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viernes, 3 de febrero de 2012

CARTAS DEL HERMANO RAFAEL


Hermano Rafael - Dios y mi alma (IV)  



19 de marzo de 1938 - sábado

Día 19 de marzo, glorioso san José.

Bendito Jesús, ni yo mismo me entiendo. Ya no sé ni lo que quiero, ni lo que deseo, ni si deseo o quiero... Mi alma es un torbellino. A veces creo que ya está mi corazón vacío de todo, y a veces veo que no lo está... ¡En qué quedamos!... No lo sé.

Señor, tengo un deseo inmenso de cumplir tu voluntad y nada más que ella; hundirme en tu voluntad; amarla hasta morir; ahogarme en ella y vivir sólo para cumplirla... Esto es cierto.

Siento al mismo tiempo unos deseos míos de mortificación y penitencia. Siento inmensas ansias de padecer algo por Ti, mi buen Jesús.

Quisiera dejarme morir de hambre si me dejaran... Quisiera no respirar, ni hablar, ni levantar la vista del suelo... Quisiera no dormir, ni acostarme...

Quisiera estar arrodillado ante tu Sagrario día y noche... ¡Ah!, Señor, cuánto me cuesta algunas veces, dejar la iglesia..., y tratar con los hombres.

Quisiera, Señor, morir o vivir, pero haciendo algo por tu amor..., es terrible esta vida inútil que yo llevo.

Tengo mucho miedo en mi actual situación. Estoy demasiado considerado, me van a dar la cogulla, nadie me pisotea, como merezco.

Quisiera vivir en un rincón del monasterio vestido de saco, y comiendo sólo las cortezas del queso que deja la comunidad...

Quisiera, Señor, hacer locuras..., y en lugar de vivir como vivo, vivir olvidado, despreciado e incluso dando asco.

Todo esto es cierto. ¿Se compagina con tu voluntad? No lo sé, por lo menos en este momento. Otras veces creo que no y otras veces creo que lo que no tengo es valor ni resolución para dar el brinco y saltar por todo. Algunas veces creo que Dios me llama por un camino de más penitencia y más oración. Más mortificación y menos o ningún cuidado a mi enfermedad.

Como en la comunidad no me permitirían hacer esa vida, la podría hacer debajo de los puentes y en los pórticos de las iglesias..., con unos zuecos de madera y un saco al hombro..., y a desaparecer de todo el que me conozca tanto padres, como amigos, como frailes..., nadie, sólo Dios y yo. Dicen que San Benito Labre murió de inanición en una iglesia (1).

Todo esto lo he pensado en serio.

En mis confesores, superiores y maestros, lo único que he encontrado es prudencia..., prudencia y prudencia. Me mandan comer, dormir y no trabajar... Soy una especie de flor de estufa que no da ni olor.

Mientras tanto..., esperar a saber lo que debo hacer. ¿Lo sabré con certeza algún día? Espero en Dios y en María que sí.

¡Señor, es tan cómoda esta vida! Tengo mi cuarto; mi cama, algo dura, pero ya me he acostumbrado... Tengo libros; paso algo de hambre, pero no me muero por eso, ni mucho menos, al contrario, me parece que estoy mejor desde que vine. No me dan trabajos pesados... Tengo silencio cuando quiero, pues no tengo más que retirarme a mi habitación... En fin, quitando algunas cosillas, ¡qué más puedo pedir!... Y siento una cosa dentro que me dice: mortificación..., penitencia..., sacrificio..., nada de eso hago.

Ante ese llamamiento opongo dos cosas: 1º Yo mismo. 2º La prudencia. La carne y la obediencia. Mi naturaleza encuentra muy razonable obedecer, ¡es tan cómodo!

- Padre, ¿puedo levantarme al Oficio?
- No hijo, que necesitas descanso.

- Padre, ¿puedo cercenar la comida?

- No hijo, que necesitas alimento.

- Padre, ¿puedo ir al trabajo del campo?

- No hijo, que te cansas.

Bueno, pues a obedecer..., y obedezco a veces con unos deseos inmensos de hacer lo contrario..., saltar la prudencia, y... morir por Jesús y por María.



20 de marzo de 1938 - Domingo 3º de Cuaresma

3º Domingo de Cuaresma - 20 de marzo, 1938.

¡Qué cansado estoy, Señor y Dios mío! ¿Hasta cuándo me tendrás en olvido?... Cómo se recrea mi alma en esos salmos de David en los que llora su hastío de vivir aún en la tierra y suspira por Ti... "Incola ego sum in terra", (2) me repito muchas veces, suspirando por el cielo y viéndome extraño y peregrino en la tierra.

¡Qué cansado estoy, Señor! Cómo me cuesta a veces el tratar con las criaturas que me hablan de todo menos de Dios... Cuánta violencia me hago a veces para no romper a gritos, llamando a Dios en mi ayuda en medio de este destierro, en el que, como dice santa Teresa, todo es impedimento para no gozarle.

¡Hasta cuándo, Señor!

Me cansan los hombres, aun los buenos... Nada me dicen. Suspiro todo el día por Cristo, y en medio de mi deseo de cielo y de amor a Jesús, arrastro mi vida que el mundo aún sujeta y tengo forzosamente que ocuparme de comer, dormir..., ¡qué asco!, Señor, perdóname... Tú así lo quieres

No sé lo que digo... No sé lo que siento... Perdóname, Señor... ¡Estoy tan cansado! Mi alma sufre de verse privada de tus amores, sufre de verse en el encierro de este cuerpo miserable... Estoy enfermo, Señor, ten misericordia de mí... He sido un gran pecador. No sé lo que quiero ni lo que me pasa... Perdóname, Señor, lo que digo... Tú que conoces mi corazón hasta el fondo, puedes comprender... Los hombres no, pero no me importa... Sigan ellos con sus cosas, con su mundo, con preocupaciones..., con sus vanidades... Yo, Señor, nada quiero, nada me importa..., sólo Tú... No me hagas caso de lo que digo, a veces estoy loco.

Ayer quería morir a fuerza de penitencia; hoy veo que nada puedo hacer que Tú no quieras... Estoy atado a tu voluntad..., ¡qué alegría!

No me hagas caso, Señor..., soy un niño caprichoso... Pero Tú tienes la culpa, mi Dios..., ¡si no me quisieras tanto!

Comprende, Jesús mío, que con lo que Tú me quieres, y con lo que yo te quiero, es muy penoso vivir así..., y claro, ya comprenderás que a veces sienta esos deseos de desatarme de este cuerpo que tanta guerra me da, que desee salir de entre tanta criatura que no son Tú..., que me canse de esperar... Ya ves, Señor, soy flaco y miserable... No sé padecer, no sé cumplir tu voluntad...

Soy un pobre hombre que al mismo tiempo que desea cumplir sólo lo que Tú quieras y desees, ansia volar a Ti, suspira por ver a la Virgen y a los santos...

¡Qué alegría el día que pueda ver a María, con san Juan Evangelista y san Juan de la Cruz, san Bernardo, san Francisco de Asís y san José que son mis protectores, así como esas dos santas que tanto te amaron y que tanto me han enseñado: Gertrudis y Teresa de Jesús, y santa Teresita..., y los ángeles todos, y el glorioso san Rafael, y el ángel de mi guarda... Y... bueno, y Tú, Señor, a quien tanto quiero, a quien adoro, a quien amo sobre todas las cosas, por quien suspiro y peno, y lloro, y por quien Tú lo sabes bien, mi buen Jesús, quisiera volverme loco.

Tengo, Señor, dentro de mi, como ves, todo eso, y así no me es posible vivir, te lo digo en serio, Señor..., soy un desgraciado.

Pero perdona mi atrevimiento... ¿Quién soy para atreverme a tanto? No sé..., el ignorante se atreve a todo, y yo ignoro muchas veces lo que soy, y lo que he sido... Ilumina mis tinieblas para conocerme mejor, y ver a la luz que Tú me envíes, mis miserias, mis pecados, mis enormidades que aún necesito llorar largo tiempo aquí en la tierra.

No me hagas caso, Señor, hasta que esté limpio… Envíame tu luz para comprender. La santa compunción para llorar. La fe para sólo en ella confiar. La esperanza para sostener mis flaquezas… Y por encima de todo, dominándolo todo, lléname, Señor, de tu inmensa caridad, de tu amor… Que me llene, me desborde, me inunde en las delicias de tu amor sin límites…, y me vuelva loco de veras.

Perdóname, Señor..., no sé lo que pido.

María, Madre mía, sé mi ayuda y sé mi guía. Así sea.



25 de marzo de 1938 - viernes

Día 25 de marzo de 1938. (3)

¡Jesús mío, qué bien se vive sufriendo a tu lado, aquí en la vida oculta del monasterio!... ¡Qué lástima me da de los del mundo!

Ha venido mi hermano a visitarme..., cuánto le quiero, es un ángel de Dios. Me edifica su cristiano modo de pensar, su conducta tan seria y formal, su alma en la cual veo madera para edificar, y un corazón apto para Dios... Eso es mi hermano, el simpático teniente de artillería.

Vino con permiso del frente, y... hablamos..., hablamos del mundo y hablamos de Dios.

Después de haber pasado con él el día, ahora en el retiro de mi celda, pienso lo bueno que es Dios al haberme traído a mí a la vida religiosa, lejos del mundo y a los pies de Jesús.

Qué feliz soy en medio de mis penas y sacrificios... Qué feliz soy de poder ser un alma que sufre por Jesús... Qué feliz soy de poder poner mis ansias, mis deseos, mis flaquezas incluso, a los pies del Tabernáculo de Jesús.

Hablé con mi hermano del mundo..., y vilo que ya otras veces pensé: la vanidad de las cosas del mundo.

Me habló de mi familia..., su preocupaciones y sus intereses... Hablamos de proyectos futuros... Me contó detalles de la nueva vida de mis padres y hermanos, reformas en la casa. Me habló de perros, caballos, automóviles..., que sé yo.

Qué bueno es Dios que de todo eso me ha separado... Para mí ya no hay nada que me interese... Qué feliz soy con sólo Dios y mi cruz.

