LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS
R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.
Visto en: Radio Cristiandad
EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA DIVINA
CAPÍTULO V
GOBIERNO DE LA PROVIDENCIA
CON LOS QUE SE ENTREGAN EN SUS MANOS
“Justum deduxit Dominus per vias rectas et ostendit illi regnum Dei”.
El Señor guía al justo por caminos derechos y le muestra el reino de Dios.
La fidelidad en nuestros deberes cotidianos por medio de la docilidad a la gracia que se nos dispensa cada momento no tarda en ser recompensada mediante una asistencia especial de la divina Providencia a los que se abandonan fielmente a ella.
Puede decirse que esta asistencia providencial se manifiesta especialmente de tres maneras, sobre las cuales conviene insistir: guiando estas almas en sus oscuridades, defendiéndolas contra los enemigos del bien y vivificándolas cada vez más interiormente.
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De cómo guía Dios las almas que en Él se abandonan
Ilumínalas con sus dones de sabiduría, de entendimiento, de ciencia y de consejo, que junto con la gracia santificante y la caridad se nos infunden en el Bautismo, y en mayor grado en la Confirmación.
Estos dones, junto con los de piedad, de fortaleza y de temor filial están en las almas imperfectas como encadenados por las inclinaciones más o menos viciosas, que las hacen vivir como en la superficie de ellas mismas y les impiden estar atentas a las inspiraciones del Maestro interior.
Suelen, compararse estos dones a las velas que hacen la nave dócil al soplo del viento favorable; pero en las almas imperfectas son como velas recogidas, que, por decirlo así, no reciben el impulso del viento. Por el contrario, cuando un alma, tratando con todas veras de cumplir los deberes cotidianos y de remar debidamente, se abandona en el Señor, recibe de Él inspiraciones primero latentes y confusas, pero que, bien acogidas, se hacen cada vez más apremiantes y luminosas.
Entonces queda el alma en paz, por lo menos en la parte superior de ella, a pesar de los sucesos agradables o penosos, de las desigualdades de humor, de las sequedades espirituales, de los lazos del demonio o de los hombres, de los recelos o envidias de sus semejantes; porque está íntimamente persuadida de que Dios la guía, y abandonándose a Él, a nada aspira sino a cumplir la divina voluntad. De esta manera le ve en todas las cosas y de todo se sirve para unirse a Él; hasta el pecado le recuerda, por contraste, la grandeza infinita de Dios.
Entonces se cumplen con más perfección aquellas palabras de San Juan en su Primera Carta: “Mantened en vosotros la unción que de Él recibisteis. Con eso no habéis menester que nadie os enseñe, sino que conforme a lo que la unción del Señor os enseña en todas las cosas, así es verdad, y no mentira.” (I loann. 2, 27).
Entonces el alma tiene menos necesidad de razonamientos, de métodos para orar, meditar y obrar; su modo de pensar y de querer se ha simplificado; observa mejor la acción de Dios en ella, que se manifiesta menos por la idea que por el instinto o la fuerza misma de las circunstancias, que no consienten obrar de otra suerte. Le impresiona el profundo sentido de ciertas palabras del Evangelio que antes le pasaban inadvertidas. El Señor le concede el conocimiento de las Escrituras, cono lo hizo con los discípulos de Emmaús. Los sermones más sencillos la iluminan y le descubren verdaderos tesoros; porque también de ahí se sirve Dios para esclarecerla, como un gran artista con vulgarísimo instrumento, con un triste lápiz, hace una obra maestra, una imagen admirable de Cristo o de María.
En este gobierno de las almas que se abandonan en manos de Dios hay sin duda grandes oscuridades, cosas desconcertantes e impenetrables. Pero el Señor las torna en bien espiritual; y ellas verán algún día que para los Ángeles fue motivo de alegría lo que a veces tan profundamente las angustiaba.
Y todavía es más; porque por medio de estas oscuridades ilumina Dios las almas en el momento en que parecía cegarlas. En efecto, en cuanto se borran las cosas sensibles que nos tenían cautivos y fascinados, comienzan a brillar en todo su esplendor las cosas espirituales.
Sucede a veces que un rey destronado, como Luis XVI, comprende mejor que nunca la grandeza del Evangelio y de muchas gracias que antes recibía. Hasta entonces casi no se daba cuenta de ello, porque el brillo de las cosas exteriores de su reino le tenía demasiado distraído. En tanto que ahora se le manifiesta el reino de los cielos.
Es una gran ley del mundo espiritual, que la oscuridad superior de las cosas divinas nos alumbra más en cierto sentido que la evidencia de las cosas terrenas.
