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sábado, 10 de septiembre de 2011

LA ESPIRITUALIDAD DE LOS ICONOS


El icono es un camino, una flecha disparada al infinito, por el que el alma orante y mística se encontrara con el Amado.
Entre las riquezas de profundo contenido teológico y catequético que el oriente cristiano ha ofrecido a todo el pensamiento cristiano, son los iconos los que mayor interés han despertado. Por medio de este símbolo sagrado, Dios mismo habla al hombre: lo que hace por la belleza. Se ha sabido, magistralmente, combinar en un trozo de madera noble, aquello que los santos Padres hicieron en sus escritos: unir la predicación y la alabanza.
La Divina Liturgia no es otra cosa que celebrar al Dios Uno y Trino, santa, consubstancial e individual Trinidad; es producir en la Tierra una imagen, un icono, una semejanza a la eterna y perenne Liturgia celeste.
El icono es un símbolo sagrado, y como tal guarda profunda conexión con otro gran signo: la Divina Liturgia (Santa Misa); modernos, podríamos decir que la Liturgia oriental es catequética por excelencia con “métodos” audiovisuales, esto es, las oraciones acompañadas o envueltas en todo ese ropaje de belleza y armonía recóndita que muestran los iconos.
“Dejad en este momento toda terrena preocupación”: así nos amonesta san Juan Crisóstomo desde la Liturgia. Es imposible acercarnos a encontrar algo en un icono, si primero no nos “despojamos” de nuestra mentalidad occidental. Será difícil, pues, pretender contemplar el misterio que surge de cada icono, que surge de cada Palabra, que surge de cada rito.
“Nosotros, los hombres, hemos embrutecido, no sabemos nada de muchas cosas profundas y delicadas. Las Palabras o la Palabra es una de ellas. Creemos que es algo superficial porque no sentimos más su fuerza.” El icono es una Palabra, es una manifestación del Verbo, es un continuo “nombramiento”. Y si a la Palabra de Dios nada se resiste, es por tanto una continua presencia creadora.

Camino
El icono es un camino, una flecha disparada al infinito, por el que el alma orante y mística se encontrara con el Amado. No tiene pues, existencia propia, es un símbolo, y como tal hace relación a lo simbolizado de quien es presencia y de quien recibe existencia.
Todo icono es un receptáculo, como un continente de una presencia mística, escondida, de una realidad profunda que trasciende los mismos colores y las mismas figuras que lo plasman en la madera. Es una presencia, es una Palabra continuamente pronunciada a los oídos del alma atenta.
No es un dibujo, no es un cuadro, es una imagen (en griego, eikon), representa la presencia, es una visión litúrgica del misterio. Teofanía de una Palabra, es una escritura sagrada; por eso su estudio es iconografía.
Hemos entrelazado, no al azar, tres conceptos: Palabra, presencia, visión. De la conjunción de los tres surge el icono. Es, pues, el depositario de esas tres realidades. Es una presencia, puesto que, en tanto unido a lo significado, hace presente al mismo como signo. Es Palabra en cuanto comunica el mensaje salvador, la Revelación, de un modo particular. La pintura es visión en tanto que da vida mística y nos revela “como en un espejo” lo que luego veremos “cara a cara”.
En el distinguimos dos aspectos: lo inmanente y lo transeúnte.
Por lo primero entendemos aquello que el icono es ó significa en sí mismo, y allí es donde nos encontramos con esa presencia-Palabra-visión. Con respecto a lo segundo, entendemos lo que ese mismo icono, en tanto símbolo, produce en aquel que lo contempla.
En sí mismo posee la magnificencia de quien dice (Palabra) todo en silencio. Nos muestra teofánicamente algo de Dios en la tierra.
Podemos recorrerlo en toda su longitud, pero siempre nuestra mirada buscará su mirada. Y es aquí donde, a nuestro entender, el icono recobra toda su fuerza, todo su misterio, toda su Palabra, toda su vida.

Los ojos
Fuente de vida y de luminosidad, los ojos son el elemento central de todo icono. Los colores oscuros van dejando espacio a los claros, desde los bordes al centro. Así es como el rostro, con valores de blanco intenso, recobra brillo y luz.
Es menester detenerse frente a ellos y encontrarnos con la mirada, con esos ojos profundos de donde parece manar toda la luminosidad que invade al icono. Mirada que nos sigue… “Tú, Señor, conoces mis entradas y salidas.” El Salmista pareciera haber escrito esto arrebatado en éxtasis y contemplando, no en imagen, no en espejo, no en icono, sino cara a cara la solicitud de Dios para con los hombres.
Si intentáramos tapar la mirada de algún cuadro. Nos encontraríamos como si los personajes del mismo estuvieran muertos. En los iconos esto es inmediatamente perceptible. Al tapar los grandes ojos que coronan el rostro, nos encontramos frente a una imagen muerta. Podemos decir que, en toda pintura, son los ojos quienes dan la vida.
Podemos concluir, pues, que el icono es presencia-palabra en cuanto y por sobre todo, es visión-vida.
La mirada es lo que proporciona luminosidad, brillo, armonía, vida al icono. La mirada, profunda y dulce, majestuosa y misericordiosa. Mirada que sigue con su fuerza impenetrable a quien se arrima a venerarlo.
En la misma tradición oriental, es muy común colocar lámparas frente a los iconos. Misteriosa coincidencia, pareciera que por todos los medios quisiera remarcarse mas y mas el brillo y la profundidad de la mirada, a tal punto confundidas que no sabríamos determinar quien da luz a quien, si la lámpara a los ojos o estos a la lámpara y todo su entorno.

