros entendimientos en Jesucristo. La paz interior, tan dulce, tan satisfactoria, tan superior a los sentidos, que el mundo no puede gustar, y mucho menos dar, esta paz extranjera, desconocida del espíritu del mundo, esta paz no puede ser sino el fruto de la virtud perfecta. ¡Cosa extraña! Nosotros no estamos nunca en paz con nosotros mismos. La multiplicidad de deseos, de proyectos, de designios, prueba demasiado nuestra inquietud. Cuando nuestras pasiones no nos hiciesen la guerra, nuestro mismo corazón es el enemigo de nuestro reposo. Siempre insaciable, jamás está contento. El amor propio pretende hallar esta paz que el mundo no puede dar; pero sus mismas investigaciones aumentan la turbación. No hay cosa alguna, ni aun el goce de los bienes que se han deseado con más ardor, que no incomode, que no altere, y por consiguiente que no turbe nuestro reposo. El libertino, el hombre mundano, el impío, se esfuerza para hacer creer a los simples que está en paz; mientras que su espíritu está inquieto, y su corazón nada en la amargura. Recorred todas las condiciones, todas las edades, todos los estados; buscad en la opulencia, en la prosperidad más floreciente, y hasta en el trono mismo, no hay hombre alguno del mundo que goce de un contento cumplido, de una tranquilidad perfecta; la inquietud y la tribulación son la pertenencia inenajenable (intransferible) del corazón humano. En el mundo se contrahace, se disimula lo que se sufre, lo que cada uno es: el primer presente y casi el único que hace el mundo es la máscara; el disimulo caracteriza a los más dichosos del siglo. Se ríen, se regocijan, y no se ve en el mundo más que unas fiestas tras de otras, todas a cual más tumultuosas, porque no se trata propiamente hablando más que de embotar sus desazones, entontecerse. Artificio grosero que solo sirve para sustraerse al conocimiento del público, mientras que la inquietud, la agitación y la turbación tiranizan el corazón de los más regocijados. La guerra es doméstica, y ni aun admite treguas. Se entrega uno a sus pasiones, y se hace esclavo de ellas. No hay alegría alguna en el mundo que no sea superficial; ninguna flor, por decirlo así, que no sea artificial. Paz, paz, y no había paz. No la hay sobre la tierra, ni puede haber otra que la paz de Dios, que acompaña siempre a la buena conciencia. Esta paz que sobrepuja a todo lo que se puede pensar es exclusivamente el fruto de la virtud. De aquí nace aquella tranquilidad pura, aquella dulzura inalterable, aquella alegría tan dulce, aquel recogimiento tan gozoso, aquella modestia tan edificante que forman el carácter de todos los buenos. No, no es el mal humor, el poco espíritu, la melancolía, ni una falta de educación ó un natural brusco y salvaje, lo que aleja a las personas verdaderamente piadosas de las reuniones mundanas, de sus partidas de placer, de sus diversiones tumultuosas; mucho menos sus pretendidas manías ni su humor caprichoso lo que las hace amar el retiro; son estas ya unas calumnias muy antiguas y usadas con que el mundo zahiere a los buenos. Su modestia, su exacta regularidad, su alejamiento de todas las diversiones mundanas, son efecto de su virtud y del contento interior de que gozan. Su corazón gusta de una paz que satisface, y no cuidan más que de no turbarla. Solo la experiencia puede hacer comprender este misterio; es preciso gustar las dulzuras de esta paz interior para tener una justa idea de ella. Gustad y ved, dice el Profeta: haced la dichosa experiencia de ella, y después podréis juzgar con seguridad de lo que ella es.

MEDITACIÓN
Cuán poco conocido es Jesucristo, cuán poco amado de aquellos mismos que le conocen.