En el orden sensible tenemos un símbolo de esta ley. Por extraño que a primera vista parezca, en la oscuridad de la noche vemos a muchísima mayor distancia que en la claridad del día; en efecto, menester es que se oculte el sol para que se dejen ver las estrellas y vislumbremos las insondables profundidades del firmamento. El espectáculo que contemplamos ciertas noches estrelladas es incomparablemente más bello que el de los días más esplendorosos. Nuestra vista puede ciertamente llegar muy lejos durante el día en el espacio que nos circunda, hasta el sol cuya luz invierte ocho minutos en llegar a nosotros. Pero en la oscuridad de la noche abarcamos con una sola mirada millares de estrellas, la más cercana de las cuales dista de nosotros cuatro años y medio de luz.
Lo mismo ocurre en lo espiritual; así como el sol impide ver las estrellas, así también la magnificencia de ciertas cosas humanas es obstáculo para contemplar los esplendores de la fe. Por donde conviene que la Providencia haga desaparecer de vez en cuando en nuestra vida este brillo de las cosas inferiores para, que entreveamos cosas mucho más sublimes y más preciosas para nuestra alma y para nuestra salud eterna.
En el orden espiritual, como en el físico, hay la sucesión del día y de la noche. De ello habla con frecuencia el Libro de la Imitación. Si los crepúsculos nos sumieran en la tristeza, el Señor podría decirnos: pues ¿de qué otra manera manifestarte esos millares de estrellas que sólo se ven durante la noche?
Aquí se cumplen las palabras de Nuestro Señor: Qui sequitur me, non ambulat in tenebris. Quien me sigue, no camina en tinieblas.” (loann. 8, 12). La luz de la fe ahuyenta las tinieblas inferiores de la ignorancia, del pecado y de la condenación, dice el Doctor Angélico. (In loann. 8, 12).
Más aún, la oscuridad divina que proviene de una luz superior demasiado intensa para nuestros débiles ojos nos ilumina a su modo, nos hace entrever, no solamente los misterios del firmamento, mas también las profundidades de Dios y el misterio de los caminos de la Providencia.
Dice San Pablo en su Primera Carta a los fieles de Corinto (2, 6): “Enseñamos sabiduría entre perfectos; mas no una sabiduría de este siglo, ni de los príncipes de este mundo, cuyo reino se acaba. Nosotros predicamos la sabiduría misteriosa y escondida que Dios predestinó antes de los siglos para gloria nuestra; sabiduría que ninguno de los príncipes de este mundo ha entendido; que si la hubiesen entendido, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria. Mas éstas son cosas, como está escrito, que ni ojo vio, ni oído oyó, ni corazón de hombre intuyó jamás, cosas que Dios tiene aparejadas para aquellos que le aman. A nosotros, empero, nos las ha revelado por medio de su Espíritu; pues el Espíritu todas las cosas penetra, aun las más íntimas de Dios.”
El Señor tiene, pues, su manera propia de alumbrar las almas sobre su vida íntima y sobre los secretos de sus caminos; parece a veces que las ciega; realmente entonces les da una luz superior en el momento mismo en que desaparece una luz inferior.
En los Santos, la lumbre de gloria sigue inmediatamente a las oscuridades de la muerte. En torno de ellos se afligen todos viendo extinguirse tan presto la vida terrena; mas ellos se consideran muy felices de entrar en la vida imperecedera.
Si durante nuestra vida hay horas en que todo parece perdido; si, como dice Taulero, rotos por la tempestad los palos del navío queda éste reducido a una balsa, ése es el momento de abandonarnos enteramente a Dios sin reserva; de hacerlo con todas veras, el Señor tomará inmediatamente la dirección de nuestra vida, que sólo Él puede salvarnos. Justum deduxit Dominus per vias rectas et ostendit illi regnum Dei.
Pero no se contenta Dios con guiar al justo.
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De cómo Dios defiende contra los enemigos del bien las almas que a Él se entregan
Nos lo dice San Pablo en la Carta a los Romanos (8, 31): “Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo después de habérnosle dado dejará de darnos cualquier otra cosa?”
El Libro de la Sabiduría dice de los justos que se abandonan confiados en manos del Señor: “Él los protegerá con su diestra, y su brazo los cubrirá como un escudo” (Sap.5, 17).
La Providencia lo dirige todo; aun las circunstancias más pequeñas, que parecen insignificantes, están en sus manos. Para ella no existe el acaso; y por medio de un hecho imprevisto e insignificante puede desbaratar los prudentes cálculos de los enemigos del bien. Lo vemos, por ejemplo, en la vida de José, vendido por sus hermanos.
Si en el momento de quererle matar, no acertaran a pasar por allí, como por acaso, aquellos mercaderes ismaelitas, habría quedado en la cisterna donde primero le arrojaran.
