BAJO
EL PODER DE SEPTIMIO SEVERO
En
el año 203, en Cartago
DAMA
Y ESCLAVA
PERPETUA
Y FELÍCITAS
(segunda y última parte)
para ver primera parte dar click aquí
***
La
mártir, lucha contra el diablo
Hoy, víspera de
nuestro combate, he aquí la visión que se me presentó. El diácono Pomponio
había llegado a la puerta de la cárcel y llamaba en ella con violencia. Salí
para abrirle la puerta.
Llevaba una
vestidura blanca ondeante con muchos adornos. Me dijo: «Perpetua, te esperamos. Ven».
Me tomó de la
mano y nos entramos en un camino áspero y tortuoso. Llegamos al fin
dificultosamente al anfiteatro. Jadeábamos. Me llevó al medio de la arena y me
dijo: «No temas. Estoy contigo. Te
ayudaré». Y se marchó.
Vi entonces una
gran muchedumbre de personas muy sorprendidas. Sabía que estaba condenada a las
fieras, por eso estaba muy admirada de que no soltaran ninguna de ellas contra
mí. Me salió entonces al encuentro un egipcio de aspecto repugnante. Junto con
sus secuaces, se disponía para combatir contra mí. A un mismo tiempo, hermosos
jóvenes se colocaron junto a mí. Eran mis ayudantes y mis partidarios. Me
desnudaron, y he aquí yo era un hombre. Mis secuaces se pusieron a untarme con
aceite, como se suele hacer para la lucha. En cambio el egipcio se revolcaba en
la arena.
Sobrevino
entonces un hombre de una estatura extraordinaria. Era tan alto que era más
alto que la cumbre del anfiteatro. Tenía un ondeante manto de púrpura, prendido
en la parte delantera con dos broches y recubierto de una cantidad de adornos
de oro y de plata. Tenía en la mano una vara, cual un jefe de gladiadores, y
una rama verde con pomos de oro. Pidió con instancia el silencio y dijo: «Si este egipcio vence a esta mujer, la
matará con la espada. Si ella triunfa, recibirá la rama». Y se marchó. Caminamos
el uno hacia el otro, mi adversario y yo, y comenzó el combate a puñetazos.
Luego el egipcio trató de agarrarme de los pies. Yo le martillaba el rostro a
golpes con el talón. De repente fui levantada en el aire, y pude pegarle sin pisar
más el suelo. Mas cuando vi que eso duraba, junté las manos enlazando los
dedos, y agarré la cabeza de mi adversario. Se cayó de bruces y le trituré la
cabeza.
Entre las
aclamaciones de la muchedumbre y el canto de mis amigos, me acerqué al jefe de
los combates.
Me dio la rama,
me abrazó y me dijo: «¡Hija mía, la paz
sea contigo!» Orgullosa de mi triunfo me dirigí hacia la puerta de los Vivientes.
Cuando me
desperté comprendí que iba a combatir, no contra las fieras, sino contra el
Diablo, y estaba segura de la victoria.
He aquí que he
relatado los acontecimientos hasta la víspera del combate. ¡Si alguien quiere
describir el combate mismo, hágalo!
Visión
de Saturo
El
bienaventurado Saturo tuvo, también, una visión que ha narrado por escrito.
Hela aquí:
Habíamos sufrido
el martirio y habíamos dejado nuestro cuerpo. Cuatro ángeles nos llevaron hacia
el Oriente, mas sus manos no nos tocaban. Ascendíamos, no cara al cielo y
acostados de espaldas, sino como personas que trepan por una pendiente suave. Después
de haber cruzado las primeras zonas del mundo, vimos torrentes de luz. Dije a
Perpetua que estaba junto a mí: «He aquí
lo que nos ha prometido el Señor. Lo hemos alcanzado».
Siempre llevados
de los ángeles, hemos llegado a una gran llanura semejante a un jardín, con
parques de rosas y flores de todas clases. Los árboles eran grandes como
cipreses y sus hojas cantaban sin cesar.
En ese jardín,
había cuatro ángeles más resplandecientes que los otros. No bien nos divisaron,
nos recibieron con grandes homenajes y, llenos de admiración, dijeron a los
otros ángeles: «¡Son ellos! ¡Son ellos!»
Llenos de temor y de respeto, los cuatro ángeles que nos sostenían nos
colocaron en el suelo.
Caminamos
entonces a través del estadio por una gran calle de árboles y nos encontramos
con Jocundo, Saturnino y Artajio, que habían sido quemados vivos en la misma
persecución.
Quinto que murió
mártir en la cárcel estaba allí también. Preguntamos por los demás, pero los
ángeles nos dijeron: «Venid primero.
