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domingo, 29 de enero de 2012

AMOR Y CASTIDAD


LA VIRTUD DE LA CASTIDAD




Tópicos a ver:
I. Sexo y sentimientos: ¿es necesario aprender?
II. ¿Hay algo malo en el placer?
III. ¿Una obsesión inducida?
IV. ¿Un respiro de vez en cuando en cuestión de sexo?
V. ¿Se puede superar la adicción al sexo?
VI. ¿Qué hacer con el deseo sexual no legítimo?
VII. Te querré... ¿mientras me apetezcas?
VIII. ¿Qué hacer ante la homosexualidad?
IX. ¿Por qué tantas pegas a la anticoncepción?




I. Sexo y sentimientos: ¿es necesario aprender?

"Cuanto más vacío
está un corazón,
más pesa" Madame Amiel Lapeyre

- El amor y el sexo
- Aprender a amar
- Un cierto "entrenamiento"
- Educar la sexualidad
- Autodominio sobre la imaginación y los deseos


EL AMOR Y EL SEXO

El amor es la realización más completa de las posibilidades del ser humano. Es lo más íntimo y más grande, donde encuentra la plenitud de su ser, lo único que puede absorberle por entero. 
Y el placer que se deriva de su expresión en el amor conyugal, es quizá el más intenso de los placeres corporales, y también quizá el que más absorbe. El entusiasmo que produce un enamoramiento limpio y sincero saca al hombre o a la mujer de sí mismo para entregarse y vivir en y para el otro: es el entusiasmo mayor que tienen en su vida la mayoría de los seres humanos. 

Cuando el placer y el amor se unen a la entrega mutua, es posible entonces alcanzar un alto grado de felicidad y de placer. En cambio –como ha escrito Mikel Gotzon Santamaría–, cuando prima la búsqueda del simple placer físico, ese placer tiende a convertirse en algo momentáneo y fugitivo, que deja un poso de insatisfacción. Porque la satisfacción sexual es en realidad sólo una parte, y quizá la más pequeña, de la alegría de la entrega sexual con alma y cuerpo propia de la entrega total del amor conyugal.

—Pero no siempre es fácil de distinguir lo que es cariño de lo que es hambre de placer. 

A veces es muy claro. Otras, no tanto. En cualquier caso, en la medida en que se reduzca a simple hambre de placer, se está usando a la otra persona. Y eso no puede ser bueno para ninguno de los dos.

"Cuando se usa a otra persona,
no se la ama,
ni siquiera se la respeta,
porque se utiliza y se rebaja
su intimidad personal".

El terreno sexual ofrece, más que otros, ocasiones de servirse de las personas como de un objeto, aunque sea inconscientemente. La dimensión sexual del amor hace que éste pueda inclinarse con cierta facilidad a la búsqueda del placer en sí mismo, a una utilización sexual que siempre rebaja a la persona, pues afecta a su más profunda intimidad. 

Al ser el sexo expresión de nuestra capacidad de amar, toda referencia sexual llega hasta lo más hondo, al núcleo más íntimo, e implica a la totalidad de la persona. Y precisamente por poseer tan gran valor y dignidad, su corrupción es particularmente corrosiva.

Cada uno hace de su amor
lo que hace
de su sexualidad.


APRENDER A AMAR

El hombre, para ser feliz, ha de encontrar respuesta a las grandes cuestiones de la vida. Entre esas cuestiones que afectan al hombre de todo tiempo y lugar, que apelan a su corazón, que es donde se desarrolla la más esencial trama de su historia, está, incuestionablemente, la sexualidad. 

El hombre busca encontrar respuesta a preguntas capitales como: ¿qué debo hacer para educar mi sexualidad, para ser dueño de ella?, pues el cuerpo de la otra persona se presenta a la vez como reflejo de esa persona y también como ocasión para dar rienda suelta a un deseo de autosatisfacción egoísta.

— ¿Consideras entonces la sexualidad un asunto muy importante?

El gobierno más importante es el de uno mismo. 

"Y si una persona no adquiere
el necesario dominio
sobre su sexualidad,
vive con un tirano dentro".

