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domingo, 5 de febrero de 2012

SERMÓN PARA EL DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA



DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA





Al penetrar hoy en el templo, percibe el feligrés un nuevo ambiente espiritual.

Las circunstancias litúrgicas han variado: el morado ha suplantado al color blanco y al verde de los ornamentos.

Nota asimismo el simple fiel la ausencia de un elemento con el cual estaba familiarizado: el versículo del Alleluja.

¿Qué es lo que ocurre? Conviene que lo conozcamos, pues debemos cultivar los sentimientos de la Iglesia en su Santa Liturgia.

El Misal da a esta semana el nombre de Septuagésima, la semana de los setenta días antes de Pascua. Es ésta, pues, la fecha tope que señala el comienzo del Ciclo Pascual.

La Iglesia quiere evitar el choque de sentimientos que produciría el paso brusco del Ciclo de Navidad a los días cuaresmales, y establece un período de transición, las tres semanas de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima, que forman como el vestíbulo del santuario cuaresmal, la Antecuaresma.

Es tiempo litúrgico de seriedad espiritual. Se lo compara a los años de la cautividad babilónica.

La Liturgia nos considera en estas semanas como en medio del destierro; por eso desaparece de los oficios divinos el Alleluja, que es canto de la Patria, según leemos en el Apocalipsis:

Oí en el cielo como un gran ruido de muchedumbre inmensa que decía: ¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios; porque sus juicios son verdaderos y justos; porque ha juzgado a la Gran Ramera que corrompía la tierra con su prostitución, y ha vengado en ella la sangre de sus siervos.

Y por segunda vez dijeron: ¡Aleluya! La humareda de la Ramera se eleva por los siglos de los siglos.

Entonces los veinticuatro Ancianos y los cuatro Vivientes se postraron y adoraron a Dios, que está sentado en el trono, diciendo: ¡Amén! ¡Aleluya!

Y salió una voz del trono, que decía: Alabad a nuestro Dios, todos sus siervos y los que le teméis, pequeños y grandes.

Y oí el ruido de muchedumbre inmensa y como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y decían: ¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado, y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura; el lino son las buenas acciones de los santos. Luego me dice: Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero.

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Retiramos, pues, el canto angélico del Alleluja porque, separados por la culpa de Adán de la compañía de los Ángeles, yacemos junto a las márgenes de los ríos de la Babilonia de este mundo terrestre, y lloramos recordando a Sión. Y así como los hijos de Israel, durante la septuagésima de los setenta años de destierro, suspendieron sus arpas en los llorosos sauces, del mismo modo nosotros, en el tiempo de la tristeza y penitencia, debemos olvidar en la amargura del corazón el canto del Alleluja.

Debemos comprender que el alma litúrgica se despide con pena de este alegre canto.

Antiguamente, separábase de él como de un amigo querido, a quien, antes de emprender un largo viaje, abrazamos repetidas veces.

Algunas antiguas liturgias cantaban:

Aleluya, quédate hoy con nosotros.

Aleluya, ya partirás mañana.

Aleluya, en cuanto el sol se levante, emprenderás tu camino.

Aleluya. Aleluya.

La Santa Liturgia Romana, que no es excesiva en sus expansiones, celebra también de una manera digna su despedida. Después de las Primeras Vísperas de Septuagésima, canta:

Benedicamus Domino, alleluja, alleluja.

Deo gratias, alleluja, alleluja.

Desde este momento no percibimos ya el canto de la Patria, que no volverá a aparecer hasta el Sábado de Gloria.

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Estos son, pues, los sentimientos con que nos hemos de presentar desde el día de hoy en el templo.

Pero hay más. La Iglesia, siempre tan complaciente, nos da asimismo un programa de vida para este tiempo, que debemos santificar en consonancia con la finalidad que le es propia.

Podemos resumir dicho programa en cinco puntos.

1º) Ante todo, quiere la Iglesia que renovemos la conciencia de nuestra culpabilidad, de nuestra naturaleza pecadora. La historia de la caída de Adán y Eva en el Paraíso, lectura espiritual de esta semana en el Breviario, persigue dicha finalidad.

Pero ese conocimiento no debe sumirnos en la desesperación; por eso, en medio de la oscuridad del cuadro de la primera caída, se vislumbra ya una luz, la aurora de la Redención.

