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domingo, 5 de febrero de 2012

SERMÓN PARA EL DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA



DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA





Al penetrar hoy en el templo, percibe el feligrés un nuevo ambiente espiritual.

Las circunstancias litúrgicas han variado: el morado ha suplantado al color blanco y al verde de los ornamentos.

Nota asimismo el simple fiel la ausencia de un elemento con el cual estaba familiarizado: el versículo del Alleluja.

¿Qué es lo que ocurre? Conviene que lo conozcamos, pues debemos cultivar los sentimientos de la Iglesia en su Santa Liturgia.

El Misal da a esta semana el nombre de Septuagésima, la semana de los setenta días antes de Pascua. Es ésta, pues, la fecha tope que señala el comienzo del Ciclo Pascual.

La Iglesia quiere evitar el choque de sentimientos que produciría el paso brusco del Ciclo de Navidad a los días cuaresmales, y establece un período de transición, las tres semanas de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima, que forman como el vestíbulo del santuario cuaresmal, la Antecuaresma.

Es tiempo litúrgico de seriedad espiritual. Se lo compara a los años de la cautividad babilónica.

La Liturgia nos considera en estas semanas como en medio del destierro; por eso desaparece de los oficios divinos el Alleluja, que es canto de la Patria, según leemos en el Apocalipsis:

Oí en el cielo como un gran ruido de muchedumbre inmensa que decía: ¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios; porque sus juicios son verdaderos y justos; porque ha juzgado a la Gran Ramera que corrompía la tierra con su prostitución, y ha vengado en ella la sangre de sus siervos.

Y por segunda vez dijeron: ¡Aleluya! La humareda de la Ramera se eleva por los siglos de los siglos.

Entonces los veinticuatro Ancianos y los cuatro Vivientes se postraron y adoraron a Dios, que está sentado en el trono, diciendo: ¡Amén! ¡Aleluya!

Y salió una voz del trono, que decía: Alabad a nuestro Dios, todos sus siervos y los que le teméis, pequeños y grandes.

Y oí el ruido de muchedumbre inmensa y como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y decían: ¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado, y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura; el lino son las buenas acciones de los santos. Luego me dice: Escribe: Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero.

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Retiramos, pues, el canto angélico del Alleluja porque, separados por la culpa de Adán de la compañía de los Ángeles, yacemos junto a las márgenes de los ríos de la Babilonia de este mundo terrestre, y lloramos recordando a Sión. Y así como los hijos de Israel, durante la septuagésima de los setenta años de destierro, suspendieron sus arpas en los llorosos sauces, del mismo modo nosotros, en el tiempo de la tristeza y penitencia, debemos olvidar en la amargura del corazón el canto del Alleluja.

Debemos comprender que el alma litúrgica se despide con pena de este alegre canto.

Antiguamente, separábase de él como de un amigo querido, a quien, antes de emprender un largo viaje, abrazamos repetidas veces.

Algunas antiguas liturgias cantaban:

Aleluya, quédate hoy con nosotros.

Aleluya, ya partirás mañana.

Aleluya, en cuanto el sol se levante, emprenderás tu camino.

Aleluya. Aleluya.

La Santa Liturgia Romana, que no es excesiva en sus expansiones, celebra también de una manera digna su despedida. Después de las Primeras Vísperas de Septuagésima, canta:

Benedicamus Domino, alleluja, alleluja.

Deo gratias, alleluja, alleluja.

Desde este momento no percibimos ya el canto de la Patria, que no volverá a aparecer hasta el Sábado de Gloria.

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Estos son, pues, los sentimientos con que nos hemos de presentar desde el día de hoy en el templo.

Pero hay más. La Iglesia, siempre tan complaciente, nos da asimismo un programa de vida para este tiempo, que debemos santificar en consonancia con la finalidad que le es propia.

Podemos resumir dicho programa en cinco puntos.

1º) Ante todo, quiere la Iglesia que renovemos la conciencia de nuestra culpabilidad, de nuestra naturaleza pecadora. La historia de la caída de Adán y Eva en el Paraíso, lectura espiritual de esta semana en el Breviario, persigue dicha finalidad.

Pero ese conocimiento no debe sumirnos en la desesperación; por eso, en medio de la oscuridad del cuadro de la primera caída, se vislumbra ya una luz, la aurora de la Redención.

