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lunes, 3 de octubre de 2011

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

(Continuación. Ver lectura anterior aqui)



Tu novio



En las consideraciones precedentes, afirmábamos que no basta el amor para casarse, sino que es preciso que haya compatibilidad entre los contrayentes. Ahora bien, esto promueve, además de los problemas particulares que acaban de ser abordados, el problema general de la diferencia psicológica de los dos sexos. Con frecuencia el fracaso proviene, no de una incompatibilidad entre los novios, sino simplemente del hecho de que ignoran recíprocamente la fisonomía psicológica del sexo opuesto.

Por eso en los dos capítulos siguientes trataremos, por una parte, de las características propias del joven, y por otra de las que son patrimonio de la muchacha, con el fin de poner remedio al mal tan frecuente de la incomprensión.

1. Un mal corriente: la incomprensión

Muchos novios se tratan durante meses o años, alimentan promesas de felicidad y colman su alma de espléndidas esperanzas. Se aman, y ante la vida que se abre a su amor, les parece imposible no alcanzar la cima de la felicidad. Tal es, poco más o, menos para todos los novios, el clima espiritual en que evolucionan durante el tiempo, tan fácilmente eufórico, del noviazgo.

En suma, porque se aman mucho y se conocen… un poco, se juzgan irrevocablemente destinados a la felicidad conyugal, y consideran imposible el fracaso. Y sin embargo, no es raro ver, poco después del matrimonio, que el entusiasmo cede y se extingue, las esperanzas se vienen abajo una tras otra, y los sueños de felicidad se deshacen en humo. Una cólera sorda, alimentada por el despecho que causa la incomprensión, enfrenta a los jóvenes esposos que acaban apenas de jurarse un amor sin fin.

¿Qué ha sucedido? ¿Se han engañado respecto a su amor? Quizá no ¿Se han fingido la comedia de la ternura? Tampoco. ¿Han cedido sólo al atractivo de las promesas de goces sexuales? No necesariamente. Si se han amado y se siguen amando realmente, ¿cómo explicar esta tensión entre ellos dos, que los lanza al uno contra el otro, con el riesgo de destrozarlos para siempre? Por la incomprensión. Esta basta para ahogar los amores más recios; por muy profundo que sea el amor, no podrá resistir las tempestades que originará la incomprensión.

Con frecuencia, ésta hace su aparición desde los primeros meses de vida común; surge traidoramente, se infiltra, se desliza, se sitúa entre los dos. Una vez instalada en el seno de la pareja, encuentra fácilmente todo cuanto necesita para crecer con rapidez, sustentándose con los menores hechos y con las actitudes más sencillas. Muy pronto, extiende a toda la vida conyugal sus tentaciones de odio, y deshace, en poco tiempo, las esperanzas más bellas. Los cónyuges se encuentran uno ante otro, erizados de reproches, armados de protestas, unas veces agresivamente silenciosos, otras violentamente locuaces, siempre fácilmente irritables y casi constantemente irritados. Es el drama de la incomprensión el que se presenta y no en un escenario donde se le vería explayar sin consecuencias, sino en un hogar al que amenaza con arrasar si no se pone remedio a tal situación.

Desde el principio, la vida en común va a plantear este problema de la comprensión mutua. Convivir con su pareja es mucho más difícil de lo que parece. Todo el mundo proclama, y es cierto, que es preciso armarse de una generosidad a largo plazo y mantenerse tenazmente aferrado a ella. De este modo se realizan los sacrificios requeridos para que perdure la armonía en el hogar.

Hay que decir, sin embargo, que si ése es un aspecto muy importante, hay otro que no se debe descuidar, porque sin él, la mayor generosidad sería inútil: y es saber aplicar la inteligencia para captar la psicología del cónyuge. En suma, podría decirse que la comprensión recíproca, preludio de la felicidad, es, ante todo, una cuestión de inteligencia.

