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martes, 3 de julio de 2012

LA MUJER ETERNA


Gertrud Von Le Fort
La mujer eterna



Ediciones Rialp, S. A.
Madrid – 1957

Título original alemán:
Die ewige frau

(Im Kösel- Verlag zu München)
Traducción de
María Cleofé Aguilera

PROLOGO

Este libro se propone exponer la importancia de la mujer,  no partiendo de su posición psicológica o biológica, histórica o social, sino simbólica. Esto representa cierta dificultad para el lector. El lenguaje simbólico, expresión comprensible para todos de un pensamiento palpitante, ha sido sustituido en gran parte por el lenguaje del pensamiento conceptual abstracto. De ahí que este libro sienta la necesidad de exponer al lector la esencia del símbolo.

Los símbolos son signos o imágenes en los cuales las supremas realidades y determinaciones metafísicas no se reconocen en abstracto, sino que se hacen gráficas alegóricamente; los símbolos son, pues, la expresión perceptible de una realidad invisible. Tienen  por base el convencimiento de que existe una ordenación racional de todos los seres y de todas las cosas, la cual muestra su origen divino a  través de los mismos seres y cosas,  y precisamente por este medio del lenguaje  de sus símbolos. Por ello  éstos obligan al individuo que los acoge, pero aún en el caso de  que ya no reconozca su significado o de que incluso los rechace, se encuentran intactos e intangibles sobre él. El símbolo no expresa por tanto, el carácter empírico o el estado de cada portador, sino su significado metafísico. El portador del símbolo puede no estar a su nivel, pero  por ello no decae su símbolo.

De la misma manera que el significado del símbolo no coincide sin más ni más con el carácter empírico de su portador individual, tampoco se limita al portador del símbolo lo esencial que con el se designa. Este libro afirma para la mujer una orientación hacia lo religioso partiendo de su símbolo. Pero no afirmar  una religiosidad especial  de la mujer ni mucho menos  su  primacía religiosa frente al hombre; esto sería la total incomprensión de éste libro. Por el contrario, se trata de plasticidad de lo religioso, de su exposición alegórica, que indudablemente- y esto se da en el símbolo- está encomendada y confiada a la mujer en particular.

 Lo que cabe decir de la importancia nuclear de lo femenino puede decirse también de la importancia de sus distintas irradiaciones. En este libro se hace referencia a la manifestación de lo real por medio de la mujer; esta manifestación misma, en cuanto esencia metafísica, nunca deberá ser usurpada por la mujer. Todo ser se manifiesta en la tierra siempre bajo dos aspectos. Esto lo demuestran precisamente las dos formas de vida masculina, que son las más elevadas por su significado simbólico. Así en el aspecto realmente heroico del hombre aparece el gran rasgo de caridad propio de la mujer, pero precisamente como manifestación femenina. Al hombre caballeroso le corresponde la protección de los pequeños y  los débiles. Tenemos, pues, que San Vicente de Paúl, siendo sacerdote, adopta en su corazón a los niños abandonados como lo haría una madre; en San Luis Gonzaga y en las figura de la órdenes religiosas el significado de la virginidad se nos presenta también como una virtud masculina. Cuando Santa Catalina de Siena exige precisamente las virtudes masculinas considerándolas como las verdaderamente cristianas, se tata del reconocimiento de esta doble manifestación, pero  vista del otro lado; igualmente e tarta de esta doble manifestación cuando la  oración dogmática de las Letanías Lauretanas invoca a maría como mater amabilis y como virgo potens, y cuando equipara a la imagen femenina de la rosa mystica las imágenes masculinas  de speculum justitiae y turris Davidica. Al igual que toda la verdad sobre la mujer, aquí, partiendo de la imagen de la Mujer Eterna, se llega también a la comprensión del significado simbólico de lo femenino. María, como representante  de toda la creación, representa igualmente al hombre y a la mujer.

