VIII
Novios hoy, padres mañana
Novios hoy, padres mañana
Capítulo anterior, ver aquí
Entre
la serie de problemas que deben abordar unos novios no se puede omitir el que
plantea ante ellos su futuro estado de padre y de madre. Novios hoy, serán
mañana esposos, y, como tales, llegarán en breve plazo a ser padres. En efecto,
el amor y él matrimonio desembocan en el hijo. Tienden a él como a su finalidad,
y no encuentran su plena eclosión y su sentido completo hasta que han conocido
esa madurez que es la fecundidad. Jacques Leclercq ha escrito admirablemente: «El
árbol tiende al fruto, el hombre tiende a la obra; el hijo es el fruto y la
obra del amar» [1].
Amor y matrimonio se encuentran, pues, en esta unidad de orientación que
los centra sobre el hijo.
Ocurre,
sin embargo, que la evolución psicológica suscitada por el amor en el corazón
del joven y de la muchacha no desprende habitualmente esa luz hasta que nace el
primer hijo. Se descubren entonces él y ella padre y madre, con todo lo que
esto entraña de alegría profunda e indecible, y también con todas las
inquietudes que implica. Podría decirse, con entera verdad, que no se piensa en
ser padre y madre hasta el día en que se ha llegado a serla de hecho.
Antes,
han pensado sobre todo en amarse. Todas las preocupaciones de los novios, ¿no
se desarrollan a ese nivel? Se inquietan el uno por el otro, están atentos el
uno al otro, alerta a todo cuanto pueda complacer al otro. Se vive entonces en
un universo cerrado, podría decirse, un universo en donde todo gravita
alrededor del novio y de la novia. Se piensa: tú y yo, y si por
casualidad se dice nosotros, esta significa nosotros dos. Está
uno tan absorbido por el amor, éste proyecta sobre el uno y el otro una luz tan
cruda que el resto del mundo se esfuma y parece retroceder muy a lo lejos. Así
es cómo durante los meses en que preparan las bases de su hogar, el joven y la
muchacha se aíslan, en cierto modo, para entregar su corazón entero a la
llamarada del amor.
De aquí
se infiere que su vida futura se entrevé, casi siempre, can esa sola
perspectiva. Novios, saben que van a ser futuros esposos, y cuando piensan en
el mañana, lo hacen repitiéndose que serán marido y mujer, y anticipando en su
espíritu el universo de delicadeza, de ternura, de amor que en él se contiene.
Que llegarán a ser padres, muy pocos lo piensan; y a la mayoría les parece esto
un fenómeno accesorio, una consecuencia secundaria de su amor. Todo esto ¡se
halla además tan lejos! Lo que está cerca, lo que es inmediato, y por tanto lo
que fascina, es el amor que va a tomar cuerpo en el matrimonio, del que se
repite en todos los tonos, que será la puerta abierta a la felicidad.
Que tal
fenómeno se produzca, es cosa que no debe sorprender. Que el entusiasmo del
amor sumerja entonces el tiempo y falsee un tanto las perspectivas, esto no es
ni anormal ni alarmante. A condición, sin embargo, de que se sepa no entregarse
a este arrebato, y no se deje uno arrastrar tan lejos que se llegue a olvidar
el tomar la medida de las responsabilidades futuras. Ciertamente, como dice
Boris Pasternak: «El hombre ha nacido para vivir, no para prepararse a
vivir» [2].
Pero aun conservando plena conciencia del presente y agotando la riqueza
de éste, debe, sin embargo, entrever el porvenir y empezar a prepararla desde
hoy. De otro modo, se precipita en el desastre. Y una pareja que quisiera
limitarse a los placeres del noviazgo, conocería quizá un mañana muy decepcionante.
Tal
como implica la voluntad providencial cuya expresión se señala a través de la
voluntad providencial cuya expresión se señala a través de la naturaleza misma
de la pareja, el amor invoca la fecundidad, y el hogar no adquiere su sentido definitivo
más que en el momento en que la pareja se ha multiplicado, conforme al designio
explícito del Creador. El dinamismo peculiar del amor establece, en efecto, la
fecundidad de los esposos como ley fundamental; hasta el punto que la unidad de
la pareja tiene su razón de ser en ese hecho. Para consumarse perfectamente,
para ocupar en la tierra el lugar que debe, el amor humano ha de orientarse
claramente hacia el hijo. Pertenece a su esencia el no poder desarrollarse hasta
estar ampliamente abierto, y no alcanzar los límites del infinito hasta haber
encarnado en hijos nacidos de él.
Quien intenta
captar el sentido del amor no puede llegar más que a esta conclusión, que toma entonces
valor de principio. Toda pareja debe, pues, orientar su amor y su vida a la luz
de ese principio, al cual es preciso conformarse, bajo pena de que el amor humano
se disipe como una quimera y muera por haber perdido su razón de vivir.
Digamos,
más simplemente, que es un principio que debe insertarse en plena vida amorosa,
y que jóvenes y muchachas que se disponen a casarse deben recordar que su vida
no tendrá nada de un dúo. En esta, los hechos confirman además este principio
de una manera definitiva.
1. No sólo esposos, sino padres
En este
sentido creemos esencial que los novios vean la verdadera dimensión de su vida
matrimonial. Sería falso imaginarse que siempre serán dos. Porque ¿cuánto
tiempo estarán los jóvenes esposos solos en su pequeño universo doméstico? Muy
poco. ¿Unos nueve meses?
Algunos
años, todo lo más? El hijo vendrá pronto, por decisión o por «sorpresa» (lo
cual es, sin duda alguna, claramente deplorable); y hasta su vejez, los novios
que han llegado a ser padres compartirán su existencia con otros seres nacidos
de su amor. La «soledad de dos» será muy pronto un recuerdo del pasado, y el
nosotros de la realidad no será el equivalente del nosotros dos sino
la expresión numerable de los miembros de la familia.
Ahora
bien, puesto que ésa es la realidad que se dibuja en el horizonte de un amor de
novios, ¿por qué no mostrarla a plena luz? Si unos novios se preparan para su
vida de amor como si no fuesen más que dos a vivirla… equivocan el camino.
Deben, desde la época de su preparación, comprender que, al convertirse en
esposos de novios que eran, se convertirán al propio tiempo en padres. Marido
y mujer, serán padre y madre. Y para encuadrarse en esta perspectiva, la única
que es expresión de la realidad, deberán reflexionar juntos sobre tal cuestión.