Entrad y saludad al Amo».
Llegamos junto a
un palacio cuyas paredes parecían construidas con luz. En el umbral del palacio
había cuatro ángeles. Al entrar nosotros, nos revistieron con vestidos blancos.
Penetramos y oímos un coro que repetía sin cesar: «¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!» Un hombre vestido de blanco estaba
sentado en esa sala. Su rostro era joven y sus cabellos blancos como la nieve. No
se le veían los pies. Junto a él estaban cuatro ancianos. Detrás de ellos
estaban de pie, muchos otros ancianos más. Nos adelantamos admirados y nos
detuvimos ante el trono. Cuatro ángeles nos levantaron y besamos al Señor que
nos acarició. Luego los demás ancianos nos dijeron: «¡Poneos de pie!» Obedecimos y cambiamos el beso de paz. Finalmente
los ancianos nos dijeron: «Id, divertíos».
Y dije a
Perpetua: «Tienes lo que quieres».
Me respondió: «Sí, ¡gracias a Dios! Estaba alegre en el
mundo, aquí lo estaré mucho más».
Al salir,
divisamos junto al umbral a la derecha, al obispo Optato, a la izquierda, el
sacerdote y apóstol Aspasio.
Estaban tristes
y parecían que no andaban de acuerdo. Se arrojaron a nuestros pies diciendo: «Restableced la paz entre nosotros. He allí
que partís dejándonos de este modo». Les dijimos: «¿No sois vos por ventura nuestro obispo, y vos nuestro sacerdote? ¿Por
qué os arrojáis a nuestros pies?». Y muy conmovidos los abrazamos. Perpetua
comenzó a conversar en griego con ellos y los llevamos al jardín, debajo de un
rosal.
Hablábamos con
ellos, cuando sobrevinieron los ángeles: «Dejad
a éstos descansar», nos dijeron. «Si
hay dificultades entre vosotros, perdonaos mutuamente». Ambos se turbaron
mucho. Y los ángeles prosiguieron: «Corrige
a tus gentes», dijeron a Optato. «Cuando
se reúnen en tu casa, se diría, ¡que regresan del circo! Riñen como sediciosos».
Y nos pareció que los ángeles querían cerrarles a esos hombres las puertas del
Paraíso. Reconocimos luego a muchos hermanos, más tan sólo mártires. Nuestro alimento
era un perfume inefable que nos saciaba.
Entonces,
enteramente alegre, me desperté.
Narración
del cronista
He allí las
visiones más notables de nuestros bienaventurados mártires Saturo y Perpetua,
tales cuales ellos las escribieron.
Dios, por una
muerte prematura, había llamado a sí a Secúndulo, durante su estadía en la
cárcel. Por la gracia divina, evitó la lucha contra las fieras. Mas si su alma
no conoció la espada, su cuerpo a lo menos había conocido la amenaza de ésta.
Felícitas obtuvo
también del Señor un gran favor. Estaba en cinta hacía ocho meses, por lo tanto
mucho antes de que la arrestaran. Cuanto más se acercaba el día de las fiestas,
tanto más se desconsolaba. Temía en efecto se postergara su suplicio a causa de
su embarazo; pues la ley prohíbe matar a las mujeres en cinta. Por eso temía
mucho derramar su sangre pura y sin mancha en compañía de malvados. Sus
compañeros de martirio se afligían ellos también por dejar enteramente sola a
tan buena compañera, a una amiga que marchaba junto con ellos hacia una misma esperanza.
Por eso, tres
días antes de los juegos, todos juntos imploraron al Señor y le dirigieron
fervorosas oraciones. No bien concluían su súplica los dolores acometieron a
Felícitas. Sufría mucho a causa de las dificultades comunes en un parto en el
octavo mes. Entonces uno de los carceleros, al oírla gemir, le dijo: «Si ya
te quejas de esa manera ahora, ¿qué harás frente a las fieras que
has desafiado negándote a sacrificar?»
—«El
sufrimiento actual, soy yo que lo soporto», respondió
Felícitas. «Mas allá
otro estará en mí, que sufrirá por mí, ya que por él padeceré».
Felícitas dio a
luz una niñita a la que adoptó una cristiana.
Ya que el
Espíritu Santo ha permitido y de ese modo, ordenado escribir la narración del
combate mismo, a pesar de nuestra indignidad, para completar una historia tan
gloriosa, cumplimos ese deseo, mucho más, esa misión que la muy santa Felícitas
tuvo por bien confiarnos.
