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martes, 10 de enero de 2012

P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS: PARTE 6 – EL FIN DEL GOBIERNO DIVINO

P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS: PARTE 6 – EL FIN DEL GOBIERNO DIVINO


LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS

R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.

Visto en: Radio Cristiandad

LA PROVIDENCIA, LA JUSTICIA

Y LA MISERICORDIA

CAPÍTULO VI




EL FIN DEL GOBIERNO DIVINO

El gobierno divino consiste en la ejecución del plan providencial y tiene por fin u objeto la manifestación de la bondad divina, que da y conserva a los justos la vida eterna.

Veamos primero lo que acerca de este fin nos dice la revelación imperfecta del Antiguo Testamento, para mejor apreciar luego la plenitud de luz manifestada en el Evangelio. Así gustaba de proceder San Agustín, particularmente en el libro admirable que escribió sobre la Providencia o el plan divino: La ciudad de Dios, su establecimiento progresivo acá en la tierra y su pleno desarrollo en la eterna bienaventuranza.

***

El anuncio imperfecto

En el Antiguo Testamento está expresado el fin último de una manera imperfecta y a menudo simbólica. La tierra prometida, por ejemplo, era figura, del Cielo; el culto con la variedad de sacrificios y de ritos, y sobre todo las profecías, anunciaban la venida del Redentor prometido, que había, de traernos la luz, la paz y la reconciliación con Dios.

El anuncio del Redentor incluía confusamente el de la vida eterna que por Él había de lograr el hombre. Antes de la plenitud de la revelación contenida en el Evangelio, se comprende que el Antiguo Testamento no diera mucha luz acerca de la bienaventuranza eterna, habiendo de esperar las almas de los justos en el Limbo hasta que la Pasión y la muerte del Salvador les abriese las puertas del Cielo (Cf. Sanco Tomás, III, q. 52, a. 5).

Con todo, los Profetas tenían a veces palabras elevadas y expresivas acerca de la grandeza del premio que Dios reserva a los justos en la otra vida, palabras que precisaban el sentido de lo que ya antes de ellos se había dicho.

Se lee, por ejemplo, en los Salmos: Yo, en cambio, por mi inocencia llegaré a contemplar tu rostro; al despertar me saciaré de tu semblante; satiabor cum apparuerit gloria tua. Lo mismo había dicho Job; Isaías, hablando de la nueva Jerusalén, decía: El Señor será para ti luz perenne, y tu gloria el Dios tuyo. Nunca jamás se pondrá tu sol, porque el Señor será para ti sempiterna luz, y se habrán acabado ya los días de llanto (Is. 60, 19).

Y en el Libro de Daniel leemos: Mas los que hubieren sido sabios en las cosas de Dios (y fieles a su Ley) brillarán como la luz del firmamento; y serán como estrellas por toda la eternidad aquellos que hubieren, enseñado a muchos la Justicia (Dan. 12,13). No se refiere el Profeta a los justos venideros, sino a los actuales y a los ya muertos; la recompensa que se les promete es eterna.

Lo dice todavía con más claridad el Segundo Libro de los Macabeos, donde el niño de aquellos mártires, ya para morir, increpa al verdugo de esta manera: Tú, oh perversísimo, nos quitas la vida presente; pero el rey del universo nos resucitará algún día para la vida eterna, por haber muerto en defensa de sus Leyes. (II Mach. 7, 9).

También habla de la felicidad eterna el Libro de la Sabiduría: En el día de la recompensa brillarán los justos como centellas que discurren por cañaveral. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará con ellos eternamente… Pues la gracia y la misericordia son para sus santos y él tiene cuidado de sus elegidos. (Sap. 3, 1). Los justos viven eternamente, su recompensa está cerca del Señor, y el Omnipotente cuida de ellos. (Sap.5, 1 ss.).

Este anuncio imperfecto de la vida eterna es como el resplandor de la aurora que precede la salida del sol del Evangelio.

***

La vida eterna según el Nuevo Testamento

La plenitud de la revelación contenida en el Nuevo Testamento nos habla de la bienaventuranza eterna de una manera accesible a todos. Tenemos ya a Cristo entre nosotros; y si cuanto le precedió anunciaba su venida, ahora será Él mismo quien anuncie el Reino de Dios a todos los pueblos y guíe las almas a la vida eterna.

Esta idea se repite con frecuencia en los discursos del Salvador que nos han conservado los Sinópticos.

Dicen éstos hablando de la recompensa del justo: Ya no podrán morir, siendo iguales a los ángeles e hijos de Dios por la resurrección. (Luc. 20, 36). Los justos irán a la vida eterna. (Matth. 25, 46; Marc. 10, 30). No se refieren los textos citados a la vida futura de que hablaron filósofos como Sócrates y Platón, sino a la vida eterna, donde los justos participarán de la eternidad de Dios, sin pasado, ni presente, ni futuro.

Dice también Jesús, recordando la profecía de Daniel (12, 13): Los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. (Matth. 13, 43); El hijo del hombre les dirá: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer, tuve sed, y me disteis de beber… me recogisteis…, me vestisteis… me visitasteis… (Matth. 25, 34). Donde es de notar la claridad con que se manifiesta el fin del gobierno divino.