No pensar solamente: ésta será mi mujer, éste será mi marido; sino repetirse a
menudo: ésta será la madre de mis hijos, éste será el padre de mis hijos.
La
ventaja de semejante estado de espíritu consistirá en proporcionar a los novios
el sentido agudo de las responsabilidades que implica su unión.
Ciertamente, el amor mismo entraña ya una importante responsabilidad, puesto
que el uno y el otro aceptan el consagrarse por entero a la realización de la
felicidad temporal y eterna del cónyuge. Pero esta primera responsabilidad, por
importante que sea, no por ello debe apartarse de esta otra responsabilidad,
mayor aún, que suscita el nacimiento del hijo. Porque de allí en adelante,
el hogar no estará constituido por dos adultos: un hombre y una mujer, que se
han entregado el uno al otro; estará constituido por ellos dos y por ese primer
hijo, así como por todos los otros, pequeños seres que se hallan en dependencia
directa de aquellos de quienes han recibido la vida. Ante la existencia que no
han solicitado pero que les han dado, ante la vida que no han elegido pero que
les han impuesto, ante un universo del que han venido a formar parte sin que
les hayan dejado la elección, esos hijos carecen de defensa. Lo esperan todo
de los que han escogido libremente, amándose y uniéndose, traerles al mundo
¡Todo! ¡Lo cual no es decir poco! Porque además de su existencia humana,
del comer y del dormir, además de su vida intelectual futura, hay igualmente la
dependencia espiritual. La pareja que va a dar la vida a unos hijos debe ser
consciente de este hecho, verdaderamente extraordinario: prepara unos
elegidos o unos condenados, unos ciudadanos de la ciudad de Dios y
del cielo, o unos hijos del Príncipe de las Tinieblas y del infierno. En este
plano último se sitúa el problema. Y así como un individuo debe analizar su
modo de existencia con respecto a este resultado absoluto, así como debe
dirigirse por sus elecciones cotidianas a un lado o a otro, así los padres
orientan a sus hijos depositando en ellos una semilla que crecerá a lo largo de
los días, para revelarse pronto como salvación o como perdición.
¡Qué
terrible carga! No sólo la de unas bocas que alimentar, de unos cuerpos que
cuidar, sino aquella, cuánto más delicada, de varios seres, formados a imagen
de Dios, a quienes está uno encargado de abrir el camino de la salvación. No se
ingresa en el matrimonio como en una tienda de juguetes, para salir de allí con
un lindo muñeco bajo el brazo, con un hijo-juguete inanimado. Se ingresa en el
matrimonio sabiendo que va uno a dar la vida a unos pequeños seres
que han de quedar en lo sucesivo prisioneros de esta vida, que les conducirá a
la eternidad. A las puertas de ésta, llegarán ellos un día, llevados en cierto
modo hacia la muerte por aquellos que les dieron la vida. Y entrarán en otra Vida,
o en otra Muerte, según lo que puedan ofrecer en ese término de su existencia.
Cada
pareja debe tener clara conciencia de este pensamiento temible: que va a forjar
para el hijo los instrumentos que le servirán para avanzar por el camino de la
vida hasta Dios. Cuando cojan en sus manos juveniles, cálidas aún de amor, a su
primer hijo, deben mostrarse conscientes de su función sagrada que es el
conducir a diario ese hijo hacia el Señor. Si no se muestran conscientes de ese
deber, faltarán a él y entonces cuál no será su tristeza! Habrán condenado su
hijo al fracaso.
A esto
se objetará que cada hijo, una vez adulto, hace su propia elección, sigue sus
propias orientaciones y emplea su libertad para elegir entre Dios y el Diablo. ¡Sea!
Pero no se recordará nunca lo suficiente la influencia de los dieciocho
primeros años sobre la libertad del hombre. Ésta no es un absoluto, una planta
que crece al margen de todo cultiva, apartada de toda raíz. Brota del ser
humano como el manantial de la tierra, impulsada por fuerzas misteriosas. La
libertad del adulto no es un fenómeno repentino; muy al contrario, hay en el
hombre tal continuidad que la libertad del adulto se encuentra enriquecida o
empobrecida según la riqueza o la pobreza espiritual de la infancia vivida anteriormente.
Cada uno de nosotros, como cada uno de esos hombres que llegarán a ser los
hijos de toda pareja, puede repetir por su propia cuenta: «Lo que quiero en
cada momento, es lo que soy interiormente, lo que quiero ser, pensamientos,
sentimientos, preferencias, aversiones, amores, ideales concebidos y adoptados;
todo esto en donde se ha acumulado todo mi pasado, soy yo; evidentemente, de
todo esto emanan mis decisiones libres, y cada una ha de estar en conformidad
con todo esto…» [3].
Ahora
bien, ese yo que se forma gradualmente en el curso del tiempo realiza su
eclosión desde la infancia. Cada uno, cuando viene al mundo, lleva en sí todo
el potencial requerido para convertirse en un hombre realmente adulto, es decir
un ser libre y orientado hacia el bien; en cuanto a saber si ese potencial se
desarrollará… esta depende, ante todo, de sus padres. A este respecta la
responsabilidad se hace infinitamente grande. Por eso hay que exigir de los
novios que se preparen a aquélla y que no cometan el error de creer que su vida
matrimonial se cerrará de nuevo sobre ellos. ¡Nada de eso! Novios, llegarán a
ser marido y mujer; desde ese momento serán sembradores de hombres, es decir
responsables de unos hijos a los que conducirán, o al menos prepararán, a la
salvación o al fracaso eterno. Porque serán unos «creadores» de libertad y,
según la frase de Camus, «al final de toda libertad hay una sentencia…» [4].
2. Prepararse para ser padre y madre
Ese ha
de ser, por tanto, el pensamiento del joven y de la muchacha que se disponen a
fundar un hogar. Tendrán que hacer suya la verdad terriblemente comprometedora
que expresa de una manera metafórica este axioma que debería presidir toda
educación: «El vaso conserva siempre el olor del primer vino que en él se
vierte». Estar alerta a esta responsabilidad es, por tanto, primordial. Y
prepararse a ella también. Porque es preciso decirse que no se está preparado a
ser realmente padre o realmente madre, por el solo hecho de que sea uno capaz
de procrear. Esta potencia, separada de su sentido humano, depende de las leyes
biológicas solamente; para realizarse en su plenitud, debe comprometer
al alma, y en este sentido hay que hablar aquí de preparación a la paternidad y
a la maternidad. Una preparación para el matrimonio que no se efectúe con esta
perspectiva, será incompleta y formada de ilusiones. De igual modo, y al mismo
tiempo que deben prepararse a ser esposos, los novios deben prepararse a ser
padre y madre. ¡Cuán legítima es, a este respecto, la enérgica protesta de Pío XII
contra los que pretenden hacer de padre y madre improvisados, como si esta
función no exigiera una preparación minuciosa! «Hoy día —decía él—
veis una cosa extraordinaria… Mientras que a nadie se le ocurriría hacerse de
pronto… sin aprendizaje ni preparación, obrero mecánico, ingeniero, médico o
abogado, a diario jóvenes y muchachas, en crecido número, se casan y se unen
sin haber pensado ni un solo instante en los arduos deberes que les esperan con
la educación de sus hijos» [5].