La sexualidad es un impulso genérico entre cualquier macho y cualquier hembra. El amor entre un hombre y una mujer, en cambio, busca la máxima individualización. 
Y para que el cuerpo sea expresión e instrumento de ese amor individualizado, es necesario dominar el cuerpo de modo que no quede subyugado por el placer inmediato y egoísta, sino que actúe al servicio del amor. 
Porque, si no se educa bien la propia afectividad, es fácil que, en el momento en que tendría que brotar un amor limpio, se imponga la fuerza del egoísmo sexual.

"En el momento en que
la sexualidad
deja de estar bajo control,
comienza su tiranía".

Como decía Chesterton, pensar en una desinhibición sexual simpática y desdramatizada, en la que el sexo se convierte en un pasatiempo hermoso e inofensivo como un árbol o una flor, sería una fantasía utópica o un triste desconocimiento de la naturaleza de la psicología humana. 


UN CIERTO "ENTRENAMIENTO"

Sólo las personas pueden participar en el amor. Sin embargo, no lo encuentran ya listo y preparado en sí mismas. Si una persona permite que su mente, sus hábitos y sus actitudes se impregnen de deseos sexuales no encaminados a un amor pleno, advertirá que poco a poco se va deteriorando su capacidad de querer de verdad. Está permitiendo que se pierda uno de los tesoros más preciados que todo hombre puede poseer. 

Si no se esfuerza en rectificar ese error, el egoísmo se hará cada vez más dueño de su imaginación, de su memoria, de sus sentimientos, de sus deseos. Y su mente irá empapándose de un modo egoísta de vivir el sexo. 

Tenderá a ver al otro de un modo interesado. Apreciará sobre todo los valores sensuales o sexuales de esa persona, y se fijará mucho menos su inteligencia, sus virtudes, su carácter o sus sentimientos. El señuelo del placer erótico antes de tiempo suele ocultar la necesidad de crear una amistad profunda y limpia. 

Además, una relación basada en una atracción casi sólo sensual, tiende a ser fluctuante por su propia naturaleza, y es fácil que al poco tiempo –al devaluarse ese atractivo– aquello acabe en decepción, o incluso en una reacción emotiva de signo contrario, de antipatía y desafecto.

— ¿Y consideras difícil de rectificar ese deterioro en el modo de ver el sexo?

Depende de lo profundo que sea el deterioro. Y, sobre todo, de si es firme o no la decisión de superarlo. Lo fundamental es reconocer sinceramente la necesidad de dar ese cambio, y decidirse de verdad a darlo.

"Es como un reto:
hay que purificar,
llenar de higiene la imaginación,
de limpidez la memoria,
de claridad los sentimientos,
los deseos,
toda la persona".

Es –en otro ámbito mucho más serio– como entrenarse para recuperar la frescura y la agilidad después de haber perdido la buena forma física.

— ¿Y no es un poco artificial eso de entrenarse? ¿No basta con tener las ideas claras?

En el amor, como sucede en la destreza en cualquier deporte, o en la mayoría de las habilidades profesionales, o en tantas otras cosas, si no hay suficiente práctica y entrenamiento, las cosas salen mal. 

Para aprender a leer, a escribir, a bailar, a cantar, o incluso a comer, hace falta proponérselo, seguir un cierto aprendizaje y adquirir un hábito positivo. Si no, se hace de manera tosca y ruda. Para expresar bien cualquier cosa con un poco de gracia conviene entrenarse, cultivarse un poco. Cuando una persona no lo hace, le resulta difícil expresar lo que desea. Siente la frustración de no poder comunicar lo que tiene dentro, de no poder realizar sus ilusiones. Y eso sucede tanto al expresarse verbalmente como al expresar el amor. Si no educamos nuestra capacidad de amar y de entregarnos por entero, en lugar de expresar amor nos comportaremos de forma ruda, como sucede a quien no sabe hablar o no sabe comer.

Cultivarse así es un modo de aproximarse a lo que uno entiende que debe llegar a ser. Con ese esfuerzo de automodelado personal, de autoeducación, el hombre se hace más humano, se personaliza un poco más a sí mismo.


EDUCAR LA SEXUALIDAD

Es una lástima que muchos limiten la educación sexual a la información sobre el funcionamiento de la fisiología o la higiene de la sexualidad. Son cosas indudablemente necesarias, pero no las más importantes, y además son cosas que casi todos hoy saben ya de sobra. 
En cambio, el autodominio de la apetencia sexual, y por tanto, de la imaginación, del deseo, de la mirada, es una parte fundamental de la educación de la sexualidad a la que pocos dan la importancia que tiene.