I.                    LA MUJER ETERNA

En donde quiera que aparece  la criatura bajo la idea de lo eterno, no se manifiesta ya la criatura misma, sino la eternidad de dios, como único eterno. Sólo una época profundamente desorientada o mal dirigidas en sus instintos metafísicos puede atribuir a un ser creado la idea de la eternidad – ya se comprenda como valor absoluto, ya como continuidad absoluta-, sin percatarse de que, con ello, en vez de elevarla más bien la aniquila instantáneamente. La criatura reconoce su propia relatividad en la idea de la eternidad y sólo en esta confesión se le manifiesta también a ella la eternidad. La criatura en su limitación temporal se abandona por completo, sometiéndose a lo intemporal absoluto,  y dentro de ésta idea  no aparece ya con su propio valor, sino como idea y reflejo de lo eterno; o sea, como  su  símil o receptáculo. Este es el sentido de toda purificación y de toda devoción; es tanto el sentido  en el que puede uno arriesgarse a hablar de la “Mujer Eterna”. En manera alguna se trata  de revelar  ni aun cambiar de tono ciertos rasgos relativamente invariables de la imagen femenina empírica, o sea “eternos” en el sentido limitado terrenal, sino que se tata del aspecto cósmico metafísico de la mujer, de lo femenino como misterio, de su categoría religiosa, y en  último término de su imagen ideal  y final en Dios.

Con ello queda claro que aquí se rechaza la hipótesis personal arbitraria. Ya vimos que lo religioso comienza donde termina lo subjetivo doctrinario. ¿Pero en qué lenguaje debe hablarse más allá de este final? Nosotros sólo podemos captar lo metafísico bajo el velo de la forma; o sea, sólo allí donde nos vemos  otra vez empujados hacia el terreno de lo relativo temporal. Sólo el arte sublime, en sus momentos más excelsos de gracia, puede pregonar lo imperecedero dentro de la forma efímera. Pero tan pronto como lo examinamos detenidamente nos enfrentamos con otra afirmación. El gran arte occidental nunca podrá desligarse del dogma cristiano católico; en sus manifestaciones supratemporales se convierte en su representante sacerdotal. De la misma manera que la grandiosas Missa Solemnis de Beethoven reúne bajo el credo de la Iglesia que la Iglesia misma no logra reunir hoy, así las artes plásticas y la pintura, a través de los siglos, pregonan aún las figuras del drama de redención cristiano a los modernos paganos. Considerar estas artes no sólo estéticamente, sino religiosamente, significa entrar en plena conciencia en el terreno del dogma católico, que el fundamento supratemporal que rebasa el carácter personal sobre el que se funda toda la cultura de Occidente y al cual permanece adherida inevitablemente, aún en su negación.

En primer lugar debe observarse que el dogma católico ha hecho las más vigorosas afirmaciones que jamás se hayan hecho sobre la mujer. Junto con estas afirmaciones se desvaneces todos los ensayos de interpretación metafísica de lo femenino como simple eco de la Teología o como carentes de contenido e importancia religiosos. La Iglesia no sólo ha comparado a la mujer, a toda mujer, consigo misma en la doctrina del Sacramento del matrimonio, sino que también ha proclamado como Reina del Cielo a una mujer y la ha llamado la “Madre del Redentor”, “Madre de la Divina Gracia. Es cierto que con estas afirmaciones no se ha querido señalar en sí la encarnación de lo femenino y hemos de insistir sobre ello, sino que ha querido señalar a la Única de la cual se dice: “ bendita Tú eres entre todas las mujeres” Sólo la Única, aunque es infinitamente mucho más que  el símbolo de lo femenino,  es también símbolo de lo femenino;  solo  en Ella y por Ella que se ha hecho concebible el misterio metafísico de la figura de la mujer.