Mencionemos en
primer lugar un rasgo de su firmeza y de su grandeza de alma. El tribuno
trataba a los presos con bastante dureza. Engañado por los consejos de
individuos extravagantes, temía que los cautivos pudieran evadirse de la
cárcel, gracias a sortilegios mágicos. Perpetua se lo echó en cara: «¿Por qué
no nos permites suavizar algo el régimen? ¿Por ventura no somos condenados
elegidos que hemos de combatir en el aniversario del César? ¿No va en ello tu
honor el exhibir ante el público prisioneros bien gordos?»
El tribuno,
desconcertado, se avergonzó y dio orden de tratar mejor a los mártires. Desde
entonces, los fieles tuvieron permiso para visitarlos y ofrecerles
confortación. Porque, el jefe de la cárcel acababa de convertirse.
La víspera de
los juegos, en la última comida de los condenados, los mártires, tanto como
pudieron, transformaron en ágapes esa orgía que se llama comida libre. Con su
acostumbrado valor interpelaban a la muchedumbre, amenazaban a los paganos con el
juicio de Dios, divulgando la felicidad de morir mártires y burlándose de la
curiosidad de los espectadores. «¿No os basta el día de mañana −les decía
Saturo− para contemplar a gusto los que odiáis? ¿Hoy amigos, mañana enemigos?
Recordad sin embargo nuestras facciones, con el fin de reconocernos en el gran
día del juicio». Y todos los paganos se marchaban heridos de estupor; muchos de
ellos se convirtieron.
Finalmente llegó
el día de la victoria. El séquito de los mártires salió de la prisión y se
encaminó hacia el anfiteatro: se hubiera dicho que entraban en el cielo. Estaban
radiantes y, en sus rostros, muy hermosos, la emoción temblorosa provenía de la
alegría, y no del temor. Perpetua seguía al grupo con paso sosegado, como una
gran dama de Cristo, como la pequeña muy amada de Dios; y su mirada tenía tanto
brillo, que intimidaba a los curiosos. Felícitas seguía luego, alegre por su
feliz alumbramiento que le proporcionaba combatir con las fieras, ávida de ir
de la sangre a la sangre, de la partera al reciario, para purificarse en un
segundo bautismo.
Cuando hubieron
llegado a la puerta del anfiteatro, se los quiso poner vestidos impíos: a los
hombres, la toga de los sacerdotes de Saturno, a las mujeres, el vestido de las
sacerdotisas de Ceres. Mas Perpetua, valiente hasta el final, rehusó con
tenacidad en nombre de los demás. «De por nuestra libre elección, hemos
venido hasta aquí −decía− con el fin de salvar nuestra libertad y
sacrificamos nuestra misma vida para no hacer semejantes cosas.
Precisamente acerca de ese punto hemos formalizado un contrato con
vosotros». La injusticia no resistió a la justicia y el tribuno los dejó
entrar con sus vestiduras de costumbre.
Perpetua
cantaba. Trituraba ya la cabeza del egipcio. Revocato, Saturnino y Saturo
amenazaban al pueblo con la cólera divina. Llegados a la altura del palco de
Hilariano, le dijeron con ademanes y señales: «Nos hieres, mas Dios te herirá».
El pueblo exasperado pidió se les hiciera azotar por los criados colocados en
fila. Los mártires se regocijaron de ello: participarían de ese modo en la
Pasión del Salvador.
Aquél que ha
dicho: «Pedid y recibiréis», concedió a cada uno el género de muerte que
deseaba. Cuando hablaban de esto entre sí, Saturnino había declarado que él
quería ser expuesto a todas las fieras, para ganar de ese modo una corona más
gloriosa. Ahora bien, desde el principio de los juegos, Revocato y él fueron acometidos
por un leopardo. En el estrado, fueron luego presa de un oso.
A Saturo, le
horrorizaban muchísimo los osos: prefería ser muerto de un golpe por un
leopardo, de una dentellada. Ahora bien, quisieron lanzar sobre él un jabalí,
mas el cazador que había desatado la bestia, fue pisoteado él mismo y murió a
los pocos días. Saturo fue únicamente arrastrado por el suelo. Luego le ataron
en el estrado para ser entregado a un oso, mas el oso no quiso salir de su
jaula. Saturo, salvado por segunda vez, fue traído de nuevo sin herida.
Inspirados por
el Diablo, los verdugos habían reservado para las jóvenes casadas una vaca
furiosa, cosa del todo inusitada. Era sin duda para agraviar mejor su sexo. Les
quitaron sus vestiduras, las colocaron en una red y las exhibieron en ese
estado, en la arena. La muchedumbre no soportó el espectáculo de esas jóvenes casadas,
de las cuales una era tan frágil y la otra recién salida de cuidado y cuya
leche se derramaba. Las hicieron volver entonces y les pusieron vestidos sin
faja.
