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lunes, 24 de octubre de 2011

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad



III
Tu novia



(Continuación. Ver parte anterior aqui.)

La incomprensión no es un privilegio femenino. Y si se puede afirmar en verdad que muchos hombres son incomprendidos por su mujer, no es menos cierto, por desgracia, que existe un número aún mayor de mujeres que se encuentra en una situación de incomprensión total.

1. La incomprensión masculina


«Existe una honda y trágica desavenencia entre el amor del hombre y el amor de la mujer, una extraña e dolorosa incomprensión» [1], observaba uno de los más sagaces conocedores del hombre. Este hecho se impone a la atención de todos aquellos que han observado la ida de la pareja con un poco de perspicacia. Por lo cual es sumamente importante recordárselo a los que, novios de hoy, se disponen a ser esposos, adentrándose en una vida en la que el amor será la garantía de la felicidad. Únicamente serán felices los esposos que no sólo se amen, sino que sepan además evitar esa desavenencia profunda que podría llegar a alejarles uno de otro pese a una espontánea atracción recíproca; porque los esposos que no comprenden su amor se condenan a no amarse en plazo más o menos breve.

Pero no se puede penetrar la calidad del amor que se recibe del cónyuge, sin comprenderle. Así pues, la mujer no puede comprender el amor de su marido, sin captar la psicología de éste; y tampoco puede el hombre comprender el amor de su mujer, sin comprenderla a ella misma. Pues bien, aquí está la causa, el porqué de tantos fracasos conyugales; el marido no comprende a su esposa. Ciertamente sucede con frecuencia que se produzca la inversa y que sea la mujer quien no le comprenda ni pizca. Se puede, sin embargo, considerar que la incomprensión del hombre es, con mucho, la más frecuente.

2. Causas de esta incomprensión

¿A qué se debe dicha incomprensión? Sin duda, a numerosos elementos. Precisamente, a la naturaleza de la mujer cuya feminidad misma, con sus tendencias, y cualidades impregnadas todas de versatilidad, hace tan difícil su comprensión. Hay en efecto en la mujer un misterio de movilidad y su alma actúa en ella a la manera de las mareas que fluyen y refluyen en el mar según ciertas constantes, pera siempre en lo imprevisto. «Todo en la mujer es enigma», hacía decir Nietzsche a su Zaratustra. En esta fórmula cristalizaba todas las protestas formuladas desde Adán por las generaciones de hombres que se han enfrentado con el alma de la mujer. Este agravio renace, en efecto, cada vez que un hombre de buena voluntad, no consigue dilucidar el misterio de la feminidad en su esposa y se desespera pensando que no lo descubrirá nunca. No son raros los casos de hombres que renuncian así a la felicidad, y a veces al amor, enclaustrándose en sí mismos y entregándose a la incomprensión, simplemente porque su mujer les parece tan enigmática como la Esfinge a los viajeros de Egipto. ¡¡Quizás un poco más!! Hay en esto algo cierto. Pero por compleja que sea la mujer (lo bastante compleja para que a veces a ella misma le cueste trabajo comprenderse) sería exagerado decir que es incomprensible hasta el punto de resultar impenetrable para su marido. Lo absoluto del juicio con el que los hombres se apresuran a considerar a las mujeres como enigmas indescifrables es tan injusto y discutible como lo absoluto del juicio femenino según el cual todos los hombres son sistemática e irremediablemente unos egoístas. Ya hemos dicho cómo había que matizar este último tópico de la incomprensión femenina [2]; tenemos que decir ahora cuán exagerada es la posición de los hombres que dan por probado que la mujer es un enigma, para inferir después la fácil consecuencia de que es inútil intentar comprenderla.

¡Consecuencia demasiado fácil! Porque con frecuencia descansa en esta forma de egoísmo que puede ser la pereza. Hay que confesarlo para su mayor confusión: a menudo por ser demasiado perezosos no consiguen los hombres comprender a su mujer. Ese terreno movedizo que es el alma femenina no se deja explorar más que por aquel que, con mucha paciencia, acepta el renovar sin cesar sus esfuerzos durante muchos años. Porque lo constante en ella, es su inconstancia; es siempre la misma: es decir, que no es nunca la misma. «Se deja en la calma, se la vuelve a encontrar en la tempestad» decía Amiel. Es preciso, por tanto, que el hombre esté siempre en la brecha. Ahora bien, un esfuerzo tal, exige una gran valentía psicológica de la que, por desgracia, no está dotado por naturaleza el hombre. El, que se adapta con facilidad a una situación equívoca, con tal de que no acarree demasiadas complicaciones, renuncia pronto a lo que cree que es un juego del escondite por parte de su esposa. Envolviéndose en su egoísmo innato, decide suprimir sus esfuerzos. ¡Por desgracia para su mujer… y para sí mismo!

