Hacia
el año 185, en Roma
UN
SABIO
APOLONIO
En esta «Acta»,
hemos suprimido el exordio que era apócrifo, y restablecido el verdadero nombre
del mártir, el lugar y género del suplicio. En cuanto a estos pasajes, dejamos
pues a un lado la versión griega, y seguimos la versión armenia.
Los diálogos
apologéticos que se leerán en esta «Acta» no deben ser tachados
de inverosimilitud, a pesar de la escasez de semejantes discursos en las
narraciones análogas. Se atienen a los temas habituales de la polémica religiosa
de aquella época, y el uso de la taquigrafía explica su conservación. No se
halla por otra parte en ellos grandilocuencia alguna, sino una clara y muy personal
exposición de doctrina, sin falsa exaltación. Esa firmeza de respuesta y esa
sobriedad de pensamiento llegan a veces a la gran elocuencia.
***
Cuando Apolonio
compareció, el procónsul Perennis le preguntó: «Apolonio, ¿sois vos cristiano?».
APOLONIO.—Sí, soy cristiano. Por eso honro y
temo a Dios que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y todo cuanto contienen.
EL PROCÓNSUL PERENNIS.—Cambiad de
opinión, Apolonio, creedme y jurad por la fortuna de nuestro amo, el emperador
Cómodo.
APOLONIO.—Escuchadme, Perennis. Mi defensa será
sincera y conforme a las leyes. El que cambia de idea para no observar más
los justos, saludables y admirables mandamientos de Dios, es culpable,
criminal y verdaderamente impío. Mas aquel que cambia de idea para
renunciar a la injusticia, al desorden, a la idolatría y a los propósitos
perversos, que huye aún de la sombra del pecado, que vuelve para siempre las
espaldas a esas miserias, aquél es justo.
El Verbo de
Dios, que conoce todos los pensamientos de los hombres nos enseñó esos hermosos
y magníficos mandamientos. Ahora bien, Él nos ha mandado no jurar jamás, sino
ser sinceros en todas las cosas. Pues la verdad afirmada con un sí, es un gran juramento.
He allí por qué es malo que un cristiano jure. De la mentira nació la
desconfianza, y de la desconfianza ha nacido el juramento. ¿Queréis sin embargo
oírme jurar que honramos al emperador y que oramos por su poder? De buena gana
confirmaría esta verdad apelando al testimonio del verdadero Dios, Él que existía
antes que los siglos, que no han fabricado manos de hombres, que quiso que en
la tierra un hombre mandara a los demás hombres.
EL PROCÓNSUL PERENNIS.—Haced lo que
os digo, Apolonio. Cambiad de opinión. Sacrificad a los dioses y a la imagen
del emperador Cómodo.
APOLONIO (se sonrió y replicó).—Me he
defendido acerca de dos puntos: el cambio de opinión y el juramento. Escuchad
ahora, Perennis, lo que tengo que decir referente al sacrificio. Todos los
cristianos, y yo junto con ellos, ofrecemos un sacrificio incruento y sin
mancha al Dios Todopoderoso, al dueño del cielo, de la tierra y de toda vida.
Es el sacrificio de la oración. Y lo ofrecemos en particular por esos hombres
dotados de inteligencia y de razón, hechos a imagen de Dios, y que la divina
Providencia ha elegido para gobernar el mundo. Por eso, por obediencia a las
órdenes de Dios, oramos al Dios del cielo por el emperador Cómodo que reina en
este mundo. Pues, estamos bien seguros de ello, y acabo de explicároslo, si el
emperador reina sobre el mundo no es a causa de otro hombre, sino debido a la
única voluntad del Dios invencible cuyo poder abarca el universo.
EL PROCÓNSUL.—Apolonio, os doy un día de plazo para
reflexionar. Es para vos cuestión de vida o de muerte.
Tres días
después, nuevo interrogatorio. Era en medio de una muchedumbre de senadores, de
miembros del concejo y de filósofos célebres. El procónsul llamó al acusado y
dijo: «Que se lean de nuevo las actas de
Apolonio».
Luego que las
leyeron, PERENNIS (preguntó).—¿Qué habéis decidido, Apolonio?
APOLONIO.—Seguir siendo fiel a Dios, como lo
habíais previsto y consignado en autos.
EL PROCÓNSUL.—Cambiad de opinión, creedme. El
decreto del senado es formal. Rendid homenaje a los dioses, adoradles como lo
hacemos todos y vivid con nosotros.
APOLONIO.—Conozco el decreto del senado,
Perennis, soy adorador de Dios, y no puedo venerar ídolos hechos con mano de hombre.