Y no decimos solamente, sino ante todo. El hombre y la mujer que se han unido para formar un hogar deben intentar conocerse profundamente, sin ello el amor no podría vivir. El buen sentido confirma el axioma aristotélico según el cual «el amor sigue al conocimiento». No puede amarse nada que no haya sido antes conocido y nada podría ser amado más que en la medida en que sea conocido. Nada ni nadie. Por consiguiente, esto quiere decir que el amor es obra tanto de la inteligencia como del corazón. Ahora bien, la actividad propia de la inteligencia es conocer, como la de la voluntad es querer, o la del ojo es ver. Por tanto, habrá que recordar a los novios que deben aplicar su inteligencia a observar, a descubrir, a conocer la pareja y no con un conocimiento superficial o aproximado, como sucede con frecuencia, sino con un conocimiento profundo y bien asentado. De este modo, uniéndose más allá de las apariencias, a menudo muy falaces, cultivarán el acuerdo necesario para la eclosión del amor. ¿De qué serviría amarse si no se consiguiera vivir en armonía? ¿Cómo vivir en armonía si no se llega a un conocimiento verdadero del compañero o de la compañera de vida?

¡Cuántas parejas han encontrado el sufrimiento en pleno amor por no haber comprendido eso! Ciertamente, el amor es espontáneo; lo cual no le dispensa de ser inteligente. En el momento de entregarse no calcula, pero, para que dure, es preciso eliminar la multitud de pantallas más o menos impenetrables que toda personalidad implica. Las personas son tan diferentes las unas de las otras, que en todo momento pueden los esposos convertirse en extraños, aunque los gestos exteriores de una vida rutinaria continúen simulando intimidad. Al principio se aman, sin lugar a duda; pero si quieren seguir así y hacer que se acrezca su amor, tendrán que ahondar su intimidad y penetrar el uno en el otro hasta el punto quizá de conocer al cónyuge mejor que a sí mismo. El precio del amor —por tanto, el de la felicidad— no puede ser más que ése.
Desde los primeros meses, desde las primeras semanas incluso, cuando se adopta el ritmo un poco gris de lo cotidiano, ese tejido de gestos repetidos, de actitudes reiteradas y de palabras ya dichas, surgirán inmediatamente los primeros conflictos. Interiores, al comienzo, rechazados muy al fondo de uno mismo por la certeza de que es imposible amarse y no comprenderse. Luego, al cabo de cierto tiempo, así romo la lluvia acaba por filtrarse a través de la techumbre que ha empapado va, así también las primeras disputas se abrirán camino poco a poco. La amargura se deslizará entonces entre los esposos, si no saben vencerla con un inteligente esfuerzo de comprensión. Ante todo, y por extraño que esto pueda parecer, no hay que perder de vista que la pareja pertenece a dos mundos distintos, es decir, que son hombre y mujer.

2. Orientaciones divergentes

El hombre y la mujer son tan diferentes psicológicamente, que pueden llegar —si se descuidan— a chocar con violencia y quedar profundamente heridos. Su lenguaje es distinto, así como su manera de pensar y de sentir; sus reacciones ante un mismo suceso pueden ser diametralmente opuestas; su concepto del amor, de la felicidad, de la vida son hasta tal punto divergentes que pueden no coincidir jamás. Es lo que ha hecho escribir a Montherlant esta dura frase: «El hombre y la mujer están el uno delante del otro, y la sociedad les dice: ¿No le comprendes a él en absoluto? ¿No la comprendes a ella en absoluto? Pues ¡comprendeos, pese a todo! ¡Hala, a ver cómo salís del apuro!» [1].

Ante el hecho innegable de una incomprensión, por desgracia harto difundida, no hay, sin embargo, que aceptar ese prejuicio desilusionado: «¡Hala, a ver cómo salís del apuro!» ¡No! «¡Hala y comprendeos!». ¡Sí! Porque sólo ese esfuerzo de comprensión, paciente y perseverante, puede salvar el amor. Sin él, es imposible que sobreviva; por él, se hará en cambio cada vez más profundo, cada vez más sólido, y podrá inscribirse en la existencia de los esposos como la piedra angular de su felicidad.

La comprensión mutua es el primer paso que puede darse en el camino de la felicidad. Para convivir, la comprensión es tan importante como el amor. Quizá incluso podría decirse que la comprensión es todavía más importante que el amor. Porque el amor sin la comprensión no puede hacer a un hombre y una mujer soportables el uno para el otro, mientras que la comprensión recíproca les permite, cuando menos, soportarse y normalmente engendrará el amor. Sea como quiera, hay una cosa innegable: y es que todos los que se aman deben tener empeño en comprenderse cada vez mejor, bajo pena de ver extinguirse su amor. La experiencia de tantas parejas desilusionadas nos coloca a diario esta realidad ante la vista.

