DECIMOCTAVO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Visto en : Radio Cristiandad
Subió Jesús en una barquilla, atravesó el lago y llegó a la ciudad. Presentáronle aquí a un hombre paralítico postrado en una camilla. Y Jesús, viendo la fe de ellos, le dijo: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados. Entonces algunos de los fariseos dijeron en su interior: Este hombre blasfema. Y como viese Jesús los pensamientos de ellos, les dijo:¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué cosa es más fácil decir, te son perdonados tus pecados, o levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, dijo entonces al paralítico: levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa. Y se levantó y se fue a su casa. Las turbas al ver este prodigio, se llenaron de temor y dieron gracias a Dios, que dio tal poder a los hombres.
Después de sus correrías evangélicas por la Galilea, vuelve Jesús a Cafarnaúm. El milagro objeto del Evangelio de hoy es de los más clamorosos obrados por Jesús, diríamos que asiste a él todo un pueblo, tan denso como el de Cafarnaúm, y las clases dirigentes del mismo.
En él se revela Jesús tal como es: Dios omnipotente, perdonador de pecados, escrutador de corazones, dueño de la vida y de sus fuerzas.
La fama de los numerosos y grandes prodigios obrados por Jesús durante su misión por la Galilea había llegado a Cafarnaúm, ya conmovida por los anteriores episodios; el pueblo acude en masa a ver y oír al Maestro y a ser testigo de nuevas maravillas, de modo que no cabían ni aun delante de la puerta; repleta de multitudes la casa y zaguán, rebosan por la calle y sitios adyacentes.
Contrasta el afán de las multitudes con la tranquila actitud de Jesús, en el interior de la casa, sentado, como toca a un doctor, anunciando la palabra, predicando su Evangelio.
Junto a Jesús, escudriñando sus palabras y acciones, estaban las clases directoras del pueblo judío, que no habían podido substraerse de la conmoción popular; que comprendían que no se trataba de un magisterio meramente humano como el suyo…
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Mientras Jesús predicaba, un espectáculo emocionante se ofrece a los ojos de todos: cuatro hombres, llevando una litera, tendido en ella un infeliz paralítico, forcejean para abrirse paso entre la multitud y llevar al enfermo a la presencia de Jesús.
Y como no pudiesen ponérselo delante a causa de la multitud, su fe y confianza les sugiere un piadoso ardid: en vez de atravesar la puerta que da a la calle, tomarán la escalera lateral exterior de la casa y subirán el enfermo al tejado; practicarán una abertura en la cubierta y bajarán la camilla verticalmente hasta la misma presencia de Jesús.
Grande es la fe, así de los camilleros como del enfermo, cuando a tales procedimientos apelan para lograr la curación.
Jesús les alaba por ello; y se la va a premiar, dando al enfermo más de lo que quiere. Dirige primero al infeliz, a quien escribas y fariseos ni siquiera se dignan tocar, palabras suavísimas de amor y consuelo: Hijo, ten confianza… Son dos palabras que abren a la esperanza el pecho del desgraciado.
Confía, hijo; ánimo, que vas a conseguir todavía más de lo que pides; pides la salud del cuerpo, y te vas a encontrar también con la del alma.
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Con razón se puede preguntar por qué Cristo le perdona los pecados, cuando no es eso lo que se le pide, sino la salud corporal.
Responden San Jerónimo y otros Santos Padres que de este modo se indica la causa de la enfermedad, que hubo de eliminarse antes que la misma dolencia.
Muchas veces suelen las enfermedades ser efectos y castigos del pecado; y sin duda, el pobre paralítico así consideraba su dolencia. Jesús empieza, pues, por desatar su alma antes de dar libertad a sus miembros:Perdonados te son tus pecados.
San Beda el Venerable nos enseña que, principalmente son cinco las causas de las enfermedades que afligen a los hombres:
* aumentar sus méritos, como aconteció con Job y los mártires;
* conservar su humildad, de lo que es ejemplo San Pablo combatido por Satanás;
* que conozcamos nuestros pecados y nos enmendemos, como sucedió a María, hermana de Moisés y a este paralítico;
* la mayor gloria de Dios, como ocurrió con el ciego de nacimiento y con Lázaro;
* un principio de condenación, como se demuestra en Herodes y en Antíoco.