Intentaremos  resumir aquí brevemente el contenido del Dogma. Si traemos a colación a los grandes maestros que representaron la vida de María, como por ejemplo Fra Angélico, deberemos comenzar con la última imagen, que es el fondo de la primera. El arte religioso del pasado refleja en la ordenación de las imágenes, como un presentimiento, el desarrollo de la constitución del Dogma. En la última imagen, María  coronada, se vislumbra a la Inmaculada. Considerado históricamente, su dogma fue proclamado  muy tarde; considerado metafísicamente, se encuentra al principio del misterio, completamente al principio. Por así decir, se remonta a la aurora de la Creación. El Dogma de la Inmaculada significa la proclamación de lo que era el hombre antes de su caída; significa el semblante puro de la criatura, la viva imagen divina en el hombre. De aquí irradia una luz extraordinaria sobre la época de su proclamación. Según el concepto temporal de la Iglesia, esta época se encuentra pues, pocos decenios inmediatamente antes del instante que el filósofo de la historia cristiano Berdiaeff designa como caída de la “imagen humana”, relación que hoy podemos reconocer en su pleno significado.

Ya se ve aquí claramente la enorme importancia, en general, del Dogma de María. Si la Inmaculada es la viva imagen divina de la humanidad, la Virgen de la escena de la Anunciación es su representante. En el humilde fiat con que responde al Ángel, vemos que el misterio de la Redención depende de la criatura. Pues para su Redención el hombre no tiene más que ofrecer a Dios la disposición a la entrega incondicional. La receptividad pasiva de la mujer, en la cual la  filosofía antigua veía lo puramente negativo, a parece en el orden de la gracia cristiana como  lo positivamente decisivo. Formulado brevemente, el dogma mariano significa la doctrina de la colaboración de la criatura en la obra de la Redención. El fiat de la Virgen es, pues, la manifestación de lo auténticamente femenino, se convierte en manifestación del espíritu religioso en el hombre. María es, pues, no solamente objeto de la veneración religiosa, sino que Ella misma es lo religioso por medio de lo cual se adora a Dios; es la fuerza de entrega del cosmos en la figura de la mujer virginal. Esto es a lo que alude la Letanía Lauretana cuando alaba en María en una de sus invocaciones tan altamente poéticas como dogmáticas, llamándola stella matutina. La estrella matutina precede al Sol para sumirse en él. El Hijo de Dios en el pecho de maría significa, referido a Ella misma, que el Hijo resplandece sobre ella. Sólo en ésta excelencia es  “madre de la Gracia”, pero también sólo en éste sentido es  “Madre de la Cruz y de los Dolores”. De la misma manera que la gloria del Hijo resplandece sobre Ella, en las angustias de la muerte la cubre con su sombra.

Tampoco en el sufrimiento es Ella misma, sino la abnegada, la que sufre con su Hijo. Pero al mismo tiempo que es Copaciente es  “Corredentora”. Esta palabra, que a menudo ha sido mal interpretada, en el fondo sólo significa la madre, la Madre del Redentor, la Madre de la Redención. Partiendo de aquí se comprende también la posición de María en la historia del Cristianismo. Sus elevados dogmas, mencionados sólo pocas veces por los evangelistas, pasados por altos en largos pasajes de la Historia de la Iglesia, urgen siempre en los momentos de máximo  peligro para la fe cristiana; su dogma fundamental fue proclamado en el concilio de Éfeso y constituye una parte de la impugnación de la doctrina herética nestoriana con referencia a la Cristología[1]. María  en su propio dogma no se eleva  por Ella misma, sino por el Hijo. Su imagen humana temporal en sus particularidades psicológicas no es accesible a ningún método histórico crítico, ni a ningún ensayo, por muy sutil e ingenioso que sea, ni a ningún amor por profundo que sea. Se halla velada, por decirlo así, en el misterio de Dios para  mostrarse precisamente por ello en su significado religioso. El velo es el símbolo de lo metafísico en el mundo. Pero también es el símbolo de lo femenino. Todas las formas elevadas de la vida femenina presentan la figura de la mujer velada. Así se ve claro por qué los grandes misterios del Cristianismo se introdujeron en el mundo creado, no por medio del hombre, sino de la mujer. La Anunciación del mensaje de la Natividad a María se repite en el mensaje de Pascua a Magdalena; el misterio del Pentecostés presenta al hombre en la posición femenina de recibir. La misma Iglesia expresa esta relación señalando a la mujer en los oficios divinos- y también en la ceremonia del Matrimonio- al lado del Evangelio.