— ¿Y por qué le das tanta importancia?

Si no se logra esa educación de los impulsos, la sexualidad, como cualquier otra apetencia corporal, actuará a nivel simplemente biológico, y entonces será fácilmente presa del egoísmo típico de una apetencia corporal no educada. La sexualidad se expresará de forma parecida a como bebe o come o se expresa una persona que apenas ha recibido educación.

"Necesitamos una mirada
y una imaginación
entrenadas en considerar
a las personas como tales,
no como objetos de apetencia sexua"l.

Por eso, cuando en la infancia o la adolescencia se introduce a las personas a un ambiente de frecuente incitación sexual, se comete un grave daño contra la afectividad de esas personas, un atentado contra su inocencia y su buena fe.

— ¿No exageras un poco?

Aunque suene quizá demasiado fuerte, pienso que no exagero, porque todo eso tiene algo de ensañamiento con un inocente. Romper en esos chicos y chicas el vínculo entre sexo y amor es una forma perversa de quebrantar su honestidad y su sencillez, tan necesarias en esa etapa de la vida. Los primeros movimientos e inclinaciones sexuales, cuando aún no están corrompidos, tienen un trasfondo de entusiasmo de amor puro de juventud. Irrumpir en ellos con la mano grosera de la sobreexcitación sexual daña torpemente la relación entre chicas y chicos. En palabras de Jordi Serra, “no se les maltrata atándolos con una cadena, pero se les esclaviza sumergiéndoles en un mundo irreal”.

Como escribió Tihamer Toth, la castidad es la piedra de toque de la educación de la juventud. Por la intensidad y vehemencia del instinto sexual, esta virtud es de las que mejor manifiesta el esfuerzo personal contra el vicio. Quizá por eso la historia es testigo de que el respeto a la mujer siempre ha sido un índice muy revelador de la cultura y la salud espiritual de un pueblo.


AUTODOMINIO SOBRE LA IMAGINACION Y LOS DESEOS

Igual que el uso inadecuado del alcohol conduce al alcoholismo, el uso inadecuado del sexo provoca también una dependencia y una sobreexcitación habitual que reducen la capacidad de amar. Y de manera semejante a como el paladar puede estragarse por el exceso de sabores fuertes o picantes, el gusto sexual estragado por lo erótico se hace cada vez más insensible, más ofuscado para percibir la belleza, menos capaz de sentimientos nobles y más ávido de sensaciones artificiosas, que con facilidad conducen a desviaciones extrañas o a aburrimientos mayúsculos. Sobrealimentar el instinto sexual lleva a un funcionamiento anárquico de la imaginación y de los deseos. 

"Cuando una persona adquiere el hábito
de dejarse arrastrar por los ojos,
o por sus fantasías sexuales,
su mente tendrá una carga de erotismo
que disparará sus instintos
y le dificultará conducir a buen puerto
su capacidad de amar".

— ¿Y no hay otra solución que reprimirse?

Pienso que no es cuestión de reprimirse sino de encauzar bien los sentimientos. Basta que la voluntad se oponga y se distancie de los estímulos que resultan negativos para la propia afectividad. Es preciso frenar los arranques inoportunos de la imaginación y del deseo, para así ir educando esas potencias, de manera que sirvan adecuadamente a nuestra capacidad de amar. Entender esto es decisivo para captar el sentido de ese sabio precepto cristiano que dice: no consentirás pensamientos ni deseos impuros. 

Quien se esfuerza en esa línea, poco a poco aprenderá a convivir con su propio cuerpo y el de los demás, y los tratará como merece la dignidad que poseen. Gozará de los frutos de haber adquirido la libertad de disponer de sí y de poder entregarse a otro. Vivirá con la alegría profunda de quien disfruta de una espontaneidad madura y profunda, en la que el corazón gobierna a los instintos. 