Por este motivo, para curar a aquel hombre de la parálisis, el Señor empezó por desatar los lazos de sus pecados. De este modo le manifestó que a causa de ellos estaba sufriendo la inutilización de sus miembros, cuyo uso no podía recobrar sino desatando aquellos lazos.
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Los escribas y fariseos dicen que Cristo blasfema porque se arroga lo que es propio de Dios: perdonar pecados. Los otros Evangelistas, de hecho, aducen la causa de la blasfemia: ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?
Nunca profeta alguno se arrogó este poder. Los escribas que oyen a Jesús lo saben: ¿Cómo un puro hombre pone en sus labios unas palabras que sólo Dios puede pronunciar? Este blasfema, pensaban dentro de sí…
Conocían lo que dice Isaías: Yo soy el que borro sus iniquidades. Pero no conocían o no entendían lo que el mismo Profeta dice: Puso el Señor en Él las iniquidades de todos nosotros. Ni se acordaban de lo que San Juan Bautista había anunciado: He esquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo.
Y discurrían de este modo: este renuncia a curar el cuerpo, que es manifiesto, y dice curar el espíritu invisible. Es claro que, si pudiese, habría curado el cuerpo y no se hubiera refugiado en lo invisible.
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Los escribas y fariseos, al tratar de difamar a Jesús, contribuyeron con su envidia, a pesar suyo, a hacer brillar el prodigio de Jesús, que se valió de esa misma hipocresía para hacer resaltar aún más el milagro del paralítico. Propio es de la infinita sabiduría de Cristo valerse de sus mismos enemigos para hacer patente su poder.
Jesús va a demostrarles, primero, que con justicia se arroga atributos de Dios cuando, como Dios, penetra hasta el fondo de sus corazones.
Enseña San Jerónimo que Jesús, que conocía sus pensamientos, se muestra como Dios y les dirige las siguientes palabras, que traducen perfectamente su silencio: Con el mismo poder con que penetro vuestros pensamientos puedo perdonar a los hombres sus maldades; comprended ahora lo que hice con el paralítico.
Bastaba ello para que rectificaran su juicio; porque, si sólo Dios puede perdonar, también es cierto que sólo Dios lee en el fondo de las almas.
Oh fariseos, vosotros decís: ¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? Os respondo: ¿Quién puede conocer los secretos del corazón, sino sólo Dios?
Admiremos la misericordia de Jesús, que ofrece a sus mismos adversarios la manera de que puedan reconocer su divinidad, proponiéndoles un argumento indestructible. No sólo planteándolo, sino realizando su contenido, ante sus mismos ojos, sin increparles.
Pero aunque fueron revelados sus pensamientos, no obstante permanecen insensibles, no admitiendo que pueda perdonar los pecados el que conoce sus corazones.
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Pero, en segundo lugar, Jesús va a darles una prueba más patente y clamorosa de que puede perdonar los pecados, y, por lo mismo, que no es blasfemo.
Pero antes de realizarla les hace una pregunta ceñida, gravísima por su contenido teológico, llamando por este procedimiento la atención de los escribas, maestros de la doctrina divina: ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Perdonados te son tus pecados, o decirle: Levántate, toma tu camilla y anda?
Aquí el verbo decir está puesto no para significar palabras, sino, para significar solamente acciones.
Si sólo significara palabras, tan fácil es decir te son perdonados los pecados como levántate y anda.
Pero, si significa acciones: ¿Qué es más fácil hacer, perdonar sus pecados al paralítico…, o sanarlo de su parálisis?
Mucho más difícil es perdonar pecados que curar a un paralítico. Como afirma San Agustín, es más difícil justificar al hombre que crear el cielo y la tierra.
Pero, como en el milagro de hoy se trata de palabras
seguidas de su efecto visible, en este sentido es más difícil decir levántate y anda que se te perdonan los pecados, porque los presentes no pueden ver si efectivamente se han perdonado los pecados, y, en cambio, no pueden dejar de observar que el paralítico se levanta y anda.
seguidas de su efecto visible, en este sentido es más difícil decir levántate y anda que se te perdonan los pecados, porque los presentes no pueden ver si efectivamente se han perdonado los pecados, y, en cambio, no pueden dejar de observar que el paralítico se levanta y anda.