Entrega como misterio metafísico, entrega como misterio de Redención según el dogma católico, es el misterio de la mujer en una perfección infinitamente superior a toda criatura, plasmado en la imagen de la Bienaventurada Virgen y Madre, pero refractado como en una jerarquía de entrega, capaz de ser pre vivido o post vivido en múltiple figura. Igual que la Sibila precede a María, el misterio cósmico antecede al misterio de la Redención profetizado de la misma manera.

“Naturaleza, animales,
Aguas, plantas y piedras.
Vuestros sencillos trabajos
Son humildes plegarias.
Obedecéis.
Para Dios esto es suficiente.”

El motivo de lo femenino resuena a través de toda la creación. Flota como un delicado y lejano preludio sobre el abierto regazo de la tierra virginal. Flota sobre el tierno animal madre de la espesura, que en su maternidad casi rompe los límites de su animalidad. Flota sobre la amante novia y esposa, y en gran manera sobre toda madre humana. Todas son iluminadas por el hijo. Pero también puede reconocerse en la amante que se prodiga sensualmente. Flota sobre la mínima, la más fugaz donación, sobre la más pequeña, la más cándida bondad; incluso sobre su simple intuición. Brota de la  esfera natural hacia la esfera espiritual y sobrenatural: allí donde la mujer es ella misma en toda su profundidad no es ya  ella misma, sino un ser que se entrega; pero siempre que se ha entregado es también novia y madre. La religiosa consagrada a la adoración, a la caridad, a las misiones, leva el titulo de madre; lo lleva como virgo mater. También la Sibila, que  con la  “boca espumante” anuncia el nuevo eón,  es “madre del futuro”; toda profecía es sólo una forma de maternidad. De la misma manera que la Sibila precede a María, le sigue a ésta la Santa.  En ella vuelve el misterio primario a su origen. Por ello es profundamente  comprensible que las más asombrosas obras realizadas por  la mujer estuvieran ligadas a la esfera de lo religioso. Santa Catalina de Siena recibió la misión de hacer regresar al Papa de Aviñón a Roma y la llevó a cabo; Santa Juana, incluso  recibió la bandera de la batalla. Pero precisamente podemos decir de estas misiones extraordinarias que la mujer solo las recibe virginalmente como la prueba de toda gran misión femenina. Por ello Santa Catalina está presente a la entrada del Papa en Roma; pero Santa Juana recibió su velo en las llamas de la hoguera.

Partiendo del motivo del velo resulta que a la mujer le es propia sobre todo la sencillez. Todo lo que pertenece a la jurisdicción del amor, la bondad, la compasión, el cuidado y la protección, o sea, lo realmente escondido y casi siempre traicionado en el mundo. Por eso también aquellas épocas que rechazan a la mujer de la vida pública no son perjudiciales a su significado metafísico; incluso  es probable que, como suele ocurrir muchas veces, sean  precisamente éstas las que ponen en el platillo de la balanza del mundo el inmenso peso de lo femenino.

En todas las partes en donde hay entrega encontramos también un rayo  del misterio de la Mujer Eterna;  pero en dónde la mujer se quiere a sí misma, ahí se esfuma el misterio metafísico. Elevando su propia imagen, destruye la imagen eterna.  Partiendo de esto  se comprende la caída de Eva. No atañe a la  esencia de esta caída  el examinarla en la contraposición de espiritual y sensual. La caída de la mujer no es en realidad la caída de la criatura  a la tierra, por cuanto ésta también significa lo femenino, la disposición humilde. La caída en escena del Paraíso. La caída  en la escena del  Paraíso no está motivada por la tentación del dulce fruto, ni tampoco  por una curiosidad intelectual, sino por el  “seréis iguales a Dios”, en contra posición al fiat de la Virgen. Por ello el autentico pecado cae dentro de la esfera de lo religioso, por ello significa hasta lo más profundo la caída de la mujer;  y la significa, no porque Eva fuera la primera en tomar la manzana, sino porque siendo mujer la tomó. La creación cayó en su sustancia femenina, pues cayó en lo religioso; por eso la Biblia atribuye con razón la mayor culpa a Eva y no a Adán.

