BAJO
EL PODER DE SEPTIMIO SEVERO
En
el año 203, en Cartago
DAMA
Y ESCLAVA
PERPETUA
Y FELÍCITAS
(primera parte)
El lector se
convencerá personalmente de la sinceridad de la narración, de la que gran parte
es escrita por la misma Perpetua o por alguno de sus compañeros. En el prólogo
y en el epílogo, así como en algunas reflexiones, se ocultaría, a los ojos de
varios críticos, la pluma de Tertuliano.
Por su amplitud
y su patético, que hacen de ella una obra maestra, esta «Acta» ha
adquirido una celebridad aún floreciente en nuestros días.
***
Los ejemplos de
fe de nuestros padres, que manifiestan la gracia de Dios y edifican a los
hombres, han sido conservados cuidadosamente por escrito. Con esa lectura en
que están evocados esos hechos notables, se quería dar gloria a Dios y
confortación al hombre. ¿Por qué no consignar también las hazañas de hoy? ¿Por
ventura, no se podría sacar de éstas las mismas ventajas? Esos ejemplos nuevos
se volverán a su vez antiguos; serán necesarios a la posteridad aún, si, por
ahora, poco agradan a causa de la manía por la antigüedad.
¡Abran pues los
ojos aquellos que aprecian según la antigüedad el poder del Espíritu Santo! ¿No
es siempre el mismo Espíritu y por ventura cambió su poder? Mucho mejor, si
habríamos de hacer más caso de los prodigios recientes, ya que son los últimos y
que la gracia debe derramarse creciendo siempre hasta el fin de los tiempos. «En los últimos días −dice el Señor− derramaré mi espíritu sobre toda carne, y
vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán. Sí, derramaré mi espíritu sobre
mis siervos y mis siervas y los jóvenes tendrán visiones y los ancianos sueños».
Por eso,
aceptamos las profecías y las visiones nuevas. Dios las había prometido, y
nosotros, para servir a la Iglesia, las honramos, así como a las demás
manifestaciones del Espíritu Santo. Pues es el mismo Espíritu que ha sido
enviado a la Iglesia para ser allí el dispensador de todos los dones en la
medida que el Señor los distribuye a cada uno de nosotros.
Debemos pues
anotar por escrito esas maravillas y difundir su lectura para gloria de Dios.
De ese modo no seremos pusilánimes ni desconfiados frente a la gracia, y no nos
imaginaremos que sólo los antiguos han recibido la gracia de arriba, ya para
morir mártires, ya para profetizar. Dios cumple siempre sus promesas, para
confundir a los impíos y sostener a sus fieles.
Por eso os
anunciamos, queridos hermanos e hijos, lo que hemos oído, lo que hemos tocado.
Vos que estabais allí, os acordaréis de la gloria del Señor, vosotros que os
enteráis de ellos leyendo esta narración, os asociaréis con los santos
mártires, y por ellos con el Señor Jesucristo a quien sean glorias y honra en los
siglos de los siglos. Amén.
Habían detenido
a catecúmenos muy jóvenes aún: Revocato y Felícitas, su compañero de
esclavitud, a Saturnino y a Secúndulus. Junto con ellos se hallaba también
Vibia Perpetua. Era una joven dama de noble alcurnia que había recibido
brillante educación y contraído un lindo matrimonio. Tenía padre y madre, dos
hermanos −uno de ellos era de igual modo catecúmeno−, y un niño de pecho. Tenía
unos veintidós años de edad. Ella misma ha narrado toda la historia de su
martirio. Hela aquí; escrita de su mano a su manera.
Narración
de Perpetua
Estábamos aún
con los guardias que nos habían detenido, escribe y ya mi padre las emprendía
conmigo. En su ternura, se encarnizaba en trastornar mi fe.
—Padre −le
dije−, ¿ves ese vaso que está tirado allí? ¿Esa taza u otra cosa?
—Lo veo −dijo mi
padre.
— ¿Puede
llamársele con otro nombre que el que lleva? −le argumenté.
— No −respondió
mi padre.
— ¡Pues bien! Yo
de igual modo, no puedo llamarme otra cosa de lo que soy: cristiana.
La
prisión pagana
Esta palabra
puso a mi padre fuera de sí. Se abalanzó sobre mí para arrancarme los ojos, mas
se contentó con maltratarme y se marchó, con sus argumentos del Diablo.
Durante varios
días no volví a ver a mi padre. Por ello bendigo a Dios, y su ausencia fue un
gran consuelo para mí. Fue precisamente cuando nos bautizaron. El Espíritu
Santo me inspiró no le pidiera nada al agua del bautismo, sino la resistencia
de la carne.
Algunos días más
tarde, nos encarcelaron. Esto me atemorizó: ¡jamás había conocido semejantes
tinieblas! ¡Oh día penoso! Un calor sofocante se desprendía de la muchedumbre
de los detenidos, y los soldados nos maltrataban para conseguir dinero.