Contemplémonos en la persona de nuestros primeros padres; consideremos luego la multitud de culpas que han seguido a aquella primera y original, y revestidos de los sentimientos de confusión y esperanza que estas reflexiones despierten en nuestro ánimo, clamemos con toda la fuerza de nuestro espíritu: Cercáronme dolores de muerte; rodeáronme dolores de infierno. Mas en medio de esta tribulación invoqué al Señor, quien escuchó desde su santo templo mi voz (Introito de la Misa de hoy.)

2º) La Iglesia nos invita al trabajo en la viña del Señor. Nunca es tarde; ni mira Dios nuestra condición. Todos podemos servir a dueño tan benigno.

Escuchemos, pues, la voz amorosa de Dios, y apresurémonos a seguirle.

Tal vez nos reprenda la conciencia de su tibieza en el servicio de un Dios tan bueno.

Despertemos de nuestro letargo. Éste es tiempo de renovación espiritual.

3º) Se nos indica también nuestro trabajo. La vida del cristiano no debe transcurrir en la holganza.

Así lo enseña San Pablo en la Epístola de hoy. Trabajo, y trabajo esforzado se nos exige de continuo. Es una lucha violenta en la palestra espiritual, particularmente en el combate de las tentaciones.

El mundo, el demonio y la carne son enemigos malignos, a lo que hay que vencer.

Examinemos cómo nos va en esta lucha, y preparémonos resueltamente a ella.

4º) Con la lucha se nos presenta la recompensa.

Al trabajo corresponde un galardón: la corona inmarcesible del Cielo, el denario de la vida eterna.

Si los hijos del siglo ponen tanto esfuerzo en conseguir una corona que se marchita, ¿qué deberemos hacer nosotros para conseguir la corona eterna?

5º) La Iglesia fija un cartel de aviso al comienzo de este ciclo litúrgico: ¡Ay de ti, si tu vida no responde a la voluntad de Dios! Entonces te sucederá lo que a los israelitas en el desierto. También ellos tuvieron una especie de bautismo, y comieron un manjar celestial; y, no obstante, murieron en el desierto y no vieron el país prometido.

¡Severa reconvención! Si no quieres, alma cristiana, que valga para ti y te suceda lo que a los israelitas, abre los oídos espirituales a las enseñanzas que la Iglesia te da en el tiempo que hoy comienza, y trabaja por ponerlas en práctica, por convertirlas en realidad viviente en tu conducta.

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Hermanos: ¿No sabéis que aquéllos que corren en el estadio, todos corren, y uno solo alcanza el premio? Así, pues, corred vosotros de manera que lo ganéis.

Nadie ha logrado pintar con mayor brillantez de colorido la vida cristiana que el Apóstol San Pablo. Asimismo, en pocas páginas de sus escritos consiguió el Apóstol más energía y vigor de expresión que en la que reproduce la Epístola de este Domingo de Septuagésima.

Para comprender la profundidad que encierran sus palabras, debemos tener en cuenta las costumbres del tiempo en que el Apóstol escribía y el público a quien iba dirigida su Carta.

Nada hacía vibrar con más entusiasmo el alma de un griego de la época en que se contaban los años por Olimpíadas, como sus famosos juegos públicos y particularmente las carreras.

El vencedor recibía trato de divinidad. Ninguna suerte más- envidiable que la suya.

Por alcanzar esa corona sujetábanse los gimnastas a prolongados ejercicios, se privaban de todo aquello que podía disminuir sus fuerzas y agilidad, guardaban perfecta continencia.

A un público semejante, a los fieles de Corinto, dirígese San Pablo. ¡Qué magnífico efecto producirían sus palabras!