En efecto, cuando se trata de perdonar, la autoridad del que lo dijese no puede sufrir menoscabo, pues no se puede comprobar. En cambio, tratándose de curar milagrosamente, sí que se pone a riesgo dicha autoridad.
Sin embargo, en concreto, curar a un paralítico, más aún, resucitar a un muerto, es más fácil que perdonar los pecados, porque, como dice San Agustín, Quien te hizo a ti sin ti, te resucitará a ti sin ti; pero no te justificará sin ti.
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Entonces, si esto es así, podrá alguno, con razón, dudar de que Nuestro Señor Jesucristo concluyese lógicamente su raciocinio, pasando al milagro…
Si perdonar los pecados es de verdad más difícil, con la curación del paralítico probará que puede hacer lo que es más fácil…; pero, ¿y lo más difícil, que es perdonar los pecados?… ¿lo puede realmente hacer?
Ya hemos dicho que, en el milagro de hoy, se trata de palabras
seguidas de su efecto visible. Y lo que Jesucristo pretendió demostrar fue que era digno de crédito. Y lo consigue con el milagro, que es más difícil de probar visiblemente, con su resultado o efecto.
seguidas de su efecto visible. Y lo que Jesucristo pretendió demostrar fue que era digno de crédito. Y lo consigue con el milagro, que es más difícil de probar visiblemente, con su resultado o efecto.
Es como si dijeran: Si no engaño cuando digo levántate y anda, donde es más difícil probar la verdad, ¿por qué no habéis de creerme cuando aseguro que le son perdonados los pecados?
De este modo, por una cosa que puede comprobarse externamente se granjea el crédito para otra cosa que no puede probarse por el efecto sensible.
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La respuesta a la cuestión planteada por Nuestro Señor era, pues, obvia: para curar instantáneamente a un paralítico, con un solo acto de imperio, se requiere el poder de Dios, igual que para perdonar los pecados.
Es claro que es más fácil fortalecer el cuerpo del paralítico; pues cuanto más noble es el alma que el cuerpo, tanto más excelente es la absolución de los pecados. Pero como aquello no lo creéis, porque está oculto, añadiré lo que es de menos importancia, pero más ostensible, a fin de que por ello se demuestre lo que está oculto.
Como si dijera: vosotros decís para vuestros adentros que soy blasfemo, porque digo que perdono los pecados; verdad que es efecto espiritual e invisible, que podría no ser cierto, porque se escapa a los humanos ojos; pero, en confirmación de él, yo voy a hacer un milagro muy visible, para el que se necesita también todo el poder de Dios: Pues para que sepáis que el Hijo del hombre —y con este apelativo se les manifiesta claramente como Mesías, como hemos visto el domingo pasado— tiene potestad de perdonar los pecados…
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Aunque el poder de sanar el cuerpo y el poder de perdonar los pecados sea realmente uno mismo, sin embargo, entre el decir y el hacer hay gran diferencia.
El milagro, que se verifica en el cuerpo, no es más que un símbolo del que se opera en el espíritu. Por eso Nuestro Señor dice: a fin de que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra de perdonar los pecados…
El momento sería de gran emoción… Jesús había llevado las cosas a un terreno en que se imponía la realización del milagro; es éste siempre cosa pasmosa, por la intervención sobrenatural que supone…
Ante escribas y fariseos, temerosos y vacilantes, toma Jesús aire de imperio y, dirigiéndose al infeliz de la camilla, dice al paralítico: A ti te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
El efecto de la palabra de Jesús es total; le dice que se levante, y él se levantó; y rápido, instantáneamente, al punto… Y el milagro es sobreabundante, porque no sólo le da el movimiento de que estaba privado, sino fuerzas para cargar con el lecho que le llevaba a él…
Y, tomando la camilla en que yacía, a la vista de todos, para que nadie pudiera llamarse a engaño, atravesando las compactas multitudes que llenaban la casa y sus aledaños, se fue a su casa, dando gloria a Dios, que tan pródigo había sido con él y que en su alma y cuerpo había manifestado tan clamorosamente su poder.