Pero los mercaderes llegaron en aquella hora, y no más tarde, como Dios lo tenía dispuesto de toda la eternidad, y José fue vendido como esclavo. Y llegado de esta suerte a Egipto, fue después el salvador de los que quisieron perderle.
Recordemos también la historia de Ester, la del Profeta Daniel y otras tantas. Y sobre todas, la del nacimiento de Nuestro Señor.
Herodes lo dispone todo para dar muerte al Mesías; pide a los Magos de Oriente que le informen con exactitud acerca del Niño; pero ellos, “habiendo recibido en sueños aviso de no volver a Herodes, regresaron a su país por otro camino”. (Matth. 2, 12). “Entretanto Herodes, viéndose burlado de los Magos, mandó matar a todos los niños de Belén y de sus contornos”, pero un Ángel se apareció en sueños a José para decirle que tomara al Niño, lo librara de la cólera del rey y huyera a Egipto.
En la vida de los santos no es un milagro la intervención del Ángel de la guarda, que por orden de Dios inspira un buen pensamiento, a veces en sueños, otras durante la vigilia; es un hecho providencial bastante frecuente en la vida de los que se abandonan plenamente a Dios. Ya lo dice el Salmista (Ps. 90, 10): “No te acontecerá mal alguno, ni el azote se acercará a tus pabellones. Porque a sus Ángeles tiene dada orden el Señor que te guarden en todos tus pasos. Te llevarán en palmas, para que tu pie no tropiece en alguna piedra.”
No es lícito tentar a Dios; pero cumpliendo al día nuestro deber, hemos de entregarnos humildemente en sus manos, porque sabe defender a quienes a Él se abandonan, como la madre defiende al hijo de sus entrañas. Permite la persecución exterior, a veces muy dolorosa, como la permitió contra su Hijo; pero sostiene invisiblemente al justo para que no pierda el ánimo; y si éste cae, como Pedro en un momento de ofuscación, le vuelve a levantar y le guía al puerto de salvación.
Y dicen más los Santos: que el alma que en vez de resistir a sus enemigos se abandona en manos de Dios, en ellos encuentra provechosos auxiliares. “Contra la prudencia de la carne, dice el P. Caussade, nada hay tan seguro como la simplicidad; ella elude admirablemente todos los ardides sin conocerlos, sin pensar siquiera en ellos. Tratar con un alma sencilla es en cierta manera tratar con Dios. ¿Qué medidas tomar contra el Omnipotente, cuyos caminos son inescrutables? Dios mismo sale a la causa del alma sencilla; no ha ella menester estudiar las intrigas (de que es objeto)… La acción divina le inspira y le hace tomar medidas tan acertadas, que sorprende a quienes tratan de sorprenderla. Se aprovecha de los esfuerzos de éstos… (que) son los galeotes que la llevan a todo remo al puerto… Todas las contrariedades se le convierten en bienes… Lo único de temer es el mezclarse ella misma en el asunto… (perturbando) un trabajo en que nada tiene que hacer sino contemplar con calma lo que Dios hace y corresponder a las gracias que le envía… El alma que se abandona a Dios de esta manera, nada tiene que hacer para justificarse: la acción divina la justifica.” Tal sucede en la vida de los Santos.
¿No es por ventura el camino que ellos siguieron, guardadas las debidas proporciones, el mismo que nosotros debemos seguir?
Durante la guerra pasada, en circunstancias difíciles solían decir muchos con cierta indiferencia: “No hay que desazonarse.” Era la materialización egoísta de la doctrina que exponemos. Pero el alma de esta doctrina es el abandono confiado en manos de la Providencia. ‘Si éste no existe, en fórmulas como la citada, no hay más que un cuerpo sin alma, una fórmula cuyo valor se mide por la energía moral de la persona que la emplea. Cuando abandonamos el camino saludable de que venimos hablando, de las máximas profundas de vida, queda sólo una fórmula muerta que puede servir para disculparlo todo. Y sin embargo a todos se nos ofrece la luz de vida del Evangelio.
La Hostia consagrada, que se eleva todas las mañanas en el altar, se ofrece por todos, y todos podrían unirse a esta oblación. Es una desgracia inmensa sustituirla por el ídolo del oro y reemplazar la confianza en Dios, junto con el trabajo diario, por la orgullosa confianza en los cálculos humanos. El hombre suplanta entonces a Dios y mata las virtudes teologales, situándose en el polo opuesto de la doctrina que venimos exponiendo, que es la doctrina por excelencia de la vida.