Nótese
bien que se trata aquí menos de preparación técnica que de preparación propiamente
humana y cristiana. En nuestros días, en que está de moda la psicología, es
acaso conveniente subrayar que el secreto de la educación que se da en el hogar
no depende ante todo y sobre todo de la aplicación de ciertas técnicas
de psicología infantil. Esta puede ser de un precioso auxilio; permitirá evitar
ciertos errores de orientación y suplirá ciertos olvidos, podrá incluso
corregir eventuales desviaciones. Por consiguiente, se puede decir que será un
coadyuvante útil. Pero sólo será eso. Y así como se dice, en derecho, que lo
accesorio sigue a lo principal, habrá que decir en educación que los principios
técnicos no encontrarán aplicaciones serias sino en las medidas en que se
apoyen sobre un sentido humano y cristiano muy profundo de la paternidad y de
la maternidad. Para unos novios, prepararse a ser padre y madre no significa informarse
sino formarse.
Formarse
en la conciencia de sus deberes, procurando descubrir todo lo que significan
las palabras «padre» y «madre» cuando son pronunciadas, como el «sí» del matrimonio,
ante Dios mismo. No pensar que se trata de una alegría invasora, que el
nacimiento del hijo hará estallar a la manera de una primavera cuya llegada
está llena de sol, de calor y de efluvios deliciosos. Paternidad y Maternidad
no tienen nada de un juego agradable, y la felicidad innegable que los acompaña
no es más que la contrapartida de una terrible exigencia de generosidad.
Sucede,
en efecto, que paternidad y maternidad son ante todo, y hasta podría decirse
que son exclusivamente, un don. Duhamel lo hacía notar con una llaneza cuya
resonancia es singularmente significativa: «Porque tú eres padre —ha
escrito—:
No abrirás ya nunca una puerta con prisa:
puede haber un hombrecillo agazapado detrás.
Medirás todos tus gestos y contendrás
muchos de tus arrebatos. Menos fogosidad y más fuerza.
Verás con menos frecuencia el cielo:
tendrás que mirar constantemente a tus pies para no pisar a tus hombrecillos.
No cerrarás nunca los cajones de un rodillazo:
las manitas se meten por todas partes. Harás todas las cosas despacio, con todo
cuidado.
No dormirás jamás a pierna suelta; te
sobresaltará el menor suspiro. No podrás oír un grito sin preguntarte, con el
corazón palpitante, si no es el grito… el grito que temerás toda tu vida.
No encenderás nunca un fuego sin pensar
que el fuego quema. No colocarás tu taza al borde de la mesa. Apagarás tus
colillas con especial cuidado…
No dirás ya, con la soberbia seguridad de
otro tiempo: “Tal día haré tal cosa”. Prenderás unos “quizá” en las alas de
todos tus proyectos» [6].
Paternidad
y maternidad son, pues, una exigencia imperativa de generosidad. Ningún egoísta
puede ser fiel a su vocación de padre. La llegada del primer hijo requerirá,
por consiguiente, de los padres, el arte del don.
3. Cultivar el arte del don
Al
hablar del amor, se podía ya afirmar sin el menor titubeo que el amor vale
tanto como la voluntad de sacrificio que lo anima. En esta también, hay que
recordar que paternidad y maternidad deben unir a los jóvenes esposos en un
profundo olvido de sí mismos. Cuando los hijos aparezcan en el hogar,
desaparecerá la facilidad al mismo tiempo. Para una pareja sola, la vida,
aunque roída a menudo por un irremediable hastío, es siempre fácil. Se dispone
plenamente de su tiempo y se obra por lo general a su capricho, según las
inclinaciones del momento. Para unos padres, por el contrario, el hijo fija un
ritmo de vida que no depende ni de la fantasía, ni del capricho, sino de las solas
necesidades de su ser frágil.
Cultivar,
desde el período del noviazgo, el espíritu de renuncia, y aprender a salir de
sí mismo para pensar en los otros, éste será el primer medio de prepararse a
ser padre y madre. Sobre todo, en los primeros meses de matrimonio no ceder a
la tentación de abatimiento. Sucede con frecuencia, en efecto, que esos
primeros tiempos de vida común se presentan como el momento por excelencia para
«gozar de la vida». Se disfruta de todas las libertades, es uno dueño de sí
mismo, no está obligado a rendir cuentas a nadie; y eso se aprovecha para
organizarse una «buena vida» y para divertirse de un modo desenfrenado. Pues
bien, hay que gritar en seguida: ¡cuidado! Tanta más cuanto que se lleva a
menudo el afán de independencia hasta retrasar, sin otro motivo que el egoísmo,
el eventual nacimiento del primer hijo. No puede haber una actitud más triste,
ni más peligrosa para el amor. Ciertamente, puede ocurrir, por excepción, que
unas condiciones especiales vengan a legitimar una sana regulación de los
nacimientos, desde esa época. Pero esto, repitámoslo, será excepcional, y se
puede decir que, de una manera general, no habrá nunca tiempo más propicio para
la llegada del hijo que ése. Hay jóvenes esposos que, impulsados por el solo
afán de gozar egoístamente de esos primeros meses de libertad, rechazan el
hijo, falseando así, desde el comienzo, toda la orientación de su amor y de su
matrimonio. Sin contar con que, bajo el influjo de una crisis pasional más
violenta, rara vez consiguen controlar los impulsos de su juvenil sexualidad y,
por consiguiente, se hunden en la inmoralidad. Este es ya un malísimo punto de
partida.
Luego,
tarde o temprano, aparece el hijo. No ya un pequeño ser deseado, anhelado con
ardor como la encarnación del «sí» intercambiado la mañana de la boda, sino un
desagradable aguafiestas que surge de manera imprevista para impedir el placer
que se cultivaba con tanto cuidado. Y se llora, se protesta y se trina contra
el… azar que ha querido que pese a todas las precauciones mezquinas y a
despecho de todas las prudencias condenables con que se rodeaban, el amor haya
sido fecundo.
