Visto en : Radio Cristiandad
Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y abriendo entonces la boca, les enseñaba diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os maldijeren, y os persiguieren, y dijeren con mentira toda clase de mal contra vosotros por causa de Mí. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.
La solemnidad de este día nos enseña lo que es ser santo.
Nuestra pereza, ingeniosa para forjarse ilusiones, querría persuadirnos que para ir al Cielo hay una vía cómoda en la cual se puede uno dejar de mortificar y vivir a sus anchas, huir de la cruz y darse gusto en todo; seguir la voluntad propia y sus caprichos; el amor propio y su vanidad…
Pero, preguntemos a los Santos si hay uno siquiera que se haya salvado siguiendo esta vía. Nos responderán con el Evangelio que hoy se lee solemnemente como una protesta contra este sistema de moral relajada.
La solemnidad de este día nos recuerda que debemos ser santos.
En efecto, durante la eternidad, no habrá término medio entre ser santo o réprobo, como no lo habrá entre el Cielo y el infierno.
A nosotros nos toca elegir entre estas dos alternativas: ¿podemos vacilar un instante y no decir desde el fondo del corazón: Sí, yo quiero ser santo, reconozco que debo serlo, porque si no seré réprobo?
La solemnidad de hoy demuestra que podemos ser santos.
¿No es ésta una empresa superior a mis fuerzas? nos dirá nuestra flaqueza. ¡No!, responden hoy, con su ejemplo, todos los Santos del Cielo.
En efecto, vemos entre ellos Santos de todas las edades, condiciones, estados, oficios… Lo que ellos han podido ¿por qué no lo hemos de poder nosotros?
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Debemos considerar el tema y fundamento de este Sermón de la Montaña; porque, mirando Cristo Nuestro Señor el tesoro de virtudes que tenía dentro de su alma, sacó de allí ocho principalísimas, en que se suma toda la perfección evangélica; virtudes muy antiguas, pero muy nuevas y nunca oídas en el mundo, con un nombre nuevo que las puso de Bienaventuranzas, aunque a la naturaleza son amargas.
Estas ocho Bienaventuranzas son como ocho escalones de la escalera del Cielo, por los cuales se sube a la cumbre de la santidad y unión con Dios.
Consideremos brevemente cada una de ellas.
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Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los Cielos.
Los actos de la pobreza de espíritu, son cinco.
El primero, es renunciar con el espíritu y corazón las cosas temporales, quitando las aficiones desordenadas de ellas, y estando aparejado a dejarlas cuando fuere necesario para cumplir la voluntad de Dios.
El segundo, más perfecto, es dejar con efecto todas las cosas que poseo, moviéndome a esto con una voluntad espiritual y pura de agradar sólo a Dios, por obedecer el impulso del divino Espíritu, que a ello me inclina.
Lo tercero, es vaciar y limpiar mi alma de todo espíritu y viento de vanidad, y de toda hinchazón y presunción vana, despreciando cuanto pudiere con el corazón las pompas del mundo, o dejándolas con efecto cuanto puedo y me conviene para el divino servicio.
El cuarto, es vaciar mi espíritu de toda propiedad, desnudándome del propio juicio y de la propia voluntad con todos sus propios deseos, salvo que sean conformes con los de Dios, porque en tal caso ya no serán propios.
El quinto y supremo, es vaciarme de mi mismo, conociéndome por tan pobre, que de mi cosecha ninguna cosa buena tengo, si Dios no me la da de limosna y gracia, pues ni aun el ser que tengo es mío, sino de Dios, sin el cual soy nada.
Considerando estos cinco actos, me avergonzaré por la falta que de ellos tuviere, suplicando al divino Espíritu me ayude a procurarlos según mi estado.
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Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.
La perfecta mansedumbre abraza estos actos:
El primero, reprimir los ímpetus de la ira y las turbaciones del corazón, conservando la quietud interior y exterior en el semblante del rostro y en los gestos del cuerpo.
El segundo, ser afable con todos, con palabras blandas, sin decir ninguna injuriosa ni desabrida, ni con voz desordenada o con porfía que cause turbación.
El tercero, no solamente no vengar las injurias, ni volver mal por mal, más bien no resistir con violencia injuriosa al que me hace injuria, llevando con serenidad mi desprecio, ofreciendo, si es menester, la mejilla derecha a quien me diere una bofetada en la izquierda, volviendo bien por mal, excusando al que me injuria y rogando a Dios que le perdone.
Y esta mansedumbre se ha de conservar con todos y en todos los negocios y sucesos, sin que se pierda, incluso si es necesario usar del celo de la justicia.
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Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
El llanto bienaventurado abraza cuatro actos.
El primero, refrenar los demasiados entretenimientos, risas y juegos, cercenando no solamente los ilícitos, sino también algunos que pudieran tomarse sin pecado.
El segundo, es llorar los pecados personales, no tanto por el daño propio, cuanto por la ofensa divina. Estas son lágrimas de contrición.
El tercero, llorar por los pecados de los hombres, tanto por su daño y condenación, como por la injuria que hacen a Dios, doliéndonos de ver cuán mal servido es. He aquí lágrimas de compasión.
