TERCER DOMINGO DE ADVIENTO
El tercer domingo de Adviento, que
en otro tiempo se llamaba segundo antes de Navidad, no es menos solemne en la
Iglesia que los dos precedentes. Como la venida del Salvador del mundo debe ser
el objeto de la devoción, de las oraciones y de todos los ejercicios piadosos
de este santo tiempo, la Iglesia tiene cuidado todos los domingos, días
singularmente consagrados para renovar el fervor de los fieles, de excitar su
fe y su esperanza, a medida que se acerca el día del nacimiento del Redentor; a
fin de que despertándose su celo al aproximarse una fiesta tan grande, nada
dejen de hacer para disponerse bien a ella.
El introito de la Misa de este día
es el más a propósito para excitar este celo. Hermanos míos, regocijaos siempre en el Señor, nos dice
el sacerdote subiendo al altar; otra vez
os lo digo, regocijaos, no con aquella alegría vana y tumultuosa que nace
mas bien de los sentidos que del corazón, la cual no teniendo por principio más
que un bien vacío y aparente, está siempre acompañada de amargura, y
ordinariamente seguida del arrepentimiento; regocijaos con una alegría
verdaderamente cristiana, y por consiguiente humilde, modesta, y al mismo
tiempo pura, sólida, real; con una alegría que no teniendo más que a Dios por
principio, es inalterable, llena el corazón, y satisface el alma. Aparezca
vuestra modestia a los ojos de todos los hombres, brille vuestra alegría porque
el Señor está cerca: en efecto, ¿qué motivo más justo para una santa alegría? Señor, Vos habéis derramado vuestras
bendiciones sobre vuestra heredad, continúa, Vos habéis puesto fin a la cautividad de Jacob, os habéis
compadecido de vuestro pueblo, y habéis, por fin, escuchado sus votos. La
Judea, que en otro tiempo habíais tratado con tanta bondad, y que después
habíais repudiado con horror, como una tierra manchada con los crímenes de sus
habitantes, ha encontrado nuevamente gracia en vuestros ojos; Vos le habéis, al
fin, enviado el Mesías. El Rey tanto tiempo esperado, el Señor tan deseado, el
Salvador objeto de tantos votos, el cumplimiento de vuestras promesas va a
aparecer; ¿qué motivo más justo para hacer resaltar nuestra alegría? De este
modo consuela e instruye en este día a sus hijos la Iglesia en el principio de
la Misa.
Las palabras que acaban de citarse
son tomadas de la epístola que el apóstol san Pablo escribe a los Filipenses,
por las cuales empieza la Epístola de este día.
Habiendo san Pablo sido llamado de
Dios a Macedonia, vino a Filipos, ciudad de aquella provincia, edificada por
Filipo, el cual la dio su nombre. El santo Apóstol tan luego como llegó allí
convirtió a una mercadera de púrpura, llamada Lydia. Esta conversión fue muy
pronto seguida de otras muchas; y los fieles se aumentaron tanto en tan poco
tiempo, que alarmados los magistrados hicieron prender a san Pablo, y Silas su
compañero, les hicieron azotar, y los enviaron a una prisión. Durante la noche
se sintió un temblor de tierra que conmovió hasta los fundamentos el lugar en
que estaban. Se abrieron las puertas de la prisión, y se rompieron las cadenas
de los prisioneros. Habiendo acudido el alcaide, y creyendo que los presos se
habían salvado, trató de atravesarse con su espada; pero san Pablo le aseguró,
le convirtió, y habiéndole instruido le bautizó con toda su familia. Amanecido
el día, enviaron los magistrados a decir al alcaide que dejase ir a Pablo y a
Silas; pero san Pablo les hizo decir que no se trataba de este modo a unos
ciudadanos romanos. Vinieron los magistrados a prisión, dieron sus excusas, y
les rogaron que saliesen de la ciudad. El santo Apóstol fue desde Filipos a
Tesalónica; pero siempre profesó mucha ternura y mucha bondad a los Filipenses.