Conviene, pues, que el novio se convenza de que le es absolutamente necesario aplicarse —cualesquiera que sean los esfuerzos requeridos y cualesquiera que sean las dificultades que surjan, y cualquiera que sea el tiempo que deba emplear en ello— a comprender a su novia, hoy, y, más adelante, a su esposa. Si no, vendrá la desunión segura, el divorcio interior, cuando menos, y acaso incluso la ruptura exterior. Una mujer no puede vivir más que con un hombre que la comprenda; sólo a él puede unirse. Sin que ella lo quiera, este llamamiento a la comprensión brota de lo más profundo de su ser, hasta tal punto que puede ahogar el amor cuando el otro no responde a ese llamamiento. Por tanto, el hombre debe saber sacudir la indolencia natural que le inclina a pensar que todo marcha muy bien, de tal modo que se cree dispensado de todo esfuerzo; debe superar su egoísmo, va que éste puede impedirle ver que el ser con quien vive en la más total intimidad posible, es un ser defraudado e infeliz; que sepa llegar a ser psicológicamente lo bastante fuerte para mantenerse en estado de alerta y de inquietud, al acecho siempre de lo que pueda ayudarle a comprender mejor y, por consiguiente… a amar mejor. Al encontrarse ante su mujer, en lugar de encerrarse en su masculinidad cómoda, debe recordar que «pertenecer a un sexo, estar individuado, nos impone estudiar el otro sexo, conocerle, someternos a las condiciones necesarias para que la eventual unión al otro sea beneficiosa para cada uno» [3].

Cualesquiera que sean las dificultades con que pueda tropezar, el hombre no debe nunca renunciar al esfuerzo que se le exige para lograr una verdadera comprensión de su compañera. Por si llegara a capitular y a perder su buena voluntad, para abandonarse al capricho de los acontecimientos, habría terminado la felicidad conyugal.

Una mujer puede ciertamente soportar el no ser comprendida aunque esto la haga sufrir; está dotada de la suficiente generosidad para soportar esta durísima prueba. Pero no podrá ella admitir jamás que no intenten comprenderla. De todos los pasos en falso que dan los hombres, éste es el más grave, al parecer. En la vida conyugal, la culpa irremisible, a los ojos de la esposa, es ésa. Sin embargo, ¡cuántos maridos la cometen, perdiendo al mismo tiempo sus oportunidades de felicidad! La inconciencia masculina es a veces de una torpeza sorprendente. ¡Cuántos maridos que viven junto a una esposa desgraciada porque no percibe en su cónyuge ese afán de comprenderla, no se dan cuenta de ello! Con un manotazo, trastruecan las situaciones, y se liberan de todo esfuerzo, repitiéndose que en toda mujer hay un niño que le hace tomar por cosas serias lo que no son más que niñerías. Con lo cual, incurren en la torpeza y no perciben que la mujer está a su lado como un ser que aspira a ser comprendido.

Semejante actitud prepara la regresión del amor. Porque en tales circunstancias, y ante la incomprensión implacable a la que tendrá que hacer frente, sucederá con frecuencia que la mujer buscará en otra parte un amor que sea más atractivo para ella. Y llega entonces la evasión —lenta, al principio y pronto acelerada— fuera del hogar. Y es la muerte de toda felicidad. Aun no siendo justificable, esta situación es, sin embargo, explicable, y si hubiese que señalar un reparto de responsabilidades, no cabe duda que el marido tendría su amplia parte en ello.

Para no incurrir en ese extravío, el esposo debe, pues, esforzarse en aprender a conocer a su mujer, tal como es. No cribándola a través de su propia psicología de hombre, para interpretar su manera de ver, de pensar, de hablar, con arreglo a sus propias reacciones masculinas; sino deteniéndose en ella como en un ser diferente cuya originalidad hay que respetar, y al cual es absolutamente necesario adaptarse para formar con él una pareja en la que el amor halle manera de afirmarse sin cesar. Además, ¿no es una de las primeras pruebas del amor el obligarse a comprender a aquella persona a quien pretende uno, amar? En este sentido podría repetirse la frase de Berdiaef, dándole la vuelta; allí donde él afirma: «Sólo amando se puede comprender íntegramente a una persona» [4], se podría decir con todo derecho: sólo esforzándose en comprender íntegramente a una persona se puede decir que se la ama. El amor del hombre no vale más que lo que vale el esfuerzo de comprensión con el cual lo revela.


[1] Nicolas Berdiaef, Le sens de la création, Desclée de Brouwer, París 1955, p. 282.
[2] Cf. el capítulo anterior: «Tu novio».
[3] Dr. François Goust, En marche vers l’amour, Éd. Ouvrières, París 1958, p. 61-62.
[4] Berdiaef, o.c., p. 277.

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