28 de noviembre
SANTA CATALINA LABOURÉ,
Virgen
(1876 P. C.)
La capilla de las apariciones de la Medalla Milagrosa se encuentra en la rue du Bac, de París, en la casa madre de las Hijas de la Caridad. Es fácil llegar por "Metro". Se baja en Sevre-Babylone, y detrás de los grandes almacenes "Au Bon Marché" está el edificio. Una casona muy parisina, como tantas otras de aquel barrio tranquilo. Se cruza el portalón, se pasa un patio alargado y se llega a la capilla.
La capilla es enormemente vulgar, como cientos o miles de capillas de casas religiosas. Una pieza rectangular sin estilo definido. Aún ahora, a pesar de las decoraciones y arreglos, la capilla sigue siendo desangelada.
Uno comprende que la Virgen se apareciera en Lourdes, en el paisaje risueño de los Pirineos, a orillas de un río de alta montaña; que se apareciera inclusive en Fátima, en el adusto y grave escenario de la "Cova de Iría"; que se apareciera en tantos montículos, árboles, fuentes o arroyuelos, donde ahora ermitas y santuarios dan fe de que allí se apareció María a unos pastorcillos, a un solitario, a una campesina piadosa...
Pero la capilla de la rue du Bac es el sitio menos poético para una aparición. Y, sin embargo, es el sitio donde las cosas están prácticamente lo mismo que cuando la Virgen se manifestó aquella noche del 27 de noviembre de 1830.
Yo siempre que paso por París voy a decir misa a esta capilla, a orar ante aquel altar "desde el cual serán derramadas todas las gracias", a contemplar el sillón, un sillón de brazos y respaldo muy bajos, tapizado de velludillo rojo, gastado y algo sucio, donde lo fieles dejan cartas con peticiones, porque en él se sentó la Virgen.
Si la capilla debe toda su celebridad a las apariciones, lo mismo podemos decir de Santa Catalina Labouré, la privilegiada vidente de nuestra Señora. Sin esta atención singular, la buena religiosa hubiera sido una más entre tantas Hijas de la Caridad, llena de celo por cumplir su oficio, aunque sin alcanzar el mérito de la canonización. Pero la Virgen se apareció a sor Labouré en la capilla de la casa central, y así la devoción a la Medalla Milagrosa preparó el proceso que llevaría a sor Catalina a los altares y riadas de fieles al santuario parisino. Y tan vulgar como la calle de Bac fue la vida de la vidente, sin relieves exteriores, sin que trascendiera nada de lo que en su gran alma pasaba.
Catalina, o, mejor dicho, Zoe, como la llamaban en su casa, nació en Fain-les-Moutiers (Bretaña) el 2 de mayo de 1806, de una familia de agricultores acomodados, siendo la novena de once hermanos vivientes de entre diecisiete que tuvo el cristiano matrimonio.
La madre murió en 1815, quedando huérfana Zoe a los nueve años. Ha de interrumpir sus estudios elementales, que su misma madre dirigiera, y con su hermana pequeña, Tonina, la envían a casa de unos parientes, para llamarlas en 1818, cuando María Luisa, la hermana mayor, ingresa en las Hijas de la Caridad.
-Ahora -dice Zoe a Tonina-, nos toca a nosotras hacer marchar la casa.
Doce años y diez años..., o sea, dos mujeres de gobierno. Parece milagroso, pero la hacienda campesina marcha, Había que ver a Zoe en el palomar entre los pichones zureantes que la envuelven en una aureola blanca. O atendiendo a la cocina para tener a punto la mesa, a la que se sientan muchas bocas con buen apetito. Otras veces hay que llevar al tajo la comida de los trabajadores.