Contemplémonos en la persona de nuestros primeros padres; consideremos luego la multitud de culpas que han seguido a aquella primera y original, y revestidos de los sentimientos de confusión y esperanza que estas reflexiones despierten en nuestro ánimo, clamemos con toda la fuerza de nuestro espíritu: Cercáronme dolores de muerte; rodeáronme dolores de infierno. Mas en medio de esta tribulación invoqué al Señor, quien escuchó desde su santo templo mi voz (Introito de la Misa de hoy.)

2º) La Iglesia nos invita al trabajo en la viña del Señor. Nunca es tarde; ni mira Dios nuestra condición. Todos podemos servir a dueño tan benigno.

Escuchemos, pues, la voz amorosa de Dios, y apresurémonos a seguirle.

Tal vez nos reprenda la conciencia de su tibieza en el servicio de un Dios tan bueno.

Despertemos de nuestro letargo. Éste es tiempo de renovación espiritual.

3º) Se nos indica también nuestro trabajo. La vida del cristiano no debe transcurrir en la holganza.

Así lo enseña San Pablo en la Epístola de hoy. Trabajo, y trabajo esforzado se nos exige de continuo. Es una lucha violenta en la palestra espiritual, particularmente en el combate de las tentaciones.

El mundo, el demonio y la carne son enemigos malignos, a lo que hay que vencer.

Examinemos cómo nos va en esta lucha, y preparémonos resueltamente a ella.

4º) Con la lucha se nos presenta la recompensa.

Al trabajo corresponde un galardón: la corona inmarcesible del Cielo, el denario de la vida eterna.

Si los hijos del siglo ponen tanto esfuerzo en conseguir una corona que se marchita, ¿qué deberemos hacer nosotros para conseguir la corona eterna?

5º) La Iglesia fija un cartel de aviso al comienzo de este ciclo litúrgico: ¡Ay de ti, si tu vida no responde a la voluntad de Dios! Entonces te sucederá lo que a los israelitas en el desierto. También ellos tuvieron una especie de bautismo, y comieron un manjar celestial; y, no obstante, murieron en el desierto y no vieron el país prometido.

¡Severa reconvención! Si no quieres, alma cristiana, que valga para ti y te suceda lo que a los israelitas, abre los oídos espirituales a las enseñanzas que la Iglesia te da en el tiempo que hoy comienza, y trabaja por ponerlas en práctica, por convertirlas en realidad viviente en tu conducta.

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Hermanos: ¿No sabéis que aquéllos que corren en el estadio, todos corren, y uno solo alcanza el premio? Así, pues, corred vosotros de manera que lo ganéis.

Nadie ha logrado pintar con mayor brillantez de colorido la vida cristiana que el Apóstol San Pablo. Asimismo, en pocas páginas de sus escritos consiguió el Apóstol más energía y vigor de expresión que en la que reproduce la Epístola de este Domingo de Septuagésima.

Para comprender la profundidad que encierran sus palabras, debemos tener en cuenta las costumbres del tiempo en que el Apóstol escribía y el público a quien iba dirigida su Carta.

Nada hacía vibrar con más entusiasmo el alma de un griego de la época en que se contaban los años por Olimpíadas, como sus famosos juegos públicos y particularmente las carreras.

El vencedor recibía trato de divinidad. Ninguna suerte más- envidiable que la suya.

Por alcanzar esa corona sujetábanse los gimnastas a prolongados ejercicios, se privaban de todo aquello que podía disminuir sus fuerzas y agilidad, guardaban perfecta continencia.

A un público semejante, a los fieles de Corinto, dirígese San Pablo. ¡Qué magnífico efecto producirían sus palabras!

Esta es —les decía— la vida del cristiano: Una carrera atlética en la que nos disputamos la vida eterna. ¿Hay acaso vocación y ejercicio más envidiables? Los que luchan en la palestra déjanse admirar, engreídos por el nombre que su ejercicio les presta; llevad asimismo vosotros con honra y santo orgullo el nombre de cristianos. Los atletas terrenos se guardan bien de los placeres de la carne y de toda clase de excesos, que redundan un perjuicio de la agilidad y robustez de sus cuerpos; del propio modo, guardaos vosotros de los placeres, observad la continencia que exige la ley que profesáis. Los que corren en el estadio, se aplican con toda el alma a ganar la carrera, sabiendo que sólo hay un premio; no sueltan el látigo de la mano, azotando continuamente a sus caballos, para que no desmayen, ni decaigan de su primer empuje. Vosotros, en verdad, tenéis mejor suerte; en este certamen espiritual hay tantas coronas como vencedores; pero también es cierto que no todos los que corren en el estadio de la vida espiritual logran ser coronados.

