Este es un sitio para católicos tradicionales, con contenidos de teología, meditaciones, santoral y algunas noticias de actualidad.

lunes, 17 de octubre de 2011

AMOR Y FELICIDAD


Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad




II
Tu novio




(Continuación. Ver lectura anterior aqui.)
Egoísmo masculino y autoritarismo femenino
Tal es la fisonomía del hombre llamado a compartir la vida de la mujer. Estos datos básicos dejan entrever cómo puede él fácilmente cobrar fama de egoísta ante su esposa. En efecto, por poco que ésta interprete los reflejos de su marido a través de su propia manera de hablar, de actuar, de sentir, de razonar, de imaginar, corre el riesgo de atribuir al hombre un mutismo estúpido, cierta brusquedad, insensibilidad, terquedad y, finalmente, vulgaridad. Es lo que revela, en definitiva, la acusación de egoísmo generalizado, dirigida contra los hombres. ¿Quién no se da cuenta de que ese juicio es injusto? Permítasenos recurrir a un ejemplo que ilustra la falta de lógica de semejante veredicto. Si una gacela y un elefante caminan juntos ¿se pretenderá, para que la marcha resulte más agradable, que el elefante se transforme en un corzo ligero y grácil? Y si no lo hace, ¿se le acusará de ser un egoísta rematado que exige de un modo desconsiderado a la gacela que se convierta en paquidermo? Que ambos sigan siendo lo que son, esforzándose recíprocamente en adaptarse el uno al otro. Lo mismo sucede entre el hombre y la mujer.

Ciertamente, muchos hombres son egoístas y transforman las inclinaciones de su sexo en defectos bien caracterizados. Pero ésta es la consecuencia de la propia debilidad que, por otra parte, jugará a la mujer la misma mala partida. Por tanto debe saber ser indulgente y comprensiva para ser, a su vez, juzgada con indulgencia y comprensión.

Cometería un error si intentara forzar el juego y coger las palancas de mando del hogar. No es ésta su función ni está dotada psicológicamente para ello. Si ocurre así, es una usurpación que sólo puede provocar conflictos; y es evidente que semejante trastrueque va contra la naturaleza profunda del hombre, al que su estructura psicológica predispone para esa función. Puede haber excepciones, pero éstas son raras, y nos parece razonable el siguiente consejo, confirmado por la experiencia: «Excepto ciertos casos muy raros en los que intereses primordiales y evidentes entren en juego, y en que la mujer o la esposa deba defender tenazmente sus derechos, ésta obrará sensatamente renunciando a discutir en el mismo tono, absteniéndose de querer dar prueba de fuerza o de imponerse al marido. En general, el hombre no acepta que su mujer le domine. Pero eso, semejante actitud provocará discusiones y violencias» [1].

Por otra parte, al estudiar el alma femenina, veremos cómo la entrega que la mujer hace de sí al hombre a quien ama, al que hace donación de todo su ser, constituye para ella la única manera de desarrollar su personalidad y alcanzar así el ápice de la feminidad. La siguiente observación de Alexis Carrel es válida tanto en este punto preciso como para el comportamiento general de la mujer: ésta debe desarrollar sus aptitudes en la dirección de su propia naturaleza, sin intentar imitar al varón [2] o suplantarle.

En caso de que haya ocasión parada mujer de asir el timón, que lo haga discretamente, «femeninamente», es decir sin que lo parezca. Ganará siempre más manejando delicadamente la barca que remando intempestivamente. Incluso ante un marido demasiado autoritario, la mujer debe saber «navegar» así. Con habilidad, salvará la armonía general y creará el clima del hogar. Se dice a menudo: «Una esposa diplomática y psicóloga tiene muchas probabilidades de triunfar, porque, en apariencia, cede ante su marido en todos los puntos, pero consiguen lo que desea, presentando la cosa como si viniera de él. Si en el momento elegido, sabe callar, o hablar, o sonreír, o tener un gesto sumiso o contrito, mimoso o frío, según los casos, muy pocos maridos serán capaces de resistirse, aun considerándose ellos los vencedores» [3].