Esta es —les decía— la vida del cristiano: Una carrera atlética en la que nos disputamos la vida eterna. ¿Hay acaso vocación y ejercicio más envidiables? Los que luchan en la palestra déjanse admirar, engreídos por el nombre que su ejercicio les presta; llevad asimismo vosotros con honra y santo orgullo el nombre de cristianos. Los atletas terrenos se guardan bien de los placeres de la carne y de toda clase de excesos, que redundan un perjuicio de la agilidad y robustez de sus cuerpos; del propio modo, guardaos vosotros de los placeres, observad la continencia que exige la ley que profesáis. Los que corren en el estadio, se aplican con toda el alma a ganar la carrera, sabiendo que sólo hay un premio; no sueltan el látigo de la mano, azotando continuamente a sus caballos, para que no desmayen, ni decaigan de su primer empuje. Vosotros, en verdad, tenéis mejor suerte; en este certamen espiritual hay tantas coronas como vencedores; pero también es cierto que no todos los que corren en el estadio de la vida espiritual logran ser coronados.

Así, pues, corred vosotros de manera que alcancéis la victoria, no abandonando nunca el látigo de vuestras manos, castigando con él el cuerpo de pecado, y estimulándolo de este modo a que no afloje en el servicio del alma.

No basta que hayáis recibido el bautismo y que os alimentéis de la Comunión. Mirad que también nuestros padres en el desierto fueron en algún modo bautizados por el paso del Mar Rojo y en la nube que les protegía día y noche; asimismo todos se alimentaron con el maná, comida celestial, y bebieron el agua que brotaba de la piedra que figuraba a Cristo; y, no obstante, murieron sin lograr entrar en la tierra de promisión.

Advertidos por este castigo, obrad como corresponde a hijos de Dios, a perfectos cristianos; corred como valientes atletas. Sólo así lograréis ceñir la corona inmarcesible de la gloria.

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Apliquémonos la lección. La admiración por los campeones gimnásticos es una pasión dominante en nuestra época.

¡Cuánto no darían muchos de nuestros jóvenes por trocar su suerte con la de uno de esos deportistas!

Ni es exclusiva de la juventud dicha pasión… Todos somos hijos del tiempo y, por suerte o por desgracia, nos dejamos influir, poco o mucho, de sus gustos y aficiones, de sus apreciaciones corrientes.

Pues bien, tengamos entendido que si no pertenecemos nosotros al número de esos afortunados campeones, es porque no queremos…

También tú, cristiano, quienquiera que seas, puedes conquistarte los honores de campeón, puedes ceñir una corona, ganar una copa…

Y no una corona de laurel que se marchita, ni una copa de metal que pierde su brillo, sino una corona de inmortalidad, un cáliz vivo y de infinito valor, el ¡cáliz del Corazón de Jesús!

Las condiciones de la lucha te son conocidas: has de correr la carrera de la santidad sin declinar a la diestra ni a la siniestra. El caballo sobre que cabalga el jinete de tu alma, tienes que tenerlo a raya por la mortificación, y estimularlo por las penitencias. Posees refrigerios en la carrera: son los Sacramentos y la oración. Y al final de la misma te aguarda el galardón, si sabes vencerte a ti mismo.

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Resumamos los pensamientos que las palabras del Apóstol suscitan en el alma:

1º) Santo orgullo de nuestra dignidad de cristianos.

2º) La vida cristiana es, esencialmente, lucha. Pertenecemos a la Iglesia militante.

3º) Nos debemos disponer a ella mortificando las malas inclinaciones.

4º) Nos espera una corona inmortal, premio que no debemos malograr por nuestra cobardía.

La meta fijada es elevada y digna de las más valientes decisiones.

Decidámonos, pues, a obrar de una manera que la alcancemos; a vivir cual conviene a un cristiano.

Seamos resueltos y esforzados; siempre firmes en nuestros propósitos; que la ayuda del Todopoderoso no nos faltará.

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El Reino de los Cielos se parece a un padre de familias que salió muy de mañana a contratar trabajadores para su viña… Id también vosotros a mi viña…

Así dijo el padre de familias a los obreros que encontró sin trabajar a las horas adelantadas del día. Eso misino dijo también a cada uno de nosotros, al regalarnos el don inestimable de la fe.

La fe no es algo de que nos podamos enorgullecer delante de Dios. No por propia elección pertenecemos a Cristo, sino por su llamamiento.

Démosle gracias por razón de beneficio tan insigne, por haberse dignado fijar los ojos en nosotros, antes que en tantos otros de muchas mejores prendas naturales.

Alabemos la Bondad divina por haber labrado de puro barro tantos vasos de elección, aunque de nosotros haya hecho vasos mezquinos.

