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viernes, 3 de abril de 2015

SERMÓN DE LA SOLEDAD

SOLEDAD DE MARÍA



Tal vez nos hemos acostumbrado demasiado a la Cruz… Y el corazón humano no se conmueve por lo que está acostumbrado a ver…
Y con todo, la Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, confía en que nosotros acudamos al pie de la Cruz profundamente conmovidos…
¿Dónde están las lágrimas de nuestra emoción, dónde las lágrimas del arrepentimiento y de la compasión?
Confiemos…
Dios, que formó el corazón humano, conoce sus leyes, y ha dispuesto que el corazón, no obstante su dureza y crueldad, se conmueva profundamente al pie de la Cruz.
Bien sabe Dios que en el alma del hombre hay una cuerda que, pulsada por su mano, despertará los sentimientos más tiernos; bien sabe que tenemos recuerdos sagrados, los cuales podrán enternecer nuestro corazón…
Uno de esos recuerdos es el nombre de madre
Por esto colocó al pie de su Cruz a su Madre Santísima…
¡He ahí el arte supremo del Evangelio!
Incluso los desalmados verdugos permiten que permanezca al pie de la Cruz esta primera adoradora; ceden el paso con respeto…
Allí está Ella por nosotros, sí, para que le pidamos alma y corazón con qué comprender los sufrimientos de Jesús; allí está por nosotros, para que, levantando nuestros ojos, sintamos siquiera una pequeñísima parte del dolor que quemaba su alma.