En el mundo se sufre..., todo son afanes, deseos, esperanzas..., pocas veces cumplidas. En el mundo se lloran intereses materiales, viles y deleznables... En el mundo se llora poco por Cristo. En el mundo se sufre poco por Dios.

¡Qué pena me da del mundo!... Pierde el tiempo el hombre en bagatelas; pierde el tiempo en llorar esta vida que es un soplo de niño en medio de una tempestad, que es un grano de arena en el mar..., un instante en la eternidad.

No envidio a nadie... No quiero libertad si ésta no me sirve más que para olvidarme de lo único necesario, que es el amar a Jesús en la Cruz.

¡Qué pena me da del mundo!…. que no sabe en medio de sus ansias de placer y felicidad, que la única dicha es poder llegar a morir abrazado a la Cruz de Jesús, entre lágrimas de dolor, suspiros y ansias de cielo y de amor.

Yo sufro mucho..., sí. Algunas veces es muy grande la carga que he echado en mis débiles y enfermas espaldas... Miro hacia atrás y... es tan duro vivir en pobreza para el que tuvo de todo y de nada careció... Miro hacia adelante y... me parece tan empinada la cuesta que tengo que subir. ¡A veces se oculta Jesús tan profundamente! Mi vida se ha reducido a una continua renuncia en todo. Y eso, no es fácil a una criatura tan frágil y quebradiza como yo... Por eso sufro.

Sin embargo..., ¡oh! maravillas de la gracia divina, comprendo porque sí, que es obra de ella lo que me ocurre. (No sé si me explicaré).

Siento una alegría inmensa de poder sufrir por Jesús, como no me hubiera podido imaginar Amo cada día más mi cruz..., y no quisiera soltarla por nada del mundo.

Recuerdo cuando en el mundo era feliz, muy feliz. Padres cristianos, bienestar, salud y libertad, todo me sonreía... ¿Quién piensa en sufrir?

Jesús me llama. Soledad y pobreza, enfermedad, encierro sin sol..., a veces algo muy negro y que me hace llorar..., no sé lo que es.

A Dios no le veo..., y en medio de todo, grito con toda la vehemencia de mi corazón... ¡¡Qué feliz soy, cuánto sufro por Jesús!! No quiero la felicidad del mundo, con ella seria un desgraciado... Quiero sufrir por Él, sin verle..., solamente me basta el saber que es por Él.

El mundo esto no lo comprende..., es muy difícil. Yo sé que es la gracia de Dios, pero no sé explicarlo.

Hoy con mi hermano, hablamos del mundo. Sentí pena..., me vi lejos de todo lo que amaba mi corazón y aún ama, y no creo sea esto ilícito. ¿Quién que tenga entrañas, no ama su hogar?

Sin embargo, Dios sigue actuando en mi alma, siento muy dentro un alejamiento de todo que no sé explicar.

Siento un afecto muy tierno y dulce a mi familia, pero de otra manera que antes.

Hallo más gozo en no sentir el amor de Jesús, que el que pudiera hallar en el sensible de las criaturas. Me da pena mi soledad, sufro con ella, y no quisiera por nada del mundo dejarla.

No sé si esto alguien lo entenderá.

¡Es tan difícil explicar por qué se ama el sufrimiento! Pero yo creo que se explica, porque no es al sufrimiento tal como éste es en sí, sino tal como es en Cristo, y el que ama a Cristo, ama a su Cruz. Y yo de esto no sé salir. aunque lo comprendo.

Y es tanto lo que a Jesús quiero, que no quiero nada fuera de Él. Y noto que Jesús me quiere tanto, que moriría de pena si supiera que amo yo a alguien más que a Él.

Me siento tan unido a su voluntad, que cuando sufro dejo de sufrir al comprender que Él lo quiere así.

Estoy en una tal situación que cuando pienso en esto me pierdo...

Espero en Jesús tener pronto un guía (4) que todo esto me explique y ordene en mi alma, pues si no, me voy a volver loco.

¡Ah, Señor Jesús, cuánto te quiero! Si mil vidas tuviera, mil te daría... Con tu gracia divina y la ayuda de María, lo puedo todo. Bendito seas.



28 de marzo de 1938 - lunes

Día 28 de marzo de 1938.

Hoy, en la santa comunión, le pedí al Señor, una partecica de su Cruz... Le pedí ayudarle en su agonía, le pedí me hiciera partícipe de su sufrimiento, le pedí una partecica... (pequeña tiene que ser, pues soy débil) de su santísima Cruz.

Jesús me escuchó.

Noté la Cruz sobre mis hombros..., me pesó, y lloré mi abandono y soledad...

Después del desayuno paseé mi pequeño agobio por la galería de la enfermería. Una tristeza muy grande se apoderó de mi. Me vi tan enfermo, tan solo, tan débil para sufrir lo que Jesús me pide, que sentándome cansado de todo y de todos, lloré con agobio y con pena.

Grande me parecía el abandono en que me veía, material y espiritualmente.

No tengo a nadie en quien hallar un alivio. Esto a veces es un consuelo muy grande, a veces es también un dolor muy profundo. Cuando estamos enfermos sobre todo. En estos momentos en los cuales una palabra dicha al corazón, alivia tantas penas, e incluso da fuerzas para sufrir las flaquezas y miserias de la enfermedad... Sin embargo, a mi eso me falta. Bendito sea Dios.

Muy doloroso es padecer necesidad en el cuerpo, cuando también se junta la necesidad al espíritu y además Dios se oculta y te deja solo con la Cruz..., ¿qué extraño tiene que el alma sufra y llore?

Esta mañana no me acordaba en aquellos momentos de lo que le había pedido a Jesús en la comunión... la partecica de su Cruz.

¡Si el enfermero supiera el hambre que paso!. No conoce ni comprende mi enfermedad, y cuánto me hace sufrir. Dios lo hace así, y así lo tiene dispuesto. No me quejo y bendigo la mano del enfermero que para mí es la mano de Dios.

Hambre en soledad y silencio..., algunas veces creo que no podré resistir, pero Dios me ayuda, y siento como una impresión de que todo acabará pronto (5). Por un lado lo deseo, por otro lo mismo me da, y deseo solamente cumplir la voluntad de Dios.

Ya pasó el día y con él...

Ahora tengo paz, adoro y bendigo a Dios que atesora para mí en el cielo esas partecicas de su Cruz, que me envía cuando Él quiere. ¡Qué gran misericordia tiene conmigo! ¡Si no sufriera en la Trapa! ¿para qué serviría mi vida entonces?

Si tantos deseos tienes de penitencia ¿por qué lloras?

Mis lágrimas, Señor, no son de rebeldía... Mis lágrimas, Señor, no las cambio por nada... Recíbelas, pues con algo te tengo que pagar. Tú también sufriste hambre, sed y desnudez. Tú también lloraste cuando te viste abandonado.

Señor..., qué contento estoy de sufrir. No me cambio por nadie... Pero ¿hasta cuándo, Señor?



1 de abril de 1938 - viernes

Día 10 de abril de 1938.

Siempre buenos propósitos... Siempre deseos de ser mejor... Siempre deseos de mortificación..., pero no pasan de ser deseos...

¡Qué pobre hombre eres, hermano Rafael!! ¿Cuándo empezarás? ¿Cuándo será el momento en que de veras empieces a ser lo que a Jesús prometiste?

Aún te conviene humillarte en tus propias debilidades... Aún es necesaria la experiencia de verte incapaz para nada bueno... ¿Qué podrás tú solo? Caer y no levantarte... Retroceder en lugar de avanzar. Mira delante de Jesús lo que eres, y aprende a conocerte; así no tendrás soberbia, y en tu propia humillación aprenderás algo de humildad, que aún no sabes lo que eso es, y es necesario que lo aprendas.



3 de abril de 1938 - Domingo de Pasión

Día 3 de abril. Domingo de Pasión.

Hoy hemos tenido la comunidad la dicha de escuchar la palabra del Obispo de Tuy que ha venido a pasar unos días de retiro. Nos hizo una pequeña plática en el Capítulo y nos habló de la Cruz de Cristo.

¡Cómo expresar lo que mi alma sintió, cuando de boca de tan santo Prelado, escuchó lo que ya es mi locura, lo que me hace ser absolutamente feliz en mi destierro... el amor a la Cruz!

¡Oh!, si yo supiera expresarme como lo hace el señor Obispo! ¡Oh! quién me diera el léxico de David para poder expresar las maravillas del amor a la Cruz. ¡Oh!, si mi pluma en lugar de ser de acero duro y material, fuera sólo espíritu, y en lugar de torpes palabras, escribiera algo que realmente dijera lo que mi alma siente.

¡Oh! ¡la Cruz de Cristo! ¿Qué más se puede decir? Yo no sé rezar... No sé lo que es ser bueno... No tengo espíritu religioso, pues estoy lleno de mundo... Sólo sé una cosa, una cosa que llena mi alma de alegría a pesar de verme tan pobre en virtudes y tan rico en miserias… Sólo sé que tengo un tesoro que por nada ni por nadie cambiaría..., mí cruz..., la Cruz de Jesús. Esa Cruz que es mi único descanso..., ¡cómo explicarlo! Quien esto no haya sentido..., ni remotamente podrá sospechar lo que es.

Ojalá los hombres todos amaran la Cruz de Cristo... ¡Oh! si el mundo supiera lo que es abrazarse de lleno, de veras, sin reservas, con locura de amor a la Cruz de Cristo...! Cuántas almas, aun religiosas, ignoran esto... ¡qué pena!

Cuánto tiempo perdido en pláticas, devociones y ejercicios que son santos y buenos..., pero no son la Cruz de Jesús, no son lo mejor...

¡Ah! si yo pudiera hablar o gritar en medio de los hombres, las sublimidades del amor a la Cruz... Pobre hombre que para nada vales ni para nada sirves, qué loca pretensión la tuya.

Pobre oblato que arrastras tu vida siguiendo como puedes las austeridades de la Regla, conténtate con guardar en silencio tus ardores; ama con locura lo que el mundo desprecia porque no conoce; adora en silencio esa Cruz que es tu tesoro sin que nadie se entere. Medita en silencio a sus pies, las grandezas de Dios, las maravillas de María, las miserias del hombre del que nada debes esperar... Sigue tu vida siempre en silencio, amando, adorando y uniéndote a la Cruz..., ¿qué más quieres?