Por eso jamás adoraré oro, ni plata, ni bronce, ni pretendidas divinidades de
madera o de piedra incapaces de ver o de oír, trabajos hechos por obreros,
plateros o torneadores, cinceladuras salidas de manos de hombres y que no tienen
vida. Mas el Dios que está en el cielo, he allí mi Dios. A Él sólo adoro, Él
que ha puesto en todos los hombres un alma viviente y que, cada día, les
derrama la vida. No hay peligro, Perennis, que yo vaya a envilecerme ahora y a
precipitarme más abajo de vuestras miserias; pues vergüenza es adorar a lo que
es igual al hombre, mucho más, a lo que es peor que los demonios.
Pues pecan, los
desdichados hombres, cuando adoran el reino de la materia, un bloque de piedra
fría, un trozo de madera agostada, un metal pulido o huesos sin vida. ¡Qué
locura en ese error!
El mismo
extravío ocurre entre los egipcios que adoran –entre muchas suciedades− ¡una
cubeta o, como se dice vulgarmente, un pediluvio! ¡Qué locura en esa falta de
educación! Son también los atenienses, que aún en nuestros días, veneran una
cabeza de buey hecha de bronce a la que llaman la fortuna de Atenas. Ya ni siquiera
pueden orar más a sus propios dioses.
Todas esas
miserias no pueden hacer sino mal a las almas que creen en ellas. ¿Por ventura,
valen más ídolos que algo de arcilla cocida o que una vasija de barro rota? Y
oran a estatuas de dioses que ni siquiera son como nosotros y que no pueden oír
nada, implorar nada, conceder nada. Su apariencia no es sino una mentira. Tienen
oídos y no oyen, ojos tienen y no ven, manos tienen y no las tienden, pies
tienen y no caminan. Pues la apariencia de un ser no es el ser mismo. ¡Y
Sócrates debía burlarse de los atenienses cuando juraba por el plátano, un
árbol de los campos!
En segundo
lugar, los hombres pecan aún cuando adoran vegetales. El dios de los Pelusianos
es la cebolla y el ajo, ¡todas ellas cosas que pasan en el cuerpo y son
arrojadas a la cloaca!
En tercer lugar,
los hombres pecan aún contra el cielo, cuando adoran animales, el pescado y la
paloma o como en el país de los egipcios, el perro y el mono, el cocodrilo y el
buey, el áspide y el lobo, figuras de sus propias costumbres.
En cuarto lugar,
los hombres pecan contra el cielo, cuando adoran seres dotados de la palabra,
hombres, o más bien demonios por su maldad. Llaman dioses a hombres de antaño.
Testigos, sus propias leyendas: Dionisio despedazado, Hércules quemado vivo y
Leo sepultados en Creta. Eso es lo que ellos narran y explican los nombres de
los dioses según significado de las leyendas, hasta tal punto que los mismos
nombres de sus divinidades se fundan en fábulas.
Entonces
¡rechazo toda esa impiedad!
PERENNIS.—Apolonio, el decreto del senado
prohíbe ser cristiano.
APOLONIO.—Mas el decreto de Dios no puede
someterse ante el decreto de los hombres. Matad pues despreciando la justicia y
las leyes a los que tienen fe en Dios y nada malo han hecho; y cuantos más
matéis entre ellos, tanto más Dios aumentará su número. Quiero que lo
sepáis, Perennis: de igual modo, para todo hombre, reyes, senadores o
poderosos del mundo, ricos o pobres, hombres libres o esclavos, grandes
o pequeños, doctos e ignorantes, para todos, Dios ha decretado la muerte
y, después de la muerte, el juicio.
Mas el modo de
morir no es igual para todos. Así, en nuestras filas, los discípulos de Cristo
mueren cada día al placer; mortifican sus pasiones con la templanza y quieren
vivir según los preceptos divinos. Y debéis creerme, Perennis, no miento. En
nuestra vida, no hay vestigio de goce desenfrenado; desviamos la mirada cuando
la solicita un espectáculo vergonzoso y rehusamos oír las palabras tentadoras.
Pues queremos guardar nuestra alma intacta. Practicando semejante regla de
vida, ya no creemos sea doloroso morir por el verdadero Dios que nos ha hecho
lo que somos. He ahí por qué arrostramos todos los suplicios con el fin de no
morir de la muerte eterna.
En la vida como
en la muerte, pertenecemos al Señor. La fiebre o la disentería pueden matarnos
a cada instante. ¡Matadme, para mí será como si muriese de una de estas
enfermedades!
PERENNIS.—¿Con esas ideas, debéis amar la
muerte, Apolonio?
APOLONIO.—Amo la vida, Perennis, mas el amor
para con ella no me hace temer la muerte. Pues nada mejor que la vida, la vida eterna,
la vida que se vuelve inmortalidad para el alma cuyos días aquí en la tierra
fueron buenos.
PERENNIS.—Ya no entiendo nada de ello e ignoro
todo cuanto me decís acerca de vuestra religión.