Él mismo dice que se acordaba siempre de ellos en sus oraciones. Los Filipenses
por su parte mostraron el reconocimiento más vivo a san Pablo, y no dejaron de
enviarle socorros a todos los lugares donde predicaba. Habiendo sabido que se
hallaba en prisiones en Roma, rogaron a su obispo Epafrodito que le llevase
algún socorro de dinero: y a la vuelta del santo Prelado fue cuando san Pablo
escribió a los Filipenses la hermosa carta de donde está sacada la Epístola de
este día. Les llama su alegría y su
corona. Este elogio hace mucho honor a aquellos fervorosos fieles; y
después de haberles exhortado a perseverar en la fe, en el temor y amor del
Señor, les recomienda que se regocijen sin cesar en Nuestro Señor, y la razón
que les da para ello es, dice él, que el Salvador está cerca. Este mismo es el
motivo que le obliga a exhortarles a que tengan una modestia más edificante y
más cristiana, entendiendo el santo Apóstol por la palabra modestia la práctica
de todas las virtudes, de aquella caridad, de aquella dulzura, de aquella
paciencia, de aquella mortificación, tan propia para hacer que nos sea
favorable la venida del Salvador. Ya que san Pablo, diciendo a los Filipenses
que el Señor está cerca, haya querido decir que el Señor está continuamente
cerca de nosotros para asistirnos, ó que lo haya entendido por el aniversario
de su nacimiento; todo cuanto dice en este capítulo contiene las disposiciones
santas con que debe uno prepararse para aprovecharse de él. El recogimiento y
la oración acompañada siempre de acciones de gracias por sus beneficios, deben
sernos familiares en este santo tiempo: la paz y la tranquilidad del corazón preparan
el alma para las visitas celestiales. En medio del reposo de la noche es cuando
llega el Esposo divino, y no hay nada tan opuesto a las íntimas comunicaciones
de Dios con el alma, como el tumulto del mundo y la disipación del corazón.
Esto es lo que hace decir al santo Apóstol: Y
la paz de Dios guarde vuestros corazones y vuestros entendimientos en
Jesucristo. Por esto recomienda tanto, principalmente durante el Adviento,
el recogimiento y el retiro, en razón de
que en la soledad es donde siempre habla Dios al corazón. Antiguamente no
entraba ningún lego en el coro desde este tercer domingo hasta la vigilia de
Navidad, porque se suponían los canónigos como en retiro, y se procuraba no
distraerlos en la solemnidad del oficio del día. Por lo demás, añade el mismo
Apóstol en el propio capítulo de que se toma la Epístola de la Misa, lo que
debe ocupar vuestros pensamientos y vuestros deseos, sobre todo en este santo
tiempo, es todo aquello que es conforme a la verdad, todo lo que es puro, todo
lo que es justo, todo lo que es santo, todo cuanto es digno de nuestra estima y
de nuestro amor, todo lo que da una buena reputación, todo lo virtuoso, todo lo
que es laudable en materia de disciplina y de conducta.
El Evangelio de este día refiere el
testimonio auténtico que san Juan da a los judíos de la venida del Mesías en la
persona de Jesucristo. Habiendo elegido la Iglesia para el oficio de los
domingos de Adviento todo lo que tiene más relación con su nacimiento; después
de haber anunciado en el Evangelio del domingo precedente las pruebas que da
Jesucristo de su divinidad y de su misión a los discípulos de san Juan
Bautista, en el Evangelio de este día cita el testimonio que el mismo san Juan
da de Jesucristo delante de los principales de la nación, y a la presencia de
todo el pueblo.
Habiéndose querido humillar el
Salvador, hasta recibir el bautismo de penitencia que predicaba su precursor
san Juan Bautista, se había retirado al desierto para ayunar allí por espacio
de cuarenta días antes de manifestarse al mundo. Entre tanto san Juan predicaba
a lo largo del Jordán con tan buen éxito y tanto fruto, que el pueblo dejaba
las ciudades para ir a oír a este nuevo predicador; y como si no bastasen los
habitantes de Jerusalén para formar su auditorio, y darle discípulos, corrían
en tropas para oírle de todas las comarcas de la Judea, principalmente de las
orillas del Jordán, y muchos movidos de un verdadero dolor de sus culpas hacían
delante de él una sincera confesión de ellas, y le pedían su bautismo. No había
nadie, hasta los mismos fariseos orgullosos, y los saduceos, gente sin ley y
sin piedad, que no quisiese ser bautizado; y la reputación del hombre de Dios
hacia tanto ruido, que el gran Sanedrín, que era el gran Consejo de los judíos,
en el cual se decidían los negocios del Estado y de la Religión, le envió una
diputación célebre.
Los principales de entre los judíos
sabían bien por los oráculos de sus Profetas, y sobre todo por el de las
semanas tan célebres de Daniel, que el tiempo en que debía nacer el Mesías estaba
próximo. Por otra parte veían que por donde quiera no se hablaba más que de
Juan Bautista; que este santo hombre presentaba virtudes más divinas que
humanas, y que en un cuerpo mortal parecía verse la impasibilidad de un Ángel.
Todo esto hacía que se inclinasen al parecer del pueblo, que tomaba al
Precursor del Mesías por el Mesías mismo por tanto tiempo esperado, y tan
ardientemente deseado de todo el pueblo. Sin embargo, como nada haya que sea
más incierto que un rumor popular, no creyeron que debían darle fe, sin haber
antes enviado los sacerdotes y levitas al hombre de Dios, para saber de él
quién era, qué cualidad tomaba, y en virtud de qué autorización predicaba la
penitencia. Escogieron personas de este carácter, porque eran del cuerpo de los
eclesiásticos, al cual únicamente pertenecía el examinar a aquellos que se
ingerían a predicar y explicar públicamente la ley al pueblo.
Jerusalén, aquella ciudad tan
célebre, vio entonces a los primeros de sus sacerdotes y de sus levitas salir
con un grande acompañamiento, para ir a más de veinte leguas de distancia a
informarse de las cualidades y de la misión del nuevo Profeta, sin pensar que
iban a recibir el testimonio más brillante de la venida del Mesías; dirigiendo
la divina Providencia esta diputación para enseñar a los judíos, y que nunca
pudiesen dudar, que Jesucristo, a quien un día habían de maltratar con tanto
encarnizamiento, era verdaderamente el Mesías.
Encontraron los diputados a san Juan
en las cercanías de Betahara, que también se llamaba Betania; era esta una
ciudad situada de la otra parte del Jordán, distante cerca de veinte leguas de
la aldea de Betania. Predicaba san Juan de la parte de acá en una campiña a
cielo raso. Allí formaba un gran número de discípulos para aquel a quien reconocía
por su Señor, y todo su cuidado era el disponerlos, tanto por su doctrina y sus
ejemplos, como por su bautismo, para recibir la ley de Jesucristo.
Allí fue donde los diputados del
Sanedrín le representaron cuánta estima y veneración había concebido hacia él
el consejo; que la santidad de su vida daba a conocer bastantemente que él no
era como el resto de los hombres; que en el concepto del pueblo pasaba ya por
el Mesías, y que ellos mismos no estaban distantes de esta opinión, puesto que
las cosas que hacía les parecían superiores a las fuerzas humanas; pero que
para la satisfacción común, y para mayor seguridad, querían saber de su propia
boca quién era.
No dudó el santo hombre: negó
firmemente ser el que ellos creían; y a fin de que no tomasen su respuesta por
alguna tergiversación de una humildad poco sincera, les dijo en términos
formales, y les repitió muchas veces que de ningún modo era el Mesías; declaró
altamente y sin rodeos que no era el Cristo. Por más franca y más preciosa que
fuese esta respuesta, los diputados no pudieron borrar de su imaginación la
idea que habían concebido de su mérito. Vínoles, pues, al pensamiento que si no
era el Mesías, podía ser muy bien que fuese un nuevo Profeta, igual a los
antiguos, ó a un Elías, puesto que vivía como él, a mas de que sabían que Elías
no había muerto, y que según la profecía de Malaquías debía volver al tiempo de
una de las dos venidas del Mesías, antes del gran día del Señor. (Malach. IV). San Juan se afligía al ver
que se hacía tanto caso de él, y que se le igualaba con los grandes Profetas.
Cuanto más se le daban testimonios de estimación, más él se abatía. No solo
negó que fuese Elías, sino que añadió que ni aun era profeta; quería sin duda
dar a conocer a los doctores y a los sacerdotes lo que ignoraban y lo que les
importaba saber; que el tiempo de los Profetas había pasado; que él no venía,
como sucedía antiguamente, para prometerles el Mesías, sino para advertirles
que el Mesías había venido, y que estaba en medio de ellos, y para mostrarles con
el dedo Aquel que sus padres no habían visto sino en confuso, y de muy lejos,
por un espíritu de profecía. No pudiendo sacar de san Juan más que respuestas
negativas y que no les decía lo que era, sino lo que no era, le estrecharon
para que les declarase lo que se debía pensar de él, cuál era el carácter en
virtud del cual predicaba, y lo que debían responder a los que les habían
enviado, para saber de él mismo en qué concepto debía tenérsele.
El Santo no pudo ya menos de
satisfacer su curiosidad. Se manifestó a ellos, y les declaró con mucha
modestia y candor, que era aquel de quien había hablado Isaías, cuando viendo
en espíritu al Mesías que debía venir, le parecía oír ya la voz de su Precursor
en el desierto, la cual exhortaba a los pueblos a que se preparasen para su
venida. Yo soy esta voz, les dice, que viene para preparar los caminos al
Mesías, y disponer por la penitencia que predico, y por el Bautismo que
administro, los corazones y los espíritus para recibir al que viene para
salvarlos. Los fariseos, más celosos por mantener su autoridad que en procurar
su salud, se picaron de esta respuesta, y replicaron con altanería: Si no eres,
pues ni el Cristo, ni Elías, ni profeta, ¿por qué bautizas? San Juan, que
quería con su humildad abatir su orgullo, no les habla ni de su misión que
había recibido inmediatamente de Dios, ni del cargo eminente con que el cielo
le había honrado: se contenta con responderles para su instrucción, y la de
todo el pueblo, que el agua de su bautismo no obraba sobre las llagas del alma,
más que como el agua común obra sobre las llagas del cuerpo; que no las curaba,
sino que únicamente servía para lavarlas, a fin de que estando limpias se las
viese, y se hiciese alto sobre ellas; que aquel hombre divino a quien buscaban,
y que verdaderamente era su Mesías, les conferiría bien pronto un nuevo
bautismo del cual el suyo no era más que la sombra, un bautismo que curaría
todas las llagas de su alma; que por lo que hacía a él, había recibido de lo
alto una gracia particular para descubrir a los hombres sus errores y sus
vicios, pero que era incapaz de remediarlos; que todo lo que podía hacer, era
exhortarles a que reconociesen a su verdadero médico, el único de quien debían
esperar su curación; que, por lo demás, no era necesario que fuesen a buscarle
lejos, que estaba en su país, y en medio de ellos, que era de su nación y de
sangre real, conforme a lo que habían predicho de él los Profetas; que, a la
verdad, todavía no le conocían, pero que sus maravillas, de que ellos mismos
serían testigos, se lo descubrirían muy pronto. Por lo que hace a mí, añadió,
yo le conozco, y he venido delante de él, a fin de anunciaros su venida; y si
él viene después de mí, esto consiste en que Él es el Señor, y envía a su
siervo para que avise que vendrá muy pronto. Y ciertamente yo valgo bien poco
en su presencia, ni aun merezco emplearme en los misterios más humildes de su
servicio. Él lo puede todo, y yo no puedo nada; mi bautismo no dura más que un
cierto tiempo, y no tiene virtud alguna en comparación del suyo, el cual será
hasta el fin del mundo una fuente inagotable de gracias y de salud. Él no os
lavará simplemente con el agua, sino que os bautizará en el Espíritu Santo, y
este santificador descenderá sobre los que recibieren el nuevo bautismo, se comunicará
a ellos, les animará con su presencia, les fortificará con su gracia, les
abrasará con aquel fuego divino que produce efectos maravillosos en las almas
santas. Verdaderamente el bautismo de san Juan no era más que una preparación
para el de Jesucristo; disponía los pecadores, por la penitencia y por las
obras de justicia, para escuchar al Mesías, y recibir el perdón de sus pecados
por el bautismo del Salvador. El Santo llama a este bautismo un bautismo de
fuego, y conferido por el Espíritu Santo; es decir, que no será una simple
ablución del cuerpo metido en el agua, sino que por la virtud del Sacramento,
quedando el alma purificada de todas sus manchas, será inflamada e ilustrada
por el Espíritu Santo. Sabemos que en el día de Pentecostés descendió el
Espíritu Santo sobre los discípulos en forma de lenguas de fuego, y pudo san
Juan haber aludido no solo al efecto del Sacramento, sino también a este
símbolo.
Después de haber dado el santo
Precursor este testimonio de la venida de Jesucristo a los diputados, continuó
en todas las ocasiones que se le ofrecieron publicando el mérito, la santidad y
la omnipotencia del Salvador del mundo. Viendo san Juan al otro día a Jesús que
venía a él: He aquí, exclamó, el Cordero de Dios; he aquí el que borra los
pecados del mundo. Este es de quien yo he dicho: He aquí viene después de mí un
hombre que es antes que yo; si yo he venido para administra un bautismo de
agua, esto no es sino para que se le conozca en Israel. Yo he visto, añade,
bajar del cielo el Espíritu Santo en forma de una paloma, y se ha colocado
sobre Él. Y el que me ha enviado para administrar un bautismo de agua, me ha
dicho: Aquel sobre el cual verás descender y colocarse el Espíritu, ese es el
que administra el bautismo del Espíritu Santo. Esto es puntualmente lo que yo he visto, y he dado testimonio que este
es el Hijo de Dios.
Nada podía convenir mejor al
designio de la Iglesia que este Evangelio, tan propio para reanimar nuestra fe
y excitar nuestro fervor, en un tiempo que tanto lo requiere para prepararnos a
recibir dignamente aquel que los judíos no han querido reconocer. Inexcusables
después del testimonio de san Juan Bautista, todavía más criminales después de
haber sido testigos de sus maravillas, los judíos rehusaron tenazmente recibir
a Aquel que había pedido con tanto ardor y esperado por tanto tiempo, y le
hartaron de oprobios. ¿Y no seríamos
nosotros tan culpables como aquellos impíos, y todavía más ingratos que
aquellos, si conociendo y confesando a Jesucristo por nuestro Salvador, no
cuidásemos de disponernos con tiempo a recibirle con alegría, con empeño, con
fervor, y por decirlo así, con dignidad el día de su nacimiento?
Fuente: R. P. Jean Croisset SJ, "Año Cristiano ó Ejercicios devotos para todos los Domingos, días de Cuaresma y Fiestas Móviles" TOMO I. Librería Religiosa, Barcelona 1863. Páginas 47 - 54
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