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lunes, 26 de septiembre de 2011

SERMÓN PARA LA DOMÍNICA DECIMO QUINTA DE PENTECOSTÉS



DECIMOQUINTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Y aconteció después, que iba a una ciudad, llamada Naím: y sus discípulos iban con Él, y una grande muchedumbre de pueblo. Y cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban fuera a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda: y venía con ella mucha gente de la ciudad. Luego que la vio el Señor, movido de misericordia por ella, le dijo: No llores. Y se acercó, y tocó el féretro; y los que lo llevaban, se pararon. Y dijo: Mancebo, a ti digo, levántate. Y se sentó el que había estado muerto, y comenzó a hablar. Y le dio a su madre, y tuvieron todos grande miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros: y Dios ha visitado a su pueblo. Y la fama de este milagro corrió por toda la Judea, y por toda la comarca.
El Evangelio de este Domingo nos presenta la resurrección del hijo de la viuda de Naím.
Sabemos que Nuestro Señor Jesucristo resucitó tres difuntos; y esos milagros nos pueden servir para meditar en la resurrección espiritual de los pecadores.
En efecto, la meditación de los tres difuntos que Cristo Nuestro Señor resucitó se ha de hacer, no solamente ponderando el milagro, sino también la significación del mismo, que es la resurrección espiritual de todos los pecadores que se convierten; los cuales se reducen a tres clases:
1ª) Unos que pecan por flaqueza o ignorancia, figurados por la niña de doce años, a quien resucitó Cristo en casa de sus padres.
2ª) Otros que pecan por pasión, representados por el muchacho, hijo de la viuda de Naím, que fue resucitado cuando lo llevaban ya a enterrar.
3ª) Los últimos pecan de malicia, caracterizados por Lázaro, resucitado por Cristo después de enterrado desde hacía cuatro días.
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En las circunstancias y modos de las tres resurrecciones, quedan representadas también las maneras de la resurrección de los pecadores.
La difunta hija del archisinagogo representa la muerte de gente moza: Habiendo muerto una doncella de doce años, hija única de un príncipe de la sinagoga, fue su padre a Jesús, y postrado a sus pies le suplicó con grande instancia viniese a su casa y pusiese sus manos sobre ella.
Debemos tener en cuenta la calidad de esta difunta y la causa de su muerte; porque aunque era hija única de sus padres, y de padres ricos y nobles, y, por consiguiente, muy regalada de ellos, sin embargo de esto, le alcanzó la muerte, sin que pudiesen atajarla ni los padres, ni los médicos, ni la hacienda, ni el verdor de la edad; para que entendamos que en ninguna edad, ni en cualquier fortuna y estado hay seguridad de vida; sino que de repente nos alcanzará la muerte, porque ley general es que todos mueran una sola vez, y el daño de la primera muerte no tendrá remedio.
Luego hemos de considerar que la muerte de esta gente moza, unas veces sucede por los pecados de los padres, que los aman y regalan con demasía, y por su respeto atropellan la ley de Dios.
Otras veces, por pecados de ellos mismos, que se van sin freno tras sus inclinaciones, y quiere Dios atajarles esos pasos, para no se condenen o para que tengan un infierno menos riguroso.
En otros casos, por gracia, arrebatándolos, como dice el Sabio, antes que la malicia mude su corazón y el fingimiento engañe su alma (Sap., 4, 11).
Otras veces, en fin, por causas secretas de la gloria de Dios, que no alcanzamos a comprender.
De esto debemos sacar, como resolución, un saludable temor de la culpa, por la cual entra la muerte, y arrojarnos en la Providencia paternal de Dios, suplicándole nos dé la muerte en aquel tiempo y coyuntura que conviniere más para su gloria y para nuestra salvación.