Esto se aplica al conjunto de la vida conyugal, pero conviene insistir en un punto en que ese arte se convierte en necesidad, es decir, siempre que se trata del comportamiento religioso del marido.
Comportamiento religioso del hombre e influencia de la esposa
Ciertamente, es lógico y completamente normal que la esposa se preocupe de la vida espiritual de su marido. Pero en esto, como en todo lo demás, no debe ella juzgarle a través de su propia imagen.





El fervor religioso del hombre es, con toda evidencia, mucho menos sensible, o si se prefiere, mucho menos perceptible que el de la mujer. ¿Quiere esto decir que sea menos profundo? No, necesariamente. La esposa debe, pues, abstenerse de hostigar a su esposo para llevarle a una práctica religiosa que se ajuste con la suya propia. No conseguiría más que importunarle, con el riesgo de despertar en él una resistencia obstinada. Si quiere que viva intensamente su fe debe ayudarle estimulándole cuando se abandona por negligencia, despertando discretamente su atención por medio de observaciones discretas y oportunas, pero no ejerza sobre él presión alguna. Esta sería la peor política. Y el hombre, hasta entonces lleno de buena voluntad, podría llegar a cerrarse herméticamente a toda influencia.

En este terreno más que en cualquier otro, la esposa debe desplegar todo el tacto de que disponga para suscitar en su esposo un despertar espiritual feliz. Si hay algo que no debe hacerse, es insistir inoportunamente, fuera de tiempo, porque no se conseguirá entonces más que cansar. El hombre es innegablemente orgulloso. Y su orgullo no se muestra nunca tan susceptible como en ese punto. Su religiosidad será, además, mucho más racional que sensible, cosa que no debe olvidar la mujer.

Ya la novia tiene excelente ocasión de poner su valor a prueba; la última temporada de relaciones implica, en efecto, dificultades morales mayores, debidas a un compromiso que es cada vez más completo. La novia que quiere que sus relaciones conserven cierta calidad debe, pues, lograr que su prometido comparta su ideal espiritual. Si lo hace con tacto, tiene todas las probabilidades de triunfar, provocando una reacción profunda y saludable. Pero sólo sucederá así si se abstiene de servirle un plato de insulseces que pronto le hartarían. El viejo refrán sigue siendo cierto: se atrapan muchas más moscas con miel que con vinagre. En un tema tan delicado, las recriminaciones amargas rara vez dan fruto. La energía conserva siempre su sitio; pero la torpeza jamás.

4. La comprensión, forma del amor


De todo cuanto hemos dicho hasta ahora, la mujer debe grabar en su mente que para amar mejor, necesita comprender mejor al hombre. Mañana, a su marido. Hoy, a su novio. Debe darse cuenta de que esta asimilación de la psicología masculina se impone ya desde el período del noviazgo. Este es, para la mujer, un aprendizaje de su oficio de esposa, y dicho aprendizaje adquiere tanta mayor importancia cuanto que facilitará la armonía en los primeros meses. Ahora bien, éstos son con frecuencia decisivos y comprometen todo el porvenir conyugal, cuyas probabilidades de éxito representan.

Este descubrimiento de la psicología del hombre no debe dejarse para más adelante. Debe realizarse seriamente ya desde el mismo momento del noviazgo para permitir a la joven conocer el porvenir que el matrimonio le reserva.

Sin duda, descubrirá ella, a la luz de los elementos que hemos subrayado, que el hombre tiene defectos nada fáciles de eliminar. La mujer perderá en ello algunas ilusiones ingenuas, pero ganará en realismo y conocerá la verdad de su amor. Porque un amor que no abarca un ser en su totalidad, incluyendo sus imperfecciones, es demasiado débil para conducir al matrimonio. Sería una locura adentrarse en él. Es preciso, por tanto, que ante las flaquezas del hombre al que ama, la novia procure comprenderle, repitiendo por su propia cuenta la frase de Péguy: «Cuando se ama un ser, se le ama tal como es» [4].