Pero no puede haber comprensión si no se recuerda siempre la enorme diferencia psicológica que separa al hombre de la mujer. Hay que insistir sobre esta evidencia, porque sucede a menudo que en los conflictos que surgen en el curso de la vida conyugal, se pierde de vista esta verdad. Habrá, pues, que realizar un esfuerzo de comprensión en los períodos de dificultades, para no combatir estúpidamente el uno contra el otro, cuando bastaría un poco de diplomacia para que las aguas volvieran a su cauce. No hay que olvidar que «así como los cuerpos masculino y femenino son diferentes… así también las almas masculina y femenina son distintas por su manera de considerar las cosas y de vivirlas» [2].

3. Rasgos característicos de la psicología masculina

Para ayudar a la futura esposa a adaptarse mejor a su marido, intentaremos trazar ahora un esbozo general de la psicología masculina. Porque para llegar a comprender al marido, que es un hombre muy concreto, una persona con características propias, es preciso, ante todo, que la joven esposa conozca al hombre y sus rasgos particulares. Pedro, Juan, Santiago, por diferentes que sean, coinciden sin embargo en una orientación común a todos los individuos de su sexo. La joven que sepa recordar estas líneas fundamentales de la psicología masculina conseguirá mucho más fácilmente comprender a su marido.





Ciertamente, estas inclinaciones generales de que se hablará aquí, no se encuentran en estado puro. Habrá que recordar el hecho de que «en el terreno psicológico, nada está claramente definido, como lo está en el terreno físico… Todo está lleno de matices. Es preciso por tanto guardarse del error de atribuir todas las características de la psicología masculina a un hombre determinado» [3]. En efecto, no será raro encontrar un hombre que presente ciertas cualidades, ciertas particularidades de carácter, generalmente propias del alma femenina; pero éste será un hecho accidental que no modificará por tanto el conjunto de la personalidad.

Podría decirse que hay unas constantes psicológicas que estructuran el alma masculina. Estas constantes son las que la esposa debe tener presentes en su espíritu, para juzgar a su marido con entero conocimiento, sin dirigirle acusaciones que serían profundamente injustas porque se habrían proferido sin tener en cuenta la naturaleza particular del hombre.

Por no haber comprendido esto es por lo que tantas mujeres han juzgado definitivamente al hombre, clasificándole de una vez para siempre en la categoría de los egoístas monstruosos. Cuando una mujer, llegada a su punto de saturación, incomprendida, pero quizá también incomprensiva, deja estallar su amargura y condensa en un juicio implacable su irritación, emplea casi siempre el término egoísta, cargado de desprecio, para acusar a su esposo

Qué ha ocurrido? ¿Qué es lo que ha llevado a la delicada novia de ayer a esta exasperación que la hace ser injusta, y a veces mala, con respecto al hombre a quien, sin embargo, ama todavía, aunque afirme lo contrario? Lo que ocurre es que ha olvidado que se encontraba ante un ser muy diferente de ella misma; lo ha juzgado aplicándole un criterio válido para su propia psicología, sin comprender que, de este modo, falseaba todos los datos del problema. Y así es como, con la mejor voluntad del mundo, se crea una situación que acaba pronto por ser insostenible.

Por tanto, para evitar semejante error, es preciso que la joven tenga siempre presentes en su espíritu las grandes líneas de la fisonomía psicológica del hombre, tal como vamos a intentar trazarlas aquí [4].
El papel providencial del hombre: responsable del hogar
Para comprender al hombre, y la manera como Dios le ha creado, para captar el sentido de las riquezas que posee y de las miserias que las acompañan, es preciso recordar el papel providencial que le corresponde en el seno del hogar. Porque todo aquello con que ha sido dotado se explica a la luz de ese papel.
Ahora bien, la función esencial del hombre en el seno del hogar es ser el jefe. Sobre la voluntad providencial a este respecto san Pablo ha escrito palabras que no dejan lugar alguno a interpretaciones lenitivas. La epístola a los Efesios que se lee a los esposos en el mo­mento de contraer matrimonio, no se presta a la menor confusión. El texto es, en efecto, perfectamente claro: «Que las mujeres sean sumisas a sus maridos como al Señor: en efecto, el marido es cabeza de su mujer, como Cristo lo es de la Iglesia, El, el Salvador del cuerpo; ahora bien, la Iglesia se somete a Cristo; las mujeres deben, pues, y de la misma manera, someterse en todo a sus maridos» [5].

