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lunes, 31 de octubre de 2011

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad


III
Tu novia


(continación de parte anterior. Ver aquí.)


3. El fundamento de la psicología femenina: el papel de madre


Si el hombre tiene empeño en comprender el universo psicológico de su esposa, deberá fijarse primeramente en la maternidad, clave del alma femenina. Así como la estructura del alma masculina corresponde a su función de jefe responsable del hogar, así la estructura del alma femenina corresponde a la función que el creador ha querido asignar a la mujer. Ahora bien, el análisis de la personalidad femenina —ya se trate de un análisis biológico o fisiológico— muestra con toda evidencia cómo en el ser de la mujer todo va dirigido a la maternidad. Es ésta «una función que la absorbe enteramente, que pone su marca en los menores detalles de su vida física, intelectual y sentimental» [1]. En este sentido se ha dicho que el hijo es lo que constituye la razón de ser de la mujer como tal mujer [2].

Esto no significa que la función maternal sea la típica orientación susceptible de ser adoptada por la mujer. Como ser humano, puede llegar a ser lo que todo ser humano: filósofo, mecánico… o boxeador, si se lo pide el cuerpo. Pero eso no irá ligado a su feminidad, como tal. No encontrará su eclosión completa, no desarrollará totalmente las tendencias profundas inconscientes de su ser, más que por la maternidad [3]. Tal es, en efecto, la voluntad manifiesta de Dios de quien san Pablo se hacía eco en un texto harto olvidado: «[La mujer], empero, se salvará engendrando hijos» [4]. De este modo, nos mostraba dónde se sitúa la mujer en el plan providencial, y nos recordaba que no había que disminuirla nunca bajo pena de no comprender ya nada en ella. Porque, como observaba Daniel Rops en un comentario que debe tenerse presente: «La maternidad es el secreto profundo de la mujer, el que la hace para nosotros, hombres, sagrada e incomunicable a la vez» [5]. Por ello se explica todo lo que en la compañera del hombre, en todo tiempo y en todas las circunstancias, la hace más cercana de los datos elementales de la vida, más sumisa a los instintos, más dependiente incluso de las fuerzas vivas del universo.

4. Rasgos característicos de la psicología femenina


Quizá sea esta proximidad con el universo y con los seres lo que explique el asombroso modo de conocimiento que es la intuición femenina. Porque no bien se habla de psicología femenina, se habla de intuición femenina. Es un lugar común del más bello tipo. La impotencia en que se encuentra uno después de decir lo que es esta intuición tal vez pueda atribuirse a ese hecho, porque el famoso exegeta de los lugares comunes lo observó ya: «Es demasiado fácil decir lo que parece ser un lugar común. Pero lo que es, en realidad, quién podrá decirlo?» [6].
La intuición de la mujer
Sin intentar describir aquí el funcionamiento de la intuición femenina, digamos simplemente que, por ella, la mujer llega directamente al corazón de las cosas: las percibe, las… «siente». Esta última expresión subraya perfectamente el aspecto cordial que interviene en esta manera de pensar. Porque piensa, reflexiona, razona «con su corazón» es por lo que la mujer puede poseer esa intuición.

Ante esta manera espontánea y compendiada, ante ese camino que él suele desconocer, el hombre debe tener cuidado de no dejarse desconcertar. Su propio modo de reflexionar conforme a un ritmo «racional», apartado en lo posible de las interferencias del corazón, corre el riesgo de ser completamente superado por la intuición femenina. Esta, viva, variable, inasible en las razones profundas que podrían justificarla, inexpresable también —en una parte al menos— puede no estar acorde nunca con los «por qués» sistemáticos que alimentan la inteligencia masculina. A menudo el hombre se obstinará en hallar la armazón lógica que, según él, debe acompañar todo razonamiento, y como no lo encontrará, se imaginará que los juicios emitidos por su compañera, carecen de todo valor. De aquí a no tener nunca en cuenta lo que dice su mujer, no hay más que un paso que dan muchos hombres, franqueado con tanta mayor rapidez cuanto que la lógica particular de la intuición lleva a la mujer a adaptar su mecanismo de pensamiento a una multitud de circunstancias; al cambiar éstas y al tomar los hechos un nuevo sesgo, el juicio de la esposa cambiará también, haciendo creer n una inestabilidad un poco pueril a los ojos del hombre. Este piensa en «sistema», y para él el pensamiento o el juicio sólo valen en la medida en que van unidos a un conjunto de principios constantes. Ante la versatilidad de la inteligencia femenina, él se siente inclinado a sentir una especie de desprecio. Por eso más de un marido no se toma siquiera la molestia de discutir cosas serias con su esposa.

¿Debe condenarse semejante actitud? ¡Evidentemente! Porque si una pareja, a causa de la dificultad que existe en hacer concordar la intuición femenina y el razonamiento masculino, decide no cambiar, la comunión interior necesaria para el mantenimiento del amor no se realizará ya. Y desde ese momento, después de unos meses de fogosidad superficial en los que se contentarán con vibrar al descubrir uno el cuerpo del otro, volverán a encontrarse en el vacío. No necesitan mucho tiempo los cónyuges para alcanzar ese punto en que vuelven a ser adultos y deben, para mantener un amor que madura, comulgar en el espíritu.