Y al mismo tiempo que los deberes de casa, Zoe tiene que prepararse a la primera comunión. Acude cada día al catecismo a la parroquia de Moutiers-Saint-Jean, y su alma crece en deseos de recibir al Señor. Cuando llega al fin día tan deseado, Zoe se hace más piadosa, más reconcentrada. Además ayuna los viernes y los sábados, a pesar de las amenazas de Tonina, que quiere denunciarla a su padre. El señor Labouré es un campesino serio, casi adusto, de pocas palabras. Zoe no puede franquearse con él, ni tampoco con Tonina o Augusto, sus hermanos pequeños, incapaces de comprender sus cosas.
Y ora, ora mucho. Siempre que tiene un rato disponible vuela a la iglesia, y, sobre todo, en la capilla de la Virgen el tiempo se le pasa volando.
Un día ve en sueños a un venerable anciano que celebra la misa y la hace señas para que se acerque; mas ella huye despavorida. La visión vuelve a repetirse al visitar a un enfermo, y entonces la figura sonriente del anciano la dice: "Algún día te acercarás a mí, y serás feliz". De momento no entiende nada, no puede hablar con nadie de estas cosas, pero ella sigue trabajando, acudiendo gozosa al enorme palomar para que la envuelvan sus palomos, tomando en su corazón una decisión irrevocable que reveló a su hermana.
-Yo, Tonina, no me casaré; cuando tú seas mayor le pediré permiso a padre y me iré de religiosa, como María Luisa.
Esto mismo se lo dice un día al señor Labouré, aunque sacando fuerzas de flaquezas, porque dudaba mucho del consentimiento paterno.
Efectivamente, el padre creyó haber dado bastante a Dios con una hija y no estaba dispuesto a perder a Zoe, la predilecta. La muchacha tal vez necesitaba cambiar de ambiente, ver mundo, como se dice en la aldea.
Y la mandó a París, a que ayudase a su hermano Carlos, que tenía montada una hostería frecuentada por obreros.
El cambio fue muy brusco. Zoe añora su casa de labor, las aves de su corral y, sobre todo, sus pichones y la tranquilidad de su campo. Aquí todo es falso y viciado. ¡Qué palabras se oyen, qué galanterías, qué atrevimientos!
Sólo por la noche, después de un día terrible de trabajo, la joven doncella encuentra soledad en su pobre habitación. Entonces ora más intensamente que nunca, pide a la Virgen que la saque de aquel ambiente tan peligroso.
Carlos comprende que su hermana sufre, y como tiene buen corazón quiere facilitarla la entrada en el convento. ¿Pero cómo solucionarlo estando el padre por medio?
Habla con Huberto, otro hermano mayor, que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para señoritas en Chatillon-sur-Seine. Aquella casa es más apropiada para Zoe.
El señor Labouré accede. Otra vez el choque violento para la joven campesina, porque el colegio es refinado y en él se educan jóvenes de la mejor sociedad, que la zahieren con sus burlas. Pero perfecciona su pronunciación y puede reemprender sus estudios que dejara a los nueve años.
Un día, visitando el hospicio de la Caridad en Chatillon, quedó sorprendida viendo el retrato del anciano sacerdote que se le apareciera en su aldea. Era un cuadro de San Vicente de Paúl. Entonces comprendió cuál era su vocación, y como el Santo la predijera, se sintió feliz. Insistió ante su padre, y al fin éste se resignó a dar su consentimiento.
Zoe hizo su postulantado en la misma casa de Chatillon, y de allí marchó el día 21 de 1830 al "seminario" de la casa central de las Hijas de la Caridad en París.
A fines del noviciado, en enero de 1831, la directora del seminario dejó esta "ficha" de Zoe, que allí tomó el nombre de Catalina: "fuerte, de mediana talla; sabe leer y escribir para ella. El carácter parece bueno, el espiritu y el juicio no son sobresalientes. Es piadosa y trabaja en la virtud".
Pues bien: a esta novicia corriente, sin cualidades destacables, fue a quien se manifestó repetidas veces el año 1830 la Virgen Santísima.
He aquí cómo relata la propia sor Catalina su primera aparición: