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martes, 17 de enero de 2012

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad


VI
Vuestro cuerpo y vuestro amor



Ver capitulo anterior, aqui

2. El ángulo personal de la cuestión

Ante todo, se guardarán de examinar tan sólo el aspecto negativo de esa lucha, diciéndose, ante unas circunstancias concretas siempre renovadas: «¿Qué es lo que podemos permitirnos sin pecar?». Esta manera de intentar vivir su vida moral bailando sobre la cuerda floja del pecado equivale a un veredicto de suicidio espiritual. ¡Cuántas veces, en efecto, unas parejas cargadas de intenciones bastante buenas, pero animadas por esa mentalidad calculadora según la cual se procura siempre aprovecharse de todo hasta el máximo no sacrificando a las exigencias superiores sino lo menos posible, se han precipitado neciamente en el fracaso! Con toda evidencia, empezar así, es marchar hacia atrás orientándose a ciegas, es comportarse temerariamente. Esta actitud profundamente negativa que conduce a unos novios a medir sus «derechos» con la elasticidad de una conciencia a la que se niegan muchas veces a iluminar, porque la luz sería demasiado exigente, no puede engendrar más que el raquitismo espiritual. Ahora bien, ante un problema tan espinoso como es el del desorden de la sexualidad humana, el raquitismo espiritual está ya derrotado, antes incluso de que se haya iniciado. Esto es, sin duda, lo que explica que tantas parejas se hallen sumidas en una situación desesperante en la que prostituyen su amor a la violencia de sus deseos y a la multiplicidad de las ocasiones que ellos crean.

Por eso hay que saber dar la vuelta a la pregunta y formularla bajo su ángulo positivo,. Resulta entonces más singularmente comprometedora y no podría tolerar todos esos compromisos que la actitud precedente alentaba. Se puede formular de la manera siguiente: «¿Cómo, con nuestra simplicidad, nuestra reserva, nuestra delicadeza, nuestro respeto mutuo, vamos a ayudarnos recíprocamente a preservar nuestro amor de toda decadencia, en este período de nuestro noviazgo?».

Que se hagan esta pregunta precisa, recordando lo que ya se ha dicho del amor. Que se recuerde, sin eludir la brutalidad de los términos, que amar no es buscar egoístamente unas satisfacciones epidérmicas, unas sensaciones que no serían más que la expresión balbuciente de una carne que no logra encalmarse. Que se formulen esta pregunta a la luz del análisis en el cual la naturaleza del verdadero amor aparece como marcada por el sello característico del sacrificio. Entonces no se servirán el uno del otro como de un instrumento de placer a fin de apaciguar periódicamente una sexualidad enfermiza.

Si amar es desear el bien del ser amado (¿y cómo sería posible negar esta definición del amor humano sin condenarse uno mismo, así como a su pareja, a una esclavitud indignante e insoportable?) no se puede dejar de considerar el problema sexual de la pareja desde un punto de vista elevado y a situarlo en su perspectiva completa. El bien del otro ¿estaría, por casualidad, en el solo apaciguamiento de una carne que, en tales circunstancias, sobrepujaría al espíritu exponiéndole al desequilibrio y al fracaso espiritual? ¿Y quién podría decir, en el momento en que se dispone a arrastrar al otro en el dédalo de los deseos desenfrenados y de las excitaciones lúbricas, que se entrega a ese juego para «bien» del otro? ¿Para bien del otro? ¡No! Para su propia satisfacción, ¡sí! En todo caso, para su beneficio personal. En suma, no es el amor el que triunfa entonces, sino el egoísmo. El amor no es más que un pretexto, hasta el punto de que está uno dispuesto a mofarse de él para contentar su apetito carnal.

En este sentido, hay que confesar que la pureza del noviazgo no es una exigencia cualquiera, creada por unos moralistas apasionados de actitudes defensivas y que cultivan lo prohibido. Está ligada al amor mismo que la exige, como puede exigirla un sano concepto del equilibrio humano. La requieren la naturaleza del amor y la naturaleza del hombre; con este título la impone el propio Dios. Quien se niega a ella no solamente ofende a Dios, sino que desprecia el amor al que transforma en un comercio abyecto; y se destruye al suscitar en él esos tentáculos monstruosos que son los deseos desordenados de una naturaleza desequilibrada.