SERMÓN PARA EL CUARTO DOMINGO DE EPIFANÍA




CUARTO DOMINGO DE EPIFANÍA



En aquel tiempo entró Jesús en una barca, acompañado de sus discípulos, y he aquí que se levantó una tempestad tan recia en el mar, que las ondas cubrían la barca; mas Jesús estaba durmiendo. Y, acercándose a Él sus discípulos, le despertaron, diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Díceles Jesús: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, puesto en pie, mandó a los vientos y al mar que se apaciguaran, y siguióse una gran bonanza. De lo cual asombrados todos los que estaban allí, se decían: ¿Quién es éste que los vientos y el mar le obedecen?

El Evangelio del día nos incita a reflexionar sobre las tempestades morales que tenemos que experimentar durante la vida, así como en la conducta que debemos observar durante ellas.

Las tempestades morales son de dos clases: las unas públicas, privadas e individuales las otras.

Tempestades públicas son las que atacan a la Iglesia de un extremo al otro del universo: en lo exterior, las sectas enemigas que se levantan contra ella; en lo interior, las de los malos pastores y malas ovejas, que la despedazan o escandalizan.

A las tempestades públicas se agregan las tempestades privadas e individuales; tempestades continuas, que atacan a las almas en todas las edades de la vida.

Tempestades terribles que, despedazando la nave de nuestra alma, no le dejan más que una tabla con qué llegar al puerto, y causan la eterna condenación de muchos náufragos espirituales.

Estas tempestades vienen ya de afuera, ya de adentro.

Las de afuera son los negocios que preocupan, los reveses que agobian, los malos ejemplos que seducen, la contradicción de las lenguas, el choque de las voluntades y de los caracteres, los estorbos de toda especie.

Tempestades de adentro son las pasiones, el orgullo, la lujuria, que pierden a las almas sin que ellas lo sospechen; los sentidos que se sublevan, los deseos que atormentan, la imaginación que se desata y el espíritu que se disipa en inútiles pensamientos, en temores quiméricos o en vanas esperanzas.

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Cuando nos asaltan las tempestades tenemos tres medios para enfrentarlas: la oración, la confianza en Dios y la desconfianza en nosotros mismos.

La oración: los Apóstoles, viendo el barco sacudido por las olas, van hacia Jesús, le despiertan e imploran su socorro: del mismo modo, viendo los asaltos dirigidos a la Iglesia, por ejemplo, debemos orar y orar con tanto mayor fervor, cuanto más rudos sean los ataques.

En nuestras pruebas privadas no debemos orar menos; sólo en la oración está nuestra salvación.

La confianza en Dios: los Apóstoles resisten con confianza a la tempestad, al mismo tiempo que oran. A su ejemplo, jamás debemos abatirnos y desalentarnos, sino que, siempre llenos de confianza en Dios, debemos perseverar en la resistencia.

No desesperemos jamás, ni por los males que agitan a la Iglesia, ni por nuestras propias miserias; el Dios que protege a la Iglesia y que nos protege a nosotros es el Todopoderoso y una sola palabra suya puede hacer renacer la calma.

¿Cuándo dirá esta palabra? Este es su secreto. Sepamos esperar y seremos salvos. ¡Quien espera en Dios, se verá rodeado de sus misericordias!

Cualesquiera que sean los males de la Iglesia, cualesquiera que sean nuestros propios males, arrojémonos con confianza en sus brazos, y nos salvará, lo mismo que a la santa Iglesia, aunque sea a través de una purificación cual no la hubo hasta ahora ni la habrá después…

A la confianza en Dios debemos añadir la desconfianza en nosotros mismos. La presunción que nada teme, que novela sobre sí y no huye de las ocasiones peligrosas, se pierde infaliblemente.

Dios quiere vernos siempre humillados bajo su poderosa mano, siempre desconfiados de nuestra debilidad y de este fondo de corrupción que hay en nosotros, siempre en guardia contra las seducciones del mundo y las ocasiones en que pudiéramos caer.

Quien nada teme, se descuida, se expone y perece. Al contrario, el que teme, evita hasta la apariencia del mal; acude a Dios, en quien solamente coloca su fuerza, y se salva.

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Jesús vencedor del demonio, de las enfermedades y de la muerte, se presenta hoy como el soberano Señor de los elementos.

Al meditar el hecho de la tempestad calmada y sus detalles, concebimos una idea más impresionante del poder de Jesús y de su majestad.