PUNTO PRIMERO. –Considera con cuánta razón podría decirse a muchos cristianos lo que san Juan decía a los judíos: Jesucristo nuestro Señor está en medio de vosotros, y vosotros no le conocéis. Si le conocieseis no le tendríais tan poco amor, tan poca afición, tan poco respeto, tan poco reconocimiento. ¡Qué desgracia para los judíos no haber conocido a su legítimo Rey, su soberano Señor, su Redentor, su Mesías! El Mesías tan ardientemente deseado y esperado por tanto tiempo; estando tan claramente marcado el tiempo de su venida, y viéndose el cumplimiento de las profecías que le habían anunciado en su doctrina y en sus milagros. No es menor la desgracia de los Cristianos en no conocer a Jesucristo sino con una fe débil, lánguida y medio extinguida, una fe casi muerta; que luce lo que basta para hacernos inexcusables, pero que no obra lo necesario para hacernos verdaderos cristianos. Jesucristo está realmente en medio de nosotros en el adorable sacramento de la Eucaristía; y ¿se conoce a Jesucristo bajo estos velos? Grandes del mundo, ¿le conocéis vosotros? Vosotros que castigáis tan rigurosamente las menores faltas que se cometen contra el respeto que se os debe, mientras que sois tan insensibles a los ultrajes que se hacen al Señor soberano, a quien hacéis profesión de conocer. Pueblos, ¿conocéis vosotros a este Dios, a este Salvador que está en medio de vosotros? Vosotros que sois tan frecuentes cerca de aquellos de quienes esperáis alguna gracia, y tan respetuosos, tan comedidos en la presencia de los que teméis, mientras que no tenéis respeto alguno en la Iglesia, ni encontráis nunca un momento desocupado para venir a ofrecer vuestros homenajes a Jesucristo sobre nuestros altares. Los ministros del Señor, las personas consagradas a Dios por profesión y por estado conocen a Jesucristo; porque, al fin, las funciones ordinarias del sagrado ministerio, los empeños tan solemnes y tan perfectos, la vida reglada y austera, todo esto prueba bastante que, por lo menos de esta porción escogida y privilegiada del pequeño rebaño, no es desconocido Jesucristo; pero ¿corresponden a este conocimiento su afición, su celo, su amor a Jesucristo? ¡Ah! y ¡con qué frialdad, acaso, se cumple todo esto! Hay poco empeño en hacer la corte a Jesucristo, se le mira con indiferencia, no se tiene confianza en Él, porque no se le conoce sino imperfectamente; y si se ha de juzgar por los efectos y por la esterilidad de este infructuoso conocimiento, ¿podemos razonablemente lisonjearnos de que conocemos verdaderamente a Jesucristo?

PUNTO SEGUNDO. –Considera cuán poco amado es este amable Salvador de aquellos mismos de quienes es conocido. Representémonos aquí solo aquellas personas cristianas que haciendo profesión de conocer a Jesucristo, no ignoran ni lo que es, ni lo que ha hecho para ganar nuestro corazón, ni lo que está en estado de hacer en favor nuestro. Aquellas personas que, perfectamente instruidas de todos nuestros misterios, no olvidan los señalados beneficios de la redención y de la Eucaristía, y admiran sin cesar la humildad de su encarnación, la pobreza de su nacimiento, la oscuridad de la mayor parte de su vida mortal, las maravillas incomprensibles de la adorable Eucaristía, las humillaciones y sufrimientos de la pasión y la ignominia de su muerte, y que todo esto lo ha obrado por la salud de los hombres; estas personas, repito, ¿aman fervorosamente a Jesucristo? ¿Corresponde su amor a la idea que deben tener de la excelencia y de la majestad del Salvador? ¿Corresponde su amor a sus beneficios? ¿Corresponde al amor que Él nos tiene? ¿Corresponde al Espíritu de nuestra Religión? Y sin consultar más que a la razón, nuestro amor a Jesucristo ¿corresponde a los bienes que nos ha hecho? ¿a los que recibimos de Él todos los días? ¿a los que esperamos en el tiempo y en la eternidad? ¿a los que estamos recibiendo a todas horas? Conocer a Jesucristo, y creer que está continuamente con nosotros sobre nuestros altares; y no tener ni aquel empeño que se tiene por llenar los deberes contraídos con los grandes de quienes se espera todo, y no tener incesantemente presente en el entendimiento un objeto de que el corazón debe estar tan ocupado, y no aprovechar todas las ocasiones de agradar a Aquel que es el árbitro de nuestra suerte eterna; he aquí un misterio de iniquidad incomprensible. Desgraciadamente lo demuestra una experiencia bien triste. Cuando se ama a Jesucristo, agrada todo lo que procede de Él; se tienen en la memoria sus máximas, y ¡qué impresión no hacen en el alma sus ejemplos! Consultemos los sentimientos y toda la conducta de los Santos. Ellos han amado a Jesucristo: ¿qué fidelidad no han tenido todos ellos en conformarse con este divino modelo? ¡Qué transportes de amor por este Salvador amable! ¡Qué continuación en hacerle la corte! ¡Qué alejamiento de todo lo que Él ha mirado con horror! ¡Qué ansia por las humillaciones y los sufrimientos! Tales son las pruebas del amor y de la ternura que se tiene a Jesucristo. ¿Nos ofrece nuestra vida muchas de ellas? ¿Por estas señales reconocemos en nosotros un grande amor al Salvador? Tenemos, es verdad, con frecuencia en la boca los nombres de Jesús y de María; pero son señales estériles, si estos santos nombres no están profundamente grabados en el corazón. Todo nos conduce en el tiempo de Adviento a excitar amor, a abrasar nuestros corazones en este amor, a amar a Jesucristo con ternura. No hay disposición más propia para recibir dignamente este divino Salvador en el día de su nacimiento, que este amor divino.
No, Señor, nosotros no os conocemos. Yo confieso que hasta aquí no os he conocido, puesto que os he amado tan poco; pero yo espero que mi porte con Vos hará ver que hoy en adelante que comienzo de veras a conoceros, puesto que comenzaré verdaderamente a amaros.