Finalmente, estaba atormentada por la inquietud a causa de mi hijo. Entonces
Tercio y Pomponio, los diáconos dedicados a nuestro servicio, obtuvieron a
fuerza de dinero que nos dejaran descansar durante unas horas cada día en un
lugar de la cárcel más agradable. Una vez fuera del calabozo, cada uno hacía lo
que quería. Yo, amamantaba a mi hijito, completamente debilitado por el hambre.
Inquieta acerca de su suerte, hablé de ello a mi madre. Confortaba a mi hermano
y le recomendaba mi hijo. Padecía al ver que los míos sufrían a causa de mí.
Durante largos días me carcomió de ese modo la inquietud. Conseguí por fin que
el niño quedara conmigo en la cárcel. Al instante recobró fuerzas y fui librada
de mi pena y de mis cuidados. La prisión en seguida se transformó para mí en un
palacio y prefería estar allí antes que en cualquiera otra parte.
Un día mi
hermano me dijo: «Hermana mía, ya tienes
mucho mérito ante Dios. Tienes bastante poder para pedirle una visión. Ruégale
te manifieste la suerte de los cautivos: ¿seréis ajusticiados o libertados?»
Sabíame en
comunicación con el Señor, cuyos beneficios tan grandes había conocido. Llena
de confianza, prometí a mi hermano que le preguntaría a Dios y le dije: «Mañana te daré la respuesta».
«Oré y he aquí mi visión».
La
visión de Perpetua
«Vi una escalera
de hierro de una altura asombrosa; se alzaba hasta el cielo y era tan angosta
que no se podía subir a ella sino uno por uno. En los banzos estaban clavados
hierros viejos de todas las especies: espadas, lanzas, uñas encorvadas,
cuchillas. Si uno hubiera trepado sin precaución y sin mirar arriba, hubiera sido
destrozado y hubiera dejado jirones de carne enganchados en los hierros viejos.
Al pie de la escalera estaba acostado un enorme dragón. Armaba lazos a los que
subían y los asustaba para impedirles subir.
Saturo subió el
primero. Se había entregado a sí mismo a causa de nosotros después de nuestro
arresto. Él era quien nos había convertido. Cuando habían venido a detenernos,
él no estaba con nosotros.
Llegado a la
punta de la escalera, se dio vuelta y me dijo: «Perpetua, te ayudaré. Mas ten cuidado que no te muerda ese dragón».
Contesté: «Por la virtud de Jesucristo, no me hará daño
alguno».
Como si se
asustara de mí, el dragón irguió lentamente la cabeza de debajo de la escalera.
Me adelanté como para poner el pie en el primer peldaño y le aplasté la cabeza.
Luego subí. Y vi
un inmenso jardín. En el medio se hallaba un hombre de elevada estatura, con
canas, vestido como un pastor. Estaba sentado y ocupado en ordeñar ovejas. En
torno a él, estaban personas con vestidos blancos. Eran millares. El hombre
levantó la cabeza, me vio y me dijo: «Bienvenida
seas, niña». Y me llamó y me dio un bocado del queso que hacía. Lo recibí
juntas las manos y comí, mientras que todos los asistentes decían: «Amén». Al sonido de las voces, me
desperté, saboreando aún no sé qué de dulce.
Narré al
instante esta visión a mi hermano y que lo que nos esperaba era el martirio.
Desde entonces, ya no tuvimos esperanza alguna en las cosas de esta tierra.
El
padre ruega a su hija
Presto se
difundió el rumor de que íbamos a comparecer. Mi padre llegó de prisa desde su
villa de Tiburba, agobiado de dolor. Vino hasta mí para conmoverme.
«Hija mía −dijo− apiádate de mis canas. Apiádate de tu padre, si soy aún digno de que me
llames padre. Si es cierto que estas manos son las que te han criado hasta la
juventud, si entre todos mis hijos, eres tú mi preferida, no me entregues a la
burla del mundo. Piensa en tus hermanos, en tu madre, en tu tía, piensa en tu
hijo que no podrá vivir sin ti. Vuelve sobre tu decisión, no arruines a toda tu
familia. Pues ninguno de nosotros tendrá aún el derecho de hablar como hombre
libre, si eres condenada».
He allí lo que
decía mi padre en su afecto. A un mismo tiempo, me besaba las manos, se echaba
a mis pies y ya no me llamaba «hija mía»,
sino «señora». Y yo sufría al ver a
mi padre en ese estado. Único de toda la familia, no había de alegrarse de mi pasión.
Traté de consolarle, diciéndole: «En ese
estrado del tribunal, sucederá lo que Dios quiera. Sépalo. Ya no somos dueños de
nosotros; pertenecemos a Dios». Entonces desconsolado me dejó.