¿Qué tenemos que no lo hayamos recibido de Dios? Gracias, pues, le sean dadas por tamaña misericordia, sea grande o pequeño lo que se haya dignado obrar en nosotros.

Mostrémonos también contentos de la suerte de nuestra vida terrena, sea ésta afortunada o desgraciada. ¿Acaso no puede hacer Dios de lo suyo lo que le place?

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Los postreros serán los primeros. Así sentencia el Señor, y esa ha llegado a ser la ley fundamental de la economía divina.

Humíllate, alma devota, si quieres alcanzar los primeros puestos en el Reino de los Cielos, pues Dios exalta a los humildes.

Muchos son los llamados, mas pocos los elegidos. Procura formar parte del número de esos pocos. A ti se ha dirigido el llamamiento divino; no endurezcas tu corazón. Haz obras dignas de tu vocación. Asegura tu corona.

P. CERIANI


AMOR Y CASTIDAD


LA VIRTUD DE LA CASTIDAD (PARTE 2)







Capítulo anterior:I. Sexo y sentimientos: ¿es necesario aprender?


II. ¿Hay algo malo en el placer?




"Si las acciones humanas
pueden ser nobles, vergonzosas o indiferentes,
lo mismo ocurre con los placeres correspondientes.
Hay placeres que derivan de actividades nobles,
y otros de vergonzoso origen". Aristóteles 




- Una ansiosa búsqueda
- Placer y felicidad
- ¿Evitar el placer?
- El peaje de la renuncia


UNA ANSIOSA BUSQUEDA

«Buscaba el placer, y al final lo encontraba –cuenta C. S. Lewis en su autobiografía. 
»Pero enseguida descubrí que el placer (ése u otro cualquiera) no era lo que yo buscaba. Y pensé que me estaba equivocando, aunque no fue, desde luego, por cuestiones morales; en aquel momento, yo era lo más inmoral que puede ser un hombre en estos temas. 

»La frustración tampoco consistía en haber encontrado un placer rastrero en vez de uno elevado. 

»Era el poco valor de la conclusión lo que aguaba la fiesta. Los perros habían perdido el rastro. Había capturado una presa equivocada. Ofrecer una chuleta de cordero a un hombre que se está muriendo de sed es lo mismo que ofrecer placer sexual al que desea lo que estoy describiendo. 

»No es que me apartara de la experiencia erótica diciendo: ¡eso no! Mis sentimientos eran: bueno, ya veo, pero ¿no nos hemos desviado de nuestro objetivo?

»El verdadero deseo se marchaba como diciendo: ¿qué tiene que ver esto conmigo?».

Así describe C. S. Lewis sus errores y vacilaciones en el camino de la búsqueda de la felicidad. La ruta del placer había resultado infructuosa. Llevaba años rastreando tras una pista equivocada: «Al terminar de construir un templo para él, descubrí que el dios del placer se había ido».

"La seducción del placer,
mientras dura,
tiende a ocupar toda la pantalla
en nuestra mente.
En esos momentos,
lo promete todo,
parece que fuera
lo único que importa".

Sin embargo, a los pocos segundos de ceder a esa seducción se comprueba el engaño. Se comprueba que no saciaba como prometía, que nos ha vuelto a embaucar, que ofrecía mucho más de lo que luego nos ha dado. Seguíamos de cerca el rastro, pero lo hemos vuelto a perder.

Basta un pequeño repaso por la literatura clásica para constatar que esa ansiosa búsqueda del placer sexual no tiene demasiado de original. En la vida de pueblos muy antiguos se ve que habían agotado ya bastante sus posibilidades, que por otra parte tampoco dan mucho más de sí. La atracción del sexo es indiscutible, ciertamente, pero el repertorio se agota pronto, por mucho que cambie el decorado. 


PLACER Y FELICIDAD

Hay unas claras notas de distinción entre el placer de la felicidad: 
La felicidad tiene vocación de permanencia; el placer, no. El placer suele ser fugaz; la felicidad es duradera. 
El placer afecta a un pequeño sector de nuestra corporalidad, mientras que la felicidad afecta a toda la persona. 
El placer se agota en sí mismo y acaba creando una adicción que lleva a que las circunstancias estrechen más aún la propia libertad; la felicidad, no.
Los placeres, por sí solos, no garantizan felicidad alguna; necesitan de un hilo que los una, dándoles un sentido.