Para nuestro amor, debe ser el objeto de una admiración creciente. Debemos sentirnos afortunados viéndolo tan grande, y hemos de felicitarnos de ser sus amigos.

Parece como que un reflejo de su gloria llega hasta nosotros y nos envuelve, como lo hace con los suyos la honra y honor de un miembro de la familia.

Este sentimiento legítimo de la propia nobleza, levanta la moral y aparta los pensamientos bajos y forma la dignidad del alma.

Pidamos a los discípulos de entonces que nos comuniquen sus impresiones de temor admirativo.

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Es el atardecer; la noche va entrando; un mar sereno; una barca que boga hacia mar adentro…

Jesús ha dicho a sus discípulos: Vamos al otro lado. Y les hace subir a la barca con Él. El mar está en calma, de modo que las velas penden sin consistencia de los mástiles; los remeros hacen uso del remo.

Con Jesús y con tal tiempo, ¿qué temer? Y bogan; y van adentro; ya están en plena mar.

Pero ved ahí que, de repente, un fuerte viento que baja de los montes, se corre por el mar con agudo silbido: es la tempestad; y bien formidable, a juzgar por el espanto que se apodera de los marineros hechos a los peligros.

Así con nosotros… Por orden de Jesús, hemos emprendido una obra personal o en común; la obra se prosigue tranquilamente. ¿Qué temer? Ordenada por Jesús, ¿no se hace Él su responsable? ¿No apartará por sí mismo los impedimentos?

¡No!, no es éste el proceder de Dios. Entra en sus designios la prueba; no la envía siempre Él mismo; las más de las veces la permite, dejando obrar a las causas segundas. Pero cualquiera que sea el origen, la prueba manifestará siempre nuestra confianza, dará temple a nuestra virtud y multiplicará nuestros méritos.

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Y Jesús dormía. Después de una larga jornada de tareas apostólicas por la ciudad de Betsaida, fatigado Jesús necesita reposo, como junto al pozo de Jacob. La popa del barco está desierta. Se acomoda sobre tablones rugosos… Puede dormir, y duerme…

La tempestad arrecia, se enfurece el vendaval, la barca es sacudida por todos lados… y Él duerme todavía. Su rostro conserva toda su serenidad, su pecho respira normalmente.

¡Qué contraste con el espanto que se lee en los rostros de sus discípulos! Pálidos, trémulos, corren hacia el Divino Maestro: ¡Salvadnos!, le gritan… ¡Perecemos!

Bueno será notar cuan ilógica es su fe e imperfecta su confianza. Para ellos, es Jesús el enviado de Dios, el Mesías. ¿Qué pueden, pues, temer con Él? ¿No se han hecho a la mar por orden suya?…

¡Oh! La naturaleza es tal, que en el momento de peligro desaparecen los motivos de seguridad; sólo se impone el hecho que espanta.

¡Oh inconsciencia de sus impresiones! Si hubieran visto al Divino Maestro de pie en medio de ellos, no hubieran sentido tal pánico. Pero, ¿qué puede un hombre que está durmiendo? ¿Es de veras el mismo?

No se les ocurre que este sueño, en tal circunstancia, nada tiene de natural, y que quien mientras duerme así, lo ve y oye todo, y no los dejará perecer.

Si la confianza de los discípulos es imperfecta, con todo, es viva, porque los lanza a Jesús: que despierte, que se dé cuenta y nos vea, y ya tranquilos esperaremos que la tempestad impotente se deshaga.

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Su esperanza es regiamente sobrepujada. El Maestro se levanta, dicta sus órdenes al mar, y el mar se calma de repente.

Y ellos, sobrecogidos de pavor, se dicen: Pues, ¿quién será este a quien los vientos y las olas obedecen?

La grandeza del milagro los estremece, como a Pedro cuando la pesca milagrosa… mezcla de un temor de pasmo y de respeto… Dios está ahí, lo sienten… Ahí está, en la majestad de su omnipotencia…

Con una palabra, con una mirada, desmenuzaría al hombre tan pequeño y tan débil…

¡Qué grande es Dios!

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Pero nosotros, que lo conocemos mejor que los discípulos de entonces, en vez de temblar ante su poder absoluto y de retirarnos llenos de espanto, acudimos a Él como a refugio seguro…

Sabemos que la mano fuerte que deshace la tempestad, sabe ser la blanda mano que acaricia al hijo querido.