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De cómo vivifica Dios cada vez más íntimamente las almas que a Él se entregan
No solamente las guía y las defiende, mas también las vivifica por medio de su gracia, por medio de las virtudes, de los dones del Espíritu Santo y de las inspiraciones siempre nuevas que les envía.
Las vivifica todavía más cuando parece que más las abandona y las deja morir, conforme aquello de San Pablo: Mihi vivere Christus est et mori lucrum. Mi vivir es Cristo, y el morir es ganancia mía. (Philipp. 1, 21).
En tanto que la vida de ciertas personas es el deporte, el arte o las actividades científicas, la de las almas de quienes hablamos es Cristo, o la unión con Cristo. El mismo Cristo es la vida de ellas, dice el doctor Angélico (In Ep. ad Philipp. 1, 21), por cuanto Él es el motivo constante de sus obras más profundas. Por Él viven y obran de continuo, mas no por fines humanos; por el Señor que las vivifica más y más y las hace vivir de aquello mismo que parece hacerlas morir, como Jesús hizo de su cruz el más perfecto instrumento de salud.
Esta doctrina tan profunda fue admirablemente declarada por un dominico del siglo XVII, el P. Chardon, en su libro La Croix de Jésus (3e Entretien, ch. 8 ss.). Señala dicho Padre que la acción divina que poco a poco y a veces de manera dolorosa nos separa de lo que no es Dios, tiende a unirnos cada vez más con Él por medio de este mismo desapego. Así, la pérdida es ganancia. Conforme la gracia aumenta, va siendo principio de separación y de unión; la separación progresiva no es otra cosa que el reverso de la unión.
“Por temor, dice el P. Chardon, de que los consuelos demasiado frecuentes no interrumpan la inclinación del alma hacia Él, corta Dios la corriente, para hacer suspirar al alma con más ardor por el manantial… Retírale sus gracias para entregarse Él mismo. Se insinúa dulcemente, adueñándose de todas las atenciones de sus potencias, para hacerla poseedora del Bien único y necesario, que se debe amar con la misma soledad que separa de todas las cosas la soberanía de su ser.”
La desaparición de la luz y de la vida inferior coincide con la aparición de otra luz de vida mucho más elevada.
Cuando la parálisis hiere al apóstol que en plena madurez se entrega al ministerio evangélico, créese ahí terminada su influencia en la humanidad; no debería ser así, ni en realidad muchas veces lo es, sino el comienzo de algo superior: porque en vez del apostolado directo y exterior, se desenvuelve otro apostolado oculto y profundo, que por medio de la oración y del sacrificio llega a las almas cristianas y hace desbordar, sobre ellas el cáliz de la Redención superabundante.
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Resúmese admirablemente esta doctrina en una oración escrita por un autor anónimo que se inspiró en San Agustín:
Acto de abandono
“En vuestras manos, Señor, hago entrega de mí. Trabajad una y otra vez esta arcilla, sicut lutum in manu figuli, como la vasija en manos del alfarero (lerem. 18, 6).
Dadle forma Vos mismo; hacedla luego pedazos, si os place; es vuestra, y nada tiene que decir. Bástame con que ella sirva para vuestros fines y en nada resista a vuestro divino beneplácito para el cual ha sido creada. Pedid, ordenad; ¿qué queréis que haga? ¿Qué queréis que deje de hacer? Ensalzado o abatido, perseguido, consolado o afligido, empeñado en vuestras obras o inútil para todo, sólo me resta decir a ejemplo de vuestra Madre Santísima: Hágase en mí según vuestra palabra.
Concededme el amor por excelencia, el amor de la cruz, no de esas cruces heroicas cuyo esplendor podría dar pábulo al amor propio, sino de esas cruces vulgares que llevamos ¡ay! con tanta repugnancia, de esas cruces de todos los días, de las cuales está sembrada la vida, con las que topamos a todas horas en el camino: la contradicción, el olvido, el fracaso, los falsos juicios, las contrariedades, la frialdad o los arranques de los unos, los desaires o desprecios de los otros, las flaquezas del cuerpo, las tinieblas del espíritu, el silencio y la sequedad del corazón.
Sólo entonces sabréis que os amo, aunque yo mismo no lo sepa ni lo sienta; y esto me basta.”
He ahí verdadera santidad, y muy elevada. Si en los sucesos más dolorosos de nuestra vida hubiera habido siquiera algunos breves momentos de semejante conformidad, serían ellos los puntos culminantes de nuestra existencia, en los cuales habríamos estado muy cerca de Dios.
Cada instante nos invita el Señor a vivir de esa suerte para perdernos en Él. En ellos sobre todo podemos decir con verdad: Iustum deduxit Dominus per vias rectas, et ostendit illi regnum Dei. El Señor guía al justo por caminos derechos y le muestra el reino de Dios.
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