3. Necesidad de la pureza en el amor

Se puede, por tanto, hablar, y hay que hacerlo, de un imperativo de pureza que se impone a los novios no como una coacción penosa cuya única finalidad sería crearles molestias, sino como una fuerza interior que vivifica el amor elevándolo y manteniéndolo en un plano superior. Esta pureza pretende estar libre de todo desprecio hacia el cuerpo y se basa, por el contrario, sobre el respeto soberano a la carne a la que restituye su equilibrio, eliminando los elementos de defección que son un peligro para ella. En cuanto al amor mismo, lo consolida y prepara así la felicidad de que gozará la pareja cuando se halle ligada por la vida en común.
Este último punto de vista es de gran importancia y merece ser subrayado con insistencia. No se repetirá nunca lo suficiente hasta qué punto es esta virtud una condición indispensable para la felicidad.
Fundamento de la confianza mutua
Sobre ella, en efecto, se instaura uno de los primeros fundamentos de la felicidad de los futuros esposos: la confianza mutua. ¿Será necesario recordar que una vida conyugal se hace radicalmente insostenible en cuanto los esposos pierden la confianza del uno en el otro? Si temen la infidelidad, el uno del otro, si están cansados de no poder entregarse a un reposo legítimo en ciertos períodos de su vida, si el espectro del engaño acompaña una insatisfacción sexual que las circunstancias imponen al cónyuge ¿cómo se puede ser feliz? No hay felicidad conyugal posible más que en un clima de confianza absoluta entre ambos esposos. Si ésta no florece en el hogar, sobrevendrán las sospechas, las inseguridades, los celos, las represalias y las disputas. A fin de no incurrir en esas calamidades que llegan, en muy poco tiempo, a destrozar el amor más hermoso, es preciso que la joven esposa pueda descansar sobre la certeza moral de que su marido está lo bastante liberado de las esclavitudes sexuales para conservar el amor que por ella siente, aun cuando, en caso de fuerza mayor (dictámenes médicos, por ejemplo), la pareja deba imponerse ciertas restricciones. ¡Y bien sabe Dios que tal situación no es rara! Inevitablemente, en semejantes circunstancias, la joven esposa se volverá hacia el pasado y juzgará el presente bajo su luz. Si ella recuerda a su novio enfermo de deseo, minado por codicias incontroladas, exigiendo, suplicando, maniobrando para conseguir las satisfacciones de las que no pueden prescindir por más tiempo sus sentidos enloquecidos, ¿cómo no va a estar inquieta y cómo va a impedir que el veneno de la inquietud se infiltre en su espíritu?

Lo mismo le acontece al joven esposo. En la hipótesis de que una ausencia prolongada le imponga el tener que abandonar su mujer a sí misma, o también en caso de que unos motivos personales no le permitan responder a las exigencias inconfesadas, quizá, pero no por eso menos imperiosas de un apetito sexual demasiado intenso, ¿cómo no comprometer el presente volviéndose hacia el pasado? Si él encuentra entonces la imagen de una sirena electrizada por un apetito carnal siempre insatisfecho, ¿cuál no será su inquietud?

Pero si uno y otro pueden entonces recordar con alegría sus esfuerzos comunes, realizados durante los meses en que hayan conseguido domar el deseo en ellos, con la fuerza de su amor, ¡qué seguridad no encontrarán en ese recuerdo! Tendrán entonces la inapreciable certeza de que el cónyuge merece una confianza total ante la prueba misma que él haya dado en esa ocasión de su equilibrio y de su autodominio. Fuera de esta perspectiva, no queda sitio para la confianza… ni tampoco para la felicidad que va unida a ella.
La fuente del dominio de sí mismo
Además, la pureza es, sin discusión, una escuela de autodominio para los novios. El joven, sobre todo, se beneficia de los esfuerzos que aquélla impone para disciplinar sus reflejos instintivos y someterlos al control de la razón.