Saborea la Cruz…, como dijo esta mañana el señor Obispo de Tuy. Saborear la Cruz…

¡Ah! Señor Jesús… qué feliz soy…, he hallado lo que desea mi alma. No son los hombres, no son las criaturas… no es la paz, ni es el consuelo..., no es lo que el mundo cree..., es lo [que] nadie puede sospechar..., es la Cruz.

¡Qué bien se vive sufriendo!… a tu lado, en tu Cruz..., viendo llorar a María. ¡Quién tuviera fuerzas de gigante para sufrir!

Saborear la Cruz... Vivir enfermo, ignorado, abandonado de todos... Sólo Tú y en la Cruz... Qué dulces son las amarguras, las soledades, las penas, devoradas y sorbidas en silencio, sin ayuda. Qué dulces son las lágrimas derramadas junto a tu Cruz.

¡Ah! si yo supiera decir al mundo dónde está la verdadera felicidad! Pero el mundo esto no lo entiende, ni lo puede entender, pues para entender la Cruz, hay que amarla, y para amarla hay que sufrir, más no sólo sufrir, sino amar el sufrimiento..., y en esto ¡qué pocos, Señor, te siguen al Calvario!

Quisiera, Jesús mío, suplir yo, lo que el mundo no hace... Quisiera, Señor, amar tu bendita Cruz con toda el ansia que el mundo entero no pone, y debiera poner, si supiera el tesoro que encierras en tus llagas, en tus espinas, en tu sed, en tu agonía, en tu muerte..., en tu Cruz.

Quién me diera sufrir junto a tu Cruz, para aliviar tu dolor.

Mírame, Señor, postrado a tus pies. Estoy loco, no sé lo que pido, ni sé lo que digo. Tengo miedo de pretender más de lo que puedo... ¿seré un insensato al pretenderlo?

Señor, condúceme por el camino de la humildad... y nada más…

Tengo miedo, aunque..., perdóname Jesús mío, estando Tú a mi lado y dejándome yo hacer..., ¿qué he de temer?

Mátame si quieres... Toma mi vida, empléala en lo que quieras, abre, taja y raja, despedaza, une y desune..., haz trizas de mí..., haz lo que quieras, yo nada quiero más que amarte con frenesí, con locura... Adorar tu voluntad que es la mía, vivir absorto en tu inmensa piedad para conmigo... Veo lo que me quieres..., veo lo que soy, y sin atreverme ni a mirar al suelo..., no sé si reír o llorar..., sólo quisiera morirme de amor.

En fin, qué locuras digo..., pero es mucho lo que Jesús hace conmigo para permanecer insensible.

Todo esto que digo no tiene a lo mejor ni pies ni cabeza..., pero es lo que siento, y nada más.

Si dijera que algunos momentos siento unos deseos inmensos de ponerme a gritar..., Jesús..., Jesús..., Jesús, como un loco, nadie lo creería. Otras veces siento deseos de postrarme en el suelo con la frente en tierra y pedir a voces la misericordia de Dios, y no levantarme más.

Otras veces quisiera desaparecer de entre los hombres, y volar a Dios que me espera... No sé, quisiera no desbarrar.

Señor Jesús mío..., qué duro es vivir, y aún hay hombres que aman esta miserable vida y se llaman religiosos. Señor, yo no soy religioso, yo no soy nada ni nadie..., soy el último de todos, pero Señor, quisiera amarte como nadie..., desprecié el mundo por Ti..., déjame despreciar lo último que me queda, mi voluntad y mi vida.

Mas Señor, en esto no hay mérito, pues aborrecer lo único que de Ti me separa, no es cosa grande, y esperar con ansia lo que a Ti me puede acercar, no es virtud. ¿Qué mérito hay en aborrecer la vida y esperar la muerte?

Pero yo, Señor, no quiero aborrecer lo que Tú me das, ni desear lo que Tú aún no quieres. Cúmplase, Jesús mío, tu voluntad. Déjame seguir junto a tu Cruz... No me desampares cuando desfallezca, Virgen María...

No busco consuelo, no busco descanso... Sólo quiero amar la Cruz..., sentir la Cruz..., saborear la Cruz.

Plan para vivir la Semana de Pasión.

No separarme ni un momento de la Cruz de Jesús.
Dormir, andar, estudiar, rezar, comer, siempre teniendo presente que Jesús me mira desde la Cruz.
Al levantarme, adorar la Cruz, y al acostarme, poner la cama en el Calvario junto a ella.
La comunión, la oración y la santa Misa serán en reparación por el mundo entero que no aprovecha los méritos de la Pasión de Cristo.
El Oficio divino lo rezaré teniendo presente a mi Jesús de mi alma clavado en el madero de la Cruz.
Que la Santísima Virgen me ayude y me acompañe... Así sea.

(1) De la vida de San Benito José Lavbre: "Aquel Miércoles Santo de 1783, Benito Lavbre oyó varias Misas, y los que le vieron no comprendían cómo podía estar de pie y mucho menos de rodillas. No era un hombre, dice Zacarelli, sino un esqueleto. No le quedaba más que un soplo, y siguió con tanto fervor el evangelio de la Pasión que algunos de los concurrentes cre-yeron que iba a sucumbir. Tuvo que sentarse varias veces. Hacía las nueve, no pudiendo más, quiso salir de la iglesia. Apenas se encontró fuera de la iglesia de la Madonna de los Montes, se dejó caer más bien que sentarse sobre las escaleras del vestíbulo. Se reunió gente a su alrededor y cada uno le preguntaba con interés lo que tenía. Con voz espirante Benito daba las gracias a todos, y decía que deseaba no moverse de aquel sitio; no quería alejarse de la iglesia, esperando siempre poder volver a entrar.

En esto se presenta el carnicero Zacarelli que venía del Salvatorello de cumplir con Pascua. Benito -le dijo- ¿está usted malo? ¿Quiere venir a mi casa?

- ¡A su casa...! Bueno, dijo el pobre con voz débil, que apenas se oía.

...Hacia la caída del sol parecía que dormía. Cuando el Padre Ángel, que le asistía, llegó a la invocación Santa María pudo advertir que el rostro del enfermo adquiría una blancura extraordinaria. Al responder la concurrencia ora pro nobis, el Padre Ángel dejó de rezar y dijo: Ha muerto... En aquel momento todas las campanas de la ciudad daban al viento sus ecos argentinos. Tocaban a la Salve ordenada por el Papa Pío VI. Pero el pensamiento de todos los allí reunidos, celebraban también la entrada en el paraíso de un nuevo santo". (De la Vida admirable del Santo bendito y peregrino, Benito José Lavbre, por León AUBINEAU.). 

(2) "Peregrino soy en la tierra", Salmo 118, 19.

(3) "Al monasterio ha llegado su hermano Luis Fernando. Viene del frente de combate con unos días de licencia. Es la última vez que se vieron juntos ambos hermanos... Su visita deja hondas huellas en Fray María Rafael…" (VIDA Y ESCRITOS, p. 502).

Cuenta su hermano Luis Fernando: "La última vez que estuvimos juntos los dos hermanos, venia yo con permiso a casa, una vez que cayó Teruel en manos del ejército nacional. Queriendo ver a Rafael para darle un abrazo, fui primero a la Trapa. Estuvimos paseando por la tarde, en la huerta y pude apreciar y darme cuenta del sufrimiento que padecía, y de la gran cruz que Dios había mandado a aquella alma; me preguntó por todas las cosas de casa, se interesó por mi vida en el frente, siguió insistiendo en que la Virgen me protegería, pero que no dejase de buscar a Dios; era su gran obsesión: que todos buscásemos a Dios, que estábamos obligados a ello y que era la única verdad en esta vida.

Cuando le pregunté que cómo podía vivir todo el tiempo rodeado de los mismos personajes tan dispares a él en sus gustos, por qué no se iba a la Cartuja, donde viviría en soledad, me contestó: "Luis Fernando, yo no puedo con la soledad, tengo que ver caras, aunque éstas me hagan sufrir; tú si podrás con la soledad; con tu temperamento podrás ser cartujo".

A mi, en aquellos momentos ni se me había pasado por la imaginación el llegar a ser cartujo, y como siempre dije: cosas de Rafael, y con el tiempo, que es lo más curioso, llegué a ser cartujo.

Lo que más me impresionó aquella tarde, fue cuando empezó a explayarse, llorando, del terrible sufrimiento que tenía. No era el sufrimiento que le producían las cosas terrenales de la vida austera que había abrazado, ni el sufrimiento que le pudieran producir aquellas criaturas de Dios con quienes convivía, de las cuales se valió Dios para santificarle. En realidad el gran sufrimiento de Rafael era el ver, con aquella fe grande e intensa que él tenía, cómo Dios le amaba con su infinito amor, y sentirse tan sujeto a las miserias y cuidados de su cuerpo mortal, no pudiendo corresponder como él quería, a aquel amor de Dios que él sentía, pues se veía francamente impotente, siendo su gran deseo que su corazón se diese más a su ser querido, y que su alma volase de una vez a su encuentro, pues le era difícil vivir en aquella situación y en aquel fuego que le abrasaba. Todo esto me lo decía llorando. Yo no tenía palabras para poder consolar aquella alma, ni tampoco me podía hacer cargo exacto del sufrimiento de mi hermano.

Todo esto que he contado, tenía lugar un mes antes de su muerte. Era ya la época sublime a la cual había llegado su alma. Al día siguiente salí para casa, donde no conté nada de lo que había vivido junto a Rafael. Salí por una parte triste por dejar a mi hermano sufriendo, sin poder yo hacer nada para aliviar aquel dolor tan grande, y por otra parte, alegre, al haber visto cómo Dios se estaba volcando en aquella alma tan querida. Todo esto me hizo pensar mucho para mi vida futura.

Poco más o menos al mes de haber estado por última vez con Rafael, llegó de Vitoria el alférez Ibarra, trayéndome, como hacía todos los meses, todo el papeleo de la Batería, diciéndome nada más llegar, que mi hermano Rafael había muerto hacía unos días en la Trapa, sin más comentarios ni explicaciones de cómo había muerto.

