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domingo, 23 de octubre de 2011

SERMÓN PARA LA DOMÍNICA DECIMONOVENA POST PENTECOSTÉS



DECIMONOVENO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Y respondiendo Jesús, les volvió a hablar otra vez en parábolas, diciendo: Semejante es el reino de los cielos a cierto hombre rey que hizo bodas a su hijo. Y envió sus siervos a llamar a los convidados a las bodas, mas no quisieron ir. Envió de nuevo otros siervos diciendo: Decid a los convidados: He aquí, he preparado mi banquete, mis toros y los animales cebados están ya muertos, todo está pronto: venid a las bodas. Mas ellos lo despreciaron y se fueron, el uno a su granja y el otro a su negocio: y los otros echaron mano de los siervos, y después de haberlos ultrajado, los mataron. Y el rey cuando lo oyó, se irritó; y enviando sus ejércitos, acabó con aquellos homicidas, y puso fuego a la ciudad. Entonces dijo a sus siervos: Las bodas ciertamente están aparejadas; mas los que habían sido convidados no fueron dignos. Pues id a las salidas de los caminos, y a cuantos hallareis llamadlos a las bodas. Y habiendo salido sus siervos a los caminos, congregaron cuantos hallaron, malos y buenos; y se llenaron las bodas de convidados. Y entró el rey para ver a los que estaban a la mesa, y vio allí un hombre que no estaba vestido con vestidura de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí no teniendo vestido de boda? Mas él enmudeció. Entonces el rey dijo a sus ministros: Atadlo de pies y de manos, arrojadle en las tinieblas exteriores: allí será el llorar y crujir de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.
El Evangelio de hoy nos habla de los Desposorios del Verbo divino con la naturaleza humana, con la Iglesia y con el alma justa: ¡Venid a las Bodas!
Lo que pasa en el Reino de los Cielos es semejante a lo que hizo un rey que celebró las bodas de su hijo y llamó para ellas a muchos…
Lo primero que se ha de considerar es cómo el Padre Eterno, Rey de Cielos y tierra, por sola su bondad y misericordia quiso que su Hijo unigénito se desposase con la naturaleza humana, uniéndola consigo en unidad de Persona, dotándola con tantas joyas de gracia y virtudes cuantas convenían a esposa de un Hijo que es en todo igual a su Padre.
Pero más lejos llegó la bondad de este Padre celestial, porque también quiso que su Hijo, Dios y hombre verdadero, se desposase y celebrase las bodas con la Iglesia, que es la Congregación de los fieles, juntando consigo las almas justas con unión de caridad, y adornándolas con virtudes, cuales convienen a esposa de tan soberano Rey.
Reconoce, ¡oh alma cristiana!, la dignidad a que Dios te quiere elevar: ¡Venid a las Bodas!
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Para solemnizar estas Bodas, así el Rey del Cielo como su Hijo Jesucristo, hicieron un convite solemne y una cena grande, y después de aparejada, enviaron a sus criados para que llamasen a los convidados que vengan a ella.
Si envió a sus siervos, fue porque ya estaban invitados primeramente. San Gregorio Magno dice que debe advertirse que en la primera invitación nada se habló de toros ni de animales cebados; pero que en la segunda, se dice que todo está pronto. Porque el Dios omnipotente, cuando no queremos oír su divina palabra, cita ejemplos para que veamos que hay facilidad para poder vencer todo lo que consideramos como imposible.
San Jerónimo, por su parte, enseña que el banquete preparado, los toros y los animales cebados ya muertos, representan, en sentido metafórico, las riquezas del rey, para que, por medio de las cosas materiales, se venga en conocimiento de las espirituales.
Consideremos, pues, la grandeza de este convite y de esta cena que apareja Dios para los hombres, en la cual se sirven tres platos o tres suertes de manjares preciosísimos.
El primero es la doctrina, celestial y divina, para sustento del entendimiento, ilustrado con la fe, el cual come este manjar cuando oye la palabra de Dios o lee los libros sagrados y devotos, o cuando a solas la medita, comunicándole Dios luz y gusto grande en ella.
El segundo es de preceptos y consejos admirables y de grande perfección para sustento de la voluntad, la cual come este manjar cuando cumple la voluntad de Dios en todas las cosas que manda y en las que aconseja, infundiéndole gran alegría en esta amorosa obediencia.
El tercero es de Sacramentos, llenos de gran virtud para comunicar la gracia y las virtudes y dones celestiales, que vivifican, sustentan y perfeccionan las almas.