Cada hombre debe, pues, esforzarse en comprender el modo de pensar de su mujer a fin de estar en condiciones de traducir a su lenguaje racional las intuiciones que ella tiene y que no puede, a menudo, formular más que con dificultad. Este esfuerzo, laborioso al principio, es absolutamente indispensable en el hogar. Sin él, en muy breve plazo, se acumularán los equívocos; los malentendidos, insignificantes al comienzo y graves después, se multiplicarán; entonces se habrá cultivado una semilla de desacuerdo que preparará la cosecha de tristeza y de amargura de la que tantas parejas se quejan. Todo esto porque no se habrá hablado el mismo lenguaje.

Para llegar a este intercambio, es preciso que el hombre se libere de un complejo de superioridad muy difundido entre el sexo masculino: que no se confiera un título de buen sentido absoluto, y que sepa aguzar la fuerza de su razonamiento en la agudeza de la intuición femenina. Ganará con ello mucho, entre otras cosas, cierto sentido de la adaptación que le evitará el inmovilizarse en unas ideas adoptadas demasiado definitivamente. La maleabilidad no es precisamente la cualidad predominante del hombre. Si él accede a enriquecer con su estabilidad la movilidad de la mujer, ésta le aportará a cambio, esta arma indispensable que es la adaptación. Para conseguir esta feliz manera de complementarse en inteligencia con la mujer cuya vida entera debe compartir, y no solamente el cuerpo, el hombre deberá armarse, sobre todo en los comienzos, de una suave paciencia. No se trata para él de echar abajo una puerta, sino más bien de encontrar la llave que le permita abrir definitivamente el alma de su mujer.
La sensibilidad
¡Suavidad, paciencia! Suave, porque él deberá aprender a controlar sus violencias, sus arrebatos, sus excitaciones. Abandonarse a éstos significaría, para él, ofender, con palabras hirientes o con actitudes despreciativas mal reprimidas, la delicadeza de la esposa. Delicadeza basada en una sensibilidad fácilmente vulnerable. Como ya se ha dicho muchas veces: la mujer es «esencialmente» sensibilidad. Y, sin embargo ¿cuántos novios saben prepararse a entrar en una vida que compartirán con un ser al que los menores golpes, las menores durezas, pueden destrozar?

Esta formación puede parecer exagerada. Y no es así. Por haber obrado sin tener en cuenta este hecho, algunos jóvenes han visto —a veces incluso sin comprenderlo— que su esposa se apartaba de ellos de un nodo irrevocable.

El hombre no se repetirá nunca lo suficiente esta verdad: «La clave de la psicología femenina es el corazón, ni la voluntad, ni los sentidos dominan en la mujer, sino el sentimiento. No es que carezca de razón, de voluntad, de sensualidad, sino que en ella la nota predominante es el corazón» [7]. En ningún momento, en ninguna circunstancia, el marido debe perder de vista la siguiente regla: juzgarse siempre con respecto a la sensibilidad de su mujer. Los gestos, las palabras, las contrariedades, los olvidos, todo puede tener una repercusión cuyo alcance no se ve, si no se juzga bajo esa luz.

Y es sin duda la cosa que el hombre pierde de vista con más facilidad. El sale de su trabajo y vuelve a su casa adonde entra conservando los reflejos que ha tenido con los compañeros. Ahora bien, los compañeros eran hombres… mientras que en el hogar es una mujer la que le recibe. Por eso él debe cambiar de modo de ser, pudiera decirse, y cultivar la delicadeza como una segunda naturaleza. Para muchos, será al principio un duro aprendizaje. Pero este aprendizaje será preciado entre todos, porque será el que permita al hombre estrechar de una manera inquebrantable los lazos que le unen a su mujer. No creo, además, que haya una forma más concreta que ésa de demostrar a su esposa hasta qué punto se la ama. El amor, que no es una palabra sino una realidad, no podría aceptar el hacer sufrir inútilmente al ser amado. Pues bien, a ese sufrimiento inútil e indignante para la mujer, por ser cotidiano, conduciría la falta de delicadeza del esposo.

Aquí, conviene poner a los hombres en guardia contra una simplificación un tanto grosera a la que algunos acostumbran a entregarse… tal vez para tranquilizar su conciencia. Ante las penas de su mujer, ante el dolor que pueda ella sentir a causa de ciertas torpezas o indelicadezas, muchos dirán: «¡Te preocupas siempre por nada!». «Esas no son más que fruslerías». Repitiendo esos estribillos, de los que está bien provisto el arsenal masculino, se mofarán de sus mujeres a quien reprocharán su sensibilidad excesiva. Ciertamente, es un hecho que la mujer debe intentar controlar su emotividad para no incurrir en una hipersensibilidad que acabaría por ser enfermiza. Pero aun entonces, aunque muestre ella la mejor voluntad del mundo, la mujer seguirá siendo fundamentalmente vulnerable, a causa de su sensibilidad natural. Contra esto no puede ella hacer nada, ni tampoco el hombre. Este debe, pues, colocarse ante esa sensibilidad como ante un hecho que no puede eliminar. En estas condiciones, no le queda más que aceptarlo de buena gana, y hacer el aprendizaje de su delicadeza. Si un hombre no quiere obligarse a ese trabajo, si no quiere aceptar los sacrificios que eso entraña, que no se case. Indudablemente haría desgraciada a su mujer y, al mismo tiempo, arruinaría su propia felicidad. En efecto, una actitud inatenta por su parte o una repulsa casi sistemática adoptada por el marido ante la sensibilidad natural de su esposa llevará a ésta, tarde o temprano, pero con toda seguridad, a una inquietud constante, a una intranquilidad perpetua, a unas crisis nerviosas más o menos frecuentes, y finalmente a esa dolorosa angustia generadora de las múltiples neurosis que consumen a tantas esposas [8].