Rápidamente comprendí que así es como le quería Dios, desprendido de todo como podía haber constatado hacia poco más de un mes en la Trapa, en esa larga charla que tuvimos en la huerta y con un gran Aleluya, Dios le premió llevándoselo consigo". 

(4) Aunque el Hermano Rafael contaba en estos momentos con un confesor fijo, como era costumbre en la Trapa, carecía de un Director Espiritual al que acudir en solicitud de orientación. En su primera etapa en la Trapa había tenido como Director al P. Teófilo Sandoval, que supo entenderle y dirigirle conforme a lo que un hombre de la talla espiritual de Rafael precisaba. 

(5) Cundo escribe esto le queda un mes justo de vida. 

SANTORAL 3 DE FEBRERO



3 de febrero


NUESTRA SEÑORA DE LA 
CONCEPCIÓN DE DE SUYAPA   
(Honduras)




   La imagen de la Madre de Dios que más se venera en Honduras es la de Nuestra Señora de la Concepción de Suyapa. El culto a la patrona de Hon. duras comenzó un sábado de febrero de 1747, cuando su imagen fue des cubierta por unos indios que, sorprendidos por la noche al regresar de su trabajo, decidieron quedarse a dormir junto al camino. El jefe del grupo estaba tomando sus disposiciones y limpiando el terreno, para acomodar a sus hombres, cuando tocó con su mano un objeto duro que despertó su curiosidad. Lo desenterró a tientas y, al día siguiente, pudo ver que se trataba de una pequeña estatua de la Virgen María. Asombrados por el hallazgo, los indios se apresuraron a llevar la imagen a la vecina aldea de Suyapa, donde en seguida se ganó la veneración de todos los indígenas. Se dice que la imagen comenzó a obrar milagros y así, su fama se extendió rápidamente. Se le erigió una ermita que, poco a poco, se convirtió en el pequeño y concurrido templo que hoy existe. La estatuita no mide más que seis centímetros y medio de alto. Le sirve de pedestal un globo de plata de cinco centímetros. Con el manto y los vestidos que la adornan, llega a una altura de quince centímetros. Monseñor Hombach, arzobispo de Tegucigalpa obtuvo de la Santa Sede que esta imagen fuera declarada Patrona de Honduras y que su fiesta, con misa y oficio propios, se celebrara el día 3 de febrero.

   Valladares, R. Juan, La Virgen de Suyapa, Tegucigalpa, 19%. Die Katolische Missionen 30,315. Du Manoir, H., Maria Etudes sur la Sainte Vierge, París 1958, vol. 1, p. 305.

* Vidas de los Santos, de Butler. Vol. I.

jueves, 2 de febrero de 2012

SANTORAL 2 DE FEBRERO



2 de febrero



FIESTA DE LA PURIFICACIÓN
 DE MARÍA SANTÍSIMA


En esta fecha, no sólo se conmemora la purificación de nuestra Madre sino también, un segundo gran misterio: la presentación de Nuestro Redentor en el templo. Además de la ley que obligaba a purificarse, había otra que ordenaba ofrecer a Dios al primogénito, aunque posteriormente podía ser rescatado por cierta suma de dinero. María cumplió estrictamente con todas esas ordenanzas.

Permaneció 40 días en su casa sin dejarse ver, absteniéndose de entrar al templo y de participar en las ceremonias de culto. Luego se dirigió a Jerusalén con su hijo en brazos, hizo sus ofrendas como acción de gracias y para su expiación, presentó a su Hijo, por manos del sacerdote a su Padre Celestial y luego lo rescató por cinco shekels recibiéndolo de nuevo en sus brazos hasta que el Padre volviera a reclamarlo. Sin duda alguna, Cristo nos dio un ejemplo de humildad, obediencia y devoción al renovar públicamente la propia oblación al Padre como El lo había hecho en su Encarnación.

miércoles, 1 de febrero de 2012

SANTORAL 1 DE FEBRERO



1 de febrero


SAN IGNACIO,
Obispo de Antioquía, Mártir
(107 P. C.)




   San Ignacio, llamado Teóforo, "el que lleva a Dios," probablemente fue un converso, discípulo de San Juan Evangelista; los datos históricos fidedignos sobre sus primeros años son pocos. De acuerdo con algunos escritores antiguos, los apóstoles San Pedro y San Pablo ordenaron que sucediera a San Evodio como obispo de Antioquía, cargo que conservó por cuarenta años, y en el cual brilló como pastor ejemplar. El historiador eclesiástico Sócratas dice que introdujo o divulgó en su diócesis el canto de antífonas, hecho poco probable. La paz de que gozaron los cristianos al morir Domiciano, duró únicamente los quince meses del reinado de Nerva y bajo Trajano se reanudó lo persecución. En una interesante carta del emperador a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, se establecía el principio de que los cristianos debían ser muertos, en caso de que existieran delaciones oficiales; y, en otros casos, no se les debía molestar. Trajano fue magnánimo y humanitario; pero la gratitud que lo vinculaba con sus dioses por las victorias sobre los dacios y escitas, lo llevó posteriormente a perseguir a los cristianos, que se negaban a reconocer estas divinidades. Desgraciadamente, no podemos confiar en la relación legendaria sobre el arresto de Ignacio y su entrevista personal con el emperador; sin embargo, desde época muy remota, se ha creído que el interrogatorio al que fue sometido el soldado de Cristo por Trajano, siguió aproximadamente este cauce:

   "¿Quién eres tú, espíritu malvado, que osas desobedecer mis órdenes incitas a otros a su perdición?"

   "Nadie llama a Teóforo espíritu malvado," se dice que respondió el santo.

   "¿Quién es Teóforo?"

   "El que lleva a Cristo dentro de sí."

   "¿Quiere eso decir que nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos ayudan contra nuestros enemigos?" preguntó el emperador.

   "Te equivocas cuando llamas dioses a los que no son sino diablos," replicó Ignacio. "Hay un sólo Dios que hizo el cielo, la tierra y todas las cosas; y un solo Jesucristo, en cuyo reino deseo ardientemente ser admitido."

   Trajano inquirió, "¿te refieres al que fue crucificado bajo Poncio Pilato?"

   "Sí, a Aquél que con su muerte crucificó al pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan en el corazón."

   "¿Entonces tú llevas a Cristo dentro de ti?" dijo el emperador.

   Ignacio respondió, "sí, porque está escrito, viviré con ellos y caminaré con ellos."

   Cuando Trajano mandó encadenar al obispo para que lo llevaran a Roma y ahí lo devoraran las fieras en las fiestas populares, el santo exclamó "te doy gracias, Señor, por haberme permitido darte esta prueba de amor perfecto y por dejar que me encadenen por Ti, como tu apóstol Pablo."

   Rezó por la Iglesia, la encomendó con lágrimas a Dios, y con gusto sometió sus miembros a los grillos; y lo hicieron salir apresuradamente los soldados para conducirlo a Roma.

   En Seleucia, puerto de mar, situado a unos veinticinco kilómetros de Antioquía, se embarcaron en un navío que, por razones desconocidas, fue costeando por la ribera sur y occidental del Asia Menor, en lugar de dirigirse directamente a Italia. Algunos de sus amigos cristianos de Antioquía tomaron Un camino más corto, llegaron a Roma antes que él, y ahí esperaron su llegada. Durante la mayor parte del trayecto acompañaron a San Ignacio el diácono Filón y Agatopo, a quienes se considera autores de las actas de su martirio. Parece que el viaje fue sumamente cruel, pues San Ignacio iba vigilado día y noche por diez soldados tan bárbaros, que San Ignacio dice eran como "diez leopardos" y añade "iba yo luchando con fieras salvajes por tierra y mar, de día y noche" y "cuando se las trataba bondadosamente, se enfurecían mas."

   Las numerosas paradas, dieron al santo oportunidad de confirmar en la fe a las iglesias cercanas a la costa de Asia Menor. Dondequiera que el barco atracaba, los cristianos enviaban sus obispos y presbíteros a saludarlo, y grandes multitudes se reunían para recibir la bendición de aquel mártir efectivo. Se designaron también delegaciones que lo escoltaron en el camino. En Esmirna tuvo la alegría de encontrar a su antiguo condiscípulo San Policarpo; ahí se reunieron también el obispo Onésimo quien iba a la cabeza de una delegación de Efeso; el obispo Dámaso, con enviados de Magnesia, y el obispo Polibio de Tralles. Burrus, uno de los delegados, fue tan servicial con San Ignacio, que éste pidió a los efesios que le permitieran acompañarlo. Desde Esmirna, el santo escribió cuatro cartas.

   La carta a los efesios comienza con un cálido elogio de esa iglesia. Los exhorta a permanecer en armonía con su obispo y con todo su clero, a que se reúnan con frecuencia para rezar públicamente, a ser mansos y humildes, a sufrir las injurias, sin murmurar. Los alaba por su celo contra la herejía y les recuerda que sus obras más ordinarias serían espiritualizadas, en la medida que las hicieran por Jesucristo. Los llama compañeros de viaje en su camino a Dios y les dice que llevan a Dios en su pecho. En sus cartas a las iglesias de Magnesia y Tralles habla en términos análogos y los pone sobre aviso contra el docetismo, doctrina que negaba la realidad del cuerpo de Cristo y su vida humana. En la carta a Tralles Ignacio dice a aquella comunidad que se guarden de la herejía, "lo que harán si permanecen unidos a Dios, y también a Jesucristo y al obispo y a los mandatos de los apóstoles. El que está dentro del altar está limpio, pero el que está fuera de él, o sea, quien se separa del obispo, de los presbíteros y diáconos, no está limpio". La cuarta carta, dirigida a los cristianos de Roma, es una súplica para que no le impidan ganar la corona del martirio; pensaba que había peligro de que los influyentes trataran de obtener una mitigación de la condena. Su alarma no era infundada. A esas fechas, el cristianismo ya había conseguido adeptos en sitios elevados. Había hombres como Flavio Clemente, primo del emperador, y los Acilios Glabriones que tenían amigos poderosos en la administración. Luciano, satirista pagano (c. 165 d.C.), quien seguramente conoció estas cartas de Ignacio, da testimonio de lo anterior.