Para comer de estos tres platos están convidados todos los hombres del mundo, y son llamados para que vengan al convite por medio de los predicadores, que son los criados del Rey y del Esposo, así como por secretas inspiraciones: ¡Venid a las Bodas!
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Muchos de los convidados no quisieron venir al convite, yéndose unos a su granja y otros a sus negocios.
En la parábola que trae San Lucas, paralela a esta aunque distinta, los invitados se excusaron diciendo que habían comprado un campo, o cinco yuntas de bueyes, o que habían contraído matrimonio, y por eso no podían ir al convite.
San Juan Crisóstomo señala que, incluso cuando parece que los motivos son razonables, debemos tener en cuenta que, aun cuando sean necesarios los asuntos que nos detienen, conviene siempre dar la preferencia a las cosas espirituales.
¡Oh mundo miserable!, y ¡desgraciados los que le siguen! Muchas veces los trabajos del mundo alejan a los hombres de la vida verdadera…
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De esto se sigue que los que se excusaron de ir a la cena pueden resumirse en tres clases, dando cada uno por excusa los obstáculos que les detenían (y nos detienen a nosotros), que son los que San Juan, en su Primera Carta, llama soberbia de la vidacodicia de ojos y concupiscencia de la carne.
El primero dijo: He comprado una heredad, una granja; tengo necesidad de salir a verla, ruégote me tengas por excusado…
De donde se nota que la soberbia de la vida, la curiosidad de la vista y de los sentidos y la solicitud de mirar y atender a las cosas propias nos impiden responder al divino llamamiento.
El segundo dijo: Compré cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas, tengo que ocuparme de mis negocios; ruégate me tengas por excusado…
Por lo cual se entiende que la codicia de los bienes temporales, de granjerías demasiadas, y la muchedumbre de ocupaciones poco necesarias obstaculizan seguir a Dios.
El tercero dijo: Me he casado, y por eso no puedo ir…
Ni siquiera dice: tenme por excusado, para significar que el deleite del matrimonio le tenía emborrachado y enajenado de sí. Y si el deleite de la carne, de suyo lícito, pero tomado con demasía solicitud obstruye y traba, ¿¡cuánto más impedirá el ilícito y prohibido por la ley de Dios!?
Nosotros debemos reflexionar y preguntarnos cuál de estos obstáculos nos detiene y frena de acudir a este convite y de gustar de oír la doctrina, leerla, meditarla; o recibir los Sacramentos…
Y habiéndolo entendido, procuremos quitar este impedimento respondiendo al divino llamamiento.
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Este convite de bienes eternos rechazado para ocuparse de las bagatelas creadas nos recuerda una cita, famosa y profunda, de San Isidoro de Sevilla.
En el libro primero de las Sentencias, después de considerar la belleza finita de las criaturas y la belleza infinita del Creador, en la cual todo lo hermoso tiene la razón y el principio de su hermosura, el sabio Doctor dice lo siguiente:
Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada, que no puede circunscribirse, para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que le apartaron de Él; en modo tal que, al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina.
En el libro ya citado el Cuarto Domingo después de Pentecostés, Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza, Leopoldo Marechal glosa este texto. Sus consideraciones nos pueden ayudar mucho para poner en práctica la lección de la parábola de este Domingo. Dice Marechal:
El texto de San Isidoro tiene para mí la virtud de una síntesis. En sus dos movimientos, comparables a los del corazón, nos enseña un descenso y un ascenso del alma por la hermosura: es un perderse y un encontrarse luego, por obra de un mismo impulso y de un amor igual.
Con su tremenda vocación, el alma desciende a las cosas terrenas.
¿Por qué desciende? Porque las cosas la llaman con el llamado de la hermosura.
¿A qué la llaman las cosas? La llaman a cierta verdad y a cierto bien.
Y el alma, respondiendo a ese llamado del bien, desciende a las criaturas, en descenso de amor, porque quiere ser feliz con la posesión de lo bueno.
Y aunque su sed es legítima, comete un error, y es un error de proporciones el suyo; pues entre el bien que le ofrece la criatura y el bien con que sueña el alma existe una desproporción inconmensurable.
Es un error de proporciones el suyo, y anda ciego su amor. Y su amor anda ciego porque no abre los ojos de la inteligencia amorosa, capaces de medir las proporciones del bien al Bien y del amor al Amor.