Otro día,
durante la comida de medio día, nos sacaron de repente de la mesa para
conducirnos ante el juez. Llegamos al foro: la noticia de esto se difundió
rápidamente en las barriadas vecinas. Se reunió pronto una muchedumbre. Subimos
al estrado. Interrogaron a los demás que proclamaban su fe. Llegó mi turno. Y
bruscamente apareció mi padre con mi hijo en sus brazos.
Me sacó de mi
lugar y me suplicó: «¡Apiádate del niño!
−dijo».
El procurador
Hilariano, que reemplazaba al difunto procónsul Minucius Triminanus, y tenía el
derecho de perdonar, me dijo: «Compadécete
de las canas de tu padre y de la juventud de tu hijito. Sacrifica por la
salvación de los emperadores».
Yo contesté: «No sacrifico».
Hilariano: «¿Tú eres cristiana? −dijo».
Le respondí: «Soy cristiana».
Mi padre
permanecía a mi lado para conmoverme. Hilariano dio una orden: echaron a mi
padre y le pegaron con una vara. Ese golpe que recibió mi padre me apenó como
si me hubiesen golpeado, hasta tal punto sufría por ese padre ya anciano y muy
desdichado.
Dictaron
entonces sentencia: todos éramos condenados a las fieras. Y bajamos enteramente
alegres hacia la cárcel.
Como mi hijo
mamaba aún y estaba conmigo en la prisión, mandé al instante al diácono
Pomponio a casa de mi padre a que reclamara a mi hijo. Mas mi padre se negó a
dárselo. Desde entonces, por voluntad de Dios, el niño no pidió más de mamar y
la leche ya no me incomodó. De ese modo cesaron las inquietudes acerca de mi
hijo y de mis propios dolores.
Pocos días
después estábamos todos en la cárcel cuando de repente hablé a pesar mío, y se
me escapó este nombre:
«¡Dinócrata!» Me admiré de no haber pensado en él
hasta entonces y me entristecí del todo al recordar su desdicha. Supe en ese
momento que era digna de rogar por él y que era mi deber hacerlo. Me puse en
oración y rogué mucho por él, gimiendo hacia el Señor.
Otras
visiones de Perpetua
La noche
siguiente tuve una visión. Dinócrata se me apareció. Salía de una región
sombría en la que había mucha gente. Tenía mucho calor y se moría de sed.
Estaba sucio, su tez era lívida y su rostro llevaba aún la llaga que tenía en
el momento de morir. Ese Dinócrata era hermano mío según la carne. Tenía siete
años de edad cuando falleció miserablemente de un cáncer en el rostro y su
muerte había causado horror a todos. Era pues por él que yo había orado. En mi
visión, había una gran distancia entre nosotros dos y no hubiésemos podido
reunirnos. En el lugar donde estaba Dinócrata había una piscina llena de agua
rodeada de un brocal más alto que la estatura de un niño. Dinócrata se alzaba
en vano para beber en la piscina. Y yo me afligía al ver esa piscina llena de
agua y ese brocal demasiado alto para que el niño pudiese beber en ella.
Me desperté y
comprendí que mi hermano sufría. Mas confiaba poder ayudarle en sus
sufrimientos. Me puse a orar por él todos los días hasta el momento en que nos
trasladaron a la cárcel militar. En efecto debíamos combatir durante las
fiestas militares celebradas para el aniversario del César Geta. Seguí orando
noche y día por mi hermano y lloraba y gemía para obtener su perdón.
Un día en que estábamos
allí, con grillos en los pies, tuve una nueva visión. Era nuevamente el mismo
lugar que viera la primera vez. Dinócrata estaba aún allí, más sano esta vez,
bien vestido y completamente alegre. En el sitio de la llaga, vi una cicatriz. Habían
rebajado el brocal de la piscina y aquel alcanzaba a la cintura del niño y el
niño sacaba el agua sin esfuerzo. En el brocal había una copa de oro llena de
agua. Dinócrata se acercaba, bebía de esa copa y esa copa quedaba siempre
llena. Cuando ya no tuvo sed, se puso a jugar con el agua como hacen los niños
y se divertía mucho. Me desperté y comprendí que su castigo le era perdonado.
Algunos días
después, Pudens, suboficial, guardián de la cárcel, se volvió muy bondadoso
para con nosotros. Comprendía que la fuerza de Dios estaba en nosotros. Por eso
dejó llegar hasta nosotros un sinnúmero de visitadores, lo que nos permitía
animarnos los unos a los otros.
Sin embargo se
aproximaba el día de los juegos. Mi padre vino a visitarme entonces. El pesar
lo consumía, se arrancaba la barba, se tiraba al suelo, se prosternaba el
rostro pegado al suelo. Maldecía sus años y hablaba palabras que hubiesen
podido conmover a cualquiera. ¡Yo lloraba por las desdichas de la vejez!
CONTINUARÁ....
Fuente:
"La Gesta de los Mártires". Pierre Hanozin, S.J. Editorial
Éxodo. 1era Edición.
Próximo Viernes: SEGUNDA PARTE
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