JACULATORIAS. –Señor, aumentad mi fe, a fin de que os conozca mejor que lo que he hecho hasta aquí. (Luc. XVII).
Yo os amaré, Señor, a Vos que sois toda mi fuerza, mi refugio y mi Salvador. (Psalm. XVII).


PROPÓSITOS

1)      Amamos poco a Jesucristo, porque le conocemos poco. No tenemos más que una fe débil, vacilante y medio extinguida; y ¿podríamos con una fe semejante amar a Jesucristo con ternura y con ardor? No se ignora lo que Él es, se sabe lo que puede, no se ha olvidado lo que ha hecho en nuestro favor; mas estos conocimientos deben ser muy imperfectos, puesto que producen tan poco reconocimiento y tan poco amor. Aplicaos, sobre todo en este santo tiempo singularmente consagrado a celebrar su venida al mundo, aplicaos a conocer y amar a este divino Salvador. Considerad lo que es, y lo que viene a hacer sobre la tierra. Cuál es el motivo de su venida, esto es, de su encarnación, de su nacimiento. Representaos su vida y su muerte; recordad en vuestro entendimiento todas sus maravillas y sobre todo su amor a nosotros, y preguntaos luego si este Dios hecho hombre por salvar a los hombres merece ser amado por nosotros. Sea este el asunto ordinario de vuestras meditaciones durante este santo tiempo. Decidle muchas veces a este divino Salvador con fervor como san Agustín. Haced, Señor, que yo os conozca, y que me conozca a mí mismo. ¡Qué confusión, buen Dios, y qué sentimiento no debo yo tener por haberos amado tan poco, divino Salvador mío!

2)      Poco importaría el que tuviésemos este sentimiento, si nuestra conducta no testificase nuestro amor. Probémosle desde hoy que le amamos por la resolución que debemos tomar de que no pase día alguno de nuestra vida, si puede ser, sin hacerle una visita en el Santísimo Sacramento. Probémoselo por nuestra caridad con los pobres; todos los bienes que les hiciéremos, los hacemos a Jesucristo: Mihi fecistis. Visitad por tanto a los pobres enfermos en los hospitales, y a los pobres vergonzantes en sus casas particulares. Visitad a los presos al menos una vez en la semana, y repartid limosnas entre los unos y los otros; esta caridad será una prueba de vuestro amor. Recibid a menudo a Jesucristo en la adorable Eucaristía; comulgad con más frecuencia que lo ordinario durante el Adviento, hacedlo cada vez con nuevo fervor. Es una práctica de piedad muy útil el rezar todos los días, sobre todo en este santo tiempo, las Letanías del santo nombre de Jesús (ver aquí) y las de la Virgen (ver aquí). En fin, no omitáis nada para amar con fervor y con ternura a este divino Salvador, y a la que ha sido destinada para ser su Madre.

 Fuente: R. P. Jean Croisset SJ, "Año Cristiano ó Ejercicios devotos para todos los Domingos, días de Cuaresma y Fiestas Móviles" TOMO I. Librería Religiosa, Barcelona 1863. Páginas 64 - 60.


DOMINICA TERTIA ADVENTUS

DOMINICA TERTIA ADVENTUS
AD MISSAM



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Introito. Phil. 4, 4-6. –Gozaos siempre en el Señor: otra vez digo: gozaos. Vuestra moderación sea patente a todos los hombres: el Señor está cerca. Nada os inquiete: mas en todo, con oración presentad al Señor vuestras peticiones. –Ps. Bendijiste, Señor, a tu tierra; liberaste del cautiverio a Jacob. V. Gloria al Padre…

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Oremus. Aurem tuam, quæsumus, Domine, precibus nostris accommoda: et mentis nostræ tenebras gratia tuæ visitationis illustra. Qui vivis et regnas cum Deo Patre…


Oremos. Dignaos, Señor, escuchar favorablemente nuestras oraciones, y en estos días de vuestro dichoso advenimiento disipad las tinieblas de nuestro entendimiento con la luz de vuestra gracia. Vos que siendo Dios vivís y reinas con Dios Padre, etc.

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La Epístola es de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses, 
capítulo IV, vers. 4 a 7

ratres: Guadete in Domino semper: iterum dico, gaudete. Modestia vestra nota sit monibus hominibus: Dominus enim prope est. Nihil solliciti sitis: sed in omni oratione et obsecratione, cum gratiarum actione, petitiones vestræ innotescant apud Deum. Et pax Dei, quæ exsuperat omnem sensum, custodiat corda vestra, et intelligentias vestras, in Christo Iesu Domino nostro.





Hermanos míos: Regocijaos siempre en el Señor; otra vez os lo digo, regocijaos. Aparezca vuestra modestia a los ojos de todos los hombres: el Señor está cerca. No tengáis inquietud por nada; antes bien toda vez que os pusiereis en oración, y rogareis al Señor, aparezcan vuestras peticiones delante de Dios con acciones de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepuja a todo lo que se puede pensar, sea la defensa de vuestros corazones y de vuestros entendimientos en Jesucristo nuestro Señor.