Ante
semejante estado de cosas nacido del egoísmo, ¿quién no ve que el hijo apenas
concebido, está ya al borde de una triste vida? Y la pareja… a la puerta de la
desgracia. Porque cuando una pareja deja que triunfe en ella el egoísmo,
cualquiera que sea su forma, debe esperar a que éste se vuelva contra el amor y
provoque el fracaso conyugal.
Por eso
importa que unos novios que van a contraer matrimonio, entren en él bajo el signo
de la generosidad más total, y que en prenda de ésta, acojan al hijo como la
prueba misma de la autenticidad de su amor. Al recibirle con alegría y amor, se
despojan del egoísmo, para hacerse dignos de su maternidad y de su paternidad.
4. Maternidad
¡Maternidad!
¡Paternidad! Dos palabras que resuenan en los oídos de los novios con un sonido
extraño. ¡Parecen abrirse a un mundo tan misterioso y tan lejano! En efecto,
qué extraña caso, cuando es uno todavía un jovencito y una muchachita, pensar
que volverá a encontrarse pronto unido en un pequeño ser, procreado a imagen y
semejanza de lo que uno mismo es.
Y, sin
embargo, ésta es la realidad. La joven novia de hoy debe pensar que muy pronto
será madre. Sin embargo, no debe sentir temor alguno. Ciertamente la maternidad
es una carga aplastante; pero es preciso, ante ella, evitar los prejuicios
corrientes que llevan a tantas futuras madres a temerla como un mal peligroso…
e incluso como un atentado contra su ser.
Que
existe en la maternidad una pesada parte de sufrimientos, habría que ser estúpidamente
inconsciente y atrozmente inhumana para negarlo. A lo largo de los nueve meses
de gestación y, sobre todo, en el momento del nacimiento propiamente dicho, el
hijo se abrirá su camino con dolores en la carne viva y la sangre de su madre.
Será además, a causa precisamente de esta dolorosa identificación con ella, por
lo que le conservará durante toda su vida, un amor que nada podrá desarraigar.
Y también innegablemente, la llegada del hijo encadenará a la madre en una red
de obligaciones que, por mínimas que sean a veces, no por ello serán menos
acaparadoras. Cautiva de sus hijos, no puede negarse que la maternidad, es, en
cierta medida, una esclavitud.
Pero,
al margen de todo esto, la mujer recordará que es en su maternidad donde encontrará
su más completa consumación y que llegará a ser ella misma conforme a todo su
ser y según sus dimensiones más profundas. ¡Es un misterio singular el de la
maternidad! Un misterio que hace de la mujer el ser más semejante a Dios. Porque
nada como la procreación de un hijo permite a un ser compartir la omnipotencia
del Creador. Y puede creerse, con toda verosimilitud, que ninguna condición
humana acerca más un ser a Dios que la maternidad. Es rigurosamente cierto
decir que ésta es una gracia, es decir un don divino, hasta el punto de que la
joven que llega a ser mamá se convierte en depositaria del Señor, en aquella a
la que Él confía su obra. Por eso debe ella mostrarse, ante todo, llena de
confianza, de alegría y de gratitud. No quiere esto decir en modo alguno que no
conozca ni inquietudes, ni angustia, ni dolor; pero en el momento en que la
inquietud y la angustia hagan su aparición, en el momento también en que el
dolor se imponga con mayor agudeza, la joven mamá se acordará de elevarse hasta
Dios para rehacer en el su arsenal de paciencia, de confianza y de amor. La
mujer, en su maternidad, es un ser privilegiado, un ser configurado a semejanza
de Dios de una manera extraordinaria. Se une al Padre en la obra de creación;
se une al Hijo en la obra de sufrimiento comprando la vida al precio de su
dolor; se une al Espíritu Santo en el amor con que su amor se dilata, porque en
ella toma cuerpo realmente esta verdad: no hay mayor prueba de amor que dar su
vida…
Sin
embargo, la maternidad no puede ser entrevista más que en virtud de esos dos
fenómenos iniciales que son el embarazo y el alumbramiento. ¡Más aún! Se podría
incluso decir que la verdadera maternidad se realiza después del nacimiento,
cuando la mujer «despierta» el alma del hijo, engendrándole a la vida
espiritual. Hay que observar aquí, que esta manera de hablar no tiene nada de
idealista y que corresponde a la más estricta realidad. Serán necesarios nueve
meses para crear un cuerpo al hijo, y serán precisos veinte años y más para
crearle un alma y hacer de él un hombre. Este largo tiempo de gestación espiritual,
deberá vivirlo la madre con plena conciencia, atenta, ante todo, a estar
presente. El hijo va avanzar en la vida un poco como un barco en
busca del puerto, a través de la espesa bruma de una noche tempestuosa. La
madre será el vigía de ese barco; será ella la que le guíe, intuyendo los
escollos y los obstáculos de todo género, indicando los peligros, manejando con
discreción y delicadeza los mandos tan sensibles de su alma juvenil. El trabajo
de orientación que, desde muy pronto, habrá de practicar la joven madre, es de
una importancia decisiva para la vida del hombre futuro. Por eso ella deberá
obligarse a dedicar a esa tarea todos los recursos de su intuición y a preocuparse,
ante todo, de captar el ritmo evolutivo de su hijo. ¿Será necesario añadir que
con esta perspectiva, el papel de madre debe aparecérsele a la novia como un
papel de una importancia primordial, que supone en quien lo desempeña una
seriedad muy profunda y un grandísimo dominio de sí?
Dulzura
y comprensión son unos atributos de la maternidad que no deben presentarse al
final de la vida. Desde el despertar del hijo a la existencia, éste debe
encontrar a su lado una madre dulce y comprensiva. No una mujer ligera,
irresponsable, iracunda e irreflexivamente violenta. Sobre esta cuestión, la
novia que es todavía joven y que está dotada a menudo de una sensibilidad
demasiado viva, deberá aprender rápidamente a conservar un perfecto dominio de
sí misma. Porque tendrá que desplegar junto a su primera cuna una ternura
tranquila. En efecto, sin la calma,; la ternura corre el riesgo de
desaparecer en el torbellino de los arrebatos, de los gritos, de los nervios
mal contenidos. Y al mismo tiempo el hijo corre el peligro de verse cargado de
todos esas frustraciones infantiles, tan henchidas de consecuencias, emanadas
del miedo y de la inseguridad iniciales. Equilibrar la sensibilidad, para
conseguir conservar la calma en cualquier situación, sin dejarse nunca
arrastrar por el menor acontecimiento o por el primer contratiempo: éste
trabajo se impone con urgencia a la futura madre.