   "Temo que vuestro amor, me perjudique" escribe el obispo, "a vosotros os es fácil hacer lo que os agrada; pero a mí me será difícil llegar a Dios, si vosotros no os cruzáis de brazos. Nunca tendré oportunidad como ésta para llegar a mi Señor... Por tanto, el mayor favor que pueden hacerme es permitir que yo sea derramado como libación a Dios mientras el altar está preparado; para que formando un coro de amor, puedan dar gracias al Padre por Jesucristo porque Dios se ha dignado traerme a mí, obispo sirio, del oriente al occidente para que pase de este mundo y resucite de nuevo con El... Sólo les suplico que rueguen a Dios que me dé gracia interna y externa, no sólo para decir esto, sino para desearlo, y para que no sólo me llame cristiano, sino para que lo sea efectivamente... Permitid que sirva de alimento a las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie... No os lo ordeno, como Pedro y Pablo: ellos eran apóstoles, yo soy un reo condenado; ellos eran hombres libres, yo soy un esclavo. Pero si sufro, me convertiré en liberto de Jesucristo y en El resucitaré libre. Me gozo de que me tengan ya preparadas las bestias y deseo de todo corazón que me devoren luego; aún más, las azuzaré para que me devoren inmediatamente y por completo y no me sirvan a mí como a otros, a quienes no se atrevieron a atacar. Si no quieren atacarme, yo las obligaré. Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo. Que venga contra mí fuego, cruz, cuchilladas, desgarrones, fracturas y mutilaciones; que mi cuerpo se deshaga en pedazos y que todos los tormentos del demonio abrumen mi cuerpo, con tal de que llegue a gozar de mi Jesús. El príncipe de este mundo trata de arrebatarme y de pervertir mis anhelos de Dios. Que ninguno de vosotros le ayude. Poneos de mi lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aun cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir."

   Los guardias se apresuraron a salir de Esmirna para llegar a Roma antes de que terminaran los juegos, pues las víctimas ilustres y de venerable aspecto, eran la gran atracción en el anfiteatro. El mismo Ignacio, gustosísimo, secundó sus prisas. En seguida se embarcaron para Troade, donde se enteraron de que la paz se había restablecido en la Iglesia de Antioquía. En Troade Ignacio escribió tres cartas más. Una a los fieles de Filadelfia, alabando a su obispo, cuyo nombre calla, y rogándoles que eviten la herejía. "Usad una sola Eucaristía; porque la carne de Jesucristo Nuestro Señor es una y uno el cáliz para unirnos a todos en su sangre. Hay un altar, así como un obispo, junto con el cuerpo de presbíteros y diáconos, mis hermanos siervos, para que todo lo que hiciereis vosotros lo hagáis de acuerdo con Dios." En la carta a los de Esmirna encontramos otro aviso contra los docetistas, que negaban que Cristo hubiera tomado una naturaleza humana real y que la Eucaristía fuera realmente su cuerpo. Les prohíbe todo trato con esos falsos maestros y sólo les permite orar por ellos. La última carta es a San Policarpo, y consiste principalmente en consejos, como conviene a una persona mucho más joven que el escritor. Lo exhorta a trabajar por Cristo, a reprimir las falsas enseñanzas, a cuidar de las viudas, a tener servicios religiosos con frecuencia, y les recuerda que la medida de sus trabajos será la de su premio. Como San Ignacio no tuvo tiempo de escribir a otras Iglesias, nidio a San Policarpo que lo hiciera en su nombre.

   De Troade navegaron hasta Nápoles de Macedonia. Después fueron a Filipos y, habiendo cruzado la Macedonia y el Epiro a pie, se volvieron a embarcar en Epidamno (el actual Durazzo en Albania). Hay que confesar que estos detalles se basan únicamente en las llamadas "actas" del martirio, y no podemos tener ninguna confianza en la descripción de la escena final. Se dice que al aproximarse el santo a Roma, los fieles salieron a recibirlo y se regocijaron al verlo, pero lamentaron el tener que perderlo tan pronto. Como él lo había previsto, deseaban tomar medidas para liberarlo, pero les rogó que no le impidieran llegar al Señor. Entonces, arrodillándose con sus hermanos, rogó por la Iglesia, por el fin de la persecución, y por la caridad y concordia entre los fieles. De acuerdo con la misma leyenda, llegó a Roma el 20 de diciembre, último día de los juegos públicos, y fue conducido ante el prefecto de la ciudad, a quien se le entregó la carta del emperador. Después de los trámites acostumbrados, se le llevó apresuradamente al anfiteatro flaviano. Ahí le soltaron dos fieros leones, que inmediatamente lo devoraron, y sólo dejaron los huesos más grandes. Así fue escuchada su oración.

   Parece haber suficiente fundamento para creer que los fragmentos que se pudieron reunir de los restos del mártir, fueron llevados a Antioquía y sin duda, fueron venerados al principio de un modo que no llamara demasiado la atención "en un cementerio fuera de la puerta de Dafnis." Esto lo refiere San Jerónimo, escribiendo en 392, y sabemos que él había visitado Antioquía. Por el antiguo martirologio sirio nos enteramos de que la fiesta del mártir se celebraba en esas regiones el 17 de octubre, y se puede suponer que el panegírico de San Ignacio, hecho por San Juan Crisóstomo, cuando éste era presbítero de Antioquía, fue pronunciado en ese día. San Juan hace resaltar el hecho de que el suelo de Roma había sido empapado con la sangre de la víctima, pero que Antioquía atesoraba para siempre sus reliquias. "Ustedes lo prestaron por una temporada," dijo al pueblo, "y lo recibieron con interés. Lo enviaron siendo obispo, y lo recobraron mártir. Lo despidieron con oraciones y lo trajeron a su tierra con laureles de victoria." Pero ya en tiempo del Crisóstomo la leyenda había comenzado a tejerse. El orador supone que Ignacio había sido nombrado por el mismo apóstol San Pedro para sucederlo en el obispado de Antioquía. No es de maravillar que en fechas posteriores se fabricara toda una correspondencia, incluso ciertas cartas entre el mártir y la Santísima Virgen, cuando vivía en la tierra, después de la ascensión de su Hijo. Tal vez el relato más candoroso de todas estas fábulas medievales es la historia que identifica a Ignacio con el niño a quien Nuestro Señor tomó en sus brazos y que le sirvió para dar una lección sobre la humildad (Marcos 9:36).

   Hay un marcado contraste entre la oscuridad que rodea casi todos los detalles de la carrera de este gran mártir y la certeza con que los eruditos actuales afirman la autenticidad de las siete cartas a que nos hemos referido antes, como escritas por él, camino de Roma. No es este lugar para discutir las tres ediciones críticas de estas cartas, conocidas como la "Más Larga," la "Curetoniana" y la "Vossiana." Una controversia secular ha dado por resultado una abundante literatura, pero en la actualidad la disputa está prácticamente terminada. En todo caso, puede decirse que, con rarísimas excepciones, la actual generación de estudiantes de patrística está de acuerdo en admitir la autenticidad de la "Curetoniana," que fue la primera identificada por el arzobispo Ussher en 1644, y cuyo texto griego fue impreso por Isaac Voss y por Dom Ruinart, un poco más tarde.

   No hay temor de exagerar la importancia que el testimonio de estas cartas aporta sobre las creencias y la organización interna de la iglesia cristiana, años después de la ascensión de Nuestro Señor. San Ignacio de Antioquía es el primer escritor, que, fuera del Nuevo Testamento, subraya el nacimiento virginal. A los de Efeso, por ejemplo, les escribe, "y al príncipe de este mundo se le ocultó la virginidad de María y su parto y también la muerte del Señor." Se supone claramente conocido el misterio de la Trinidad, y se percibe un marcado enfoque cristológico, cuando leemos en la misma carta (c. 7), "hay un médico de carne y espíritu, engendrado y no engendrado, Dios en hombre, verdadera Vida en muerte, hijo de María e hijo de Dios, primero pasible y después impasible, Jesucristo Nuestro Señor." No menos notables son las frases usadas respecto a la Sagrada Eucaristía. Es "la carne de Cristo," "el don de Dios," "la medicina de inmortalidad," e Ignacio denuncia a los herejes "que no confiesan que la Eucaristía es la carne de Jesucristo nuestro Salvador, carne que sufrió por nuestros pecados y que en su amorosa bondad el Padre resucitó." Finalmente, en la carta a los de Esmirna, por vez primera en la literatura cristiana encontramos mencionada a "la Iglesia Católica." "Que doquier aparezca el obispo, ahí esté el pueblo; lo mismo que donde quiera que Jesucristo está también está la Iglesia Católica." El santo habla severamente de las especulaciones heréticas —en particular las de los docetistas— que ya en su tiempo amenazaban con dañar la integridad de la fe cristiana. Ciertamente puede decirse que la nota clave de toda su instrucción fue la de insistir sobre la unidad de creencia y de espíritu entre los que pretendían seguir a Nuestro Señor. Pero a pesar de su temor a la herejía, recalcaba la necesidad de ser indulgentes con los que estaban en el error e insiste en la tolerancia y en el amor a la cruz. La exhortación a los efesios proporciona una lección a todos aquellos, para quienes su religión no es un título vacío:

"Rueguen incesantemente por el resto de los hombres —porque hay en ellos esperanza de arrepentimiento— para que lleguen a Dios. Por lo tanto, instrúyanlos con el ejemplo de sus obras. Cuando ellos estallen en ira, ustedes sean mansos; cuando se vanaglorien al hablar, sean ustedes humildes; cuando les injurien a ustedes, oren por ellos; si ellos están en el error, ustedes sean constantes en la fe; a vista de su furia, sean ustedes apacibles. No ansíen el desquite. Que nuestra indulgencia les muestre que somos sus hermanos. Procuremos ser imitadores del Señor, esforzándonos para ver quién puede sufrir peores injusticias, quién puede aguantar que lo defrauden, que lo rebajen a la nada; que no se encuentre en ustedes cizaña del diablo. Sino con toda pureza y sobriedad vivan en Cristo Jesús en carne y en espíritu."