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Gradual. Ps. 79, 2, 3 y 2. -¡Señor, que estás sentado sobre los Querubines: despierta tu poder y ven! V. Escúchanos, Pastor de Israel, que guías como a una oveja a José.

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Aleluya, aleluya. V. Despierta, Señor, tu poder, y ven a salvarnos. Aleluya.


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El Evangelio de la Misa es de san Juan, capítulo I, vers. 19 a 28.


n illo tempore: Miserunt Iudæi ab Ierosolymis sacerdotes et levitas ad Ioannem, ut interrogarent eum: Tu quis es? Et confessus est, et non negavit, et confessus est: Quia non sum ego Christus. Et interrogaverunt eum: Quid ergo? Elias es tu? Et dixit: Non sum. Propheta es tu? Et respondit: Non. Dixerunt ergo ei: Quis es, ut responsum demus his, qui miserunt nos? Quid dicis de teipso? Ait: Ego vox clamantis in deserto: Dirigite viam Domini, sicut dixit Isaias propheta. Et qui missi fuerant, erant ex Pharisaeis. Et interrogaverunt eum, et dixerunt ei: Quid ergo baptizas, si tu non es Christus, neque Elias, neque Prophetas? Respondit eis Ioannes, dicens: Ego baptizo in aqua: medius autem vestrum stetit, quem vos nescitis. Ipse est, qui post me venturus est, quie ante me factus est: cuius ego non sum dignus ut solvam eius corrigiam calceamenti. Hæc in Bethania facta sunt trans Iordanem, ubi era Ioannes baptizans.

En aquel tiempo: Los judíos de Jerusalén enviaron sacerdotes y levitas para que preguntasen a Juan: ¿Quién eres? Él lo confesó, y no negó; y lo volvió a confesar: Yo no soy el Cristo. ¿Quién eres, pues, le preguntaron? ¿Eres Elías? No: dijo él. ¿Eres profeta? No, les respondió. Oyendo esto, le dijeron: Dinos, pues quién eres, para que podamos responder a los que nos han enviado; ¿qué es lo que dices de ti mismo? Entonces les respondió: Yo soy la voz del que clama en el desierto: Ordenad el camino del Señor, como lo ha dicho el profeta Isaías. Y los que habían sido enviados eran de la secta de los fariseos. Entonces le hicieron una nueva pregunta: ¿Por qué bautizas, le dijeron, si no eres ni el Cristo, ni Elías, ni profeta? Juan les respondió, diciéndoles: Yo no administro más que un bautismo de agua; pero hay en  medio de vosotros uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que debe venir después de mí, que es antes que yo, y del que yo no soy digno de desatar la correa de su calzado. Estas cosas pasaron en Betania del otro lado del Jordán, en donde bautizaba Juan.

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Ofertorio. Ps. 84, 2. –Bendijiste, Señor, a tu tierra; liberaste del cautiverio a Jacob; perdonaste la maldad de tu pueblo.

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Comunión. Is. 35, 4. –Decid a los pusilánimes: Alentaos y no temáis; sabed que nuestro Dios vendrá y nos salvará.



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3o. DOMINGO DE ADVIENTO


TERCER DOMINGO DE ADVIENTO


El tercer domingo de Adviento, que en otro tiempo se llamaba segundo antes de Navidad, no es menos solemne en la Iglesia que los dos precedentes. Como la venida del Salvador del mundo debe ser el objeto de la devoción, de las oraciones y de todos los ejercicios piadosos de este santo tiempo, la Iglesia tiene cuidado todos los domingos, días singularmente consagrados para renovar el fervor de los fieles, de excitar su fe y su esperanza, a medida que se acerca el día del nacimiento del Redentor; a fin de que despertándose su celo al aproximarse una fiesta tan grande, nada dejen de hacer para disponerse bien a ella.


El introito de la Misa de este día es el más a propósito para excitar este celo. Hermanos míos, regocijaos siempre en el Señor, nos dice el sacerdote subiendo al altar; otra vez os lo digo, regocijaos, no con aquella alegría vana y tumultuosa que nace mas bien de los sentidos que del corazón, la cual no teniendo por principio más que un bien vacío y aparente, está siempre acompañada de amargura, y ordinariamente seguida del arrepentimiento; regocijaos con una alegría verdaderamente cristiana, y por consiguiente humilde, modesta, y al mismo tiempo pura, sólida, real; con una alegría que no teniendo más que a Dios por principio, es inalterable, llena el corazón, y satisface el alma. Aparezca vuestra modestia a los ojos de todos los hombres, brille vuestra alegría porque el Señor está cerca: en efecto, ¿qué motivo más justo para una santa alegría? Señor, Vos habéis derramado vuestras bendiciones sobre vuestra heredad, continúa, Vos habéis puesto fin a la cautividad de Jacob, os habéis compadecido de vuestro pueblo, y habéis, por fin, escuchado sus votos. La Judea, que en otro tiempo habíais tratado con tanta bondad, y que después habíais repudiado con horror, como una tierra manchada con los crímenes de sus habitantes, ha encontrado nuevamente gracia en vuestros ojos; Vos le habéis, al fin, enviado el Mesías. El Rey tanto tiempo esperado, el Señor tan deseado, el Salvador objeto de tantos votos, el cumplimiento de vuestras promesas va a aparecer; ¿qué motivo más justo para hacer resaltar nuestra alegría? De este modo consuela e instruye en este día a sus hijos la Iglesia en el principio de la Misa.