***

Dos escenas sublimes nos muestran la amargura de la Virgen Santísima; una nos fue transmitida por la Tradición, la otra quedó consignada en la Sagrada Escritura.
La Tradición nos muestra a la Virgen Santísima en el camino al Calvario, y la Escritura al pie de la Cruz.
La Tradición nos ha conservado la cuarta estación del Via Crucis.
Se le llama estación, y con acierto; porque aquí se detiene el cristianismo, para meditar aquel dolor que causó al Corazón del divino Redentor esta sola palabra: Hijo…, a la que Él no contestó más que con: Madre
Comenzó la marcha hacia al Calvario. Descalzo, por las calles tortuosas, sembradas de guijarros, Jesús recorre las calles de Jerusalén. Los soldados jalan de las cuerdas. Jesús penosamente pone un pie delante del otro, y a menudo tropieza, y cae sobre sus rodillas, que pronto no son más que una llaga… y siempre esa viga en equilibrio sobre el hombro, al que lesiona con sus asperezas y que penetra allí con viva fuerza.
La Santísima Virgen se había puesto en lugar acomodado para ver a su Hijo y recibir este encuentro que tanto dolor le había de costar.
Cuando se fue acercando y pudo contemplarlo de más cerca, ¿qué sentimientos habrán embargado su Corazón?
¡Con qué esfuerzo miró la Virgen a su Hijo, que iba tan desfigurado y atormentado! Pero le miró de cerca, y el Hijo la miró a Ella. Y los ojos de ambos se encontraron, y quedaron atravesados los Corazones de cada uno con los dolores y los sentimientos del otro.
No se dijeron más palabras que aquellas de Hijo…, Madre…, porque el dolor era tan crecido que había anudado sus gargantas. Pero los que se aman bien, con los ojos se hablan y se dan a entender los corazones.
Destaquemos un aspecto de este encuentro doloroso: la presencia de la Virgen Santísima en la obra de nuestra redención. María ha querido hallarse en el camino que conduce a su Hijo a la muerte… en el camino que lleva a sus hijos a la vida…
Hasta el fin del mundo, por todas partes donde esté la Cruz de Jesús, también estará la Madre Dolorosa.
Pero meditemos en el hecho de que nosotros mismos somos la causa de este doble sufrimiento…
¡Madre!, si no hubiese pecado, no habrías tenido este encuentro y no habrías conocido este dolor.
Para comprender este dolor, tendríamos que conocer a fondo el Corazón tierno y traspasado de la Virgen María; tendríamos que comprender con qué amor, con qué dulzura y pasión la Virgen Santísima estaba pendiente del divino Redentor.
Los que aman, sufren en la medida en que aman; si sus sentimientos son profundos, su dolor puede llegar a verdadero océano.
Nos es dado barruntar qué corazón tenía la Virgen Santísima, ya que fue creado para la complacencia y el amor del Señor, para el amor de madre, propio de la Madre de Dios.
Cómo rebosaba de sentimientos el alma de la Virgen Santísima lo vemos por el hecho de que Ella hubo de corresponder al amor más grande y dulce de Dios.
Dios derrama sus riquezas sobre la creación y forma para sí almas magníficas; ellas son sus perlas. Pero la preciosa margarita, la perla preciosa por excelencia es Ella, la predilecta, la Virgen Santísima.
En el alma de la Virgen preparó Dios para sí un hogar, en su Corazón creó un nuevo Paraíso donde desplegar la luz, el calor, el deleite, la vida profunda en que tenía puestas sus complacencias y adonde podía bajar como a su lugar propio.
¡Qué fervor íntimo, qué sentimientos deben de llenar el alma de la Virgen Santísima! ¡Cómo sabe sentir y amar! Ella es el alma más profunda…
El Señor quiso que hubiese un alma en que se reflejase de un modo incomparable la imagen de Dios, la imagen de Cristo doloroso, y de un modo tan íntimo, con tanto fuego, que todos los sentimientos del mundo espiritual parezcan esfumarse en comparación suya…
Hubo santos que tuvieron un amor profundísimo a Jesús; sufrieron en proporción a este amor; San Francisco de Asís se convierte en cruz viva…; del corazón de Santa Teresa brota la espina, símbolo de la cruz; San Pablo dice que está crucificado con Cristo…
¡Qué cruz más viva, qué corazón más punzado de espinas, qué alma traspasada por el dolor tendría la Virgen Santísima!
Su alma es la más llena de compasión, la más fervorosa; es el espejo que más perfecta y sensiblemente refleja todos los detalles de la Pasión.
Contemplemos a María por el Camino de la Cruz; es la compasión viva; por Ella sentiremos y comprenderemos el sufrimiento de Jesús; comprenderemos muy bien lo que dice el himno: “¡Oh, cuán triste, oh cuán afligida se vio la Madre bendita, de tantos tormentos llena!…
¿Y quién no llora, si contempla a la Madre de Cristo, en tanto dolor? Y ¿quién no se entristece, piadosa Madre, si os ve sujeta a tanto rigor?…
¡Oh, Madre!, fuente de amor, hazme sentir tu dolor para que llore contigo…
Es la expresión del amor compasivo…
La Iglesia nos introduce en esta compasión y la urge. Cristo sufrió; todos hemos de ser almas pacientes.
Nosotros amamos a Cristo; luego hemos de sumergirnos en los sentimientos de conmiseración y compasión. ¡Cómo debemos apiadarnos del divino Redentor!
Las almas más llenas de paz son las que saben llorar al pie de la Cruz. Ese dolor ya no es el dolor del mundo, sino el gozo de la compasión con Cristo, el gozo de la identificación de sentimientos.
De modo que es un sentimiento dulce el llorar con Jesús; y al mismo tiempo es un principio noble y magnánimo.
El alma cristiana quiere con justo título tener su parte en la Pasión del divino Redentor. El alma cristiana dice: Nuestro Señor Jesucristo recorrió el camino de la Cruz, anduvo y vivió en medio de dolores profundísimos; a mí me toca llorar y sufrir con Él.
Y la compasión nos obliga a seguir las huellas de Cristo; acompañando a la Madre dolorosa y participando de su dolor.