   Por lo anterior, se ve claramente que en la práctica, las siete cartas de San Ignacio forman la única fuente fidedigna respecto de su vida. El lector puede consultar estas cartas en la obra magistral del obispo Lightfoot, The Apostolic Fathers (1877-1885). Hay una traducción manuable con una valiosa introducción y notas en el volumen del Dr. J. H. Srawley titulado The Epistles of St. Ignatius (1935) y un texto y traducción por Kirsopp Lake en la Biblioteca de Clásicos Loeb, titulado The Apostolic Fathers, vol. I (1930). La traducción y notas en la colección Primeros Escritores Cristianos (1946) son del Dr. J. A. Kleist. Otras ediciones, como las de A. Lelong, F. X. Funk y T. Zahn, no hay para qué mencionarlas aquí. Las cartas de San Ignacio, traducidas al latín y a varios idiomas orientales, eran ampliamente conocidas por los primeros escritores cristianos. Aun el británico San Gildas, en su De excidio Britanniae, escrito alrededor del 540, cita la carta dirigida a los romanos. El panegírico del Crisóstomo está en Migne, P. G. vol. I. Para mayores datos sobre la fecha del martirio, véase H. Grégoire en Analecta Bollandiana, vol. LXIX (1951), pp. 1 ss. Se menciona a San Ignacio en el canon de la misa de rito romano, sirio y maronita.


martes, 31 de enero de 2012

MILAGROS EUCARÍSTICOS


EL GLORIFICADOR GLORIFICADO
Año 940 Worms Alemania



Otón I, emperador de Alemania, había intimado a todos a todos los Principes del imperio que se reuniesen en la ciudad de Worms para una junta general, y Wenceslao, duque de Boehmia, que también había sido convocado, hallábase el día señalado en la ciudad, pero antes de ir a la corte quiso oir la Santa Misa.

Celebrábase ésta solemnemente, por lo que se alargó el tiempo de su estancia en la Iglesia. Los Príncipes ya estaban reunidos, y como sólo faltase Wenceslao, llevando pesadamente aquella tardanza, entraron en sospecha de que difería su llegada para ser recibido por  aquel noble Congreso con actos de reverencia y obsequio.

Para humillar, pues, la supuesta vanidad del Duque, determinaron que a su llegada ninguno se moviese de su sitio, ni se mostrase atento ni obsequioso con él, y como si esto no fuera bastante, persuadieron al Emperador a que se abtuviese también de toda demostración de cortesía y respeto.

Más el Señor, que se burlaba de sus necios consejos y quería remunerar y honrar en Wenceslao al insigne glorificador del Santísimo Sacramento, ordenó que las cosas fuesen por muy diverso camino. Porque viendo el Emperador entrar por la puerta del gran salón a Wenceslao acompañado de dos hermosisímos ángeles resplandecientes como el sol, que colocados uno a la derecha y otro a la izquierda le hacían la corte, llevado de una gran admiración, se levantó al punto, baja las gradas del trono y atravesando la sala va a recibirle. Hazle una profunda reverencia, lo toma cortésmente  por la mano y lo condice al trono para que ocupe el sitio de preferencia a su derecha.

Los Príncipes que presenciaron todo esto, levantándose de pie por respeto al Emperador que se había levantado, atónitos por tales demostraciones de honor inesperadas, mirábanse fijamente los unos a los otros sin saber a qué atribuir todo lo que veían, hasta que el Emperador, advirtiendo la sorpresa de aquellos nobles caballeros por  haberse  él excedido tanto en honrar al Bohemio contra la expectación de todos, dijo que se maravillaba sobre manera de que ellos no hubiesen visto aquellos prodigiosos resplandores que en su derredor esparcían los celestiales espíritus, que muestras de singular amor habían acompañado a Wenceslao.

Llenos de admiración al oír eso aquellos Príncipes, inclináronse humildemente ante Wenceslao y confesando la culpa de su temerario juicio, le pidieron perdón.

Otón concibió tanta benevolencia y veneración para con el santo Duque, que le obsequió con muy preciosos dones y le concedió el título de Rey de Bohemia, con facultad de esculpir  en su escudo la divisa imperial del Águila negra en campo blanco.

Así quiso Dios acá en la tierra remunerar la singular piedad de Wenceslao hacía el Divino Sacramento.

(P. Pedro Laurenti, S. J. Maraviglie del S. S Sacramento. Página 126.)

SANTORAL 31 DE ENERO


  • San Juan Bosco, Confesor
  • San Francisco Javier Bianchi, Sacerdote
  • Santa Trifenia, Mártir
  • San Metrano o Metras, Mártir
  • Santos Ciro y Juan, Mártires
  • Santa Marcela, Viuda
  • San Germiniano, Obispo
  • San Eusebio, Mártir
  • Beata Paula Gambara-Costa, Matrona


31 de enero


SAN JUAN BOSCO,
Confesor



Quien quisiere salvar su vida (obrando contra
mí), la perderá; mas quien perdiere su vida
por amor de mí, la encontrará.
(Mat. 16,25).

   Nacido en 1815, San Juan Basca, hijo de humildes campesinos, perdió a su padre a la edad de dos años y fue educado por su piadosa madre Margarita. Des de que fue elevado al diaconado, comenzó a reunir, los domingos, a los obreros y niños abandonados de Turín. Construyó para ellos un asilo y una iglesia, dedicada a San Francisco de Sales. En 1854, sentó las bases de una nueva congregación, la de los salesianos, que hoy se llaman sacerdotes de Don Bosco; en 1872, fundó las Hijas de María Auxiliadora. Murió el 31 de enero de 1888, venerado por todo el mundo por su santidad y sus milagros.

  MEDITACIÓN
SOBRE LA NECESIDAD
DE MORTIFICARNOS   

   I. Aquél que odia su alma en este mundo, la conserva para la vida eterna. Estas palabras de Nuestro Señor indican la necesidad que se nos impone de mortificarnos. La ciudad de Babilonia, es decir, de los réprobos, comienza por el amor a sí mismo y termina por el odio a Dios, dice San Agustín. La ciudad de Jerusalén, es decir. de los predestinados, comienza por el odio al cuerpo y termina por el amor a Dios. El amor a Dios crecerá en ti en la misma proporción que el odio a tu cuerpo. Mide con este metro: para conocer en qué medida eres perfecto, considera en qué medida te mortificas.

   II. Tu mortificación debe comenzar cortando por lo vivo todos los placeres y deseos que pudieran impedirte cumplir los mandamientos de Dios. Corta todo lo que pueda impedirte cumplir con los deberes que te impone el estado de vida que hayas abrazado. En fin, hay una mortificación que no es como la anterior, obligatoria, sino sólo de consejo; consiste en abstenerse aun de los placeres permitidos. Es la que practican las almas santas; ¿las imitas?

   III. La mortificación será para ti cosa fácil, si consideras que ella te impide caer en muchas faltas. Además, eres pecador: debes, pues, hacer penitencia y mortificarte para disminuir, por compensación, lo que debes a la justicia de Dios en el purgatorio. Eres cristiano: ¡concuerda acaso el vivir en el placer y adorar a un Dios crucificado? No temas los rigores de la mortificación; ella posee dulzuras escondidas que sólo pueden gustar los que la abrazan decididamente. Ves la cruz pero no conoces sus consuelos. (San Bernardo).

La imitación de Jesucristo 
Orad por la educación de la juventud.
ORACIÓN

      Señor, que habéis hecho de San Juan Bosco, vuestro confesor, padre y maestro de los adolescentes, y habéis querido hacer florecer en la Iglesia, por su intermedio, nuevas familias religiosas con la ayuda de la Santísima Virgen María, haced que inflamados con el mismo amor busquemos las almas y os sir vamos sólo a Vos.  Por N. S. J. C. Amén

 

lunes, 30 de enero de 2012

AMOR Y FELICIDAD




Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad





VII
Cómo tratarse durante las relaciones



Capítulo anterior, ver aquí

El amor no es un juego. Es un compromiso cuyo alcance es tan profundo que llega hasta lo más íntimo que hay en el hombre. Se abre, en efecto, sobre la eternidad a la que conduce, puesto que desemboca en la muerte; se abre también sobre la felicidad terrena a la que permite realizarse lo más totalmente posible. Esta sitúa el amor en su perspectiva verdadera e impone considerarlo, no como un juego entablado por dos jóvenes inconscientes, sino como un fenómeno de una importancia primordial.

Hemos señalado ya el verdadero sentido del amor y hemos dicho hasta qué punto los novios deben preocuparse de preparar en él su futura unidad. Esta preparación indispensable se realizará en el curso de los meses de relaciones que precedan al matrimonio. Por lo cual ese período, llamado del noviazgo, es, decisivo, puesto que permite a la pareja iniciar la unión interior que se expresará en una mutua comprensión. ¿Será necesario recordar aquí que el amor no puede vivir sin la comprensión? Por lo cual es indispensable para la felicidad y se presenta como una condición necesaria de ésta. Ahora bien, tal es precisamente el primer objetivo de las relaciones: iniciar la comprensión.

1. Tratarse para conocerse

¿Para qué, si no, un joven y una muchacha pasan juntos durante meses, algunas tardes cada semana? ¿Se trata simplemente de hacerse compañía? ¿De distraerse recíprocamente? ¿De acudir juntos a invitaciones? ¡Nada de eso! Las relaciones carecen de sentido si no se desenvuelven en un clima de descubrimiento. Descubrir al otro. Conocerle, traspasar su corteza, averiguar detrás de las apariencias la verdadera configuración de su personalidad, captar su valor profundo, aprender a adaptarse a sus reacciones, a intuir sus deseos; he aquí por qué deben ser siempre orientados. Además en este sentido son indispensables, porque si es cierto decir que el amor sigue al conocimiento, ¿cómo no ver que entre un joven y una muchacha los lazos del corazón serán tanto más sólidos, tanto más duraderos cuanto más profundo y más serio sea su conocimiento mutuo?