También es de notar que, así como esta difunta no pudo por sí buscar a Cristo para que le diese vida, y hubiese quedado muerta para siempre, si su padre no hubiese ido a rogar por ella, igual le pasa al pecador muerto por la culpa; y aunque es verdad que no está tan muerto que no pueda llamar a Cristo Nuestro Señor, pero importa mucho que tenga intercesores que rueguen por él y soliciten a Dios nuestro Señor que le resucite.
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Una vez resucitada, encontramos otros símbolos: la tomó de la mano, ella comenzó a andar, y Él mandó darle de comer, lo cual no hizo con los otros difuntos.
Todo fue para significar que los pecadores que mueren y pecan por flaqueza, figurados por esta niña, son vivificados por Cristo, ayudándoles con su mano poderosa a vencer aquella flaqueza; y así, en resucitando con su virtud, quiere de ellos dos cosas:
La una, que no estén ociosos ni se queden en la cama de la pereza, sino que luego comiencen a andar y ejercitar buenas obras, aprovechando el camino de la virtud.
La segunda, que coman el Pan que confirma el corazón, que es el Santísimo Sacramento del Altar, con cuya virtud acaban de fortalecer, y se alientan a proseguir la jornada que han comenzado.
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El difunto hijo de la viuda de Naim es figura del pecador abandonado a sus pasiones: sacaban a enterrar a un mancebo difunto, hijo único de su madre, que era viuda.
En persona de este muchacho difunto debemos considerar al pecador que está muerto por culpas nacidas de sus vehementes pasiones, cuya alma está encerrada en su cuerpo como en unas andas o ataúd, porque todo cuanto piensa, habla y trata es en carne y de su carne.
Los que llevan estas andas son cuatro apetitos o pasiones vehementes, conviene a saber:
- la lujuria, que es apetito de deleites sensuales;
- la ambición, que es apetito de honras vanas;
- la codicia, que es apetito de riquezas;
- la ira, que es apetito de venganza contra los que le impiden estos bienes.
De estas cuatro pasiones este miserable pecador es llevado a enterrar en el abismo de innumerables pecados, y después en el abismo del infierno, si Cristo nuestro Señor no le ataja.
De donde hemos de sacar afectos de compasión viendo el mundo lleno de estos muertos, que salen cada día en público y están en las plazas y puertas de las ciudades.
Midamos la caridad y providencia de Cristo Nuestro Señor en venir a Naím, en tales circunstancias que se encontrase con este difunto, pues no fue al acaso, sino sabiéndolo y con deseo de resucitarle, ofreciéndose a ello sin que nadie se lo pidiese.
A la niña la resucitó a petición de su padre; a Lázaro, por petición de sus hermanas; pero a éste por propia iniciativa, para significar la grandeza de su misericordia en buscar las almas muertas, salirles al encuentro y ofrecerles el remedio aunque no se lo pidan, movido de la compasión que tiene de ellas.
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En la resurrección de Lázaro hemos de considerar a un pecador
que antes había sido justo, y ausentándose de él Dios Nuestro Señor para probarle, respondió mal. Porque primero enfermó por tibieza, luego murió por consentimiento en la culpa; fue enterrado, porque se rindió a las aficiones de las cosas terrenas, y se sumió en ellas; después cayó sobre él la losa de la dureza de corazón por costumbre de largos días en pecar; y últimamente estuvo hediondo por el mal ejemplo que dio de sí a otros, a quien escandalizó.
De allí procede que ni él llama a Cristo para que le ayude, ni tiene cuidado de esto.
Del mismo modo, así como Lázaro salió del sepulcro vivo, pero atado con sus mortajas, las cuales le quitaron los Apóstoles, así suelen los pecadores resucitar a la vida de la gracia atados con muchas reliquias de los pecados y costumbres viciosas de la vida pasada, de las cuales se van desatando después con la industria y dirección de los confesores, a los cuales también dejó Cristo nuestro Señor sus veces, como lo prometió a San Pedro, para que con la voz de la absolución sacramental desaten a los pecadores.