Pero es falso decir que Eva cayó por ser  la más débil. La historia de la tentación de la Biblia muestra claramente que era la más fuerte y aventajaba al hombre. El hombre es considerado en sentido cósmico entra en primer término en cuanto a fuerza, la mujer reposa en su profundidad. Siempre que la mujer fue oprimida, no ocurrió porque  era débil, sino porque habiéndola reconocido como fuerte se la temió; y con razón, pues en el instante en que el poder más fuerte no quiere ser la abnegación, sino la soberanía, surge naturalmente la catástrofe. En  la oscura noticia de la lucha por el declinante matriarcado aún vibra el miedo ante el poder de la mujer; a la más profunda entrega responde la posibilidad de la máxima negación. En ésta dirección el misterio metafísico de la mujer se inclina hacia el lado negativo. Por todo su sentido y ser no sólo se halla determinada para la abnegación, sino que es la misma fuerza de entrega del cosmos; por ello su negación significa algo demoniaco y es sentida como tal. Nunca es ella lo malo en sí – el ángel caído le precede en la caída, el demonio es masculino-, pero comparte con él  la fuerza de la tentación. Tentación es la propia voluntad, lo contrario de entrega. El ángel caído es más terrible que el hombre caído, e igualmente  la mujer caída es más horrible que el hombre. Se halla  plasmado en  forma arrebatadora y maravillosa en la  Pentesilea de Kleist.  También en la imagen de la Medusa y en las Erinnias refleja la leyenda antigua el horror ante la mujer caída; incluso las creencias en las brujas de los siglos cristianos, aunque erró terriblemente en este caso particular, en su fondo significa la autenticidad de aquel horror ante la mujer infiel a su determinación metafísica. Sólo la tremenda trivialidad en la que hoy se expone empíricamente la caída de la mujer ya no desprende un horror semejante. Pues la historia del pecado original se repite continuamente, como es natural. En un sentido profundo la mujer es culpable de toda caída y no porque es  la madre en cuyo regazo crecen los que caen, sino porque toda caída, también la del hombre,  tiene lugar dentro de la esfera confiada a la mujer en sentido especial.

Así como la mujer caída se encuentra al principio de la historia humana, de la misma manera se encuentra al final de la historia. No es el hombre la autentica figura apocalíptica de la humanidad, sino que la esencia  de los “últimos tiempos” es precisamente el decaimiento de la figura  del hombre, porque ella no puede dominar varonilmente las fuerzas desnudas  de la destrucción. Por ello la Revelación apocalíptica no designa al Anticristo como ser humano, sino  como “fiera del Averno”. Como figura apocalíptica de la humanidad se encuentra en el Apocalipsis a la mujer; sólo la mujer infiel en su determinación puede representar la infecundidad  del mundo que le traerá su muerte y u destrucción.

Si el signo de la mujer es el  “hágase en mí”, es decir, el querer concebir, o expresado en sentido religioso “el querer ser bendita”, la desgracia siempre se hallará donde la mujer no quiera concebir, no quiera ser bendita. Esto no sólo cabe decirlo en el sentido biológico. A la línea ascendente de la jerarquía de entrega responde la línea descendente de la negación egoísta. Entre la negación heroico-trágica de la amazona y la negación apocalíptica de la mujer se abre un mundo. Al igual que el hombre pierde su humanidad en el imperio de las fuerzas desencadenadas que debería dominar, la mujer se pierde como prostituta. La  “gran prostituta” es la imagen apocalíptica de la época final. La prostituta significa la terminación radical de la línea del fiat. En lugar de la entrega, aparece la forma última del anegación interior, la prostitución. Esta palabra no significa un juicio sobre la más desgraciada de las mujeres, sino que la misma prostituta ya expone este juicio. La prostituta ya no sirve como “colaboradora” en el espíritu del amor y la sumisión, sino que sirve como puro instrumento; el instrumento se venga dominando. Sobre el hombre caído en el imperio de las fuerzas se eleva triunfante la esclavizadora de sus instintos. De la misma forma que la prostituta como infecundidad absoluta significa la imagen de la muerte, como dominadora significa el dominio de la perdición.