A esta
calma indispensable hay que saber añadir el buen humor, a fin de ser una «madre
con la sonrisa». No es raro encontrar novias cuyo humor varía de la manera más
imprevisible. Por cualquier cosa pierden su sonrisa y dejan que las penas moren
en ellas. De este modo, abrumarán a sus hijos con el peso de sus propios
disgustos. Ahora bien, los disgustos de un adulto son un veneno para el hijo, y
la madre está obligada a saber conservar su sonrisa, a fin de que la alegría
del hijo no se vea pronto ensombrecida por las contrariedades que puedan entristecer
a la madre.
En toda
vida hay pruebas que soportar y las pruebas engendran habitualmente la tristeza.
El alma sensible de la mujer no siempre consigue precaverse de ésta, y ocurre a
menudo que la atmósfera del hogar corre el riesgo de hacerse gravosa con su
pena. Sea cual fuere el origen de ésta, no hay que dejarla interponerse ante la
luz que alumbra a los hijos; por eso, la mujer debe aprender a dominar sus
penas a fin de que a su alrededor los hijos solo sientan alegría. Ésta no es un
bien por añadidura, sino que figura entre las cosas indispensables. Si se ha
podido decir del hombre que la alegría érale «muy útil y muy necesaria» [7], ¡con
cuánta mayor razón deberá considerarla indispensable para el hijo! Crear en
torno a los más pequeños un ambiente alegre, a fin que la serenidad ilumine su
alma alerta y que puedan ellos descubrir el universo en la belleza y el gozo:
es ésta una de las tareas imperativas de la madre joven. Por esto la novia debe
prepararse para esas virtudes, aprendiendo a dominar sus estados de ánimo.
Ciertamente, sería ilusorio pretender sustraerse a la tristeza; una persona
sensible no puede llegar a ser invulnerable. Pero hay que saber no dejarse envenenar
por la aflicción cuando ésta surge. Y si se hace demasiado acuciante, hay que saber
sofocar la tristeza en el silencio, conforme al preciado consejo de Étienne de
Greef: «Cuando está uno triste, debe saber callarse a todo precio» [8].
Irradiar
la alegría, crearla alrededor de sí mismo, tal es, por tanto, uno de los
primeros deberes de la madre. Que no se crea, sobre todo, que esto es
incompatible con las exigencias de energía que conviene ahora subrayar. Jacques
Leclercq recuerda a este respecto que «es entre los que llevan una vida dura
donde encuentra uno la alegría» [9].
Viviendo ella misma de una manera enérgica, la madre conocerá la alegría que es
el patrimonio de los que saben no abandonarse; de este modo se dispondrá a
legar a sus hijos la doble riqueza: la energía y la alegría, que son los medios
más seguros de practicar el arte de vivir.
La
alegría ante la vida proviene siempre de la energía de alma. Decir, por
consiguiente, que hay que crear en el hogar un clima de alegría, es decir al
mismo tiempo que el hogar debe ser una escuela de fuerza. Esto es tanto más
urgente cuanto que la herida mortal que gangrena toda nuestra civilización es
precisamente la abulia, es decir la impotencia de la voluntad. La juventud
moderna (los observadores más sagaces y más objetivos lo dicen con tristeza)
fenece por hallarse en tal estado de pasividad que no puede Lograr dominar sea
lo que fuere. Lanzar un hijo a la vida sin prepararle en este sentido, sin
darle armas en cierto modo contra la inercia y la apatía, sería destinarle de
antemano a la infelicidad. Por eso será preciso, desde el primer instante,
enseñarle a tener voluntad. Esta educación la hará ante todo la madre, quien
por su presencia constante, junto al hijo, durante los años iniciales, está en
situación de desempeñar esta tarea. Por lo tanto, toda madre joven debe saber
que es a ella a quien corresponde en gran parte modelar al hombre en el niño.
Así pues, la novia deberá prepararse a ser «madre con energía» aprendiendo a
ser ella misma enérgica. Y ya no tendrá después más que transmitir a su hijo
ese capital tan preciado.
Al
niñito, la madre le inculcará la tendencia al esfuerzo, porque así aprenderá a
ser un hombre, con toda la fuerza del término, es decir, un ser capaz de
volición, apto para asentir o para negar, según convenga. Entonces o nunca, el
hijo aprenderá a ser libre y a ser capaz de realizar su elección. La primera
profesora de vida y de libertad será, pues, la madre. Del niñito nacido de su
carne hará ella un verdadero hombre, o un ser débil cuya cobardía será su sola
y constante actitud. A este respecto, hay que recordar el consejo tan preciado
de Alexis Carrel: «El período de la primera infancia es, naturalmente, el
más rico. Debe ser utilizado de todas las formas imaginables en la educación.
La pérdida de esos momentos es irreparable. En vez de dejar baldíos los
primeros años de la vida, hay que cultivarlos con el cuidado más minucioso»
[10].
Será, sobre todo, la madre quien se aplicará a explotar ese preciado
período.
Esto supone
que al llegar a la maternidad por su matrimonio, la novia se ha orientado por sí
misma hacia una vida de energía que le permitirá llevar a sus futuros hijos por
ese camino. Porque desarrollará su alma según la riqueza que lleve en ella. Hay
que comprender la grandísima responsabilidad que incumbe a la joven madre en ese
sentido. Lo mismo que con sus cuidados cotidianos llenos de solicitud, ella contribuirá
a desarrollar el cuerpo de su hijo y a darle vigor y salud, de igual modo con su
vigilancia circunspecta, su celo hábil y su ejemplo comunicativo, desarrollará en
él la fuerza interior, haciéndole llegar a ese crecimiento que conduce al estado
de hombre verdadero y de cristiano perfecto. El papel que ella desarrollará en él
fuerza interior, haciéndole llegar de los primeros años, es inapreciable.
Finalmente,
la madre hará de guía en la primera educación religiosa. Por ella tendrá el
niño acceso a Dios y aprenderá a amarle, a temerle, a servirle o a olvidarle.