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Viniendo nuevamente al milagro del Evangelio de hoy, vemos que Jesucristo, si bien resucita al hijo de la viuda, no en secreto sino en público; sin embargo, no lo hizo por ostentación, sino para gloria de su Padre y para autorizar su doctrina, y por compasión, viendo la miseria de aquella mujer, por ser viuda y ser único el hijo que perdió.
Las lágrimas de esta viuda, sin hablar ni pedir nada, movieron a Cristo nuestro Señor a que resucitase su hijo; porque las lágrimas que derramamos por nuestros pecados, o por los pecados ajenos, son un modo de oración poderosa con Dios para moverle a remediar nuestras miserias.
Digno de compasión era este dolor y bien capaz de excitar el llanto y las lágrimas. Por eso el Señor, movido de misericordia por ella, le dijo No llores; como diciendo: No le llores ya como muerto, porque dentro de muy poco lo verás resucitar.
Cristo Nuestro Señor se llegó a las andas y las tocó, y se pararon los que las llevaban, para significar que antes de resucitar al pecador le toca con la-mano de su omnipotencia y con fuertes inspiraciones, ya de temor con amenazas, ya de esperanza con promesas, y hace que cese el ímpetu de las cuatro pasiones que le arrastraban, las cuales, por más fuertes que sean, se rinden al toque e imperio de Cristo.
Tocando el féretro, sale la vida al encuentro de la muerte… Como enseña San Cirilo, no hizo este milagro con sólo la palabra, sino que también tocó el féretro, para que comprendamos la eficacia del sagrado Cuerpo de Jesús para la salud de los hombres. Es, en efecto, el cuerpo de vida y la carne del Verbo omnipotente, de quien viene la virtud. Pues así como el hierro unido al fuego produce los efectos del fuego, así la carne, una vez unida al Verbo que da vida a todas las cosas, se hace también vivificadora y expulsiva de la muerte.
Luego dijo Jesús: Muchacho, a ti te digo, levántate; y al punto se sentó y comenzó a hablar, y Cristo se lo dio a su madre.
Aquí se hemos de considerar la omnipotencia de la palabra del Salvador en este milagro, porque no tuvo necesidad, como Elías y Eliseo, de tenderse sobre el cuerpo del mozo difunto, juntando rostro con rostro y ojos con ojos; ni aun le tocó con la mano como a la hija del archisinagogo, sino con una palabra imperiosa, hablando con el muerto como si estuviera durmiendo.
Sin embargo, este mancebo, no sin misterio, no comenzó a andar enseguida, como la hija de Jairo, sino que, sentándose en las andas, comenzó a hablar, para significar que los pecadores que están arrastrados por sus ocasiones van sanando de ellas poco a poco:
- primero reciben la vida de la gracia, y apartan el afecto desordenado de las cosas carnales, aunque todavía se quedan con algo de afición que les pega y traba el corazón con ellas;
- después vienen del todo a despegarse de las costumbres viciosas, y comienzan a hablar, confesando sus yerros, pidiendo perdón de ellos, proponiendo la enmienda y alabando a Dios por las mercedes que les hace.
De esto hemos de sacar aviso para no desesperar de los que no dejan de un golpe las costumbres de la vida pasada; pues aunque la justificación se hace en un momento, la perfección de ella va poco a poco.
Finalmente, debemos alabar la caridad de Cristo Nuestro Señor en devolver el hijo a su madre viuda, aunque pudiera tomarle para Sí; pero no quiso, para que atendiese a servirla en su vejez y viudez, y para que su consuelo fuese cumplido.
Con esto quiso significar que es propio de Cristo restituir los pecadores a su Madre, la Iglesia. Y así como este mancebo, que salió de casa de su madre muerto y llevado de otros, se volvió a ella vivo, por sus medios, con alegría de su madre; del mismo modo el pecador que sale de la congregación de los justos llevado por sus pasiones, vuelve a ella vivificado por Cristo, con libertad del espíritu y alegría de la Iglesia.
Dice bellamente San Ambrosio: Si es tu pecado grave y no puedes lavarlo con las lágrimas de la penitencia, que llore por ti nuestra Madre la Iglesia; que la turba te asista, y resucitarás de la muerte, dirás palabras de vida, todos temerán (con el ejemplo de uno se corrigen muchos), y también alabarán al Señor porque se ha dignado concedernos tan grandes remedios para evitar la muerte.
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Hemos considerado la resurrección espiritual de los pecadores, y debemos meditar y hacer una aplicación práctica sobre esto.
Hemos visto que unos pecan por flaqueza o ignorancia, figurados por la niña de doce años; otros pecan por pasión, representados por hijo de la viuda de Naím; y otros pecan por malicia, caracterizados por Lázaro.
Sea que pertenezcamos a uno u otro de estos casos, todos necesitamos del divino Redentor y de los medios que Él ha establecido por su infinita misericordia y sabiduría para sacarnos de la muerte del pecado y resucitarnos a la vida de la gracia.
Agradezcamos a Nuestro Señor su bondad y seamos fieles en poner en práctica todos los medios para no recaer en la muerte espiritual.


P. CERIANI

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