***

La segunda escena nos la propone la Sagrada Escritura.
Grandes multitudes se apiñan en los alrededores del Gólgota, y el pueblo lo estaba mirando. Pero había allí alguien más, alguien cuyo Corazón se sentía traspasado por todas esas befas y blasfemias, y triste con Jesús, se callaba: su Madre Santísima.
¡Su Madre!
Breves palabras…; pero ¡qué tesoro!, ¡y qué amor o qué dolor!
Consideremos otra escena… Puesto el ataúd para el velatorio, acuden los vecinos y dicen: una buena mujer…; vienen los criados y dicen: una dueña amable…; aparecen los pobres y dicen: nuestra bienhechora…; se presenta el sacerdote y dice: una buena cristiana… Pero… acude el hijo, y dice más que los otros al decir: ¡mi madre!
La Virgen Santísima es La Madre… Es la Madre del Hijo de Dios; Madre singular, sin concurso de varón… Madre misteriosa…, virginal…
Su amor es un misterio santo…
Y esta Madre está en pie, siendo su dolor inmenso como el mar.
Ella sí que pierde mucho…
Lo pierde todo…
¡Oh Virgen Santísima!, diste a luz en Belén, fuiste madre en la Noche Santa, los Ángeles cantaron el Gloria y los pastores adoraron a tu Hijo…
¿Y ahora? Ahora está crucificado aquí entre ladrones…
¿Dónde están, Madre gozosa, los tres Magos, guiados por una estrella a tu Hijo que descansaba en tu regazo? ¿Dónde está la casa en que jugueteaba el Niño, y Tú tenías la mirada siempre puesta en Él?…
Ahí está la Cruz, y en ella tu Hijo, con sus llagas abiertas…
¡Oh!, Madre dolorosa, tu cielo se ha nublado, tus estrellas han desaparecido, tu Corazón se siente traspasado por la espada del dolor…
Y Tú, con todo, ¿estás en pie? Estás en pie y oyes la despedida de tu Hijo: Mujer, ahí tienes a tu hijo.
Se despide de Ti tu Hijo Santísimo, se va; el dolor ya está a punto de quebrantar su vida, y Tú no puedes ayudarle…
Dios sea contigo, Madre mía. Tú que me recostaste en un tosco pesebre, colócame ahora en el sepulcro de piedra… Tú que me envolviste en pañales, cubre mi cuerpo con áloe y lino para la sepultura… Tú que cantaste canciones de cuna, que escuchaste el cántico del Ángel, cierra ahora mis ojos y besa mis llagas…
Dios sea contigo, Madre mía. ¿Quién va a consolarte? ¿Pedro, que me negó? ¿Judas, que me traicionó? ¿Juan, que se ha vuelto como una estatua de piedra de puro dolor? ¿Los demás, que se esconden? ¿La turba insensible?
¡No!, Tú no necesitas el consuelo de los hombres; Tú estás de pie, y pregonas cómo ha de sostenerse el alma en el fuego del sufrimiento, cómo ha de luchar en el mar de amarguras y cómo ha de glorificar a Dios en medio del dolor…
Venid aquí los que queréis ver un amor fiel, constante, perseverante en medio de dolores y tormentos.
Vuestra madre os enseñó en la infancia a creer y amar; la Madre Dolorosa os enseñará a creer en medio de la desgracia, y amar en medio de los sacrificios; os lo enseñará introduciéndoos en los padecimientos de su Hijo para afinar y hacer compasivo vuestro corazón…
Quien siente con Cristo, sabrá también sufrir con Él…
Quien sufre con Cristo, sabrá también hacer sentir con Él…