Y en el Sermón de la Montaña: Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios… Alegraos y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en los cielos. (Matth. 5, 8 ss.). He ahí la verdadera tierra prometida de que hablaba el Antiguo Testamento por medio de símbolos; todavía no estaban las almas dispuestas a recibir la plena luz, antes bien experimentaban la necesidad profunda de redención.

En el Evangelio de San Juan habla también Jesús a menudo de la vida eterna, como en el diálogo con la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios!… Quien bebiere del agua que yo le daré, nunca jamás volverá a tener sed; antes el agua que yo le daré, vendrá a ser dentro de él un manantial de agua que brote para vida eterna (Ioann, 4,10ss.).

Repetidas veces dice Jesús en este cuarto Evangelio: El que cree en mí, tiene vida eterna (Ioann, 3, 36, 6, 40, 47); es decir: el que cree en mí con fe viva, unida a un gran amor de Dios, tiene ya comenzada la vida eterna.

¿Por qué? Porque, como dice Jesús en la oración sacerdotal: La vida eterna consiste en conocerte a ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú enviaste (Ioann. 17, 3); ¡Oh Padre!, yo deseo que aquellos que tú me has dado estén conmigo allí mismo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, que tú me has dado; porque tú me amaste desde antes de la creación del mundo (Ioann. 17, 24). Para ver la gloria de Cristo, preciso es llegar al Cielo, donde Él está, por la parte más sutil de su alma santísima. Lo dice Él mismo: Nadie subió al cielo, sino aquel que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo (loann.3, 11 ss.).

En el mismo sentido dijo también: En verdad, en verdad os digo, que quien observare mi- doctrina, no morirá para siempre (Ioann. 8,51); y en el sepulcro de Lázaro: Yo soy la resurrección y la vida…, quien cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá para siempre. (Ioann. 11, 25 s.).

He aquí la plenitud de la revelación anunciada de lejos por Job, el Salmista, Isaías y Daniel, por el Libro de los Macabeos y el de la Sabiduría.

Entonces era un arroyo; ahora es ya un río caudaloso que va a perderse en el océano infinito de la vida divina.

Jesús dijo también que la puerta angosta y la senda estrecha conducen a la vida (Matth. 7, 14), al camino real que lleva a Dios. El Señor llama a todos los hombres a trabajar en su viña, y les da en recompensa su propia bienaventuranza, aun a los obreros de última hora (Matth. 20, 1 ss.). Él mismo es la recompensa, si bien hay muchas moradas en la casa del Padre celestial (Ioann. 14, 2), según los méritos o el grado de caridad de cada uno.

San Pablo habla en estos términos de la eterna bienaventuranza en la Primera Carta a los Corintios (2, 9): Son cosas que ni ojo vio, ni oído oyó, ni corazón de hombre intuyó jamás las cosas que Dios tiene aparejadas para quienes le amen. A nosotros, empero, nos las ha revelado Dios por medio del Espíritu; pues el Espíritu penetra todas las cosas, aun las más íntimas de Dios.

Todavía con más claridad lo dice en otro lugar de la misma Carta (I Cor. 13, 8): La caridad nunca fenece; en cambio las profecías se terminarán, y cesarán las lenguas; y se acabará la ciencia (imperfecta). Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta es la profecía. Mas cuando llegue el que es perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Al presente no vemos (a Dios) sino como en un espejo, y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara; yo no conozco ahora a Dios sino imperfectamente, mas entonces le conoceré a la manera que yo soy conocido por él, es decir, con un conocimiento inmediato y perfectamente claro, le veré como él se ve a sí mismo, no en un espejo, de modo oscuro, enigmático, sino cara a cara.

San Juan habla de la misma suerte en su Primera Carta (3, 2): Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios; mas lo que seremos algún día, no aparece aún. Sabemos sí que cuando se manifestare claramente, seremos semejantes a Él, porque le veremos así como Él es.

La Iglesia ha definido que esta doctrina revelada debe entenderse de la visión inmediata de la esencia divina, sin mediación de ninguna criatura anteriormente conocida. En otros términos: veremos a Dios con los ojos de la inteligencia mejor que ahora con los ojos de la cara a las personas con quienes hablamos; porque será Dios para nosotros más íntimo que nosotros mismos.

Acá en la tierra sólo conocemos a Dios negativamente: sabemos que no es material, ni mudable, ni limitado; entonces le veremos tal como es, en su Deidad, en su esencia infinita, en su vida íntima, común a las tres Personas, de la cual es participación la gracia, sobre todo la gloria o gracia consumada, que nos hará idóneos para verle inmediatamente como se ve Él mismo, para amarle como Él se ama y para vivir eternamente en Él.

Tal es la doctrina revelada acerca de la vida eterna, manifestación de la bondad divina y fin del gobierno de Dios. Oigamos ahora brevemente los balbuceos con que la Teología trata de declararnos este misterio.

***

La visión beatífica y el amor de Dios, que es consecuencia de ella

La Teología nos da aquí alguna luz, comparando la beatitud natural con aquella otra que la gracia consumada nos ha de proporcionar.