Ahora bien, en esto también, nos encontramos con una condición indispensable para la felicidad conyugal. La experiencia acumulada en el curso de los siglos, confirmada hoy por los datos que unas encuestas sistemáticas han revelado, establece que una de las causas principales del desacuerdo conyugal es la insatisfacción sexual de la mujer, frustrada en su eclosión normal a consecuencia de la imposibilidad en que se encuentra el hombre de conservar el control de sus reacciones sexuales. Esta quiere decir, sin posible duda, que el hombre que durante su juventud ha desdeñado todas las exigencias de la pureza para entregarse sin esfuerzo a las inclinaciones que le incitaban con tanta mayor violencia cuanto que creaban en él un desequilibrio cada vez mayor, se prepara a un fracaso matrimonial. El hombre debe aprender su oficio de marido en su época de novio; y por paradójico que esto pueda parecer a primera vista, no será por medio de una anticipación desdichada como aprenderá ese oficio de hombre, sino adquiriendo un completo dominio de sí mismo. Sin éste, en lugar de hacerse un hombre, seguirá siendo un adolescente poco evolucionado. Sus reacciones, originadas por una sexualidad infantil y eruptiva, le conducirán a hacer de la unión carnal un embrollo irreparable. Teniendo en cuenta la experiencia, podemos afirmar de un modo indudable que «la unión armoniosa es imposible sin el dominio del espíritu sobre los sentidos» [1]. Ahora bien, este dominio debe adquirirse antes del matrimonio bajo pena de complicar enormemente, a veces de una manera irreparable, los primeros meses de vida conyugal. Pero ¿cómo llegar a este tan preciado dominio de sí más que por la pureza?

Que se tome buena nota de ello: no se ingresa en el matrimonio porque se haya hecho imposible conservar el control de una situación que ya no se puede dominar. Es éste un error de bulto basado en una concepción mezquina y radicalmente falsa del matrimonio. No se debe entrar en éste sino en el momento en que un suficiente dominio de sí asegure al joven la fuerza requerida para no herir a la muchacha con una precipitación de mala calidad. Lo cual quiere decir que la pureza se convierte en una condición previa al matrimonio, cuyo éxito prepara, asegurando el dominio de un instinto sexual que ella refrena sometiéndolo a la razón.

Todo cuanto se ha dicho hasta aquí no proviene de consideraciones religiosas apriorísticas o gratuitas. La ley de Dios se adapta en este terreno a las exigencias mismas de la naturaleza humana, hasta el punto de que negarse a obedecer ese precepto de pureza, es condenarse a falsear la propia personalidad con una desviación cuyas consecuencias traerán, casi seguramente, el fracaso del amor.

Quien se ha inclinado sobre la angustia de tantas parejas desgraciadas para buscar la explicación del fracaso conyugal, encuentra casi siempre ese mal. La mayoría de las veces, había en el joven tal inmadurez sexual que la armonía ha quedado radicalmente comprometida por ella. No se doma un potro salvaje dejándolo correr por las praderas. Hay que embridarlo, mantener bien sujetas las riendas, enseñarle a obedecer la voluntad de su dueño. Sólo entonces llega a ser apto para el servicio. El instinto sexual debe mantenerse igualmente bien refrenado. El joven debe aprender a conservar el dominio de sí mismo a fin de hacerse, llegado el día, apto para entregarse a su esposa. Si, durante las relaciones, no ha aprendido a dominar sus impulsos, será incapaz de adoptar al principio la actitud de reserva que se impone en todo esposo juvenil. Y al propio tiempo, estará a punto de comprometer la felicidad futura del hogar. A los enamorados, Kalil Gibran les dice con mucha perspicacia: «Vuestro cuerpo es el arpa de vuestra alma, y os atañe a vosotros extraer de ella una música dulce o unos sones confusos» [2].

Por medio del largo aprendizaje de la pureza el alma del joven prometido preparará su cuerpo al don conyugal que pueda ser realmente el triunfo del amor. Para unos novios, no hay mejor manera de preparar su amor futuro asegurando su duración, que vivir su amor presente en la pureza.


[1] Claude Prudence, L’Art d’aimer sa femme, Éd. du Levain, París (s.f.), p. 69.
[2] Kalil Gibran, Le Prophète (trad. Camille Aboussouan), Casterman, París 1957, p. 72.

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