Si tantas parejas han conocido la amargura de la decepción, inmediatamente después de su matrimonio, no siempre era porque su unión estuviese mal armonizada. La mayoría de las veces es porque han omitido el tratarse seriamente. Quien emplea esos meses en mariposear, en retozar, en divertirse solamente, quien en lugar de inclinarse con avidez sobre el alma del otro, sobre su espíritu, sobre su persona, se limita a multiplicar las galanterías y a hacerse el apasionado, malogra sus relaciones. Y, por lo mismo, corre un gran riesgo de malograr su matrimonio. Esta historia es, por desgracia, corriente; los que la han vivido, lo han hecho inconscientemente y, después, han culpado al azar, al infortunio, a todo y a todos menos a ellos mismos.

No hay garantía más segura del amor que unas relaciones inteligentes. No hay relaciones inteligentes más que aquellas que implican, de una parte y de otra, una voluntad bien decidida de conocer mejor al otro para amarle mejor. En el umbral del noviazgo, una pareja que se trata ya desde hace unos meses debe ante todo preocuparse en saber cuál ha sido hasta ahora su orientación. Porque son fáciles las desviaciones y no es raro que después de haberse propuesto seguir un camino, se siga otro. Ahora bien, cualquier otro camino aleja del amor. Es preciso, por tanto, fijarse la siguiente finalidad con una energía tenaz y una conciencia constantemente alerta: conocer al otro.

De esta manera, colocarán los cimientos de su felicidad futura en un terreno sólido, cuidándose de no cultivar la planta de la ilusión. Unas relaciones seriamente llevadas no dejarán sitio alguno a las quimeras. Verdad es que hay algunas que subsistirán inevitablemente y, sin duda, no será esto un mal. Pero en conjunto, se despojará la pareja de todas las máscaras para llegar a la verdadera fisonomía de cada uno. Se conocerá al otro detrás de sus virtudes aparentes, sus defectos gentiles, y, bajo ciertas reacciones desconcertantes a primera vista, se sabrá encontrar lo que hay en él de constante y de más profundo. Para decirlo todo en pocas palabras, se descubrirá el carácter, el temperamento, el valor moral del otro. Se aprenderá a seguir en él la línea que traza una idea, desde el instante en que se la ve nacer hasta el momento en que reaparece bajo su forma definitiva. Llegará uno a ser capaz de prever sus reacciones ante tal o cual frase, ante tal o cual actitud, de modo que estará en condiciones de dirigir su propio comportamiento en concordancia con el del otro. Se sabrá pesar al futuro cónyuge según su verdadero peso, sin valorar con exceso sus cualidades, sin minimizar sus flaquezas, sin apartarse de su verdadero rostro para idolatrar dentro de sí una falsa imagen de él.

De no llegar a este punto de lucidez, las relaciones sólo serán un engaño, una puerta abierta al camino amargo de un falso amor y de una unión destinados a la ruptura. Es preciso, por tanto, afirmar en principio que las relaciones son esencialmente una etapa de descubrimiento que supone la atención: el querer conocer, el ejercicio constante del juicio, cierta capacidad de examen de conciencia. Sólo a este precio, las relaciones llegarán a ser una preparación eficaz para el matrimonio. De otro modo, no serán más que el preludio inconsciente de la desgracia. De todos los momentos de la vida en que hay que mantener los ojos bien abiertos, el de las relaciones es sin duda el más decisivo. Aprovechar este período para conocerse, para conocerse muy bien. ¿Parecerá tal vez extraño insistir tanto sobre lo que parece evidente? Es que esta evidencia, que todos consideran como una cosa que, en principio, habla por sí sola, sigue siendo, sin embargo, en la práctica, letra muerta, para muchos. ¡Cuántas parejas hay para quienes el noviazgo es un feliz intermedio entre dos etapas de vida! Procuran aprovechar hasta el máximo este intermedio pensando más en divertirse que en estudiarse recíprocamente, a fin de conocerse. Se dicen que más adelante, muy pronto incluso, surgirán las cargas dé la familia que no permitirán ya entregarse a la vida; y se esfuerzan en aprovechar lo más posible lo que les parecen ser sus últimos meses de libertad.

Esta mentalidad, mucho más difundida de lo que se cree, es una obra maestra de estupidez y de inconsciencia. Procediendo de ese modo se llega al matrimonio sin saber, lo que significa y sin conocer a la pareja con quien se contrae. Serán precisos unos cuantos meses de vida en común para descubrir con estupefacción que existe una incompatibilidad y que no estaban hechos bajo ningún aspecto para unirse. La situación se hace entonces bastante penosa porque no queda más que tomar una decisión poniendo a mal tiempo buena cara. Lo cual no siempre se consigue.

Evitar semejante atolladero es esencial. No se juega uno su vida, su felicidad, de una manera inconsciente. No se casa uno sin haber sondeado seriamente las posibilidades de acuerdo, sin haber juzgado, pesado sus probabilidades de éxito. Ahora bien, nadie emite un juicio seguro sino después de haber considerado, examinado, las cosas; después de haberlas confrontado juntas. Entonces es cuando se pronuncia afirmativa o negativamente, decretando que están acordes o desacordes.

En el matrimonio sucede lo mismo. La decisión que se adopte al pronunciar el «sí» que empeñará para siempre y que encadenará la libertad, deberá haber sida larga y seriamente preparada. Antes de entregarse recíprocamente el uno al otro, es preciso haber juzgado al otro, porque el «sí» matrimonial equivale a una afirmación; supone, en efecto, que se reconoce que existe compatibilidad entre ambos contrayentes. Ahora bien, este juicio es imposible de emitir si no se han demorado en conocerse y estudiarse.


La razón de ser de la época de noviazgo estriba en eso por completo. Se tratan ante todo para conocerse. Aunque también sea necesario aplicarse a ello cuidadosamente con simplicidad y confianza, es cierto, pero también con toda la perspicacia y la atención que se pueda desplegar. Por consiguiente, es de capital importancia aplicarse, ante todo, a observar. Observar al otro con sagacidad, en toda su conducta, en sus reacciones, en sus impulsos espontáneos, en sus actitudes más habituales, en sus efusiones repentinas que son a menudo tan reveladoras. Todo esto debe realizarse sin tensión, con serenidad y calma, pero debe realizarse, sin embargo. Para esto sirve el trato.

Conviene repetírselo a fin de penetrarse bien de este principio fundamental. Unas relaciones, para que no se conviertan en un juego infantil y ridículo, deben desarrollarse en un clima de descubrimiento. Llegar a conocer al otro tan perfectamente como sea posible a fin de no casarse a ciegas y de no empeñar estúpidamente su vida.

2. Conservar la serenidad

Para crear un clima semejante, hay que saber defenderse de sí mismo y no dejarse asombrar desde las primeras semanas. El amor está dotado de una virtud entusiasmante. Cuando dos jóvenes están enamorados uno de otro y perciben entre ellos los primeros chispazos del amor, es muy raro que no se sientan arrebatados por una euforia enardecedora. Hasta aquí, no hay nada anormal ni censurable. Que con las primeras certezas que uno tenga de ser amado se sienta henchido de alegría y lleno de esperanzas, ¿no es de lo más normal? Que no se «piense» tanto y que se «sienta» mucho, es éste un fenómeno totalmente espontáneo que no se puede más que señalar sin censurarlo. Tiene uno derecho a emplear la censura cuando se llega a cultivar ese estado de cosas para prolongarlo indebidamente y vivir en ese falso clima.
No hay que temer romper el encanto y volver a la tierra… lo antes posible. Porque por gracioso y confortante que sea un amor naciente, no por eso debe dejar de madurar o, si se prefiere, de hacerse adulto. Debe ser contrastado con la vida, no con los sueños, y el entusiasmo que le está permitido es el que nace de la realidad entrevista, más bien que el que sólo puede desarrollarse en un falso idealismo.

Diremos además, dentro de este orden de ideas, que se deben seguir dominando unos impulsos pasionales que pueden traer el riesgo de lanzar a una pareja juvenil en la terrible refriega de los deseos, negándole esa liberación y sin la cual no puede actuar la inteligencia. Cuando de una y otra parte (o aunque sea de una sola parte) se ve uno hostigado sin cesar por las exigencias ciegas de una carne que palpita forzosamente tan sólo al ritmo de lo inmediato, cuando está uno sumido en un hervidero de codicias siempre renacientes y cada vez más vivas, ¿cómo penetrar en el mundo interior del otro? Se fija uno sin más, en las apariencias, se juzga con toda inconsciencia, se ama en la periferia, y cuando llega el momento de comprometerse a amar, sin remisión, no se sabe a qué compromete esto, ni con quién se compromete.

Así pues, es preciso, a todo precio, conservar la serenidad. No significa ello que se ignoren o se desprecien los incidentes sentimentales del amor, sino que se situarán en su exacto lugar, que no es ni el primero ni el más importante. Conservar la serenidad, quiere decir que no se dejará uno arrastrar al azar por el entusiasmo de un amor nuevo y efusivo. Hay que tener cuidado, una vez concedido al sentimentalismo lo que tiene uno derecho a concederle, en detenerse para reflexionar. Se examinará entonces la situación en la que uno se encuentra, no a través del espejo imperfecto de su corazón, no a través del prisma de su carne insatisfecha, sino a través de la luz completamente límpida de una inteligencia que sabe formularse la pregunta: «¿Podemos ser felices juntos y en qué condiciones?».

El que no formule esta pregunta y responda a ella con sinceridad, sin paliativos, sin trampa, sin evasión, sin rodeo, no estará en condiciones de casarse. Este compromiso es demasiado serio, implica demasiadas consecuencias, para ser asumido con inconsciencia. Y también, para ser asumido con debilidad. Porque no hay nada más temible que la debilidad de los que no quieren ver, por temor a encontrarse expuestos a optar por la ruptura inmediata. El noviazgo sólo tiene validez en la medida en que se ha entablado estando dispuesto a… romperlo.

¿Qué quiere esto decir exactamente? Pues que no hay que admitir nunca, en amor, la fuerza de la costumbre, ni sufrir la esclavitud del qué dirán. Y tampoco la del temor a herir, si no hay otra manera de proceder. Algunos, en efecto, comprenden que no pueden contraer un enlace feliz, y, sin embargo, no tienen el valor de decir no, porque son demasiado blandos; no quieren causar al otro la pena inherente a tal retirada. Sin embargo, es evidente que más vale una pena pasajera, por aguda que sea, que un fracaso definitivo y una desdicha irreparable. Por eso debe uno defenderse contra esas falsas piedades que no son, en realidad, más que hijas de la cobardía.