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San Jerónimo dice que sólo el que podía perdonar los pecados, puede saber si efectivamente el paralítico quedó perdonado; mientras que el que andaba como los que le veían andar, pueden dar testimonio de las palabras: Levántate y anda.
El Señor certifica la cura del espíritu por la del cuerpo; demostrando por lo visible lo invisible, lo más difícil por lo más fácil, aunque no lo crean ellos así. Porque los fariseos suponían más difícil sanar el cuerpo, como cosa manifiesta que es, y más fácil la cura del espíritu, como invisible que es la medicina.
San Juan Crisóstomo, por su parte, señala muy perspicazmente: Primeramente curó perdonando los pecados, que era por lo que había venido, esto es, por el espíritu. Y para que no dudasen los incrédulos, hace un milagro manifiesto para confirmar la palabra con la obra y para demostrar el milagro oculto, o sea la cura del espíritu por la medicina del cuerpo.
Jesús no dijo al paralítico: te perdono los pecados, sino tus pecados te son perdonados. Pero, al resistirse los fariseos a creer en Él, Jesús les presentó su gran poder, diciéndoles que el Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados y, por consiguiente, que era igual al Padre. Puesto que el Hijo del hombre no necesitaba del poder de otro para perdonar los pecados, los perdonaba con el suyo propio.
Los escribas y fariseos pensaban que sólo Dios puede perdonar pecados, y que Cristo ciertamente no era Dios.
Nuestro Señor les prueba que es Dios y que también, como hombre, perdona pecados. No como un hombre cualquiera, sino como Hombre Dios.
Esta fuerza tienen aquellas palabras: Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados…
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De la misma manera que la potestad de perdonar pecados fue comunicada a la humanidad de Cristo por su divinidad, así también de Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, se deriva a los miembros que Él quiso, esto es, a los sacerdotes.
Es lo que sucede con los Sacramentos y con el poder de hacer milagros: que, siendo propio de Dios, le fue comunicado a la humanidad de Cristo, y por Cristo a los Apóstoles y Santos, sin otra diferencia que ésta: Cristo los hacía por su propia autoridad y virtud, y los Apóstoles y Santos, por la de Cristo.
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Jesús, lejos de disipar las sospechas de los fariseos, que pensaban que sus palabras las había dicho realmente como Dios, las confirma. Si no fuera igual al Padre hubiera dicho: estoy muy lejos de tener poder para perdonar los pecados. Pero no es así, sino que afirma todo lo contrario, con sus palabras y con sus milagros.
El Salvador demostró que puede hacer ambas cosas; y les dice, obrando el milagro: curando el cuerpo, que aunque os parezca más difícil es en realidad más fácil, yo os mostraré la curación del espíritu, que es la que verdaderamente ofrece dificultad; puesto que desconfiáis de las palabras, consumaré la obra que ha de confirmar lo invisible.
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Quedaron atónitos todos los testigos del hecho estupendo, conocida como sería de todos la imposibilidad física del feliz curado. El estupor les obligaba a dar gloria a Dios, que así revelaba su poder y misericordia. Sólo escribas y fariseos, por lo que de su conducta posterior se colige, quedaron pensativos y confusos.
Sin embargo, los hombres que presenciaron este hecho no le dieron la verdadera interpretación; porque tendrían que haber comprendido que era el Hijo de Dios; pero no quisieron creer que Jesús fuese superior a todos los hombres y que era el verdadero Hijo de Dios.
No dando importancia a la remisión de los pecados, que era lo más importante, se admiran tan sólo de lo que salta a la vista, o sea de la cura del cuerpo.
San Ambrosio señala que quieren más bien temer los milagros de la mano de Dios, que creer en El. Si hubieran creído, no hubiesen temido, sino que hubiesen amado.
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Para quienes no son de buena voluntad, como les sucedió a los escribas y fariseos, no sirve todo ello más que para exacerbar el odio y rencor contra el Cristo de Dios y su obra.
La historia de la Iglesia está llena de escribas y fariseos que, en nombre de la verdad, de la ciencia, del progreso, de los derechos del hombre, la han impugnado con todas las armas, de la política, de la guerra, de la insidia, del libro y de la cátedra, etc.
Y por esa razón, porque no creen en Jesucristo y su Iglesia, permanecen en su pecado y están paralizados…
P. Ceriani
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