Debemos quedarnos en esta admiración; expresar a Jesús una confianza sin límites; echarnos en sus brazos para ser protegidos y para sentirnos estrechados contra su Corazón.

Sin embargo, debemos guardar aquel temor reverencial que no ahoga la expansión, pero le da un carácter de noble discreción.

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Apliquemos a la Iglesia la tempestad sosegada. El objeto de esta adaptación es asegurar nuestra fe y excitar nuestra confianza delante de las tempestades que hoy se levantan por todas partes contra ella y amenazan a su misma existencia.

Una vez más nos convenceremos de que nuestro pánico es infundado, de que Dios es extraño a estos asaltos sólo en la apariencia, y de que intervendrá en el momento propicio y oportuno…

De este modo, podremos ver, con espíritu sereno y corazón tranquilo, levantarse olas mucho más amenazantes; haciendo honor a nuestra confianza, no apoyándonos en recursos humanos, sino sólo en Dios.

Que además de real, fuera simbólica la tempestad, lo enseñan todos los Padres de la Iglesia y los intérpretes escriturarios.

Permitiendo el Divino Maestro que se desencadenara y llegara a ser un gran peligro, durmiendo y levantándose para dominarla, no sólo tenía por objeto impresionar fuertemente el espíritu de sus discípulos y unírselos a sí para siempre, sino que dejaba entrever visiones más altas y dilatadas : la de su Iglesia perseguida…, traicionada… finalmente triunfante…

Todos los pormenores nos lo revelan.

El mundo es el mar: tiene su movilidad y sus sorpresas.

La Iglesia no halla en él estabilidad alguna, pero se mantiene por su constitución sobrenatural, como la barca por sus tablones hábilmente pegados.

Si esta trabazón fallara, la Iglesia, como la barca, iría al abismo.

El mundo no conoce a la Iglesia, y, por soltarse las cadenas saludables que ella le pone, la sacude con violencia como el mar de Galilea sacudía la barca cuyo peso debían sostener sus aguas.

Y nosotros tenemos miedo de los asaltos mancomunados de la ciencia hostil, de las sectas impías, de los espíritus heréticos, de los pastores traidores y del pueblo extraviado.

La barca no será tragada, ni hecha astillas. El peligro está en otra parte: en el hacinamiento, de olas que entran en su seno.

Estas olas son el espíritu del mundo que desfigura el Evangelio, las aspiraciones de bienestar que lo corrompen, los sofismas especiosos que hacen titubear en la fe, las imprudentes concesiones que la traicionan…

Desdichados marinos, desdichados pasajeros, si no cierran bien cerradas todas las aberturas por donde puede penetrar el mal: serán arrastrados, y pararán en tristes restos, juguete de las olas.

La barca flotará siempre, pero si le faltan valientes hombres de remo, quedará tal vez inmóvil… por algún tiempo…

Desterrar el miedo que debilita; vivir con una confianza que no impide, sin embargo, sufrir, ni orar, ni pensar en los medios de defensa…

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Y Jesús dormía. ¿No parece que Dios duerme en medio de todas nuestras pruebas actuales?

Dios parece mostrarse sordo. Ninguna protección se muestra; la tempestad prosigue sus estragos…

Desatinan y se acobardan las almas: Dios nos abandona, se aproxima el fin, la Iglesia va a naufragar…

Se parecen en esto a los apóstoles. Los apóstoles fueron testigos de los grandes milagros de Jesús, nosotros los hemos presenciado en la historia de la Iglesia.

El de su vitalidad no es el menos demostrativo.

La tempestad del mar fue pronta y pasajera. Un simbolismo no pide más; la realidad, sí.

La Iglesia avanza con lentitud, porque su existencia es larga se necesitan muchos años y a veces siglos para que una depresión se forme o llegue a su colmo.

Es una prueba de lo breve de nuestra vida que no abarca todo el movimiento; pero los veinte siglos de su historia están ahí para establecer, con hechos reproducidos sin cesar, la ley de sus victorias.

De este modo nuestra confianza encuentra su mérito en la obscuridad del presente, y en las claridades del pasado su apoyo.