De habernos Dios creado en estado puramente natural, con cuerpo caduco y alma inmortal, pero sin la vida sobrenatural de la gracia, aun así nuestro último fin, nuestra felicidad, habría consistido en conocer y amar a Dios sobre todas las cosas; como que nuestro entendimiento ha sido ordenado para conocer la verdad, sobre todo la Verdad suprema, y nuestra voluntad para amar y querer el Bien, y principalmente el soberano Bien.

Sin la vida sobrenatural de la gracia, la última recompensa de los justos consistiría en conocer y amar a Dios, pero sólo por fuera, como quien dice, en las perfecciones que en las criaturas resplandecen, como le conocieron los filósofos más preclaros de la antigüedad, si bien con más certeza y sin mezcla de error, pero sin salir del terreno abstracto, por medio de las criaturas y en el espejo de las cosas creadas.

Conoceríamos a Dios como causa primera de los espíritus y de los cuerpos, y enumeraríamos sus perfecciones infinitas analógicamente conocidas por su reflejo en el orden creado. Nuestras ideas sobre los atributos divinos formarían un mosaico incapaz de reproducir con perfección y sin dureza la fisonomía de Dios.

Amaríamos a Dios como autor de nuestra naturaleza, con un amor en que entrarían de por medio el respeto y la gratitud, pero sin la dulce y sencilla familiaridad propia de los hijos de Dios. Seríamos siervos suyos, mas no hijos.

Aun así, el fin último es muy elevado. Nunca produciría hartura en nuestras facultades, como nunca nuestros ojos se hartan de contemplar el cielo azulado. Siendo además espiritual dicho fin, pueden poseerlo a la vez todos y cada uno, a diferencia de los bienes materiales, sin que la posesión de unos perjudique a otros o cause envidia.

Pero cuánta oscuridad no dejaría, en nuestra mente este conocimiento abstracto y mediato de Dios, sobre todo en lo tocante a la conciliación íntima de las perfecciones divinas.

De continuo nos preguntaríamos cómo pueden componerse la Bondad omnipotente y la permisión divina del mal, cómo es posible armonizar íntimamente la infinita Justicia y la Misericordia infinita.

La inteligencia humana no podría menos de decirse: ¡Si, con todo, pudiera yo ver a ese Dios, manantial de toda verdad y de toda bondad, de donde procede la vida de la creación, la vida de las inteligencias y de las voluntades!

La Revelación nos manifiesta lo que la razón más penetrante no alcanza a descubrir. La Revelación nos dice que nuestro fin último consiste en ver a Dios inmediatamente, y cara a cara, y tal cual es; en conocerle, no por fuera, sino íntimamente, como Él se conoce a sí mismo, y en amarle como Él se ama. Nos dice que estamos predestinados a hacernos conformes a la imagen de su Hijo, de manera que éste sea el primogénito entre muchos hermanos.” (Rom. 8, 29). Cuando Dios nos creó, no tenía por qué hacernos partícipes de su vida íntima y destinarnos a verle inmediatamente; pero pudo y quiso hacerlo por pura bondad, adoptándonos por hijos suyos.

Estamos, pues, llamados a ver a Dios, no sólo en el espejo de las criaturas, por perfectas que ellas sean, no sólo en el resplandor divino que se refleja en los Ángeles, sino inmediatamente, sin intervención de ninguna criatura, mejor que vemos las cosas con nuestros ojos; porque siendo Dios puramente espiritual, estará íntimamente presente en nuestra inteligencia, por Él iluminada y fortalecida para poderle ver. (Santo Tomás, I, q. 12, a. 2).

Entre Él y nosotros no habrá ni siquiera la mediación de una idea; porque una idea creada no podría representar a Dios tal cual es, puro resplandor intelectual eternamente subsistente e infinita verdad. Jamás podremos expresar con palabras nuestra contemplación, ni siquiera por medio de palabras interiores; como cuando uno está absorto en la contemplación de un espectáculo sublime, que no encuentra palabras con que declararlo. Hay una sola palabra idónea para expresar lo que Dios es en sí: la palabra eterna y substancial del Verbo.

La visión de Dios cara a cara es infinitamente superior a la más encumbrada filosofía. Sobre las perfecciones divinas ya no habrá conceptos que evoquen las teselas de un mosaico.

Nuestro destino es contemplar todas las perfecciones divinas íntimamente conciliadas, identificadas en su origen común, en la Deidad o vida íntima de Dios: cómo la ternísima Misericordia y la Justicia más inflexible proceden de un mismo y único amor, infinitamente generoso y santo; cómo la misma cualidad eminente del amor identifica en sí atributos al parecer tan opuestos; cómo se unen la Misericordia y la Justicia en todas las obras divinas.

Estamos llamados a ver cómo este amor, aun en su libérrimo beneplácito, se confunde con la pura sabiduría, no habiendo en él nada que no sea sabio, y nada en la sabiduría que no sea amor. Estamos llamados a ver cómo este amor se identifica con el Bien supremo, siempre amado desde toda la eternidad, cómo la divina Sabiduría se identifica con la Verdad primera, siempre conocida, y cómo todas estas perfecciones forman un todo en la esencia misma de Aquel que es.