"Las satisfacciones
momentáneas e invertebradas
desorganizan la vida,
la fragmentan,
y acaban por atomizarla".

Quevedo insistía en la importancia de tratar al cuerpo “no como quien vive por él, que es necedad; ni como quien vive para él, que es delito; sino como quien no puede vivir sin él. Susténtale, vístele y mándale, que sería cosa fea que te mandase a ti quien nació para servirte.”

Por su parte, Aristóteles aseguraba que para hacer el bien es preciso esforzarse por mantener a raya las pasiones inadecuadas o extemporáneas, pues las grandes victorias morales no se improvisan, sino que son el fruto de una multitud de pequeñas victorias obtenidas en el detalle de la vida cotidiana. 

"La felicidad se presenta ante nosotros
con leyes propias,
con esa terquedad serena con que presenta,
una vez y otra, la inquebrantable realidad".


¿EVITAR EL PLACER?

El placer y el dolor tienen un innegable protagonismo en la vida de cualquier hombre, condicionan siempre de alguna manera sus decisiones. 

—Pero ni el placer ni el dolor son malos ni buenos de por sí. 

En efecto. Lo malo es dejarse vencer por el placer o por el dolor. 

"Lo malo es obrar mal
por disfrutar de un placer
o por evitar un dolor".

Se puede sentir placer sin ser feliz, y también se puede ser feliz en medio del dolor. De ahí la necesidad –lo decía Platón– de haber sido educado desde joven para saber cuándo y cómo conviene sufrir o disfrutar, pues igual que hay acciones nobles y acciones indignas, podemos decir que hay placeres nobles y placeres indignos. La adecuación de la conducta a este criterio es objeto de la educación moral.


EL PEAJE DE LA RENUNCIA

Son muchas las cosas que el hombre desea, y para alcanzar cada una de ellas ha de renunciar a otras, aunque esa renuncia le duela. Aristóteles decía que no hay nada que pueda sernos agradable siempre.

Toda elección conlleva una exclusión. Por eso es importante acertar cuando se elige, sin demasiado miedo a la renuncia, pues detrás de lo atractivo no siempre está la felicidad. Tanto el placer como la felicidad llevan siempre consigo asociada la renuncia.

Tampoco está la solución en la supresión de todo deseo, porque sin deseos la vida del hombre dejaría de ser propiamente humana. El hombre se humaniza cuando aprende a soportar lo adverso, a abstenerse de lo que puede hacerse pero no debe hacerse. Este es el precio que debe pagar nuestra inexorable tendencia a la felicidad, si queremos alcanzar lo que de ella es posible en esta vida. 

"Lo sensato es
dejarse conducir por la razón
para no asustarse ante el dolor
ni dejarse atrapar por el placer".

Igual que guardar la salud exige un cierto esfuerzo pero gracias a él te sientes mucho mejor, la castidad fortalece el interior del hombre y le proporciona una honda satisfacción. Cuando no se cede al egoísmo sexual, se alcanza una mayor madurez en el amor, en el que la castidad sublima la intensidad de los sentimientos. Surge una luz transparente en los ojos y una alegría radiante en la cara, que otorgan un atractivo muy especial. 

— ¿Y no suele haber demasiadas prohibiciones en la ética sexual?

Hasta ahora apenas hemos hablado de prohibiciones, sino más bien de un modelo y un estilo de vida positivos.

Por otra parte, aunque la clave de la ética no son las prohibiciones, no puede olvidarse que toda ética supone mandatos y prohibiciones. Cada prohibición custodia y asegura unos determinados valores, que de esa forma se protegen y se hacen más accesibles. Esas prohibiciones, si son acertadas, ensanchan los espacios de libertad de valores importantes para el hombre.

La moral no puede verse como una simple y fría normativa que coarta, y mucho menos como un mero código de pecados y obligaciones.

"Las exigencias de la moral
vigorizan a la persona,
le aúpan a su desarrollo más pleno,
a su más auténtica libertad".

