Gertrud
Von Le Fort
La
mujer eterna
Ediciones Rialp, S. A.
Madrid – 1957
Título original alemán:
Die ewige frau
(Im Kösel- Verlag zu München)
Traducción de
María Cleofé Aguilera
II LA MUJER EN EL TIEMPO
La
mujer en el tiempo parece significar la plena mitad de la existencia y de las vicisitudes
humanas, o sea, también de lo histórico. Pero es evidente que no es la mujer,
son el hombre y su obra, lo que constituye el contenido de la vida histórica.
El hombre no sólo domina las grandes acciones políticas de los pueblos, sino
que también determina la pujanza y el ocaso de sus culturas intelectuales.
Y-quizá sea esto lo más importante- incluso lo religioso, que vimos que está confiado especialmente a la
mujer, en sus grandes manifestaciones históricas es formado por el hombre y está representado por él en primera línea. Siempre que escuchamos
la voz de los siglos, se le oye a él. Prescindiendo de excepciones, la mujer
aparece con la plenitud intemporal de un silencio palpitante que acompaña o
lleva la voz de aquél. ¿Significa la fuerza de entrega en el sentido de una
renunciación metafísica a la vida histórica? ¿Significa lo religioso en este
mundo también carencia de autoridad? ¿Significa acaso que su reino no es de este mundo? ¿O es que ambas cuestiones sólo exigen que se
profundice más? ¿Es que plantean el problema de una nueva medida de la
valoración histórica? Aquí el problema desemboca de lleno en la problemática
del presente. La cuestión de la mujer en
el tiempo se convierte en la cuestión de la mujer en nuestro tiempo.
Ya
es conocido que la medida de la valoración histórica en nuestros días ha
sufrido una transformación. La medida de la última época pasada se había
formado remotamente a base del aprecio de la personalidad. La generalidad
encontraba expuestos su dignidad y su valor en las grandes individualidades. En
contraposición a ello, la época presente penetra hasta lo supra personal. No
niega la importancia de un gran individuo;
pero en su reconocimiento ya no encuentra un sentido último, sino que también el sentido del más grande los
individuos es la entrega a la comunidad; su valor se mide en su fecundidad en
bien de ésta. La nueva medida para la valoración histórica no es ya la
personalidad, sino entrega. Visto desde esta nueva atalaya, el significado de
los sexos en la vida histórica, es decir, de las fuerzas que la llevan en el
fondo, debe estudiarse de nuevo.
Si
se examinan las leyes de la vida primitivas, a través de la investigación
biológica se adquiere la convicción de que la mujer no representa ni ejerce en
sí misma las grandes dotas históricas efectivas, pero sí que es su silenciosa
portadora. Si se quiere conocer el origen de grandes facultades, no debe irse
de los hijos a los padres, sino a las madres. Ello esta testimoniado por un
gran número de hombres geniales y sus madres. Pero por otra parte, muy a menudo
hombres importantes tienen hijos insignificantes; esto indica que el hombre
gasta su fuerza en su propia obra y que la mujer no la gasta, sino que la
entrega. El hombre se gasta y agota en la obra, se entrega a su talento; la
mujer entrega el talento a la generación que sigue. Así el talento de la mujer
parece equivalente al del hombre, pero- aquí surge el motivo fundamental que
hoy impera- no para la mujer misma, sino para la generación. El sentido de su
talento no es su personalidad, sino que va más allá de ésta. Pero con ello se
encuentra sobre la línea que corresponde a la verdadera valoración de nuestro
tiempo.