***

La Madre Dolorosa no sólo estuvo al pie de la Cruz de su Hijo… También está junto a la cruz de cada uno de sus hijos…
Este año, en este Viernes Santo de 2015, más que nunca María Santísima es para nosotros consuelo de los afligidos…, consolatrix afflictorum…
Desde el día en que el pecado causó su ruina, la desventurada humanidad ha mirado siempre a María. Plugo a Dios hacer que los expulsados del paraíso la entreviesen como la fuente de la cual brotaría para su raza un caudal de compasión.
El único consuelo de nuestros infortunados padres fue el ver a lo lejos de las edades a una hija nacida de su sangre, que se inclinaba hacia ellos y hacia sus desdichados hijos, para enjugar sus lágrimas y hacer brillar ante sus ojos la perspectiva de una segura resurrección.
Después, se realizó la promesa. La reparadora, la consoladora apareció.
Para la humanidad rescatada, la fuente de las lágrimas no se ha secado; la familia humana continúa sintiendo las consecuencias de su caída inicial y está siempre condenada a perpetuarse al precio de trabajos que la agotan y de sufrimientos que la hacen sangrar y gemir.
Pero, en su aflicción, sabe muy bien a Quien volverse y a Quien dirigir sus gritos de angustia.
En la Madre de Dios, que abrió de nuevo las puertas del Paraíso, reconoce la más solícita y la más tierna de las consoladoras.
La gratitud y la piedad han levantado en su honor innumerables santuarios, cuyos nombres recuerdan los consuelos prodigados por María en toda clase de tribulaciones: Nuestra Señora de la Piedad, Nuestra Señora de la Consolación…
Todos evocan el recuerdo de las penas aliviadas, de los dolores amortiguados, de los peligros apartados, de las aflicciones consoladas. Todas estas advocaciones manifiestan el instinto del pueblo cristiano, que le mueve, en este valle de lágrimas, a elevar sus clamores hacia Aquella a quien a la vez llama Madre de dolores y Madre de misericordia.
Así vemos que la imagen venerada con predilección, es la que representa a la Madre con los ojos anegados en lágrimas, la de la Madre con las siete espadas de dolor, la de la Madre al pie de la Cruz, la de la Madre con el cuerpo rígido y lívido de su Hijo sobre las rodillas.
Los desgraciados, al acudir a Ella para confiarle sus penas, procuran ante todo rendir un homenaje a su Compasión.
La sola contemplación de la Virgen transida de dolor les mueve a llorar y a lamentarse…
Y cuando los hijos han mezclado de esta manera sus lágrimas con las de la Madre, se levantan confiados y llenos de consolación.
Así continúa practicándose en nuestros días. Y la antífona, cuyos ecos repiten las generaciones, es aquella en la cual se expresa tan genuinamente la fe en la universal Compasión de María por los desgraciados hijos de Eva: Salve, Regina, mater misericordiæ… Ad te clamamus, exsules, filii Hevæ… Ad te suspiramus, gementes et flentes in hac lacrimarum valle…
Siempre estamos desterrados, y nuestras mejores oraciones son las que van acompañadas de gemidos y suspiros.
Pero Vos, Madre Bendita, continuáis siendo nuestra esperanza. Si algún tanto de dulzura nos queda, en este valle de lágrimas; si conservamos alguna esperanza de vida, de Vos nos viene: Vita, dulcedo, et spes nostra, salve!
Ahora bien, este himno de aflicción humana a Nuestra Señora de la Piedad, exige de nosotros que fomentemos, en esta tarde del Viernes Santo, esta devoción.
La Madre Dolorosa sabe muy bien que el peor de los dolores consiste en ver sufrir a los que uno ama y no poder aliviarlos; conoce muy bien esta tortura del alma; ha pasado por ese calvario; ha recibido esos golpes que dan de lleno en el corazón; ha vivido esas horas de soledad, durante las cuales todo se hunde y se aplasta.
¡En qué mar de amarguras no ha estado sumida!
Se nos pide, por lo tanto, que, en los casos de urgente consolación, encaminemos a los afligidos hacia la Madre de los Dolores.