Las palabras que acaban de citarse son tomadas de la epístola que el apóstol san Pablo escribe a los Filipenses, por las cuales empieza la Epístola de este día.

Habiendo san Pablo sido llamado de Dios a Macedonia, vino a Filipos, ciudad de aquella provincia, edificada por Filipo, el cual la dio su nombre. El santo Apóstol tan luego como llegó allí convirtió a una mercadera de púrpura, llamada Lydia. Esta conversión fue muy pronto seguida de otras muchas; y los fieles se aumentaron tanto en tan poco tiempo, que alarmados los magistrados hicieron prender a san Pablo, y Silas su compañero, les hicieron azotar, y los enviaron a una prisión. Durante la noche se sintió un temblor de tierra que conmovió hasta los fundamentos el lugar en que estaban. Se abrieron las puertas de la prisión, y se rompieron las cadenas de los prisioneros. Habiendo acudido el alcaide, y creyendo que los presos se habían salvado, trató de atravesarse con su espada; pero san Pablo le aseguró, le convirtió, y habiéndole instruido le bautizó con toda su familia. Amanecido el día, enviaron los magistrados a decir al alcaide que dejase ir a Pablo y a Silas; pero san Pablo les hizo decir que no se trataba de este modo a unos ciudadanos romanos. Vinieron los magistrados a prisión, dieron sus excusas, y les rogaron que saliesen de la ciudad. El santo Apóstol fue desde Filipos a Tesalónica; pero siempre profesó mucha ternura y mucha bondad a los Filipenses. Él mismo dice que se acordaba siempre de ellos en sus oraciones. Los Filipenses por su parte mostraron el reconocimiento más vivo a san Pablo, y no dejaron de enviarle socorros a todos los lugares donde predicaba. Habiendo sabido que se hallaba en prisiones en Roma, rogaron a su obispo Epafrodito que le llevase algún socorro de dinero: y a la vuelta del santo Prelado fue cuando san Pablo escribió a los Filipenses la hermosa carta de donde está sacada la Epístola de este día. Les llama su alegría y su corona. Este elogio hace mucho honor a aquellos fervorosos fieles; y después de haberles exhortado a perseverar en la fe, en el temor y amor del Señor, les recomienda que se regocijen sin cesar en Nuestro Señor, y la razón que les da para ello es, dice él, que el Salvador está cerca. Este mismo es el motivo que le obliga a exhortarles a que tengan una modestia más edificante y más cristiana, entendiendo el santo Apóstol por la palabra modestia la práctica de todas las virtudes, de aquella caridad, de aquella dulzura, de aquella paciencia, de aquella mortificación, tan propia para hacer que nos sea favorable la venida del Salvador. Ya que san Pablo, diciendo a los Filipenses que el Señor está cerca, haya querido decir que el Señor está continuamente cerca de nosotros para asistirnos, ó que lo haya entendido por el aniversario de su nacimiento; todo cuanto dice en este capítulo contiene las disposiciones santas con que debe uno prepararse para aprovecharse de él. El recogimiento y la oración acompañada siempre de acciones de gracias por sus beneficios, deben sernos familiares en este santo tiempo: la paz y la tranquilidad del corazón preparan el alma para las visitas celestiales. En medio del reposo de la noche es cuando llega el Esposo divino, y no hay nada tan opuesto a las íntimas comunicaciones de Dios con el alma, como el tumulto del mundo y la disipación del corazón. Esto es lo que hace decir al santo Apóstol: Y la paz de Dios guarde vuestros corazones y vuestros entendimientos en Jesucristo. Por esto recomienda tanto, principalmente durante el Adviento, el recogimiento y el retiro, en razón de que en la soledad es donde siempre habla Dios al corazón. Antiguamente no entraba ningún lego en el coro desde este tercer domingo hasta la vigilia de Navidad, porque se suponían los canónigos como en retiro, y se procuraba no distraerlos en la solemnidad del oficio del día. Por lo demás, añade el mismo Apóstol en el propio capítulo de que se toma la Epístola de la Misa, lo que debe ocupar vuestros pensamientos y vuestros deseos, sobre todo en este santo tiempo, es todo aquello que es conforme a la verdad, todo lo que es puro, todo lo que es justo, todo lo que es santo, todo cuanto es digno de nuestra estima y de nuestro amor, todo lo que da una buena reputación, todo lo virtuoso, todo lo que es laudable en materia de disciplina y de conducta.