Nuestro destino es contemplar la eminente simplicidad de Dios, pureza y santidad absolutas, ver la infinita fecundidad de la naturaleza divina que se expande en tres Personas, gozar en la vista de la generación eterna del Verbo, esplendor del Padre y figura de su substancia, admirar la inefable Espiración del Espíritu Santo, término del amor eterno común del Padre y del Hijo, que los une eternamente en la más absoluta difusión de sí mismos.

Bonum est essentialiter diffusivum sui; el bien es esencialmente difusivo de sí mismo en la vida íntima de Dios, pero derrama al exterior libremente sus riquezas.

Nadie es capaz de declarar el gozo de esta visión, ni el amor que despertará en nosotros, amor de Dios tan fuerte, , tan absoluto, que nadie podrá en adelante, no ya destruir, pero ni siquiera aminorar; amor de respeto, de gratitud y de admiración, pero sobre todo de amistad, con la sencillez y santa familiaridad que le son propias.

Y el amor hará que nos gocemos principalmente de que Dios sea Dios, infinitamente Santo, Justo y Misericordioso, y que adoremos los decretos de su Providencia, en los cuales resplandece su infinita bondad, y nos sometamos plenamente a Él.

Conocimiento y amor de esta naturaleza sólo son posibles por la gracia, que eleva nuestras facultades y está para siempre unida como un injerto a la raíz misma de ellas, a la esencia misma de nuestra alma: gracia que ya nadie jamás nos podrá arrebatar.

Esta gracia consumada, que se llama la gloria, es realmente una participación inamisible de la naturaleza de Dios, de su vida íntima, por cuanto ella nos hace idóneos para verle como Él se ve y amarle como Él se ama.

Tal es, muy imperfectamente explicada, la vida eterna, a la que podemos aspirar por tener de ella el germen recibido en el Bautismo, la gracia santificante, semilla de la gloria.

Y tal es el fin del gobierno de Dios: la manifestación de la bondad divina, que nos concede y nos conservará para siempre jamás la eterna bienaventuranza.

Entonces se cumplirán aquellas palabras de San Pablo: Dios nos predestinó para ser un día conformes a la imagen de su Hijo, de manera que él sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8, 29); Hijo por naturaleza, será el primogénito entre muchos hermanos que son hijos de Dios por adopción.

Entonces también tendrán perfecto cumplimiento las palabras de Jesús: ¡Oh Padre! yo deseo que aquellos que tú me diste estén conmigo allí mismo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, que tú me has dado; porque tú me amaste desde antes de la creación del mundo. (Ioann.17, 24).

Esta gloria de Cristo es la manifestación suprema de la bondad divina, y es al mismo tiempo para Él y para nosotros la bienaventuranza que nunca acaba, medida como la de Dios por el instante único de la eternidad inmutable.

Concluyamos con San Pablo: Por lo cual, no desmayemos; y aunque el hombre exterior se vaya en nosotros desmoronando, el interior se renueva de día en día; porque el momento de la tribulación, breve y ligero, nos produce un peso eterno de sublime e incomparable gloria. (II Cor. 4, 17).

***

El voto de abandono

Muchas almas interiores, en circunstancias harto dolorosas, hallaron la paz y hasta la alegría, aun sin haber visto disipada la tormenta, al recibir del Señor la inspiración de hacer voto de abandono en manos de la Providencia.

Las almas que a ello se sientan movidas por la gracia y estén firmemente resueltas a poner en práctica el abandono en manos de Dios, junto con la fidelidad cotidiana, pueden formular y cada día renovar en la acción de gracias este voto en la forma siguiente:

En cuantas cruces el Señor me envía, resignarme enteramente y con alegría, sin reparar en los «instrumentos».

En los trances difíciles que llenan de angustia el alma, no hurgar en lo pasado ni reconcentrarme en mis pensamientos, evitando las vanas preocupaciones; sumergirme en el océano de la confianza, buscando la solución en la gracia.

Sea la disposición de mí espíritu: Arrojarme en brazos de Dios, no bien me sienta lastimado. Todo ello con ilimitado amor.

Este abandono debe ir acompañado de gran fidelidad a la gracia y a las luces obtenidas en la oración.

SANTORAL 10 DE ENERO


10 de enero



SAN GUILLERMO, 
Obispo y Confesor



Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios,
para perdonárnoslos y purificarnos de toda iniquidad.
(1 Juan, 1, 9).

    San Guillermo fue notable en la orden del Cister por su humildad y su mortificación. Designado, a pesar suyo, arzobispo de Bourges, redobló las austeridades porque tenía que expiar, según decía, sus propios pecados y los de su pueblo. Tal horror tenía por el pecado, que no podía ver que se ofendiese a Dios sin derramar un torrente de lágrimas. Murió en 1209. Si no tenemos bastantes lágrimas como para llorar los pecados de los demás, por 10 menos lloremos los nuestros.