Partiendo
de aquí adquiere un significado simbólico el que la mujer por término medio
vive más que el hombre. El hombre representa la situación histórica
correspondiente, la mujer representa la generación. El hombre significa el valor de la eternidad del momento, la
mujer el infinito del transcurso de las generaciones. El hombre es la roca
sobre la cual se apoya el tiempo; la mujer es la corriente que la arrastra. La
roca está formada, la corriente fluye; la personalidad pertenece en primer
lugar al hombre, a la mujer le pertenece lo universal. Lo personal es lo que
solo vemos una vez y como tal es perecedero; devora su propio capital. Lo
universal va acumulando. De la misma manera que la mujer como individuo vive
por término medio más que el hombre, así la línea femenina de las generaciones
se hace más vieja que la masculina; si hablamos de las familias, incluso de los
pueblos que se han extinguido, siempre pensamos únicamente en la línea
masculina; en la femenina a menudo continúan aún mucho tiempo, e incluso es
posible que no llegue a desaparecer nunca. Sólo pocas veces nos damos cuenta de
la sangre de las grandes estirpes del pasado, por ejemplo, los Staufer, incluso
los carolignos, pueden seguirse hasta nuestros días a través de la línea
femenina, conservándose en las familias que tuvieron hijas. En ellas desaparece
el nombre de la rama masculina; así como
la mujer no es en primer lugar
personalidad, sino entrega, también la continuidad que es capaz de dar a su
sangre no es confirmación de sí misma, sino que la adquiere sumergiéndose en la corriente general de las
generaciones. Aquí tropezamos con el segundo motivo fundamental de la mujer, el
motivo del velo. Incluso el acontecimiento que le es más propio, o sea, el dar
la vida y la herencia de la sangre, queda sin nombre y oculto por su parte. La
gran corriente de todas las fuerzas que formaron y formarán historia, fluye a
través de la mujer, que no lleva otro nombre que el de madre; nuestra época
hace justicia a este hecho, honrando a la mujer en primer lugar como madre.
Pero
junto con la madre se encuentra también la mujer solitaria. Es simbólico que la
mayoría de las mujeres que hoy no pueden ser madres pertenecen a la generación
sacrificada de la guerra. Su esperanza de expansión en el matrimonio y con ello
también la de la protección masculina descansa en las tumbas de la Prusia
oriental y de Flandes. La guerra, sin embargo, sólo hace resaltar más lo
que es el caso normal en todas partes,
Partiendo de la madre, el problema de la mujer
es relativamente fácil de resolver, pues la naturaleza ya lo ha
resuelto; todas las cuestiones de necesidad económica están tanto fuera de lo
natural como de lo esencial, que es de lo que aquí se trata. El equilibrio
interno de la cuestión no reside, pues, en la madre, sino en la mujer soltera.
Es
comprensible que nuestra época evite enfrentarse con ella. Vive en el ingenuo
convencimiento de que el sentido de la soltera es el de ser novia; en el
sentido positivo solo reconoce a la mujer soltera como viviendo una esperanza
juvenil. A ello responde después en sentido negativo el desengaño de la mujer
de edad, sólo que es peor, la “solterona” satisfecha. Nuestra época, pues ve a
la mujer soltera sólo como circunstancia o tragedia.; una simple circunstancia
es pasajera, una tragedia quizás pueda conjurarse en el futuro. Pero aquí no se
trata de una circunstancia. Lo que
expresado en sentido negativo es la solterona, en sentido positivo es la
virgen. Naturalmente, no es la única manifestación de la mujer soltera,
pero es su forma natural.
La
virgen, en otros tiempos, tuvo una apreciación decisiva. No sólo lo afirma el
Cristianismo; algunos valores que éste manifestó ya habían encontrado su
preludio lleno de presentimientos en la época pre cristiana. Nombres de
montañas y constelaciones recuerdan a la virgen. Las figuras de Diana y Minerva
presentan carácter distinto y de otro fundamento, pero en lo puramente natural
no son menos impresionantes que la Santa cristiana. La gran veneración de que gozaba la mujer en la antigüedad
germánica estaba ligada al elevado aprecio de la virginidad; de ello hablan las
terrible leyes punitivas de los antiguos sajones que se refieren tanto al
ataque contra la pureza de la virgen como a la mujer caída. Igual que la
sacerdotisa de Vesta, la pitonisa germánica también era virgen. La leyenda
alemana y el cuento alemán, nos presentaban siempre el significado de la virgen
pura. En la leyenda alemana posee una fuerza redentora; aun entrada la Edad
Media la virgen pura podía pedir el indulto a un condenado a muerte. Siempre
que había una maldición o un encantamiento, sólo podía anularlos una virgen
pura. Con esta fe en la fuerza redentora de la virgen se prepara la antigüedad
de nuestro pueblo para recibir el credo cristiano de María en un sentido,
diremos, de Adviento, empleando la
hermosa expresión de Theodor
Haecker sobre la Antigüedad:
“la rosita que quiero decir
De la que habla Isaías
Nos la ha traído sólo
María, la Virgen Pura”.
María
según la Letanía Lauretana, es la “Virgen de las Vírgenes” y la “Reina de las Virgenes”; la madre de todas
las madres es la virgo intemerata.