El comportamiento futuro, la cualidad de la conciencia del adulto, dependen en
gran medida de esa fuente. Entiéndase bien que no se trata de defender aquí una
falsa educación religiosa llena de fingidos sentimentalismos o de mitos
imaginarios; no se trata tampoco de crear una serie de leyes domésticas, unas
más coaccionantes que otras, preparando en el niño el horror a la verdadera
moralidad. Se trata de conducir el hijo al amor de Dios y a una libre
aceptación de las exigencias de Cristo. En suma, se trata de fomentar en él el
apego a Dios. Porque, según la frase feliz de san Francisco de Sales, la
formación del hombre en el niño, sobre todo en materia religiosa, debe
realizarse por dentro: «Por mi parte —dice él— no he podido nunca aprobar el
método de los que, para reformar al hombre, comienzan por el exterior… Quien ha
ganado el corazón del hombre ha ganado al hombre entero» [11].
Ganar el corazón del hijo para Dios, tal será, pues, el objetivo esencial
que perseguirá la joven madre.
Esto
presupone en ella cierta cualidad espiritual que no debe dejar de adquirir,
porque no dará sino de su abundancia. No es, por tanto, indiferente que la
joven novia viva o no en armonía con Dios, es decir en estado de equilibrio
espiritual. El camino inicial que siga el hijo en la vida dependerá en una gran
parte, de la vitalidad espiritual de su madre.
Al
definir de la manera que acabamos de hacerlo, el papel de la madre, ¿hemos
acaso exagerado la parte que le corresponde? ¿No es atribuirle una
responsabilidad demasiado amplia? En modo alguno. Y sería minimizar
lamentablemente la función específica de la madre el no extenderla a todo ese
ámbito de la formación interior. No será la única pero sí será la primera
en despertar el alma de su hijo. Si descuida el prepararse para cumplir esa
función, hará mal y nadie podrá nunca suplir esa debilidad inicial. Es preciso,
por tanto insistir para que la mujer se dé clara cuenta de su responsabilidad
total y sepa que es indispensable, no solo para sostener la vida del cuerpo, sino
indispensable también (y más aún quizá) para desarrollar la vida del alma. En
sus celebérrimas Reflexiones sobre la dirección de la vida, Carrel no
temía informar que es indispensable… que las mujeres tengan conciencia de su
papel verdadero en la sociedad: «Las naciones modernas —ha escrito—
no se detendrán en el camino de la extinción más que gracias a un despertar de
la inteligencia y de la conciencia femenina. En manos de las muchachas de hoy
se halla el destino de las democracias» [12].
Tanto
vale un país como las muchachas que lo pueblan, porque tanto como valgan esas
futuras mamás tanto valdrán sus hijos. Cuando son ya las prometidas y por
consiguiente están en vísperas de ser madres, hay que recordar esas
equivalencias.
5. Paternidad
En la
vida matrimonial, no se puede, sin embargo, asignar a la madre toda la responsabilidad.
Si la muchacha debe prepararse para la maternidad como para una función maravillosa
y difícil, el joven, por su lado, debe prepararse para la paternidad como para
su tarea esencial. Porque así como, biológicamente, no podría haber maternidad
más que por la paternidad, de igual modo al nivel de la educación, ésta no
podría ser completa y equilibrada más que en la medida en que el padre la haya
compartido, ya que se ha sentido consciente de la primacía de su
responsabilidad.
El
error más frecuente y también uno de los más graves que cometen los jóvenes, es
entrar en el matrimonio sin haber comprendido lo que es la paternidad. No es
uno padre porque de resultas de la unión carnal, la esposa ha quedado
fecundada. Éste no es más que un primer momento de la paternidad; el tiempo más
fácil además. La verdadera paternidad comienza más bien a partir del momento en
que el joven, por un acto consciente y libre, acepta todas las consecuencias de
su acción procreadora. Entre ellas, la primera en la lista será la solicitud.
La solicitud con la joven madre, especialmente en la época del embarazo.
Este, en efecto, no debe ser el fardo solamente de la esposa abandonada a ella
misma. Semejante actitud, muy frecuente, sin embargo, aunque esté basada en la
inconsciencia, es de un cinismo indignante. En el terreno de la paternidad,
resulta precisamente que la inconsciencia es siempre culpable y vituperable.
Cuando se ha aceptado hacer madre a su mujer, se han asumido, al propio tiempo,
todas las cargas de padre; la irresponsabilidad posterior no es nunca
disculpable. Ahora bien, las cargas de la paternidad no comienzan a los quince
años del hijo; empiezan a partir del embarazo, cuando el marido está obligado a
crear en torno de su joven esposa, cargada con un hijo todavía desconocido, un
ambiente feliz, hecho de atenciones y delicadeza. Que el hijo se desarrolle
y nazca en el amor, depende del padre que, durante eses meses difíciles,
sabrá o no hacer feliz a su esposa, colmándola de una ternura constante, y
haciendo también sensible para ella el amor de que la rodea. Nadie podrá nunca
medir las consecuencias de tal actitud sobre la constitución del hijo. Por
haber sido el padre atento y amante, el hijo recibirá la vida de la madre,
comulgando, por su carne misma y por su sangre, en su felicidad. Ahora bien,
nacer en un clima de felicidad ¿no es ya el comienzo de la misma?
Si se fija uno en la hipótesis contraria,
si se dedica a considerar
lo que será el período prenatal de un hijo, viviendo dentro del vientre de una esposa desgraciada, abandonada, se siente una pena inmensa. Porque con la vida de la madre, recibirá su amargura, su despecho, su acritud, su rebeldía. Cosas todas de las que no se puede, con gran frecuencia, culpar a la mujer. Porque si a ésta le corresponde mantener la alegría, según hemos dicho antes, es evidente que no podría hacerlo sola. El marido debe ayudarla a mantenerse en un estado de alegría, sobre todo en esos períodos tan difíciles del embarazo. A este respecto,
el hombre debe renunciar a sus prejuicios
y comprender todo cuanto esta nueva maternidad
implica de sacrificios, renuncias constantes, abnegación
personal. Se dice que si los períodos de gravidez se alternasen
entre marido y mujer no habría más de tres hijos por familia: uno de la madre, otro del padre, el tercero de la madre… y jamás un cuarto hijo. Esa ironía esconde una verdad. El hombre deberá rodear a su esposa de mucha atención y cariño, por lo menos en ese período, en que ella lo necesita más. Su paternidad debe iniciarse ya desde ese instante y debe impulsarle
a rodear con la más atenta caridad a aquella que él ha convertido
en madre. De este modo, tendrá ella la alegría de sentir su carga compartida con él y de saberse amada. El amor y el hijo ganarán con ello.