El Evangelio de este día refiere el testimonio auténtico que san Juan da a los judíos de la venida del Mesías en la persona de Jesucristo. Habiendo elegido la Iglesia para el oficio de los domingos de Adviento todo lo que tiene más relación con su nacimiento; después de haber anunciado en el Evangelio del domingo precedente las pruebas que da Jesucristo de su divinidad y de su misión a los discípulos de san Juan Bautista, en el Evangelio de este día cita el testimonio que el mismo san Juan da de Jesucristo delante de los principales de la nación, y a la presencia de todo el pueblo.

Habiéndose querido humillar el Salvador, hasta recibir el bautismo de penitencia que predicaba su precursor san Juan Bautista, se había retirado al desierto para ayunar allí por espacio de cuarenta días antes de manifestarse al mundo. Entre tanto san Juan predicaba a lo largo del Jordán con tan buen éxito y tanto fruto, que el pueblo dejaba las ciudades para ir a oír a este nuevo predicador; y como si no bastasen los habitantes de Jerusalén para formar su auditorio, y darle discípulos, corrían en tropas para oírle de todas las comarcas de la Judea, principalmente de las orillas del Jordán, y muchos movidos de un verdadero dolor de sus culpas hacían delante de él una sincera confesión de ellas, y le pedían su bautismo. No había nadie, hasta los mismos fariseos orgullosos, y los saduceos, gente sin ley y sin piedad, que no quisiese ser bautizado; y la reputación del hombre de Dios hacia tanto ruido, que el gran Sanedrín, que era el gran Consejo de los judíos, en el cual se decidían los negocios del Estado y de la Religión, le envió una diputación célebre.

Los principales de entre los judíos sabían bien por los oráculos de sus Profetas, y sobre todo por el de las semanas tan célebres de Daniel, que el tiempo en que debía nacer el Mesías estaba próximo. Por otra parte veían que por donde quiera no se hablaba más que de Juan Bautista; que este santo hombre presentaba virtudes más divinas que humanas, y que en un cuerpo mortal parecía verse la impasibilidad de un Ángel. Todo esto hacía que se inclinasen al parecer del pueblo, que tomaba al Precursor del Mesías por el Mesías mismo por tanto tiempo esperado, y tan ardientemente deseado de todo el pueblo. Sin embargo, como nada haya que sea más incierto que un rumor popular, no creyeron que debían darle fe, sin haber antes enviado los sacerdotes y levitas al hombre de Dios, para saber de él quién era, qué cualidad tomaba, y en virtud de qué autorización predicaba la penitencia. Escogieron personas de este carácter, porque eran del cuerpo de los eclesiásticos, al cual únicamente pertenecía el examinar a aquellos que se ingerían a predicar y explicar públicamente la ley al pueblo. 

Jerusalén, aquella ciudad tan célebre, vio entonces a los primeros de sus sacerdotes y de sus levitas salir con un grande acompañamiento, para ir a más de veinte leguas de distancia a informarse de las cualidades y de la misión del nuevo Profeta, sin pensar que iban a recibir el testimonio más brillante de la venida del Mesías; dirigiendo la divina Providencia esta diputación para enseñar a los judíos, y que nunca pudiesen dudar, que Jesucristo, a quien un día habían de maltratar con tanto encarnizamiento, era verdaderamente el Mesías.

Encontraron los diputados a san Juan en las cercanías de Betahara, que también se llamaba Betania; era esta una ciudad situada de la otra parte del Jordán, distante cerca de veinte leguas de la aldea de Betania. Predicaba san Juan de la parte de acá en una campiña a cielo raso. Allí formaba un gran número de discípulos para aquel a quien reconocía por su Señor, y todo su cuidado era el disponerlos, tanto por su doctrina y sus ejemplos, como por su bautismo, para recibir la ley de Jesucristo.

Allí fue donde los diputados del Sanedrín le representaron cuánta estima y veneración había concebido hacia él el consejo; que la santidad de su vida daba a conocer bastantemente que él no era como el resto de los hombres; que en el concepto del pueblo pasaba ya por el Mesías, y que ellos mismos no estaban distantes de esta opinión, puesto que las cosas que hacía les parecían superiores a las fuerzas humanas; pero que para la satisfacción común, y para mayor seguridad, querían saber de su propia boca quién era.