Los apocalipsis de las diferentes edades y culturas preceden al apocalipsis final. Esto significa para el presente que la caída religiosa de nuestros días, inaudita en sus dimensiones, se percibe ya claramente en la aparición empírica de lo femenino. Como el velo, también la caída del velo es un profundo simbolismo. Hemos dicho de todas las formas de la vida de la mujer la presentan velada; la novia, la viuda, la monja. Todas llevan el mismo símbolo. El porte exterior nunca es vano, sino que tal como sobresale el objeto, representa a éste. Visto así, muchas modas se convierten en terribles traidores, en sentido autentico de la palabra, comprometen a la mujer. El quitar el velo a la mujer significa la caída de su misterio. Sin duda la mujer que ni tan siquiera se entrega en la esfera sensual, sino que se da al más desgraciado de todos los cultos, esto es, al de su propio cuerpo – y esto en medo  de una inaudita miseria entre sus semejantes- representa una degeneración que  ha roto hasta la última unión con su determinación metafísica. Aquí ya no nos contempla el rostro infantil ingenuo, de la vanidad  femenina, sino que aquí se eleva, banal y fantasmagórico, el rostro que representa la plena oposición a la imagen divina. La máscara sin rostro de lo femenino. Ésta y no el rostro desfigurado por el hambre y el odio del proletariado bolchevique, es la autentica expresión del ateísmo moderno. Con ello vuelve nuestra consideración al punto de partida, a la proclamación de la sagrada imagen divina en el dogma de la Inmaculada.

La proclamación de un dogma responde siempre a un determinado peligro religioso. El dogma mariano llevado a su formulación más general indica – ya lo vimos- la cooperación de la criatura en la obra de la Redención. Partiendo de aquí se nos enclarece su inmenso significado en relación con nuestros tiempos, pues la Gracia  divina no se transforma; pero lo que hoy aparece transformado en medida creciente es la cooperación de la criatura.
Reside en la consecuencia de la doctrina de la cooperación el que María  aparezca como la más poderosa ayuda cuando peligra la fe, y como triunfadora sobre la caída religiosa; no es casual el que los sanos de nuestros días se perfeccionen tan a menudo dentro de una unión especial con maría; no es casual si hoy la Teología va ahondando para poner  más profundamente en relieve su invocación de “Mediadora de todas las Gracias”. Esto es o que significa la Letanía Lauretana cuando ensalza a María diciendo Regina Angelorum, o sea, Reina del invicto San Miguel. Es lo que señala cuando la eleva como Regina apostolorum. Es aquella sin la cual tampoco puede obrara la predicación apostólica. Es lo que quiere decir con la invocación  Regina Sacratissimi Rosarii. Tampoco surgiría la oración sin la buena voluntad y disposición del corazón humano: el dogma de María no apela sólo al concurso de la criatura en María, sino en Ella al mismo tiempo reconoce la cooperación de todas las criaturas.

Pero toda precaria situación religiosa es siempre sólo la antesala de otra más general. La profunda relación entre ateísmo y juicio, es decir, la sencilla razón de que un disturbio en el centro debe desequilibrar todos los ámbitos de la vida externa se  ha perdido en nuestra época como convencimiento general; pero en cambio posee la interpretación más maravillosa y provechosa de esta verdad que jamás se dio en ninguna época. Por ello la fe en maría como triunfadora sobre la caída religiosa es el comienzo de la fe en Maria como  “Perpetuo Socorro”.