El hijo
debe ser amado desde ese momento si queremos que viva tranquilo y que no venga
al mundo como algo indeseable. Sobre nuestra época pesa una terrible
responsabilidad porque «consideramos el embarazo como una calamidad» [13].
Si ésta es la situación ¿no será debido al hecho de que los maridos,
renunciando a la paternidad y dejando a las madres todo cuanto la situación
tiene de oneroso, les hacen perder el deseo de ser madres? La acusación es
grave.
Un
marido mezquino no sabe ser padre desde el comienzo. Un hombre debe tener suficiente
sentido de responsabilidad, de justicia, para con su mujer, de sus obligaciones
para con el hijo a fin de crear un clima de amor durante los meses de gravidez.
Ésta será la primera exigencia de su paternidad. Cumpliéndola, dará a su futuro
hijo una madre feliz, y con ello henchirá de felicidad su entrada en el mundo.
Es éste un deber que todo hombre, si es consciente de lo que tiene que ser, se
esfuerza en cumplir sin faltar nunca a él.
De igual
modo el padre deberá obligarse a acompañar a su mujer a lo largo de esas horas tan
dolorosas del parto. El consuelo de su presencia afectuosa, su íntima comunión en
este dolor tan profundo que le es imposible comprenderlo del todo, ayudará a su
mujer a querer al hijo y a amar… al padre de su hijo, lo cual no es desdeñable.
Tal
será el papel principal del padre, durante los primeros años, mientras que las
cargas recaerán en especial sobre la madre; él deberá cuidar de que impere en
el hogar un clima de amor. Porque fuera de esa atmósfera, el hijo no podrá
crecer con equilibrio. Necesita para vivir, como lo ha necesitado para nacer,
el cariño de sus padres. Podría decirse con mayor exactitud que no existe hogar
para él más que cuando el padre ama a la madre, y lo manifiesta. Este
amor, percibido por el hijo y que aflora constantemente en los acontecimientos
de la vida cotidiana, será como el sol cuyo calor es indispensable para el
crecimiento de la planta. Sería faltar gravemente a su primer deber de paternidad
no procurar ese clima.
Después,
muy pronto, cuando en el niño se despierte el espíritu y la conciencia aporte
su luz, será necesaria la presencia del padre. No una presencia
simplemente material, indiferente. Todo lo contrario, una presencia atenta en
seguir el despertar del alma y en provocarlo. El más grave reproche que pueda
hacerse a un padre no es acaso el de negligencia y ausencia? Porque ¿que
preocupación debería predominar en su vida sino la de permitir a sus hijos que
consigan su talla de hombre y su pleno desarrollo de cristiano? Todas las otras
preocupaciones, que son perfectamente legítimas cuando se las relega a su rango
que es el secundario, se vuelven desordenadas y censurables cuando pasan al
primer plano y llevan al esposo a olvidarse de ser padre ante todo. Desde
la época del noviazgo, el joven debe, pues, jerarquizar las obligaciones que le
ocupan y pensar que para él, nada, absolutamente nada, deberá distraerle
de sus tareas de padre, cuando Dios le haya llamado a dar la vida.
El
padre es insustituible. Por eso debe estar presente. Presente desde los
primeros años a fin de ganar la sinceridad de su hijo y su amistad, de tal modo
que llegado el momento de las borrascas de la adolescencia, pueda seguir
ayudándole y guiándole; no con reglamentos discutibles y terminantes, sino con
la influencia efusiva de un cariño bien merecido. Porque el padre debe merecer
el cariño y la confianza de sus hijos. Kuckhoff lo ha escrito de una manera que
merece ser recordada: «El jefe de familia exige el respeto de su hijo. Este
respeto le es otorgado por así decirlo según una compensación y un orden. No
puede exigir el cariño si él no lo ha dado mucho antes. No puede haber
acuerdo íntimo entre padre e hijo más que si el padre ha sabido sacrificarse por
su hijo. Sólo entonces puede esperar de él gratitud y cariño, cosas que
no pueden ser exigidas» [14].
Ahora
bien, dar cariño y merecer así la confianza, no puede realizarse si el
padre es un desconocido. Por eso conviene insistir para que el padre sea realmente
padre, y que desde muy pronto se encargue de la educación de su hija. Traspasar
ésta a la madre sería una decisión que comprometería el porvenir del hijo. No
porque la mujer sea incompetente, sino porque resulta insuficiente. Puede muy
bien asumir una gran parte de la educación, pero llega un momento en que ésta
se le escapa. Es preciso entonces la presencia del hombre, el tacto del padre,
familiar ya del alma de su hijo, y que, en el momento requerido, sabrá dar el
impulso necesario, por ejemplo, en ese período crucial en que el hijo pasa de
la infancia a la adolescencia.
¿Quién
mejor que él podría ayudar al hijo a forjarse un alma de calidad superior y a esperar
un equilibrio sólido basado sobre el sentido moral y el criterio recto?
El papel de estas últimas actividades es predominante. Carrel
ha dicho de ellas que «pueden casi bastarse a sí mismas. Dan a quien las
posee la aptitud para la felicidad. Parecen fortalecer todas las otras
actividades, incluyendo las actividades orgánicas. Son ellas hacia las que debe
orientarse ante todo el desarrollo en la educación —insiste él— porque
aseguran el equilibrio del individuo» [15].
Ahora bien, nadie mejor que el padre podrá desarrollar en el alma del
hijo las unas y las otras de esas actividades. Enseñar a su hijo a juzgar las
cosas y los hombres, le enseñará también a adaptarse al Bien y a marchar
virilmente en dirección de Dios; ésta será la indispensable función del padre.
Su mayor culpa ante Dios será haberse sustraído a ella, así como su mayor
mérita será haberla cumplido.
Se
trata, en suma, para el padre, de ser un maestro de vida. Ahora bien, un
maestro de vida no es tarea fácil. Hay que prepararse para ello seriamente,
aprendiendo uno mismo a vivir. Por eso el joven que, siendo novio, sabe que
está a punto de asumir esta responsabilidad considerable que es la paternidad,
debe comprender que se acabaron las bromas, las ligerezas, las «locuras
juveniles». Aprender a vivir, es afinar y consolidar su criterio, a fin de
poderse orientar con arreglo a las exigencias más absolutas de la verdad. El
padre debe ser, ante todo, el hombre de la verdad. El que no miente y el que
no se contradice. Ni en sus palabras, ni en sus actos. No hay para el hijo
mayor decepción que aquella con la que choca cuando, al irse haciendo hombre,
descubre que su padre no es más que una mitad de hombre, un ser esclavizado por
todas las trampas, por todos los compromisos, por todos los equívocos. Y ocurre
entonces, mientras no llega la evasión desesperada de la adolescencia, el derrumbamiento
del mundo de la confianza y el repliegue sobre sí.