No dudó el santo hombre: negó firmemente ser el que ellos creían; y a fin de que no tomasen su respuesta por alguna tergiversación de una humildad poco sincera, les dijo en términos formales, y les repitió muchas veces que de ningún modo era el Mesías; declaró altamente y sin rodeos que no era el Cristo. Por más franca y más preciosa que fuese esta respuesta, los diputados no pudieron borrar de su imaginación la idea que habían concebido de su mérito. Vínoles, pues, al pensamiento que si no era el Mesías, podía ser muy bien que fuese un nuevo Profeta, igual a los antiguos, ó a un Elías, puesto que vivía como él, a mas de que sabían que Elías no había muerto, y que según la profecía de Malaquías debía volver al tiempo de una de las dos venidas del Mesías, antes del gran día del Señor. (Malach. IV). San Juan se afligía al ver que se hacía tanto caso de él, y que se le igualaba con los grandes Profetas. Cuanto más se le daban testimonios de estimación, más él se abatía. No solo negó que fuese Elías, sino que añadió que ni aun era profeta; quería sin duda dar a conocer a los doctores y a los sacerdotes lo que ignoraban y lo que les importaba saber; que el tiempo de los Profetas había pasado; que él no venía, como sucedía antiguamente, para prometerles el Mesías, sino para advertirles que el Mesías había venido, y que estaba en medio de ellos, y para mostrarles con el dedo Aquel que sus padres no habían visto sino en confuso, y de muy lejos, por un espíritu de profecía. No pudiendo sacar de san Juan más que respuestas negativas y que no les decía lo que era, sino lo que no era, le estrecharon para que les declarase lo que se debía pensar de él, cuál era el carácter en virtud del cual predicaba, y lo que debían responder a los que les habían enviado, para saber de él mismo en qué concepto debía tenérsele.

El Santo no pudo ya menos de satisfacer su curiosidad. Se manifestó a ellos, y les declaró con mucha modestia y candor, que era aquel de quien había hablado Isaías, cuando viendo en espíritu al Mesías que debía venir, le parecía oír ya la voz de su Precursor en el desierto, la cual exhortaba a los pueblos a que se preparasen para su venida. Yo soy esta voz, les dice, que viene para preparar los caminos al Mesías, y disponer por la penitencia que predico, y por el Bautismo que administro, los corazones y los espíritus para recibir al que viene para salvarlos. Los fariseos, más celosos por mantener su autoridad que en procurar su salud, se picaron de esta respuesta, y replicaron con altanería: Si no eres, pues ni el Cristo, ni Elías, ni profeta, ¿por qué bautizas? San Juan, que quería con su humildad abatir su orgullo, no les habla ni de su misión que había recibido inmediatamente de Dios, ni del cargo eminente con que el cielo le había honrado: se contenta con responderles para su instrucción, y la de todo el pueblo, que el agua de su bautismo no obraba sobre las llagas del alma, más que como el agua común obra sobre las llagas del cuerpo; que no las curaba, sino que únicamente servía para lavarlas, a fin de que estando limpias se las viese, y se hiciese alto sobre ellas; que aquel hombre divino a quien buscaban, y que verdaderamente era su Mesías, les conferiría bien pronto un nuevo bautismo del cual el suyo no era más que la sombra, un bautismo que curaría todas las llagas de su alma; que por lo que hacía a él, había recibido de lo alto una gracia particular para descubrir a los hombres sus errores y sus vicios, pero que era incapaz de remediarlos; que todo lo que podía hacer, era exhortarles a que reconociesen a su verdadero médico, el único de quien debían esperar su curación; que, por lo demás, no era necesario que fuesen a buscarle lejos, que estaba en su país, y en medio de ellos, que era de su nación y de sangre real, conforme a lo que habían predicho de él los Profetas; que, a la verdad, todavía no le conocían, pero que sus maravillas, de que ellos mismos serían testigos, se lo descubrirían muy pronto. Por lo que hace a mí, añadió, yo le conozco, y he venido delante de él, a fin de anunciaros su venida; y si él viene después de mí, esto consiste en que Él es el Señor, y envía a su siervo para que avise que vendrá muy pronto. Y ciertamente yo valgo bien poco en su presencia, ni aun merezco emplearme en los misterios más humildes de su servicio. Él lo puede todo, y yo no puedo nada; mi bautismo no dura más que un cierto tiempo, y no tiene virtud alguna en comparación del suyo, el cual será hasta el fin del mundo una fuente inagotable de gracias y de salud. Él no os lavará simplemente con el agua, sino que os bautizará en el Espíritu Santo, y este santificador descenderá sobre los que recibieren el nuevo bautismo, se comunicará a ellos, les animará con su presencia, les fortificará con su gracia, les abrasará con aquel fuego divino que produce efectos maravillosos en las almas santas. Verdaderamente el bautismo de san Juan no era más que una preparación para el de Jesucristo; disponía los pecadores, por la penitencia y por las obras de justicia, para escuchar al Mesías, y recibir el perdón de sus pecados por el bautismo del Salvador. El Santo llama a este bautismo un bautismo de fuego, y conferido por el Espíritu Santo; es decir, que no será una simple ablución del cuerpo metido en el agua, sino que por la virtud del Sacramento, quedando el alma purificada de todas sus manchas, será inflamada e ilustrada por el Espíritu Santo. Sabemos que en el día de Pentecostés descendió el Espíritu Santo sobre los discípulos en forma de lenguas de fuego, y pudo san Juan haber aludido no solo al efecto del Sacramento, sino también a este símbolo.