Que no se alborote nadie, y que la mujer no crea que se encuentra, por ello, disminuida o reducida a esclavitud. En modo alguno, puesto que se someterá por amor, y por otra parte, esta sumisión corresponde a indudables y grandes obligaciones por parte del esposo. Porque la primacía de éste la explica en seguida san Pablo, a la luz de Cristo: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia: por ella se entregó…» [6].

Por tanto, esto significa que el hombre es jefe del hogar, es decir, que es el responsable del mismo. Es responsable de su esposa, así como de sus hijos. Además, la dependencia material en la cual se hallan la esposa y los hijos respecto a él ilustra con suficiente claridad la magnitud de esta responsabilidad que se extiende también al terreno espiritual.

Para mostrar el enraizamiento profundo de tal estado de cosas y para subrayar hasta qué punto esta opinión es objetiva e independiente de toda inclinación inconsciente que tendiera a favorecer un sexo en detrimento del otro, permítasenos recordar el comentario que hacía una mujer contemporánea, filósofa célebre, Edith Stein: «Al pedir la sumisión de la mujer al hombre —dice ella—, la Escritura no exige nada arbitrario, opuesto a la lógica de las cosas. Ese mandamiento bíblico es, por el, contrario, la expresión de la metafísica de los sexos. Si se compara la pareja a un árbol, el hombre estará figurado por las ramas y las hojas, y la mujer por las raíces. La raíz oculta da la vida a las ramas más altas, en tanto que todo el ramaje bañado de sol esta en relación con las raíces más profundas, raíces que colman de fuerza las ramas; y el desarrollo de las ramas regula el de las raíces».

A esto deben añadirse el siguiente comentario, que cada mujer debería asimilar a fin de alcanzar su expansión femenina total: No es degradante para la mujer el estar consagrada a la obediencia, porque esto va de acuerdo con su propia naturaleza. «Obediente, siempre he sentido el alma maravillosamente libre», dice la Ifigenia de Goethe, citada por Edith Stein. ¿Y cómo no recordar este rasgo que marca tan justamente la dignidad de la esposa? A su marido, que se hallaba encarcelado en Venecia, la condesa Apolonia von Frangipani enviaba en prenda de fidelidad un anillo de oro que llevaba grabadas estas palabras: «Tuya, por mi voluntad» [7].

Esto debe bastar para tranquilizar a la mujer sobre el respeto a que su persona tiene derecho, y para afirmar que la mención del papel de cabeza que el hombre debe asumir para responder a su misión providencial, no causa el menor perjuicio a la igualdad absoluta de derechos que se deriva del matrimonio.

Recordemos simplemente que la psicología del hombre debe estudiarse a través de esta orientación inicial. Porque Dios hubiera podido hacer al hombre de otra manera y darle una estructura interior diferente de la que está dotado en el estado actual de cosas. Si Él ha querido que el hombre esté forjado tal como se le ve, era para responder a las necesidades que imponían al esposo las cargas que estaba llamado a llevar. Esposo y padre, él debe ser la providencia de los suyos. Es decir, debe ante todo velar por su bienestar y asegurarles su subsistencia.


[1] H. de Montherlant, Les jeunes filles, Grasset, París 1945, p. 130.
[2] Dr. Norman, S’aimer corps et âme, Casterman, Tournai 1959, p. 143.
[3] Ibíd.
[4] El cuadro siguiente no tiene ninguna pretensión erudita. No se trata aquí de establecer un trazado psicológico con arreglo a un método o a una escuela particular. No recogemos más que los elementos más generales de la psicología masculina, tales como los revela una simple observación basada tan sólo en el sentido común.
[5] Ef. 5, 21-24.
[6] Ibíd., 25.
[7] Este resumen del pensamiento de Edith Stein está substancialmente tomado de J. M. Oesterreicher, Sept philosophes juifs devant le Christ (traducción de M. J. Béraud-Villars), Éd. du Cerf, París 1955, p. 517. Sobre este tema, véanse las observaciones, tan sensatas, de esta especialista del alma femenina que es Gina Lombroso, La femme aux prises avec la vie (traducción François Le Héneff), Payot, París 1926, p. 131 ss.

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