El cuarto, es llorar nuestro destierro y la ausencia de Dios, suspirando por gozar de su presencia. Son estas, en fin, lágrimas de devoción.
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Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán hartos.
El tener hambre y sed de justicia, abraza diversos actos, entre los cuales:
El primero es desear cumplir todas las cosas que son de justicia y obligación para con Dios y para con los prójimos, sin dejar ninguna, haciéndolas con mucho gusto, sin tedio ni fastidio, aunque sean desabridas a la carne.
El segundo acto es desear crecer más y más en las virtudes, pareciéndole ser poco lo que tiene y mucho lo que le falta.
El tercer acto es tener hambre y sed de que en el mundo haya esta justicia, y que todos la procuren y guarden.
El cuarto es tener entrañable hambre de recibir sacramental o espiritualmente a Cristo Nuestro Señor, que es nuestra justicia, y desear beber el agua viva de su gracia, corriendo con gran sed a los Sacramentos y a la oración y meditación, que son las fuentes de donde manan.
El quinto es desear fervientemente la corona de la justicia, suspirando por ver a Dios para sentarse con Cristo a su mesa y comer y beber lo que para siempre nos ha de hartar.
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Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
La misericordia abrasa las catorce obras que llamamos de misericordia, siete corporales y siete espirituales, ejercitándolas con tres condiciones para ser muy excelente.
La primera, que se extienda a todos los prójimos que padecen miseria, sin excluir a ninguno, aunque sea enemigo.
La segunda, que se extienda a remediar todo género de miseria corporal o espiritual, conforme a nuestro caudal; y si no tuviere posibilidad para remediar tal necesidad, a lo menos desear remediarla y pedir a Dios que la remedie, y procurar que otros la remedien.
La tercera es que se ejercite con interior compasión de la miseria ajena, sintiéndola como si fuera propia, dando primero el corazón compasivo, y después el don por sola caridad, sin esperar otra retribución, si no es de Dios.
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Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
La perfecta pureza de corazón es la perfecta caridad, con las tres condiciones que pone San Pablo, diciendo que sea de corazón puro, con buena conciencia y fe no fingida.
La primera condición es pureza de corazón, purificándole, no sólo de pecados mortales, sino lo más que pudiere de veniales; de modo que, aunque toquen al corazón, no arraiguen ni se detengan por costumbre o acción estable.
La segunda, es limpieza y santidad de la conciencia, llenándola de limpios pensamientos y deseos, con limpias y santas obras.
La tercera, es sencillez en el trato con Dios y con los hombres, andando en verdad con todos, con sencillez y pura intención, sin doblez o engaños.
Esta pureza se llama de corazón, porque principalmente pertenece al alma y a la voluntad, y de allí se deriva al cuerpo en la pureza de la castidad conforme al estado de cada uno.
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Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
Pacíficos son los que hacen paz; en lo cual hay cuatro grados muy excelentes:
El primero es pacificarse a sí mismo, sujetando su carne al espíritu, sus pasiones a la razón, y todo su espíritu a Dios.
El segundo es pacificarse con los demás hombres, procurando, cuanto es de su parte, tener paz con todos, sin darles ocasión de turbación, sino de mucha unión.
El tercero es pacificar a los prójimos entre sí, procurando concordar a unos con otros.
El cuarto y supremo es pacificar las almas con Dios, ayudando a reconciliarlas con Él y a reducir las criaturas al servicio de su Criador.
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Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los Cielos.
Las persecuciones son todo género de injurias y aflicciones, en bienes, honra, contento, salud y vida, de las cuales, o de algunas de ellas, ninguno se escapa. Porque regla general es, dice San Pablo, que todos los que quieren vivir con piedad en Cristo han de padecer persecuciones por Él.
Estas procuran los demonios por el odio que tienen a Dios nuestro Señor y a la virtud, y también sus ministros los hombres, así los enemigos descubiertos como los que se precian de amigos, con título de piedad; y hasta los padres, hermanos y deudos, dice Cristo nuestro Señor, nos entregarán a la muerte, pensando a veces que hacen servicio a Dios en ello.
La causa de estas persecuciones no serán delitos propios, como dice el apóstol San Pedro, sino la justicia; esto es, por guardar la fe y religión; por hacer las obras de virtud a que están obligados; por reprender los vicios y cumplir con sus oficios; por seguir la vida perfecta y religiosa a que son llamados.
El modo como se han de sufrirlas es con grande paciencia y alegría, teniendo por especial favor de Nuestro Señor padecer algo por su amor; porque padecer por la injusticia, o con impaciencia, no toca a esta bienaventuranza.
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Elevémonos en espíritu al Cielo, contemplemos la gloria y la felicidad de los Santos y bendigamos al Señor que recompensa a sus escogidos con tanta magnificencia.
Unamos nuestras adoraciones y alabanzas a las de los bienaventurados que no cesan de exaltarle ni de día ni de noche, diciendo: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos.
Rindamos también nuestros homenajes a los Santos, a fin de reparar de este modo las faltas cometidas en la celebración de cada una de sus fiestas particulares, y suplir también el culto que no hemos dado a tantos Santos a quienes la tierra aún no conoce y que el Cielo ha coronado ya.
P. Ceriani
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