Sólo el
padre podrá prevenir ese desastre si ha sabido imponerse la disciplina rigurosa
que supone una verdadera paternidad. Preparar a sus hijos un padre del que
nunca se avergüencen, cualquiera que sea su rango social, porque le habrán
conocido siempre como un hombre recto y de una calidad moral superior, he aquí
la tarea magnífica a la cual todo joven debe aplicarse. La paternidad es
ante todo una exigencia con respecto a sí mismo. Al principio, es incluso y
sobre todo, eso. Luego, poco a poco, exigirá del padre que se aplique a conocer
mejor a los suyos, a comprenderlos mejor, a interpretarlos mejor en el curso de
su evolución, desde la infancia hacia la juventud. Sin embargo, siempre quedará
esta exigencia fundamental que delimitará además la influencia del padre:
deberá ser reconocido como un hombre de calidad.
Con
esta perspectiva deben los jóvenes avanzar hacia el matrimonio, pensando en prepararse
para las obligaciones que deberán cumplir. Cultivando en sí, desde la época del
noviazgo, todas las virtudes que forjan un hombre, es como se prepara uno a ser
padre. No hay otro camino. No se da más que lo que se tiene, y se da siempre
de lo que uno es. Sólo el padre que es un hombre y un cristiano dará a sus
hijos el poder llegar a ser hombres y cristianos; el que no es sino un cobarde,
un mediocre, y un tibio, hará a sus hijos cobardes, mediocres y tibios,
condenados a ser vomitados por la boca de Dios y rechazados por los hombres.
Pensando
en su futuro hogar, que todo novio recuerde esta observación de un gran conocedor
de hombres contemporáneo: «Los hijos modernos constituyen para el grupo
familiar una carga realmente insoportable. Su dureza, su grosería, su
ingratitud con respecto a sus padres son la consecuencia inevitable del
egoísmo, de la ignorancia y de la debilidad de estos últimos» [16].
Así
como el escultor talla la piedra y crea con ella una obra maestra o un
esperpento, así el padre tallará sus hijos de su mismo ser personal, para su
salvación y su gloria, o para su condenación y su desdicha.
6. Mandatarios de Dios
Penetrándose
bien de estas verdades, los novios de hoy podrán prepararse a ser los padres de
mañana. Además, para saber con exactitud la medida de sus obligaciones y para
acoger todas sus responsabilidades sin minimizarlas, habrán de recordar que no
serán sino los mandatarios de Dios, sus delegados, en cierto modo, con respecto
a los hijos que tengan. No deben pensar que los hijos serán «sus cosas», de
pertenencia propia, y que podrán disponer de ellos a su antojo. Mucho antes de
ser los hijos de tal o cual pareja, los hijos son hijos de Dios. Por eso, la
responsabilidad del padre y de la madre es tan abrumadora: ante Dios tendrán
que rendir cuentas de sus hijos, no ante los hombres. Para la mujer ser fiel a
su maternidad y para el hombre ser fiel a su paternidad, es en suma ser fieles
a Dios. La conciencia de esta verdad aportará a los jóvenes esposos el verdadero
sentido de su vida.
Por
otra parte, saber que sus hijos están a la disposición de Dios les preservará
de un afecto exagerado y enfermizo. Serán semejantes a ese padre de familia de
quien contaba Péguy:
Por el contrario, él no quiere ser más que el inquilino de sus
hijos.
No conserva ya de ellos más que el usufructo.
Y es el buen Dios quien posee la nuda (y
la plena) propiedad de esos hijos [17].
Y si,
por casualidad, Dios les pide alguno, ya sea para llevarle a la Eternidad o
bien para consagrarle a su servicio, sabrán reconocer su derecho absoluto, y
ver que tal es el orden de las cosas.
Conscientes
por lo demás, de que son con respecto a sus hijos los representantes de Dios,
se esforzarán en vivir de una manera que responda a esa carga, para que a causa
de ellos, los hijos, al hacerse más tarde hombres, no rechacen jamás a Dios.
He aquí
cómo unos novios lúcidos y serios comprenderán que es su deber desde hoy, vivir
conforme a Dios, a fin de poder responder adecuadamente a las exigencias que se
les presentarán por causa de su futura maternidad o paternidad. El amor humano
conduce hasta ahí cuando se desea amar verdadera y totalmente.
[1] Jacques Leclercq, Le mariage
chrétien, Casterman, París 1949, p. 128; trad. castellana: El matrimonio
cristiano, Rialp, Madrid 1965.
[2] Boris Pasternak, Le docteur Jivago, Gallimard,
París 1958, p. 354; trad. castellana: El doctor Jivago, Noguer, Barcelona
1966.
[3] Palhories, Épanouissement de la vie,
p. 264.
[4] Albert Camus, La chute, Gallimard,
París 1956, p. 154.
[5] Pío XII, Alocución del 26 de octubre de
1941.
[6] Georges Duhamel, Les plaisirs et les
jeux, en Les Livres du Bonheur, Mercure de France, 1950, p. 22-23.
[7] Jean Pierre Scheller, Secours de la
grâce et de la médecine, Desclée de Brouwer, París 1955, p. 196.
[8] Étienne de Greef, Le juge Maury, Éd.
du Seuil, París 1955, p. 78.
[9] Jacques Leclercq, Essai de morale
catholique, t. I: Retour à Jésus, Casterman, París 1946, p. 308.
[10] Alexis Carrel, L’home, cet inconnu, Plon,
París 1935, p. 222; traducción castellana: La incógnita del hombre, Iberia,
Barcelona.
[11] San Francisco de Sales, Introducción
a la vida devota, p. III, cap. XXIII.
[12] Alexis Carrel, Réflexions sur la conduite
de la vie, Plon, París 1950, p. 131.
[13]
Ibíd., p. 8.
[14] Joseph Kuckhoff, Paternité, Casterman-Salvator,
Mulhouse 1939, p. 33.
[15] Alexis Carrel, L’homme, cet inconnu, Plon,
París 1935, p. 163; traducción castellana: La incógnita del hombre, Iberia,
Barcelona.
[16] Alexis Carrel, Réflexions sur la
conduite de la vie, p. 138.
[17] Charles Péguy, Le porche du mystère
de la Deuxième Vertu, en Œuvres Poétiques Complètes, Gallimard
(Pléiade), París 1954, p. 200.
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