  MEDITACIÓN SOBRE 
EL PECADO    

   I. El pecado es el mayor mal del hombre, por que lo priva de la posesión de Dios, que es su soberano Bien; le arrebata la gracia que lo hacía hijo de Dios y lo hace objeto de su venganza por toda la eternidad. ¿Pensamos en estas verdades cuando tenemos tentación de cometer un pecado mortal, que ha causado todos esos males a los demonios y a los condenados? ¿Dónde estaría yo. oh Dios mío, si me hubieseis sacado de este mundo después de pecar? ¡Cuántas veces me habríais justamente condenado, si lo hubieseis querido! No lo habéis querido, porque amáis a las almas y olvidáis los pecados cuando se hace penitencia por ellos.

   II. El único pecado de Adán ha causado todos los males que padecemos en esta vida. Las enfermedades, el trastorno de las estaciones, la ignorancia, el dolor y la muerte son los tristes efectos del pecado. ¡Ah! si Dios ha castigado, si castiga todavía hoy tan severamente un pecado tan leve en apariencia, ¿qué suplicios no reservará a mis faltas, en el otro mundo? Si en el tiempo de su misericordia es tan riguroso, ¿qué no hará cuando llegue el tiempo de su cólera y de su justicia?

   III. ¿Qué pecados has cometido durante tu vida? Repásalos en la memoria, pide perdón a Dios por ellos y haz rigurosa penitencia. Estás seguro de que tus pe cados te han merecido el infierno, pero no sabes si tu penitencia los ha borrado. Este pensamiento es capaz de hacerte temblar, seas quien seas. Toma la resolución de morir antes que pecar.

La huida del pecado 
Orad por los que están
en pecado mortal.

ORACIÓN

      Os rogamos, Dios todopoderoso, que hagáis que esta venerable solemnidad de San Guillermo, confesor y pontífice, aumente en nosotros el espíritu de piedad y el deseo de la salvación.  Por N. S. J. C. Amén

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad




VI
Vuestro cuerpo y vuestro amor



Ver capítulo anterior, aqui


Al comienzo del capítulo anterior recordábamos que el amor requiere la unidad. Esto rebasa evidentemente el plano psicológico. En su calidad de humano, el amor hallará su expresión lo mismo al nivel de los cuerpos que al de las almas. Por eso suscitará siempre una atracción sensible entre los que se aman. La forma última de esta inclinación natural será la unión sexual tal como la exige el matrimonio. Sin embargo, esa atracción se elaborará gradualmente a lo largo del noviazgo, y creará con frecuencia situaciones sumamente delicadas. Por eso es indispensable abordar con entera claridad esta cuestión.

Sería hacer un malísimo servicio a los novios el resbalar, sin tocarlo, sobre el problema espinoso y delicado que a todos ellos se les plantea con una agudeza más o menos grande según los casos; el problema de la pureza de su relación.

1. Los datos del problema


Para enfocar bien esta cuestión, es preciso ante todo plantear el problema con arreglo a sus verdaderos datos. Los vamos a examinar explícitamente con el fin de hallar una solución positiva: el sentido de la sexualidad, las dificultades que promueve su dinamismo natural y, por último, las condiciones sociales en las que se desarrollan las relaciones de los novios.
El sentido de la sexualidad
Digamos, en principio, que no hay que perder nunca de vista el origen divino de esta fuerza tan impetuosa que sorprende a veces al hombre con sus irreductibles violencias. A menudo, por una deformación cuyos orígenes no cabe examinar aquí, se identifican sexualidad y mal, hasta el punto de que se llega a tomar por artículo de fe que todo lo que es sexual aleja de Dios. Ahora bien, es ésta una aberración de las más perniciosas, porque desorienta las conciencias y destruye el equilibrio interior de los que la padecen; y es también de las más falsas porque contradice directamente los hechos, tal como la propia revelación los refiere. ¿No se lee, en efecto, muy al comienzo de la Biblia, cuando el escritor sagrado relata el origen del género humano, que Dios dividió a éste en dos sexos, complementarios uno de otro y ordenados el uno al otro: «Dios creó el hombre a su imagen, a imagen de Dios le creó; varón y hembra los creó»? [1].

No hay que ser muy letrado para inferir de ello que en el hombre la sexualidad no se presenta como una fuerza maléfica que es preciso contener a todo precio rechazándola al subconsciente, sin reconocerle nunca ningún valor objetivo, ninguna dignidad, ninguna nobleza. Lejos de eso. La sexualidad es buena, con la misma bondad del hombre. Este, cuyo ser —cuerpo y alma— es una imagen, la más perfecta de toda la creación, del ser del Creador, no podría ser condenado según el valor de su propio ser. Ciertamente, su actividad puede ser deficiente, la debilidad de su libertad le expone a veces a profundos fracasos, pero no se puede inferir de ello que su ser sea malo. Dios que le creó, le ha dado un ser bueno. Bueno en su totalidad: en su cuerpo y en su alma. De aquí proviene esta verdad primordial: la sexualidad del hombre que es la propia expresión de la vida que Dios ha instaurado en él no podría, en sí misma, ser juzgada mala. Innegablemente, así como todas las otras fuerzas que en el hombre se encuentran puede ella viciarse por el hecho de un mal uso; se hace entonces reprensible a causa de este abusa. Pero en sí misma, no por eso deja de ser un dinamismo que tiene su origen en Dios, encontrando en ello un título indiscutible de nobleza. Como no se comprenda bien esto y se destruya en su más honda raíz el tabú con que el término mismo de sexualidad está rodeado —y con mucha mayor razón la realidad que recubre ese término— nos alejaremos de un concepto verdaderamente recto del hombre. El bien no gana con ello nada, y el mal lo gana todo, porque el ostracismo a que se ha condenado a menudo el sexo no conduce más que a unas desviaciones mórbidas; y lo peculiar de estas últimas es preparar erupciones, cuya violencia imprevisible es tan estrepitosa que llega a resultar catastrófica, tanto para el equilibrio humano como para el equilibrio sobrenatural.