Pongamos el Evangelio en sus manos; hay páginas en este libro santo, cuya lectura no podrán rehusar. San Juan puso el marco a este cuadro y nos dio la materia del Stabat Mater.
Procuremos que vivan esta escena; María Dolorosa les abrirá de nuevo el corazón. Junto a Ella se sentirán rodeados de simpatía, y allí, en aquella atmósfera maternal, a pesar suyo, recuperarán el llanto.
Después, cuando se hayan desahogado a sus pies con lágrimas y lamentos, Ella, sin pretender todavía refrenar su dolor, les ayudará a entender y a esperar, y hará que lean en su propia vida, como Ella leyó en la de su Hijo, esta lección, que es la ley del sufrimiento, tan dura para los hombres.
Jesús la condujo de nuevo al Fiat mihi secundum verbum tuum de la Anunciación. Tenía derecho a ello.
Pero María tiene también sus derechos; y por dura que sea la ley del sacrificio, ¿quién se negará, si no a gustarla, a lo menos a oírla, cuando nos la recuerda la Madre de los Dolores?
Y Ella conducirá las almas doloridas, del Stabat Mater al Magnificat…
Se comienza por el Stabat y se acaba por el Magníficat…
Este es el don; éste es el privilegio de María: provocar en las almas estas ascensiones valerosas que las conducen a las más altas cimas del heroísmo.
Mezclando primero sus lágrimas con las lágrimas de los afligidos, disminuye a poco su amargura.
¿Debía la Virgen, después de la Ascensión, permanecer absorta en su dolor, porque continuaba grabada en su mente la imagen de Cristo en Cruz?
Además, aunque estas lágrimas tengan su fuente en las angustias que engendra y alienta la fe, está en manos de la Madre de los Dolores, si no el detener su curso, a lo menos el mitigar su fuego devorador.
Así es como la Madre de los Dolores consuma en las almas su obra de consuelo. El recuerdo de su largo martirio abre las puertas a la aceptación de la voluntad de Dios.
A pesar de las lágrimas, el Fiat surge al fin de estos corazones enternecidos y dilatados, y al mismo tiempo que el ardor del dolor se amortigua, va penetrando la consolación.
Los que antes se negaban a ser consolados, ahora dan gracias. Alaban y bendicen a Dios por haber permitido la tribulación y la prueba.
Su suerte no es menos buena y provechosa. Fac me tecum pie flere, dicen a la Consoladora que así ha avivado en ellos la caridad, y piden que les admita a participar con Ella de los dolores de su Hijo: Tui nati vulnerati, tam dignati pro me pati, pœnas mecum divide
Llorar con Ella y como Ella; compadecer con Ella al Crucificado, es el favor y la gracia que imploran durante toda su vida: Fac me tecum pie flere, Crucifixo condolere, donec ego vixero.
A ejemplo de María Dolorosa y Consoladora, sepamos también hacernos cargo y compadecer al desolado; sepamos escuchar, con todos sus pormenores, las penas y recoger las lágrimas del atribulado.
Mas como quiera que nuestras manos son demasiado duras para tocar llagas tan vivas; puesto que no poseemos el secreto de las palabras que tranquilizan e iluminan y nos falta bastante el haber sufrido para poder hablar con verdad y convicción de los encantos del sufrimiento…, recurramos a la intervención de María…
Encaminemos hacia Ella a los que se consumen en su desolación y se substraen recelosos a las atenciones de nuestra ternura.
Al verla tan generosamente asociada a la obra de nuestra redención; al contemplar sobre sus rodillas el fruto doloroso de sus entrañas, no el de Belén sino el del Calvario, entenderán que los que continúan sufriendo pueden cooperar también a la obra de la salvación.
Este será, para estas almas, el rayo de luz que las abrirá a la fe y a la esperanza.
A pesar suyo, por decirlo así, caerán a los pies de la que iluminó sus tinieblas, y de sus labios, hasta entonces cerrados y amargos, saldrá aquella invocación, en la cual se expresa la confianza de innumerables generaciones afligidas, que en Ella han encontrado el consuelo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!
P. Ceriani
Visto en: RADIO CRISTIANDAD

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