Este esfuerzo de comprensión fortalece el amor, y evita sorpresas desagradables en el matrimonio. Así, por arduo que sea, este esfuerzo de comprensión merece llevarse a cabo. Es difícil para el hombre comprender a la mujer. Quizá es más difícil aún para la mujer comprender al hombre. ¡Hay tantas cosas en él que pueden chocar, desilusionar, sorprender! Pero, sin embargo, es indispensable que esta comprensión se realice.
Un pensador, que se consideraba portavoz de sus congéneres, escribió este aforismo: «Si pedimos a las mujeres que nos comprendan, habrá pocas que no nos defrauden; si les pedimos que se sacrifiquen por nosotros, habrá pocas que no nos sorprendan» [5].

Podría creerse que esta generalización es un poco apresurada; no hay mayor generosidad en la mujer que la que la impulsa hasta la más completa comprensión del hombre amado.

Finalmente, conviene insistir en un último punto.

La mujer deberá esforzarse en hablar un lenguaje sencillo, sin circunloquios, y por ello, accesible a su marido. En efecto, una de las características de la mujer es la de que quisiera ser comprendida sin expresarse, ser adivinada sin revelarse. En semejante estado de espíritu, la sucede a menudo colocar al hombre en una situación precaria. Porque ¿cómo podría éste acertar siempre si la mujer se sustrae a él? ¡Y con qué habilidad! Ciertamente, es delicioso verse adivinada, sentirse comprendida sin haber tenido que franquearse con el otro; pero esto es jugar al escondite y puede muy bien llevar a un atolladero, si el hombre desanimado abandona su persecución inútil, encontrándose entonces la mujer apenada porque no es comprendida.
Digamos que, de una parte y de otra, se debe procurar evitar los equívocos, pero este consejo servirá, sobre todo para la mujer que tiende por naturaleza a encerrarse en su misterio, exigiendo de su esposo que la descubra. Cultivar unas relaciones francas y utilizar un lenguaje límpido, será una de las reglas más útiles para las esposas. Estudiando las dificultades habituales que surgen entre cónyuges, se advierte que «provienen de la incomprensión recíproca, que la comunidad de vida acrece con frecuencia, en lugar de atenuarla… Provienen, sobre todo, del hecho de que el hombre y la mujer desean a menudo cosas contradictorias, piden inconscientemente cosas que no desean y desean cosas que no piden» [6].

Si esta comprobación es válida para ambos, no se puede negar, sin embargo, que se aplica con exactitud especial a la mujer. A fin de evitar que se creen situaciones conyugales sin salida, la mujer debe atenerse, en la medida de lo posible, a pedir las cosas que desee y a. no pedir las que no desee. Por sencillo que pueda parecer el consejo, puede ser un remedio para numerosas situaciones conyugales difíciles. Poniéndolo en práctica, la esposa puede conseguir la armonía con su esposo más rápida y profundamente que si se obstina —con el pretexto de que es mujer— a no revelarse al hombre. Éste no pide habitualmente más que comprender ¡con tal de que le ayuden un poco a ello!


[1] Dufoyer, o.c., p. 44.
[2] Alexis Carrel, L’homme, cet inconnu, Plon, Paris 1935, p. 104; traducción castellana, La incógnita del hombre, Iberia, Barcelona.
[3] Dr. L. Massion-Verniory, Le Bonheur Conjugal, t. II: Ses obstacles, Castermann, Tournai-París 1951, p. 118.
[4] Charles Péguy, Le mystère des Saints Innocents, en Œuvres Poétiques Complètes, Gallimard (Pléiade), París 1954, p. 351.
[5] Gustave Thibon, La vie a deux, Éditions universitaires, Bruselas 1957, p. 84.
[6] Gina Lombroso, o.c., p. 143-144.

No hay comentarios:

Publicar un comentario