La mirada
La mirada está cargada de todas las pasiones del alma y está dotada de una terrible eficacia. La mirada es el instrumento de las órdenes interiores: mata, fascina, habla, fulmina, seduce.
La mirada aparece como el símbolo, el instrumento de una revelación. Pero, más aun, es un reactivo y un revelador recíproco del que mira y del mirado. La mirada del otro es un espejo que refleja dos almas.
La mirada que centra la atención del fiel será la del Pantocrator. Ubicada en la altura, el Señor-Dominador, se convierte como en el eje, la clave de bóveda del edificio. Mirada que, desde la altura magnífica y toda santa, ilumina el recinto dando vida a los demás iconos que de Él, que es el Santo, reciben su santidad y por ende la capacidad de mirar con sus ojos.
“Junto al trono había cuatro vivientes que tenían ojos por delante y por detrás.” El apocalipsis nos muestra estos cuatro vivientes a quienes, para identificarlos como tales (vivientes) les da gran cantidad de ojos… ojos grandes. ¿Pero en virtud de que poseen esos ojos que todo lo escrutan? En virtud de su cercanía al trono del Cordero, el cual tenía ojos “como llamas de fuego”.
El tema de la mirada y del ver ha estado siempre presente y en relación con Dios. Así como el ver se relaciona con el color, del mismo modo Dios se relaciona con todo lo creado.
El ver de Dios se sustrae al conocimiento humano, que accede solo conjeturalmente por medio del esquema implicatio-explicatio, imagen con la que expresará luego el Ser Divino.
Este estar con la mirada en la mirada, hará crear; vis entificativa, para Dios, vis assimilativa, para el hombre. Dos polos distantes pero unidos en el mismo acto de ver.
Sin comulgar con todas las “ideas” del Cusano, las vemos convenientes, al menos las anteriores, para interpretar un poco más el tema de la mirada. Pero esto se lo dejamos a los filósofos.

La Palabra
“En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.” Esta Palabra (Verbo) se identifica desde el Antiguo Testamento con Dios y con la Sabiduría, y es necesario contemplarla y oírla.
Esta Palabra de Dios, por quien todo fue creado, es enviada a la Tierra a la que empapa “como la lluvia el césped”, y no regresa a Él sin fecundar la Tierra que la ha recibido.
Será Juan quien, con el Logos, ha significado no solamente el vocablo, la frase, el discurso, sino también la razón y la inteligencia, el propio pensamiento divino.
Sean cuales sean las creencias y los dogmas, la Palabra simboliza de modo general la manifestación de la inteligencia en el lenguaje, en la naturaleza de los seres y en la creación continua del universo; es la verdad y la luz del ser. Esta interpretación general y simbólica no excluye para nada una fe precisa en la realidad del Verbo divino y del Verbo encarnado.
La Palabra es el símbolo más puro de la manifestación del ser que piensa y se expresa a sí mismo, o del ser conocido y comunicado a otros.
¿Qué significa contemplar la Palabra? Será, en definitiva, mirar-escuchar-atender-responder. Esta misma Palabra no siempre es perceptible o audible; la mas de las veces se convierte en un religioso, reverente silencio, al cual también es debido “escuchar”.
La fe llega por el oído, pero si la fe se nos transmite desde el silencio o en un acto sin sonido, el cual es sumamente “predicador”, como por ejemplo el llanto y la presencia silenciosa de María al pie de la cruz, la fe puede llegar por otro medio, el cual también utilizará la Palabra, la mirada, el silencio, el decir todo sin pronunciar sino el silencio: “Lo miró y lo amó.”
El icono es una presencia, y toda presencia tiene algo que manifestar, algo que decir. De allí que el icono hable, increpe, enseñe. Habla desde su belleza, pronuncia el eterno Logos, es constante nombramiento, transmite el Logos, el Mensaje, la Vida.
Palabra silenciosa, pero Palabra majestuosa. Dios mismo es el que habla, por eso no es lícito firmar el icono. Cada icono recuerda aquello de Juan: “Y puso su morada entre nosotros.”
Toda obra iconográfica nace y se realiza buscando el sentido estético como algo secundario. No se persigue la ornamentación del lugar sagrado, no es lo estético lo que más ocupa a su autor humano. El icono tiene como misión primera mostrar, “como en un espejo”, la realidad divina. Así es catequético, adoctrinante; todo lo demás es añadidura.
Una vez realizada la tarea, que comprende una ardua preparación espiritual del iconógrafo auténtico, el icono debe ser presentado a un sacerdote, el cual lo examinará y, posteriormente, con una celebración especial, lo bendecirá y lo admitirá para ser expuesto a la veneración de los fieles.
Cada icono será una teofanía, una Palabra constantemente pronunciada, una mirada dadora de paz de la vida, una presencia real y viva del Dios Todo Santo. Desde ese plano “pronunciante”, el alma del orante podrá percibir las palabras de Yahveh dichas a Moisés: “Descálzate, estas frente a un lugar sagrado”; pues, en cada icono, Dios, el Verbo ha puesto su morada.

Luis Glinka, ofm "Volver a las fuentes. Introduccion al pensamiento de los Padres de la Iglesia" 1 ed. LUMEN págs. 182 - 189

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