La mujer “trajo” la salvación en el sentido supremo de la palabra; esto  no sólo puede deducirse de la esfera religiosa, sino que al atribuirlo a ésta tiene validez absoluta. La idea de que los pueblos y los estados necesitan madres buenas para prosperar, junto con una verdad biológica inmediata expresa, a  la vez, la verdad más profunda de que también el mundo espiritual no sólo necesita al hombre que debe dirigirlo, sino también a la madre. Aquí se cruzan las líneas. Si la criatura por un lado niega su concurso a la Redención, por otro lado resulta que ha usurpado  la Redención. La fe en la Redención por los  propios medios, como fe creadora, es la locura masculina de nuestro tiempo secularizado y al mismo tiempo la explicación de todos sus fracasos. La criatura no es redentora  en parte alguna sino que debe ser corredentora. Lo realmente creador puede sólo ser recibido. También el hombre recibe el genio creador en el signo de María con humildad y entrega, o no lo recibe en absoluto sino que sólo recibe  el espíritu “que el comprende” y al que en el fondo no es capaz de comprender. Pues si bien el mundo puede ser movido por la fuerza del hombre, en el verdadero sentido de la palabra sólo es bendito en el signo de la mujer. La entrega a Dios es el único poder absoluto que posee la criatura: sólo la Ancilla Domini es la Regina coeli. Siempre que coopera la criatura con pureza aparece también la mater Creatoris, la mater consilii; siempre que la criatura se desprende de sí misma, allí se encuentra con el mundo torturado la mater amabilis, la “ Madre del Amor Hermoso”; siempre que los pueblos son de buena voluntad, ruega por ellos la Regina pacis.

Perola redención interna de este mundo es sólo una imagen del más allá. Otra vez la naturaleza constituye el preludio de lo sobrenatural, otra vez resuena este preludio por todas las esferas de la existencia. La tierra que recibe  virginalmente la semilla, recibe también a lo que muere para darle su último reposo. De la misma manera que toda vida surge de la entrega, también encuentra su fin en ella.  Pero la tierra que recibe a lo que muere no es la Eternidad, sino lo que devuelve a la Eternidad; pero lo mismo que muere es ya germen de resurrección. María es la protectora de los que mueren, la  mater misericordiae. Su figura es doble; como patrona del que muere individualmente representa también a la protectora de los que morirán cuando desaparezca el mundo; es decir, es también  Madonna apocalíptica; la Asunción representa sólo su anticipación.

El Greco ha representado a la Madonna apocalíptica bajo la imagen  de la Inmaculada. La característica belleza amenazada e inquietante del paisaje que pone a sus pies refleja el ambiente del mundo antes de la aparición de Jesucristo y predica al mismo tiempo el ambiente del fin del mundo antes de su vuelta; expresa aquel suspirar y aquella expectación de la criatura que , según las palabras de San Pablo, está “en dolores de parto”. Apocalipsis no es sólo el fin, sino también principio. Jesucristo, que vuelve a juzgar al mundo, viene con la fuerza del creador del mundo; la Madonna apocalíptica como Inmaculada Concepción significa la promesa de un nuevo cielo y una nueva tierra. María, protectora de los que mueren, la mater misericordiae, es la mater divinae gratiae. Aquí surge otra vez el motivo de la Estrella Matutina, la estrella que anuncia al Sol pero que palidece ante él. Al igual que la Letanía Lauretana de pronto irrumpe sus invocaciones ante el Agnus Dei, así el “eterno femenino”, después de “elevarlo”, se arrodilla ante el  “eterno divino”. El misterio supremo de la Inmaculada es el Creador, el misterio supremo de la Corredentora es el Redentor. La gloria del Espíritu Santo, del mismo Amor increado, es la corona y el velo eterno sobre la frente de la virgo mater.


(continuará..)


[1] Nestorio negaba la unidad  de persona en Jesucristo.

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