Con el dogma de la eterna virginidad de la Madre de Dios, la Iglesia, no sólo
expresa la intachable pureza de María, sino que afirma para todos los tiempos
el significado independiente de la virginidad y junto a la dignidad de madre
coloca la dignidad de virgen. La idea de
la virginidad, sacada del dogma, penetra en la era cristiana del gran arte
occidental, pero al mismo tiempo ilumina las épocas precristiana y postcristiana.
Siempre que el arte presentó a la virgen con maestría, no proclama una
circunstancia ligada a lo temporal, como expectación juvenil o esperanza
destruida, sino que proclama un misterio. En las maravillosas esculturas de la
Antigüedad como en el florecimiento de la cumbre plástica y las pinturas
cristianas, aparece la virginidad en su expresión más propia, como virginidad
absoluta. No son la gracia y castidad del aspecto su secreto, sino su carácter
interno.
Esto,
si cabe, aún se ve más en la literatura supratemporal que en las grandes artes
plásticas. Primeramente llama la atención cuán a menudo glorifica aquella el
tipo virginal de la mujer más que el de madre y esposa. Antígona y Beatriz,
Ifigenia y la Princesa del Tasso, son figuras virginales y sólo comprensibles
como tales. Schiller, al presentar a Santa Juana, pudo constatar que la idea de
virginidad se le aparecía como inquebrantable; la fuerza de la figura iba
ligada a ella. Aquí la línea de la virgen coincide con la del hombre. También
el valora la virginidad como impulso y aumento de fuerza para máximo
rendimiento; éste es el sentido de las conocidas palabras de que sacerdotes,
soldados y políticos, o sea, todos
aquellos que deben exponer plenamente su vida, tienen que permanecer
solteros.
Así,
pues, la idea de la virgen tanto en el dogma como en la historia, la leyenda y
el arte por igual, no se muestra como circunstancia o tragedia, sino como valor
y fuerza.
Al
reconocerlo, nuestra época se enfrenta con una doble dificultad. En el centro
de su pensamiento ya no se encuentra Dios
como en épocas pretéritas, sino el hombre, y no ya como individuo, sino
como miembro en la cadena de generaciones. Pero la virgen no tiene lugar dentro
de la generación, sino que la cierra. No se encuentra ya en la línea que marcha
hacia un infinito terrenal, sino que se encuentra en el único y en apariencia
finito instante de su vida personal. Desde aquí impulsa ella la fe a un valor
supremo de la persona en si misma, un valor que naturalmente ya no puede ser
fundado únicamente por el hombre. Con otras palabras, la virgen representa en
su figura la elevación y afirmación religiosa del valor de la persona sólo en
su espontaneidad suprema hacia Dios.
Como
la flor solitaria en las montañas, al borde las nieves eternas que nunca vieron
ojos humanos, como la belleza inmarcesible de los polos y los desiertos
que eternamente permanecen inútiles al servicio y a los fines
de la humanidad, la virgen también proclama que hay un sentido de la criatura
sólo como esplendor de la Gloria eterna del Creador. La virgen se encuentra al
borde del misterio de todo lo irrealizado y desperdiciado en apariencia, e
incluso semejante al que sufre temprana muerte, que nunca logró el desarrollo
de sus más maravillosas facultades, se encuentra al borde mismo del misterio de
todo lo aparentemente malogrado. Su castidad, que cuando es pureza encierra
siempre profundo sufrimiento, significa el sacrificio por la visión del valor
infinito de la persona. Desde aquí se ve claro el por qué la Liturgia coloca
siempre a la virgen junto al mártir[1];[2]
también éste reconoce el valor absoluto
del alma con su sacrificio de la vida terrena.
Partiendo
del significado religioso de la virgen, es patente y obligado que las órdenes
religiosas femeninas exijan el voto de virginidad. Pero también vemos otra cosa
clara. Todo lo temporal recibe su verdadero sentido de lo intemporal: aquí
tropezamos con el hecho de que en todas partes donde se trata de descubrir las
más profundas raíces de las cosas, el dogma cristiano católico ya ha elaborado
la idea decisiva. Es necesario arrojar aquí una breve mirada a la ceremonia de
la consagración de las vírgenes. Son decisivas las palabras del prefacio que
las precede: “En la conservación de la bendición nupcial sobre el santo estado
de matrimonio, hay sin embargo almas excelsas que desprecian la relación
corporal de hombre y mujer, pero…que dan todo su amor al misterio señalado por
el matrimonio”. El misterio “señalado por el matrimonio” es el mysterium
caritatis[3]
. El misterio del amor se encuentra tanto en la misa de los desposorios como en
la consagración de las vírgenes: ¡la virgen consagrada es la sponsa Christi! También concibe la
Iglesia –aquí coincidiendo con el mundo- a la virgen como destinada a las nupcias, pero estas
nupcias no las ve sólo junto al hombre.