Tal es, por tanto, la primera verdad que revela el texto sagrado. A ésta se añade una segunda que no es menos importante ya que especifica en qué sentido lo sexual se encuentra orientado.

En efecto, inmediatamente después de haber afirmado la creación del hombre a imagen de Dios es cuando los primeros versículos del Génesis mencionan la dualidad de sexos. Considerado como imagen de Dios, el hombre es creado «varón y hembra». Ahora bien, como ya se sabe, según la célebre definición dejada por san Juan, «Dios es amor» [2]. La comparación se impone por sí misma. Puesto que «Dios es amor» y el hombre es su imagen, estará también marcado en su propio ser por y para el amor. Llamado así al amor, es creado «varón y hembra», es decir, que esta dualidad de los sexos, en el género humana, se sitúa en una perspectiva de amor. En tanto en cuanto es el hombre capaz de amor, a semejanza de Dios, encuentra en él esta fuerza instintiva de la sexualidad: y es en el amor, a imagen de su Creador en el que está él llamado a convertirse en procreador. La continuación del texto sagrado que establece explícitamente el objetivo de la sexualidad, confirma además esta interpretación: ya que en seguida añade: «Dios los bendijo y les dijo: Fructificad, multiplicaos y llenad la tierra».

Aquí también hay otro punto de vista importante: así como era indispensable reconocer el origen divino de la sexualidad, es igualmente esencial reconocer que no tiene sentido más que practicada en el amor y orientada —al menos en su manifestación perfecta— hacia la fecundidad.

Olvidar esta segunda verdad conduciría a unas actitudes cuando menos tan morbosas, y quizá más aún, que la ignorancia de la primera. Respetar la naturaleza de la sexualidad, en su totalidad, es decir reconocer su origen y finalidad, sin intentar desviar la una o la otra con sofismas impuestos por apetitos irregulares, es indispensable. Es el primer paso y el más decisivo. Fuera de esta justa perspectiva, no se puede llegar más que a destruir el amor, a pervertir el dinamismo sexual, y a romper al mismo tiempo que el equilibrio del hombre sus posibilidades de felicidad. No se trata de despreciar la sexualidad, ni de exaltarla como si lo fuera todo en la vida, sino simplemente de colocarla en su sitio, situándola conforme a sus exactas proporciones en el universo del hombre. Para resumir el orden providencial en el cual se inscribe la sexualidad, diremos, en unas palabras, que, en su origen, proviene de Dios, que debe manifestarse en el amor y que está ordenada, por naturaleza, a la procreación.

Estos datos fundamentales son indispensables para comprender que quien reclama la pureza del hombre y de la mujer, no pretende en modo alguno negar el dinamismo sexual que aflora constantemente entre ellos; se trata simplemente de canalizar por medio de la pureza ese dinamismo con arreglo a su naturaleza profunda, permitiéndola alcanzar su mayor perfección.

En este sentido, Berdiaef definió con raro acierto el sentido de la pureza: «La vida sexual supone la pureza», ha escrito; es «una manifestación sexual, una de las vías por donde se manifiesta la energía sexual. Es en la pureza donde se conserva la unidad del hombre. No es, por tanto, la negación de la sexualidad, sino tan sólo su salvaguardia» [3].