Ante la perspectiva de las dificultades que se le presentarán a causa de esa sensibilidad de la mujer, el hombre no debe protestar. Que piense más bien que sin ella, sin dicha sensibilidad, sería poco menos que imposible a la mujer realizar las tareas que la vida conyugal le reserva. La sensibilidad de la mujer es en cierto modo el maravilloso instrumento que le permite evolucionar en medio de los seres a quienes ama consagrándose totalmente a ellos. Gracias a esa sensibilidad llegan a ser posibles, en la alegría, esos sacrificios que se escalonan a lo largo del día, como límites que marcan el camino de las abnegaciones obscuras e interminables que lleva a cabo una mujer a la vez esposa y madre.

Esta sensibilidad es, por tanto, una riqueza que beneficia a todo el hogar y en la cual cada uno —desde el padre hasta el benjamín de la familia— irá a recoger la parte de ternura que necesita de modo apremiante, aunque inconfesado, la mayoría de las veces.

Sin embargo, el hombre deberá aprender a soportar los inconvenientes de esa sensibilidad. Es más, deberá aprender a adaptarse a ella a fin de tratar a su esposa con arreglo a lo que ella es, en realidad, y no como él desearía que fuese. Ahora bien, hay un elemento de la psicología femenina que el hombre tiende a olvidar: ese estado de espíritu por el cual la mujer desea lo «gratuito». ¿Qué debe entenderse por esto? Recordaremos, para expresarlo, una página reveladora de Gina Lombroso que define con toda exactitud la actitud de la mujer, revelando al hombre cómo debe éste comportarse para responder a los anhelos del alma femenina. «La mujer —escribe ella— no quiere de su marido más que una cosa muy sencilla, muy modesta. Quiere ser amada, moral e intelectualmente, o, mejor dicho, quiere ser comprendida, lo que, para ella, es lo mismo, o, mejor aún, quiere ser adivinada; quiere que el hombre la consuele cuando esté triste, la aconseje cuando se sienta indecisa, demuestre por un signo visible de reconocimiento que le agradece los sacrificios que ella hace voluntariamente por él, pero quiere, sobre todo, que él haga todo esto sin que ella se lo pida. Un gesto, un elogio, una palabra, una flor, que dan a la mujer la ilusión de ese reconocimiento, son para ella motivo de una alegría inmensa. Por el contrario, el consuelo, el consejo, el elogio, el regalo que responden a una petición directa pierden todo valor para la mujer» [9].

Todo esto puede parecer muy complicado. Quizá sí. Pero nada lo cambiará, porque así es la naturaleza profunda de la mujer. No le queda al marido más que tomar su decisión. Ningún esposo puede elegir: tiene, hasta cierto punto, que hacerse adivino y aprender a leer en el alma de su esposa sin que a ésta le sea preciso deletrearse ante él. Este sentido de la gratuidad debe, por decirlo así, llegar a ser en el marido una segunda naturaleza que le permita iniciar, en el momento deseado y sin que se le haya pedido, el gesto necesario. Será para la esposa, la prueba tangible de su fervor, y nada podrá nunca producir un gozo mayor a la mujer que ese fervor adivinador. La mujer verá en ello la certeza del amor de que es objeto y al mismo tiempo hallará la felicidad.


[1] A. Sertillanges, Féminisme et Christianisme, Lecoffre, París 1930, p. 91.
[2] Gina Lombroso, La femme aux prises avec la vie (trad. Le Hénaff), Payot, París 1927, p. 217-218.
[3] Como confirmación de esta tesis, se observará que la mayoría de los casos de psicopatología femenina se pueden atribuir a la carencia de maternidad, ya sea una realización imperfecta o fallida de ésta.
[4] I Tim. 2, 15.
[5] Daniel Rops, Préface de Anne-Marie Corot, Journal d’une grossesse, Amiot-Dumont, París 1951, p. 12.
[6] Léon Bloy, Exégèse des lieux communs, Mercure de France, París 1953, p. 10-11.
[7] Pierre Dufoyer, L’intimité conjugale (Le livre du jeune mari), Action familiale-Casterman, París-Bruselas 1951, p. 39.
[8] Goust, o.c., p. 70.
[9] Lombroso, o.c., p. 150-151.

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