Perpetua fue
lanzada al aire la primera. Se volvió a caer de espaldas. Su vestido se había
rajado a un costado. No bien se repuso de su caída, la santa estiró el vestido
sobre sus piernas, más atenta al pudor que al dolor.1 Luego buscó una horquilla
y volvió a atar sus cabellos. Pues una mártir no puede morir con los cabellos
desgreñados; no debe tener aire triste, cuando está en plena gloria. Después de
esos arreglos, se levantó de nuevo y divisó a Felícitas agobiada en el suelo.
Se acercó a ella, le tendió la mano y la ayudó a levantarse. Y ambas se
quedaron allí de pie. La crueldad de la muchedumbre fue vencida; las hicieron
salir por la puerta de los Vivientes.
Allí, Perpetua
halló a un catecúmeno, Rústico, muy apegado a ella. Pareció que se despertaba
de un profundo sueño, a tal punto había estado arrebatada en éxtasis por el
Espíritu Divino. Miró en torno a sí, y todos los presentes estupefactos la
oyeron preguntar: «¿Cuándo estaremos pues expuestas a esa vaca, a ese animal no
sé cuál?». Le aseguraron que estaba terminado, mas no pudo creerlo y no se
convenció sino al comprobar en su cuerpo y en su vestido las huellas del
suplicio.
El
testamento de los mártires
Luego llamó a su
hermano y a ese catecúmeno y les dijo: «Seguid siendo firmes en la fe. Amaos
los unos a los otros que nuestros sufrimientos no os intimiden».
Durante ese
tiempo, en otra puerta, Saturo animaba al soldado Pudencio. Le hizo esta
advertencia: «Hasta aquí −dijo−, como yo lo había presentido y predicho, no he
sido tocado de bestia alguna. Mas ahora, créeme con toda confianza: llegó el
momento en que voy a avanzar en la arena y un leopardo me matará de una sola
dentellada».
En el mismo
instante, los juegos iban a terminar y lanzaron contra Saturo un leopardo que,
lo bañó en sangre de una sola dentellada. Al ver ese raudal de sangre, la
muchedumbre gritó: «¡Está bien lavado! ¡Helo allí salvado! ¡Está bien lavado!
¡Helo allí salvado!». Esas personas veían en ese espectáculo un segundo bautismo,
y verdaderamente estaba salvado, el que de este modo estaba lavado en su
sangre.
Saturo dijo
entonces a Pudencio:
«Adiós. Recuerda
mi fe. ¡Que esto no te conmueva, mas te fortalezca!» A un mismo tiempo, le
pidió el anillo que llevaba en el dedo, lo empapó en la sangre de su herida y
se lo devolvió como una herencia, cual una prenda de fidelidad y un recuerdo de
su Pasión. Luego se desvaneció.
Lo depositaron
allí donde estaban los demás, en la sala donde degüellan a las víctimas. Mas el
pueblo pidió volvieran a traer a los mártires a la arena con el fin de saborear
con los ojos el placer homicida de ver espadas hundirse en cuerpos vivientes.
Los mártires se levantaron por sí mismos y fueron adonde quería la muchedumbre.
Acababan de darse el beso de paz para consumar su martirio según el rito
consagrado. Todos esperaron inmóviles y, sin una queja, recibieron el golpe
fatal.
Saturo, que en
la visión ascendía el primero, expiró el primero, pues debía ayudar a Perpetua.
En efecto Perpetua tuvo tiempo de saborear el dolor. Herida entre las
costillas, profirió un grito, luego asió la torpe mano del gladiador novicio y
enderezó ella misma la espada hacia su cuello. Sin duda semejante mujer
no podía morir
de otro modo que por su propia voluntad, hasta tal punto el Demonio la temía.
¡Oh, valientes y
bienaventurados mártires! ¡Oh, mártires verdaderamente llamados y elegidos para
ser gloria de nuestro Señor Jesucristo! El que quiere alabar esta gloria,
honrarla y adorarla debe leer estos ejemplos recientes tan hermosos como los
antiguos ejemplos, con el fin de edificar a la Iglesia.
De ese modo esas
nuevas maravillas atestiguaron que es siempre el mismo Espíritu Santo que obra
aún hoy junto con el Padre Todopoderoso y junto con su hijo, Jesucristo nuestro
Señor, al que sea gloria y poder supremo en los siglos de los siglos. Amén.
Fuente:
"La Gesta de los Mártires". Pierre Hanozin, S.J. Editorial
Éxodo. 1era Edición.
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