La pureza no se impondrá, pues, como una prohibición gratuita impuesta a los novios por el gusto de crearles molestias. En ningún momento cultivará ella el desprecio de lo sexual ni pretenderá condenar el mundo de los afectos sensibles. No será impuesta como el enemigo del amor y de la ternura. Al contrario. Exigir a los novios jóvenes que se impongan esta dura disciplina y que se obliguen a respetar su cuerpo, es invitarles a no dejarse llevar por el desorden. Un desorden tanto más temible para ellos cuanto que ataca las fuerzas vivas del amor y desorienta a los que se entregan a él. La naturaleza del hombre está hecha de tal manera que tiene exigencias imperiosas con respecto a la razón: exige de ésta que dirija la evolución de todo el ser humano. Lo sexual no se libra de esta exigencia, que —lejos de ser impuesta gratuitamente desde el exterior— brota de lo más profundo de nuestra naturaleza misma. Porque, según acabamos de ver, la sexualidad en el hombre no es una fuerza ciega que surge en todos sentidos, indiferentemente; es un dinamismo turbulento, si se quiere, y difícil de mantener bajo control pero orientado en un sentido bien definido y que requiere, para florecer con plenitud, desenvolverse conforme a su orientación fundamental. Es necesario comprender que soltar el instinto sexual, es negarle que sea verdaderamente humano. La ley inscrita en la naturaleza del hombre responde en este punto a las exigencias de Dios, y la negativa de la pureza conduce al desequilibrio de esta potencia de don que es la energía sexual. Tenía razón aquel filósofo que, parándose a reflexionar sobre estos datos de la vida humana, escribió: «El demonio tienta a menudo al hombre por el sexo, a fin de arrancarle a su contexto, a su historia, porque, si su vida se desordena, su ser se desgobierna» [4]. Exigir la pureza, no es, por tanto, negar al hombre que sea él mismo; es, por el contrario, impulsarle a luchar para realizar su verdadero ser, domeñando en él una fuerza que podría destruirle. Recordar esto es capital, para no incurrir en las teorías sofisticadas de los que pretenden que el hombre lleve a cabo su expansión, corrompiéndole. A este respecto es la virtud la que salva la naturaleza, y no es, en absoluto, entre los disolutos donde hay que buscar el dinamismo sexual más potente. Berdiaef lo ha advertido, formulando esta verdad en términos que se aplican a nuestro propósito: «Los ascetas cristianos, que habían domeñado en ellos toda vida física, reconocían, sin embargo, la importancia del problema sexual, con más agudeza quizá que muchos de sus contemporáneos que hacían, en el siglo, una vida “natural”. Porque el ascetismo es uno de los aspectos metafísicos de la sexualidad» [5]. No es éste lugar apropiado para ahondar esta última verdad. Retengamos, sin embargo, que en el dominio de la sexualidad, virtud y naturaleza se encuentran por completo.
Las dificultades que promueve su dinamismo
Habría, sin embargo, que estar poseído de un raro idealismo para no reconocer que, bajo la violencia natural de esta fuerza, se efectúa en el hombre una rotura de su equilibrio. Se podría comparar la sexualidad a una corriente subterránea que corre bajo tierra para brotar de pronto, en el momento más inesperado, haciendo estallar todo lo que parece querer resistirla. En el hombre más equilibrado la sexualidad puede súbitamente elevarse y rugir hasta el punto de que, movido, según una expresión consagrada, por una «fuerza ciega», se encuentra a cien leguas de sus pensamientos habituales, sacudido por una conmoción cuya intensidad misma le aterra. Y es que, por secundaria que sea en el hombre la sexualidad, no por ello deja de imponerse con gran impetuosidad. «La paradoja de la sexualidad —observa Marc Oraison— consiste en que representa una de las potencias psicoafectivas más intensas, pero que no es, como tal, más que secundaria en una síntesis espiritual de la persona. No es sino un registro de las manifestaciones de la personalidad, pero este registro es particularmente sonoro» [6]. Esta sonoridad de la sexualidad es sobre todo intensa en la época de la juventud, cuando el cuerpo se halla en plena salud y el «misterio sexual» sigue siendo una razón más o menos cerrada, atractiva precisamente por lo que hay en ella de desconocido.

Por eso es preciso inclinarse ante el hecho de que el período de las relaciones, sobre todo cuando ha alcanzado el punto culminante que es el noviazgo, presenta dificultades especialmente agudas. El joven y la joven están enamorados; aspiran el uno al otro según la propia tendencia que toma la naturaleza en semejante contexto, y aspiran también a manifestar el afecto que se profesan mutuamente, con muestras de ternura que se imponen de manera espontánea. La «sonoridad» del registro sexual es entonces extraordinariamente sensible; no domina uno el teclado sobre el que toca, hasta tal punto que se oye un ruido atronador cuando no se esperaba oír sino un hilo de sonido.

En este terreno, la dificultad del control no debe sorprender a nadie. En el estado de debilidad en que el hombre se encuentra desde que ha sido vulnerado en su equilibrio fundamental, de resultas del pecado original, resulta explicable que, ante el empuje de una fuerza eruptiva como ésa, pueda quedar desconcertado. El daño no es sólo personal, es general; es una debilidad de la especie, podría afirmarse, y estaría uno en lo cierto. Porque la especie humana ha sido creada en la dualidad carne espíritu, como se señalaba al comienzo de estas páginas. Es decir que el orden de la creación establece un equilibrio entre esas dos fuerzas divergentes que él reúne en la unidad del ser humano. La expresión típica de esta unidad será el instinto genital. Es, por tanto, natural, como señala Henry Bars, que la grieta comience y se difunda por ahí, si el orden de la creación está agrietado [7]. Así resulta cierta la frase de Bernanos: «La lujuria es una llaga misteriosa en el costado de la especie».

Nadie se libra de esta herida; algunos sienten su agudeza en el estado crónico, otros no sufren su mordedura más que con intervalos; pero todos la sufren. Cada pareja conocerá, pues, una dura dificultad para mantenerse en estado de equilibrio, y el problema con el que tendrá que enfrentarse no debe ser minimizado. Aun siendo general, no por ello este problema deja de implicar incidencias personales que cada cual deberá esforzarse en descubrir a fin de poner remedio a los peligros que ha de afrontar.