Los antiguos enseñaban que amar no es poseer tan sólo, sino ser poseído: el amante trata de asemejarse al amado y tiende a substituir su forma con la forma de lo que ama, en un abandono de sí mismo por el cual el amante se convierte al amado.
El alma posee por la inteligencia, y es poseída por el amor; de ahí que le sea dado descender a lo inferior por inteligencia, sin comprometer su forma en el descenso; pero la comprometerá si por amor desciende a las formas inferiores, porque amar es convertirse a lo amado.
Por eso dice San Agustín: Si amas tierra, tierra eres; si cielo, cielo eres; si a Dios, Dios eres
La criatura le ofrece un bien, y el alma se reposa un instante, nada más que un instante; porque no hay proporción entre su sed y el agua que se le rinde, y porque bien sabe la sed cuándo el agua no alcanza.
Y lo que no le da un amor lo busca en los otros; y el alma está como dividida en la multiplicidad de sus amores, con lo cual malogra su vocación de unidad; y corre y se desasosiega tras ellos, con lo cual malogra su vocación de reposo.
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Muchos de los convidados no quisieron venir al convite, yéndose unos a su granja o campo, otros a sus negocios o bueyes, otros con sus esposas, y por eso no concurrieron al convite.
Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada…
Para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que le apartaron de Él…
Al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina…
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¡Cuántas infidelidades hay en el mundo! ¡Cuán indignamente se piensa en él acerca de Dios!, puesto que sin cesar se encuentra algo que criticar en la acción divina, cosa que no se atreverían a hacer con el más pequeño artesano, en cosas de su arte.
Se la pretende reducir, a esta acción divina, a no obrar sino dentro de los límites y según las reglas que nuestra pobre razón imagina. Se pretende encerrarla. No hay sino quejas y murmuraciones.
La voluntad divina ¿puede acaso equivocarse, o venir o llamar a destiempo?
¡Pero si tengo entre manos tal asunto! ¡Y me falta tal cosa! ¡Me quitan los medios necesarios! ¡Tal persona se me atraviesa en una obra tan santa! ¡Esta enfermedad me ataca en el preciso momento en que en modo alguno puedo prescindir de mi salud! ¿No es absolutamente irracional que Dios llame y convide en estas circunstancias?
Debemos afirmar que la voluntad de Dios es la única cosa necesaria, y así nada de lo que ella nos da o pide puede ser inútil o nocivo…: ¡Venid a las Bodas!
Si supiésemos lo que son esos acontecimientos que llamamos reveses, contratiempos, contrariedades, en los cuales no vemos nada que no sea inoportuno y sin razón, nos cubriríamos de vergüenza; nos reprocharíamos nuestras murmuraciones como verdaderas blasfemias.
Pero no lo pensamos.
Todo eso no es otra cosa que la voluntad de Dios, y esa voluntad adorable es blasfemada por sus hijos queridos que no la reconocen.
¿Acaso aquello que se llama voluntad de Dios podría hacernos mal? ¿Habríamos de temer y de huir el nombre de Dios? ¿Y dónde iríamos entonces para encontrar algo mejor, si tememos la acción divina sobre nosotros y si rechazamos el efecto de su divina voluntad?
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¿Cómo debemos escuchar la palabra que se nos dice en el fondo del corazón en cada momento, y nos llama y convida?
Si nuestros sentidos, si nuestra razón, no oyen y no penetran la verdad y la belleza de esa palabra, ¿no es ello a causa de su incapacidad para las verdades divinas?
¿Debemos acaso sorprenderme de que un misterio desconcierte a la razón?
Dios nos habla, nos llama, nos convida…, es un misterio; es pues una muerte para nuestros sentidos y para nuestra razón; pues es propio de los misterios el inmolarlos.
El misterio es la vida del alma por la fe; fuera de allí no hay sino contradicción.
La acción divina mortifica y vivifica al mismo tiempo; cuanto más de muerte se siente, más vida da; cuanto más oscuro es el misterio, más luz contiene.
Esto es lo que hace que el alma sencilla no encuentre nada más divino que aquello que menos lo es en apariencia.
La vida de fe se cifra toda entera en esta lucha continua contra los sentidos.
¡Atención!…
Porque semejante es el reino de los cielos a cierto hombre rey que hizo bodas a su hijo. Y envió sus siervos a llamar a los convidados a las bodas…
¡Venid a las Bodas!
Pero muchos son los llamados y pocos los escogidos…
Para ello, recemos como la Santa Liturgia nos enseña:
¡Oh Dios!, omnipotente y misericordioso, aleja propicio de nosotros todo lo adverso; para que desembarazados de alma y cuerpo, Te sirvamos con libertad de espíritu.