Aquí se ve claramente la profunda relación de todo misterio femenino con el
dogma de María. La eterna virginidad de María significa las nupcias y la sombra
del Espíritu Santo. Esto significa para la consagración de las vírgenes lo siguiente: es el fiat
mihi de la virgen su renuncia al matrimonio, pero por parte de Dios es la consumación de su vida por el mysterium caritatis dentro de una esfera más elevada que la
natural. El valor d ela persona, que debe ser producido precisamente en el mysterium caritatis. Desde aquí
desciende un rayo de luz perpendicularmente a través de todos los estados de la
existencia de la mujer solitaria: esto en lenguaje dogmatico quiere decir que
aparece la idea del vicariato.
Vicariato
religioso traducido al lenguaje profano es la responsabilidad de todos para
todos; o sea, que desde el Corpus Christi
representa él la cima religiosa de una idea que
nuestra época se ha puesto a divulgar en el terreno profano, exigiéndola
represión del individualismo. Sólo la falta de la verdadera comprensión en el
dogma, que le queda como herencia de la época liberal, le cierra el camino para
su propia subordinación a la verdad cristiana. Al igual que la creación genial
no pertenece únicamente al creador, la perfección y un acto de amor no
pertenecen tampoco únicamente al perfecto amante, sino que pertenecen a todos.
Sólo a una época ofuscada subjetivamente pudo parecerle imposible que los
méritos de los Santos redundaran en provecho de sus hermanos y de sus hermanas.
Esto significa para nuestro tema lo siguiente: el mysterium caritatis de la consagración de las vírgenes fluye
según su sentido hacia el mundo;
partiendo de la sponsa Christi se ve
claro que el sentido oculto de toda virgen es un sentido que aun la última y las más
insignificante defiende inconscientemente.
Y
finalmente, aquí con ésta última e insignificante se encuentra el lugar en el
cual la única virgen reconocida por nuestra época tiene realmente su sitio como
tragedia. A la victima voluntaria se enfrenta la involuntaria, al mysterum caritatis el mysterium
iniquitatis, al fiat mihi el no de la criatura. Para la mujer que no reconoce su virginidad como valor referido a Dios, la
falta de matrimonio e hijos es realmente una profunda tragedia. La mujer tanto
espiritual como corporalmente está más íntimamente dispuesta para ambos que el
hombre; su falta puede conducirla a tener la impresión de la plena falta de
sentido de su propia existencia. Pero el sentido interno de su falta de
matrimonio y de hijos no se ve afectado por esta aparente carencia de sentido;
incluso en una extremada agudización de
la idea adquiere quizá precisamente una
elevación decisiva; el sentido supremo del valor de la persona probablemente
sólo puede producirlo la existencia en apariencia fútil: en todo otro caso
existiría el peligro de que al final
sólo se produjera el valor de una obra cualquiera. En éste punto la dialéctica
religiosa se interfiere con la profana. La vida contemplativa, que considerada
desde el punto de vista religioso expone la determinación suprema del hombre
para Dios, vista desde el punto de vista humano es también la ausencia de
mérito terrenal. Así la opaca voz de la mujer solitaria cuyo fin no se ha cumplido en el mundo repite
fraternalmente la confesión de la consumación de la sponsa Christi. En el perfecto desprendimiento de todo mérito
visible se trasluce la importancia suprema trascendental de la persona. Aquí la
línea retrocede al carácter problemático del presente ¿Qué significa la idea de
persona para nuestra época? ¿Qué puede significarle aún?
Nuestra
época ha allanado con razón la
importancia de la personalidad como valor particular, pero por esto el valor de
la persona no puede ser puesto en duda en manera alguna. Personalidad es un
valor temporal, persona es un valor eterno. Como Dios mismo es persona, así la
redención cristiana se refiere también a la persona. La Historia como tal
recibe su sentido y fin por la persona; sin valores eternos sólo existiría el
transcurso histórico. De aquí sale a la luz el doble significado de la mujer en
la Historia. Si la importancia de la madre consiste en transmitir las
facultades del hombre que forman la Historia, así la importancia de la virgen
consiste en garantizar la capacidad histórica del hombre, la persona.
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