Así, pues, corred vosotros de manera que alcancéis la victoria, no abandonando nunca el látigo de vuestras manos, castigando con él el cuerpo de pecado, y estimulándolo de este modo a que no afloje en el servicio del alma.

No basta que hayáis recibido el bautismo y que os alimentéis de la Comunión. Mirad que también nuestros padres en el desierto fueron en algún modo bautizados por el paso del Mar Rojo y en la nube que les protegía día y noche; asimismo todos se alimentaron con el maná, comida celestial, y bebieron el agua que brotaba de la piedra que figuraba a Cristo; y, no obstante, murieron sin lograr entrar en la tierra de promisión.

Advertidos por este castigo, obrad como corresponde a hijos de Dios, a perfectos cristianos; corred como valientes atletas. Sólo así lograréis ceñir la corona inmarcesible de la gloria.

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Apliquémonos la lección. La admiración por los campeones gimnásticos es una pasión dominante en nuestra época.

¡Cuánto no darían muchos de nuestros jóvenes por trocar su suerte con la de uno de esos deportistas!

Ni es exclusiva de la juventud dicha pasión… Todos somos hijos del tiempo y, por suerte o por desgracia, nos dejamos influir, poco o mucho, de sus gustos y aficiones, de sus apreciaciones corrientes.

Pues bien, tengamos entendido que si no pertenecemos nosotros al número de esos afortunados campeones, es porque no queremos…

También tú, cristiano, quienquiera que seas, puedes conquistarte los honores de campeón, puedes ceñir una corona, ganar una copa…

Y no una corona de laurel que se marchita, ni una copa de metal que pierde su brillo, sino una corona de inmortalidad, un cáliz vivo y de infinito valor, el ¡cáliz del Corazón de Jesús!

Las condiciones de la lucha te son conocidas: has de correr la carrera de la santidad sin declinar a la diestra ni a la siniestra. El caballo sobre que cabalga el jinete de tu alma, tienes que tenerlo a raya por la mortificación, y estimularlo por las penitencias. Posees refrigerios en la carrera: son los Sacramentos y la oración. Y al final de la misma te aguarda el galardón, si sabes vencerte a ti mismo.

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Resumamos los pensamientos que las palabras del Apóstol suscitan en el alma:

1º) Santo orgullo de nuestra dignidad de cristianos.

2º) La vida cristiana es, esencialmente, lucha. Pertenecemos a la Iglesia militante.

3º) Nos debemos disponer a ella mortificando las malas inclinaciones.

4º) Nos espera una corona inmortal, premio que no debemos malograr por nuestra cobardía.

La meta fijada es elevada y digna de las más valientes decisiones.

Decidámonos, pues, a obrar de una manera que la alcancemos; a vivir cual conviene a un cristiano.

Seamos resueltos y esforzados; siempre firmes en nuestros propósitos; que la ayuda del Todopoderoso no nos faltará.

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El Reino de los Cielos se parece a un padre de familias que salió muy de mañana a contratar trabajadores para su viña… Id también vosotros a mi viña…

Así dijo el padre de familias a los obreros que encontró sin trabajar a las horas adelantadas del día. Eso misino dijo también a cada uno de nosotros, al regalarnos el don inestimable de la fe.

La fe no es algo de que nos podamos enorgullecer delante de Dios. No por propia elección pertenecemos a Cristo, sino por su llamamiento.

Démosle gracias por razón de beneficio tan insigne, por haberse dignado fijar los ojos en nosotros, antes que en tantos otros de muchas mejores prendas naturales.

Alabemos la Bondad divina por haber labrado de puro barro tantos vasos de elección, aunque de nosotros haya hecho vasos mezquinos.

¿Qué tenemos que no lo hayamos recibido de Dios? Gracias, pues, le sean dadas por tamaña misericordia, sea grande o pequeño lo que se haya dignado obrar en nosotros.

Mostrémonos también contentos de la suerte de nuestra vida terrena, sea ésta afortunada o desgraciada. ¿Acaso no puede hacer Dios de lo suyo lo que le place?

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Los postreros serán los primeros. Así sentencia el Señor, y esa ha llegado a ser la ley fundamental de la economía divina.

Humíllate, alma devota, si quieres alcanzar los primeros puestos en el Reino de los Cielos, pues Dios exalta a los humildes.

Muchos son los llamados, mas pocos los elegidos. Procura formar parte del número de esos pocos. A ti se ha dirigido el llamamiento divino; no endurezcas tu corazón. Haz obras dignas de tu vocación. Asegura tu corona.

P. CERIANI


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