P. Ceriani

SANTORAL 23 DE OCTUBRE



23 de octubre

SAN SEVERINO,
Obispo Confesor

¡Insensato! esta misma noche se te ha de exigir
tu alma ¿de quién será cuanto has acumulado?
(Lucas, 12, 20).


   San Severino, que vivía en tiempos de San Martín, fue advertido por una música celestial de la muerte de este gran servidor de Dios. Un anacoreta, que supo por  revelación que tendría el mismo grado de gloria en el cielo que el obispo Severino, dejó el desierto para ir a visitarlo, y asombróse vivamente de verlo espléndidamente servido y magníficamente alojado. Dios le hizo entonces conocer que San Severino tenía menos apego a sus bienes y a sus honores que el que tenía él mismo a su cántaro de agua.

MEDITACIÓN
SOBRE LA MUERTE
DE LOS BUENOS y LA DE LOS MALOS

   I. Todos los hombres deben temer la muerte, porque es seguida de un juicio terrible y nadie sabe si es digno de amor o de odio. San Hilarión, el abad Agatón y muchos otros grandes santos han temblado en la hora de la muerte: ¿eres tú más santo que estos ilustres penitentes? Ten presente que no pueden adoptarse bastantes precauciones en un asunto que no ventila sino una sola vez, que no se puede reparar y donde se juega una eternidad de dicha o de infelicidad.

   II. Pecadores, pensad en la muerte y despreciaréis los bienes del mundo y trabajaréis por la salvación de vuestra alma. Avaro, morirás; ¿a quién pasarán tus tesoros? Voluptuoso, ¿qué te quedará de tus placeres? Orgulloso, ¿de qué te servirán tus honores? ¿Qué desearás, qué temerás, qué te afligirá en la hora de la muerte? Piensa ahora en ello. ¡Oh muerte, cuán amargo es tu pensamiento para el hombre que vive en paz en medio de sus bienes! (Eclesiastés).

   III. Justos o pecadores, quienquiera seáis, iréis a la casa de vuestra eternidad, descenderéis a la tumba; vuestros amigos, vuestros bienes, vuestros placeres, vuestros honores os abandonarán, nada os quedará fuera de un lúgubre sepulcro. Iréis, no sabéis ni cuándo ni cómo. Iréis, pero de allí no volveréis; es la casa de la eternidad, donde se está para siempre. Ya no quiero en adelante pensar sino en morir bien; es la verdadera filosofía del cristiano. El hombre irá a la casa de su eternidad. (Eclesiastés).

El pensamiento de la muerte
Orad por los agonizantes.

ORACIÓN
   Haced, oh Dios omnipotente, que la augusta solemnidad del bienaventurado Severino, vuestro confesor pontífice, aumente en nosotros el espíritu de devoción y el deseo de la salvación. Por J. C. N. S. Amén.