A este respecto, hay que evitar dos actitudes, tan falsa la una como la otra. Una primera actitud sería la de pánico. A este fin, hay que penetrarse bien de lo que hemos dicho anteriormente: las dificultades en este orden son atributo común, y si hay que temerlas, no debe uno inquietarse en demasía. La segunda actitud que hay que evitar es la de la presunción. Ésta conduce a prejuzgar las fuerzas de que se dispone; se imagina uno ser un gigante cuando en realidad no es más que un enano. Bajo el influjo de tal ilusión se aventura uno más allá de su capacidad de resistencia, presume de la energía de su voluntad, lucha con riesgos demasiado grandes, se ve envuelto sin necesidad en circunstancias que acaban por hacerle víctima de ellas. En esta materia, se impone la prudencia a los novios al mismo título que la humildad. Ya tendremos ocasión de volver sobre el tema, pero importa decir desde este momento que, en el contexto de la debilidad común a toda la humanidad, nadie está seguro de obtener un triunfo personal. Y no mentiremos si afirmamos que cuanto más se imagine uno y se proclame invulnerable, en tanto mayor peligro de perdición está.
Las condiciones sociales
Además el ambiente de nuestro tiempo no incita precisamente a la búsqueda del equilibrio sexual. Basta con mirar y escuchar a nuestro alrededor para comprender hasta qué punto la mentalidad general no favorece en nada a la virtud. Se exalta la carne, hasta dar a entender que el único camino que permite conseguir la felicidad, y satisfacer esa sed que tortura a todo hombre, es entregarse a las extravagancias de una sexualidad desordenada. Es inútil insistir más cuando todos hemos podido experimentar la pesadez de esa atmósfera en la cual se pretende que la carne se expansione en detrimento del alma, como si no hubiese entre las dos una unidad, realizada a partir de la «animación» de toda carne por el espíritu, y que hace que se exalte la una a expensas de la otra, que se provoque un desequilibrio cuya gravedad no podría medirse.

La pareja contemporánea debe, pues, redoblar sus esfuerzos si quiere resistir a todas esas corrientes que amenazan arrastrarla. A las propias incitaciones interiores que surgen violentamente desde el fondo del ser para dejarle presa de un trastorno tan doloroso como amenazador, se añaden las ruidosas propagandas de un mundo corrompido en donde se idolatra el sexo creando la ilusión de un paraíso de la carne. El resultado más claro —y también el más desdichado— de tal corriente es vender a los jóvenes quimeras, dejándoles creer que les ofrecen la felicidad. Una de estas falacias de Satán consiste precisamente en impulsar a una pareja de novios a confundir sus deseos con el amor, de tal suerte que entregándose a la satisfacción de dichos deseos crea conseguir el amor. Quien dice aquí Satán, no debe pensar que el Ángel caído va a aparecer él mismo para presentar su pacotilla. Sería esto demasiado honrado. Tiene sus mandatarios, que son legión, y que crean una atmósfera tan densamente impregnada por las preocupaciones de la carne que al espíritu no le cabe vivir allí más que con gran dificultad. Quien quiera consolidar su amor debe, pues, defenderlo contra esas impulsiones venidas de fuera. Como no se unan en una lucha enérgica, y en ciertos momentos casi feroz, contra las incitaciones —a veces sin rebozo, con frecuencia disimuladas, siempre presentes— del mundo en el cual tienen que vivir, un joven y una muchacha corren el riesgo de ver morir su amor. Porque cuando la carne, abandonada a ella misma, se hipertrofia en el hombre hasta el punto de absorber todas sus preocupaciones, de condicionar sus inquietudes, de poblar ella sola el universo de sus deseos, ¿cómo podría seguir viviendo el amor, que es más que nada cuestión del espíritu? Preservar el amor de la contaminación demasiado general que afecta a nuestra civilización, he aquí el deber de la pareja. Se ha hablado de una «verdadera conspiración de la literatura, de la prensa, de los espectáculos y de las diversiones» [8], conspiración que representa uno de los peligros más inmediatos para la pareja. Liberarse de esta conspiración es indispensable. Para no resbalar por la pendiente de las tentaciones fáciles, los novios mostrarán empeño en plantearse claramente el problema de la pureza de su amor.

Después de haber pesado juntos los principales elementos que entran en juego, después de haberse tomado el trabajo de situar la sexualidad en el plano providencial tal como está inscrito en la naturaleza del hombre, después de haberse abroquelado contra un derrotismo que no conduciría a nada, después de haberse dado clara cuenta de las reacciones que se imponen en el ambiente deletéreo en que viven, abordarán el ángulo personal de la cuestión.


[1] Gen 1, 27.
[2] I Jn. 4, 8.
[3] Nicolas Berdiaef, Le sens de la Création, Desclée de Brouwer, París 1955, p. 237.
[4] Max Picard, citado por J. M. Oesterreicher, Sept philosophes juifs devant le Christ, Éd. du Cerf, París 1955, p. 470.
[5] Nicolas Berdiaef, o.c., p. 235.
[6] Marc Oraison, Amour ou contrainte, Spes, París 1956, p. 160.
[7] Henry Bars, L’homme et son âme, Grasset, París 1958, p. 229.
[8] Robert-Henri Barbe, Aspect médicopsychologique de la chasteté masculine dans le célibat et le mariage, en Médecine et Sexualité, Spes, París 1950, p. 106.