APOLONIO.—¿Cómo podrían reunirse otra vez
nuestras almas, Perennis? Desconocéis las maravillas de la gracia. Pues la
verdad del Señor llega solamente al alma vidente, así como la luz a los ojos
sanos. Vana es la palabra para con los que no pueden comprender, vana la luz
para con los ciegos. Se interpuso entonces un filósofo cínico: «Apolonio,
guardad para vos vuestras injurias −dijo−. Estáis desvariando, aunque sin duda
os creéis instruido».
APOLONIO.—He aprendido la oración y no la
injuria. Y a pesar de los vanos y largos discursos que podríais pronunciarnos, vuestro
reproche manifiesta bien la obcecación de vuestra alma. Pues la verdad
parece una injuria a los que no pueden comprenderla.
PERENNIS.—Sabemos, nosotros también, que el
Verbo de Dios ha engendrado los cuerpos y las almas de los justos, ese Verbo
que ha hablado y enseñado del modo que le placía a Dios.
APOLONIO.—Ese Verbo, es nuestro Salvador,
Jesucristo que se ha hecho hombre en Judea. Era justo en todas las cosas y
lleno de la sabiduría divina. Por amor hacia los hombres, nos ha hecho conocer
al Dios soberano y que ideal de virtud convenía a nuestras almas para que
vivieran santamente. Con sus sufrimientos ha quebrantado la enfermedad del
pecado. Nos ha enseñado a dominar nuestras pasiones, a moderar nuestros deseos,
a disciplinar nuestras alegrías, a abreviar nuestros pesares. Su doctrina era
el amor del prójimo, la caridad siempre creciente, el desapego de las vanidades
y el perdón de las injurias. Por respeto a la justicia, nos ha pedido
despreciáramos la muerte, no porque seamos culpables sino porque de ese modo
soportamos la injusticia de los culpables. Nos ha dicho aún obedezcamos a su
ley, respetemos al emperador, honremos a Dios, el único y el inmortal, creamos
en la inmortalidad del alma, aguardemos el juicio después de la muerte, y
esperemos la recompensa de los trabajos de la virtud, después de la
resurrección prometida por Dios a aquellos cuya vida fue santa. He allí las
enseñanzas terminantes de Cristo que ha apoyado en numerosas pruebas. Él mismo
adquirió gran fama de virtud, mas fue odiado de aquellos que no lo
comprendieron, como habían sido odiados antaño los justos y los filósofos. Pues
los justos molestan a los malos. Es así como los insensatos, según la
Escritura, claman en su injusticia: «Encarcelad al justo, pues él nos
importuna». Y lo mismo entre los griegos, se cita estas palabras de un
filósofo: «El justo será azotado,
torturado, arrojado a la cárcel. Le quemarán los ojos y, después de todas esas
penas, será empalado». Engañando al pueblo, los delatores en Atenas ya habían
hecho condenar injustamente a Sócrates. De ese modo algunos malvados han hecho
condenar a nuestro maestro y Salvador, después de haberle detenido.
Tal fue de igual
modo la suerte de los profetas que habían predicho muchas maravillas acerca de
ese hombre: «alguien, debe venir
−decían− que será justo y virtuoso en
todo, que derramará sus beneficios sobre todos los hombres, les enseñará la virtud
y les convencerá que honren al Dios del universo». A Él se dirigen entonces
nuestras fervientes adoraciones. Pues hemos aprendido a andar según su ley
santa que ignorábamos hasta entonces, y no nos hemos extraviado.
Supongamos aún
sea un error, como decís, creer en la inmortalidad del alma, en el juicio
después de la muerte, en la recompensa en la resurrección y en el juicio de
Dios. Abrazaríamos de buena gana ese error, que nos ha enseñado a vivir bien y
nos sostiene con la esperanza, a pesar de los males presentes.
PERENNIS.—Creía, Apolonio, que en lo sucesivo
renunciaríais a esas ideas, y esperaba veros honrar a los dioses junto con
nosotros.
APOLONIO.—Y yo esperaba que esos juicios acerca
de mi religión os ayudarían, que mi defensa abriría los ojos de vuestra alma y que
vuestra mente daría frutos. Creía induciros a adorar al Dios creador de todas
las cosas y pensaba que, cada día, haríais subir hacia Él vuestras oraciones y
el sacrificio incruento de la limosna y de la caridad, que es puro a sus ojos.
PERENNIS.—Quisiera libertaros, Apolonio. Mas la
orden del emperador me lo impide. Por lo menos seré humano en la aplicación de
la pena.
Y lo condenó a
ser decapitado.
APOLONIO.—Perennis, por vuestra sentencia que me
trae la salvación, doy gracias a mi Dios junto con todos los que han confesado al
Dios Todopoderoso y a su hijo único Jesucristo y al Espíritu Santo.
Fuente: Pierre Hanozin, S.J
"La Gesta de los Mártires". Editorial
Éxodo. 1era Edición.
Próximo Martes: El Martirio de Perpetua y Felícita
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