Después de haber dado el santo Precursor este testimonio de la venida de Jesucristo a los diputados, continuó en todas las ocasiones que se le ofrecieron publicando el mérito, la santidad y la omnipotencia del Salvador del mundo. Viendo san Juan al otro día a Jesús que venía a él: He aquí, exclamó, el Cordero de Dios; he aquí el que borra los pecados del mundo. Este es de quien yo he dicho: He aquí viene después de mí un hombre que es antes que yo; si yo he venido para administra un bautismo de agua, esto no es sino para que se le conozca en Israel. Yo he visto, añade, bajar del cielo el Espíritu Santo en forma de una paloma, y se ha colocado sobre Él. Y el que me ha enviado para administrar un bautismo de agua, me ha dicho: Aquel sobre el cual verás descender y colocarse el Espíritu, ese es el que administra el bautismo del Espíritu Santo. Esto es puntualmente lo que yo he visto, y he dado testimonio que este es el Hijo de Dios.

Nada podía convenir mejor al designio de la Iglesia que este Evangelio, tan propio para reanimar nuestra fe y excitar nuestro fervor, en un tiempo que tanto lo requiere para prepararnos a recibir dignamente aquel que los judíos no han querido reconocer. Inexcusables después del testimonio de san Juan Bautista, todavía más criminales después de haber sido testigos de sus maravillas, los judíos rehusaron tenazmente recibir a Aquel que había pedido con tanto ardor y esperado por tanto tiempo, y le hartaron de oprobios. ¿Y no seríamos nosotros tan culpables como aquellos impíos, y todavía más ingratos que aquellos, si conociendo y confesando a Jesucristo por nuestro Salvador, no cuidásemos de disponernos con tiempo a recibirle con alegría, con empeño, con fervor, y por decirlo así, con dignidad el día de su nacimiento?

Fuente: R. P. Jean Croisset SJ, "Año Cristiano ó Ejercicios devotos para todos los Domingos, días de Cuaresma y Fiestas Móviles" TOMO I. Librería Religiosa, Barcelona 1863. Páginas 47 - 54

SANTORAL 11 DE DICIEMBRE



11 de diciembre

SAN DÁMASO,
Papa y Confesor



 Cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo
ya adulteró en su coraz6n.
(Mateo, 5, 28).

   San Dámaso I, de origen español, siguió al Papa Liberio al exilio y le sucedió en el año 366. Su talento y su celo por la pureza de la doctrina y el esplendor del culto han hecho que el Concilio de Calcedonia lo llamase ornamento y gloria de Roma. Reunió cuatro concilios en esta ciudad y uno en Aquilea, para combatir las herejías. Edificó dos basílicas, una junto al teatro de Pompeyo, San Lorenzo in Dámaso; la otra en la vía Ardeatina, junto a las catacumbas. Adornó con epitafios en verso las tumbas de los mártires, introdujo la costumbre de añadir el Gloria Patri al final de los salmos y movió a San Jerónimo a corregir el Nuevo Testamento sobre el texto griego. Murió casi octogenario en el año 384, y fue enterrado con su madre y su hermana en la basílica de la vía Ardeatina.

MEDITACIÓN
SOBRE LOS MALOS
PENSAMIENTOS

   I. Hay tres clases de pensamientos que debemos rechazar, que hasta deberíamos prevenir. Los primeros son las distracciones en nuestra oración; nos arrebatan todo el fruto de nuestras plegarias, y, a menudo, nos hacen cometer nuevos pecados en el momento en que deberíamos obtener el perdón de nuestras faltas pasadas. Para ahuyentar estos pensamientos importunos, haz con frecuencia actos de fe; piensa que Dios te ve, que oye tus ruegos y que castigará tu negligencia al no desechar esas distracciones.

   II. Los pensamientos contra la castidad son mucho más peligrosos todavía: fácil es complacerse en ellos, detenerse en ellos voluntariamente y cometer en un instante grandísimos pecados. Así, vigila, rechaza esos pensamientos poniendo la atenci6n de tu espíritu en otra cosa, ocupándolo con pensamientos graves tales como los de la muerte, del infierno y del juicio. ¿Quieres verte libre de esta clase de tentaciones? Vigila tus sentidos: tus ojos y tus oídos son las puertas que les dan acceso a tu alma.

   III. El demonio te sugiere, a veces, dudas contra la fe: esas dudas son peligrosas, sobre todo en la hora de la muerte. Las vencerás con la humildad y la oraci6n; desconfía, pues, de tus propias fuerzas e implora el socorro del Cielo. La fe es un don de Dios: Aquél que te la dio te la conservará, siempre que recurras a Él. Si con todo esos pensamientos continuaran importunándote, haz actos de fe. Cuanto más te cueste penetrar las verdades de la salvación, más debes reverenciarlas y admirarlas. (San Eusebio).

La modestia 
Orad por el Sumo Pontífice.

ORACIÓN

   Pastor eterno, considerad con benevolencia a vuestro rebaño, y guardad lo con constante protección por vuestro bienaventurado Sumo Pontífice Dámaso, a quien constituisteis pastor de toda la Iglesia. Por J. C. N. S. Amén.