Que esté uno en plena fuerza cuando llegue la época del noviazgo, y que se ligue al otro conforme a lo absoluto de un «sí» total, pronunciado con plena consciencia y sin reticencia alguna. Las relaciones sólo valdrán si del clima en que se hayan desarrollado permite este «sí». Un clima de calma, de ponderación, de mesura. Nada de arrebato irreflexivo cuya violencia arrastraría a unas promesas desatinadas y a compromisos inconsecuentes. Nada de respuestas dictadas por los imperativos pasionales. Nada de impulsos cuya impetuosidad no podría soportar el peso de la inteligencia. Conviene recordar que si el amor es un movimiento del corazón, no por ello deja de estar basado en la inteligencia en lo que respecta a unas promesas futuras. Ya hemos explicado ampliamente, y en este mismo sentido lo decimos aquí, que hay que saber «conservar la serenidad» a fin de entregar su vida con entero conocimiento a un amor viable y cierto.
¿Tal vez se sienta alguien tentado de protestar alegando que tal estado de espíritu despojaría a la juventud de todo su encanto, de su espontaneidad, de todo cuanto la hace alegre y grata? Semejante protesta sería, sin embargo, injustificada. No se trata, en efecto, de exigir de los novios que renuncien a divertirse como es propio de su edad. No se trata tampoco de pedirles una actitud circunspecta. Se trata simplemente de abogar por la lucidez. Que se diviertan tanto como quieran, pero que sepan mantenerse despiertos y no se dejen arrastrar por una loca embriaguez. El entusiasmo, la alegría de vivir, el ardor en lo que se hace, la confianza en el porvenir, todo esto, sí: ¡es la juventud misma! Y sería inadecuado querer prohibir a la juventud que sea lo que es. Pero la ligereza, la inconsciencia, el ensueño, la temeridad ciega, ¡no! Son éstos unos venenos que han hecho fenecer demasiados hogares y que han sumido en la desgracia amores que habrían llegado a ser maravillosos.

Conservar la serenidad, para que los corazones sean realmente fogosos, con una fogosidad que no desaparece con el paso de los días. Porque si el amor es comparable a un fuego, hay que recordar que puede haber fuego de paja o fuego de leña; a nuestra elección. Fuego de paja: la llama chisporrotea y se extingue. Fuego de leña: la llama se alimenta poco a poco y prepara una hoguera que conservará su calor hasta la mañana. Así, en el amor. No es ser enemigo del amor querer conservar la serenidad. Por el contrario, es ser su defensor. Los esposos más felices no son, sino muy rara vez, los que en la época de las relaciones se han contentado con los arrullos de su cariño. Los esposos más unidos, son siempre los que han aprovechado su noviazgo para juzgarse en su justo valor. Y así han llegado a estimarse profundamente; y de esta estimación recíproca vive su amor.

Los novios más apasionados se convierten a menudo en esposos fríos. Los novios más sosegados preparan con frecuencia un hogar en donde un amor efusivo se asentará de una manera estable. Reteniendo esta lección que los hechos corroboran se podrá pedir a los novios que conserven la serenidad. Sólo entonces cultivarán su amor como debe ser y se prepararán a un matrimonio sensato y reflexivo. Se casarán con conocimiento de causa, sabiendo cómo pueden enriquecerse recíprocamente, qué es lo que no podrán dar-se, y aquello con que pueden contar.

3. No crear un clima artificial

Para emitir, en este sentido, un juicio sano y verdadero, hay que procurar no crear un clima ficticio. La artificialidad es uno de los peligros más temibles. Es exponerse a un error de juicio establecer un ritmo de frecuentación que sustraiga al novio o a la novia de su medio propio. Los hay que se ven así: van en coche, se detienen un momento en el hogar —apenas el tiempo de saludar a los padres— recogen a la muchacha y vuelven a partir en seguida hacia otro objetivo: cine, club, montaña. Ambos se separan entonces del medio normal y se crea un ambiente en el cual pierden contacto con la realidad. El peligro de este modo de proceder estriba en condenar a los novios a vivir en la ilusión. Pasados unos meses, cuando entren en la vida en común, no vivirán en el cine, ni tampoco en el club nocturno, ni en la montaña. Vivirán en un hogar muy sencillo, la mujer desplegando sus dotes de ama de casa, el hombre aportando allí su buen sentido y su amor al hogar. Si es así el cuadro normal de evolución de la pareja casada, así debe ser también el cuadro normal de las relaciones. Estas, deben, por consiguiente, hacerse en el hogar mismo.

En el hogar de la muchacha, primero. El novio podrá observar allí a su futura esposa en su papel por anticipado. Lo que sea ella en su casa, lo será en su futuro hogar. Si él la encuentra por entonces agria, sin interés, torpe, desdeñosa ante los trabajos hogareños, soñadora, siempre en acecho una reivindicación o de una protesta, así será el día de mañana. Si por el contrario la encuentra valiente, activa y hábil en los trabajos caseros, llena de animación y de buen humor, si la encuentra capaz de vivir en su casa alegre y serena, así será ella mañana en su propio hogar.

Y esto se aplica en los dos sentidos. El joven debe, a su vez, permitir a la muchacha que le vea evolucionar en su medio familiar. Si, observándole, le ve ella desaliñado e indolente, violento y grosero, impaciente y exigente, sabrá que él será así cuando vivan juntos. De igual modo si le ve amable con sus padres, lleno de delicadeza y de solicitud con su madre, cordial con sus hermanas, afable con todos los suyos, puede ella estar segura de que será así el día de mañana.

Esta regla es importante, porque siguiéndola se podrá levantar el telón de las actitudes artificiales y bosquejar, tras la fachada de las atenciones, toda la red de costumbres que caracterizan una personalidad. No es, en verdad, frecuentando los cines dos o tres veces por semana, agazapándose en la oscuridad para entregarse a unos sueños, la mayoría de las veces estúpidos y ridículos sugeridos por la pantalla, como se prepara uno a entrar en la vida en común. Es viendo cómo evoluciona el otro en la vida real, observándole cuando se despoja de toda cohibición y se desenvuelve con plena naturalidad, mostrándose espontáneamente bajo su verdadero aspecto, como se prepara el futuro.

Importa también saber cómo es juzgado el otro por quienes le rodean. Desde hace años los padres, hermanos, hermanas viven juntos; han tenido ocasión de estudiar las constantes más hondas de la personalidad del hijo o de la hija. Escuchando discretamente, el novio podrá descubrir lo que es su novia a través del juicio, por lo general bastante justo, que sus íntimos forman de ella; y recíprocamente.

Captar así, a lo vivo, el comportamiento del otro es de primerísima necesidad, porque no hay nada más revelador que esta experiencia. Tanto más cuanto que permitirá al mismo tiempo saber en qué medio familiar el futuro cónyuge ha llegado a ser lo que es. Los recientes adelantos de la psicología y de la psiquiatría han subrayado suficientemente el aspecto decisivo de la influencia familiar sobre la constitución de la personalidad para que se sepa que volviendo a situar los novios en su medio habitual, se les une a su origen mismo. Por eso resulta prácticamente imposible no ser uno mismo cuando retorna a su casa. Los desdoblamientos se hacen difíciles cuando hay que mantenerlos ante aquellos a quienes se les debe el ser como uno es, y con quienes se vive a diario.

Con miras a una comprensión profunda del otro, este conocimiento del medio familiar y de las reacciones que suscita, no puede ser más importante. Allí se sabrá por qué el joven ha evolucionado en un sentido más que en otro, por qué la muchacha se ha hecho esto en vez de aquello; allí se descubrirá el camino seguido por cada uno en la elaboración de su personalidad, y al mismo tiempo, se sabrá lo que debe decirse y lo que no debe decirse, lo que conviene hacer y lo que es preferible no hacer, las actitudes susceptibles de ayudar o de perjudicar la expansión del otro. Sin contar, además, que así se establecerá contacto con los futuros padres políticos. Sería superfluo insistir sobre la importancia de las relaciones entre jóvenes esposos y suegros. Las dificultades tan célebres que oponen a menudo unos a otros, no son solamente tema para fáciles bromas. Son, por desgracia, una realidad. «Quien se casa adquiere una familia». Ciertamente, no hay que exagerar, haciendo creer que con el marido o con la mujer, se casa uno con toda la familia. No se casa uno con ésta, pero pasa a ser parte integrante de ella. Lo cual supone que se ha aprendido también a conocerla y a adaptarse a ella.

Tal adaptación no se realizará por el simple hecho del matrimonio. Este instituye de derecho al nuevo cónyuge miembro de la familia del otro. Queda la cuestión de hecho que es, sin duda, la más importante. Con arreglo a las circunstancias concretas que rodean tal acontecimiento, el cónyuge ¿aceptará que esa familia sea ahora la suya? Por otro lado, la familia ¿va a dispensar una acogida cordial al recién llegado o va a cerrarse a él? A fin de responder a esta pregunta se debe frecuentar el medio familiar lo más posible. Cada cual deberá entonces esforzarse para no dejarse dominar por unos prejuicios antipáticos. No se trata de conceder un diploma de alta perfección a la familia del otro, pero aquí también (¡siempre se vuelve a lo mismo!) se trata de comprender, para poder, luego, amar. Porque bajo pena de dejar infiltrarse entre ellos un veneno que, no por estar disimulado y por pasar desapercibido, será menos nefasto, los jóvenes esposos tienen el deber de querer a sus padres políticos. Ahora bien, ¿cómo llegar a quererlos sin aprender a conocerlos? ¡Cuántos conflictos se evitarían si, desde el período del noviazgo, supieran, tanto el joven como la muchacha, percibir claramente esta dificultad y prevenirla! Pueden existir circunstancias que separen a los esposos de su familia política, pero si esto se produce —y es caso excepcional— que se sepa al menos desde el período de las relaciones, a fin de evitar, después, dar pasos en falso que comprometerían el equilibrio del hogar.

Será, pues, el afán de adherirse a la vida concreta sin dejarse llevar sobre las alas siempre peligrosas del idealismo, lo que obligará a frecuentar, primeramente y ante todo, el medio familiar.