PROFECIAS DE SAN ANTONIO ABAD


SAN ANTONIO: Cuando la Iglesia y el mundo sean uno, entonces aquellos días estarán a la mano



Visto en:  Radio Cristiandad


Profecía de San Antonio Abad, “el protector de los animales”, sobre el futuro de la Iglesia
Aunque abundan los sitios web, blogs, foros, dedicados a este tipo de profecías, no hemos podido encontrar esta profecía de San Antonio Abad en español, referente al futuro de la Iglesia, la cual traducimos de una cita de Voz da Fátima, órgano informativo del Santuario de Fátima, de hecho el más antiguo, en su número de Enero-23-1968.

“Los hombres se rendirán al espíritu de la época. Dirán que si hubieran vivido en nuestros días, la Fe seria simple y fácil. Pero en su día, dirán que las cosas son complejas; que la Iglesia debe actualizarse y hacerse significativa ante los problemas de la época. Cuando la Iglesia y el mundo sean uno, entonces aquellos días estarán a la mano. Porque nuestro Divino Maestro puso una barrera entre Sus cosas y las cosas del mundo.”
San Antonio Abad
Disquisición CXIV

El santo protector de los animales nos habla a nosotros los animales, aunque no tan animales como para no darnos cuenta que lo predicho por él se parece mucho a lo que vivimos en estos tiempos.

Secretum Meum Mihi

SANTORAL 5 DE FEBRERO




  • Santa Ágata o Águeda, Mártir
  • San Felipe de Jesús y Compañeros, Mártires
  • San Avito, Obispo de Vienne
  • Santos Indracto y Dominica, Mártires
  • Santa Adelaida de Bellich, Virgen
  • Los Mártires del Japón

5 de febrero



Águeda o Ágata, Santa
Virgen y Mártir
Patrona de las enfermeras

Martirologio Romano: Memoria de santa Águeda, virgen y mártir, que en Catania, ciudad de Sicilia, siendo aún joven, en medio de la persecución mantuvo su cuerpo incontaminado y su fe íntegra en el martirio, dando testimonio en favor de Cristo Señor (c. 251).

Etimología: Águeda = Ágata = Aquella que es buena y virtuosa, es de origen griego.

Santa Águeda de Catania fue una virgen y mártir según la tradición cristiana. Su día se celebra el 5 de febrero.

Fue una joven siciliana de una familia distinguida y de singular belleza que vivió en el siglo III. El senador Quintianus intentó poseerla aprovechando las persecuciones que el emperador Decio realizó contra los cristianos. El Senador fue rechazado por la joven que ya se había comprometido con Jesucristo. Quintianus intentó con ayuda de una mala mujer, Afrodisia, convencer a la joven Águeda, pero esta no cedió.

El Senador en venganza por no conseguir sus placeres la envía a un lupanar, donde milagrosamente conserva su virginidad. Aún más enfurecido, ordenó que torturaran a la joven y que le cortarán los senos. La respuesta de la luego Santa fue "Cruel tirano, ¿no te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?". Aunque en una visión vio a San Pedro y este curó sus heridas, siguió siendo torturada y fue arrojada sobre carbones al rojo vivo en la ciudad de Catania, Sicilia (Italia). Además se dice que lanzó un gran grito de alegría al expirar, dando gracias a Dios.

Según cuentan el volcán Etna hizo erupción un año después de la muerte de la Santa en el 250 y los pobladores de Catania pidieron su intervención logrando detener la lava a las puertas de la ciudad. Desde entonces es patrona de Catania y de toda Sicilia y de los alrededores del volcán e invocada para prevenir los daños del fuego, rayos y volcanes. También se recurre a ella con los males de los pechos, partos difíciles y problemas con la lactancia. En general se la considera protectora de las mujeres. En el País Vasco se le atribuye una faceta sanadora.

Es la Patrona de las enfermeras y fue meritoria de la palma del martirio con la que se suele representar.

Iconografía





Se la ha representado en el martirio, colgada cabeza abajo, con el verdugo armado de tenazas y retorciendo su seno. También sosteniendo ella misma la tenaza y un ángel con sus senos en una bandeja o ella misma portando la bandeja con sus pechos. La escena de la curación por San Pedro también se ha representado.

A menudo se la representa como protectora contra el fuego, con lo que lleva una antorcha o bastón en llamas, o una vela, intentado extinguir el incendio.