Admiremos la conducta de Dios. Procuremos una confianza más entera, más firme… Tal confianza es muy razonable, y Dios la espera. Es bienhechora, y la paz es su fruto.

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Si la plena confianza trae la paz, no se lleva el dolor. ¿Cómo no padecer con la Iglesia, si la amamos de veras?

El dolor provoca la oración, se juntan las manos, las miradas van al Cielo, y sale de los labios el grito suplicante de los apóstoles: Sálvanos, que perecemos…

¡Oh! Sí, sin Vos, Jesús, pereceríamos.

Queréis salvarnos, pero queréis también que la oración os despierte en cierto modo y os haga violencia… Pero con fe y confianza… Sin temor, si es que determinas seguir durmiendo…

La oración es una de las condiciones del socorro. Dios así lo quiere y las cosas así lo piden: es una cooperación, aunque exigua, a su acción omnipotente.

Si se ruega poco por la Iglesia, es porque no sentimos sus pruebas con la misma viveza que las nuestras.

¡Dios mío! Que sus penas me sean muy sensibles y amargas y hasta, de algún modo, personales. Pues, ¿no es ella la barca que nos acoge contra los vientos de la incredulidad que desorientan las inteligencias, contra las ocasiones del mal que se multiplican en el mundo?

Pero la Iglesia es más que una barca, es una Madre; amémosla, defendámosla; profesémosle el amor que tenemos a Jesús.

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También se levantan tormentas en el alma humana, ya por los sucesos…, ya por las tentaciones… ¿Hay que extrañarlo? ¿No es la vida un tiempo de prueba y el mundo un mar tempestuoso? ¿No es el alma una barquilla a merced de las olas?

¿Qué hacer cuando el viento de las tentaciones violentas persiga la frágil navecilla? ¿Qué hacer ante el choque de las enfurecidas olas que la ponen a punto de naufragar?

Como las tormentas, las tentaciones más fuertes pueden levantarse en la vida espiritual; pueden proceder del demonio, de ocasiones perturbadoras, del fondo mismo de la naturaleza…

¿Va a naufragar? Ahí está el abismo que se abre y la llama. ¿Qué va a suceder? ¿Qué hacer?

No desatinar. Guardarse del vértigo, apartar la mirada de esos horrores, fijarla en Jesús.

Jesús duerme en medio de las tentaciones. Si duerme, es que no teme, porque nos ama y nos considera fieles. Si permite la tormenta, es para hacernos aguerridos, para instruirnos y tal vez humillarnos…, siempre por nuestro bien.

Mientras tanto, no vacilemos, corramos a la proa de la barca en busca de Jesús. Su vista nos infundirá denuedo.

Si tememos cansarnos, si muchas veces hemos experimentado nuestra fragilidad, pidamos, con clamores salidos del fondo del alma, la gracia de las gracias: la gracia de orar siempre.

Si la oración está al nivel de lo que necesitamos, nuestra perseverancia es segura y cierta.

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¿Por qué teméis, hombres de poca fe?

Puesto en pie, mandará una vez más…, la última…, a los vientos y al mar que se apacigüen…

Y se seguirá la eterna bonanza…

P. Ceriani

SANTORAL 29 DE ENERO



29 de enero



SAN FRANCISCO DE SALES,
Obispo, Confesor y Doctor



Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón;
y hallaréis el reposo para vuestras almas.
(Mat. 11,29).

   Este santo ha sido la gloria de su siglo, el modelo de los hombres apostólicos y de los obispos, el doctor universal de la piedad y del amor de Dios. Su cuerpo en Annecy y su corazón en Lyon han obrado infinidad de milagros devolviendo la salud a los cuerpos; pero su espíritu, siempre vivo en sus libros, obra maravillas mucho más sorprendentes convirtiendo a los pecadores. Tan llena está su vida de nobles acciones, que es difícil resumirla; tan conocida de todos, por otra parte, que no es necesario referirla. Murió en Lyón en 1622.

  MEDITACIÓN
SOBRE EL CORAZÓN
DE SAN FRANCISCO DE SALES   

   I. El corazón de San Francisco de Sales ardía con el fuego del amor divino. Este amor le hizo emprender todo lo que juzgó apto para contribuir a la gloria de Dios y a la salvación del prójimo. Sus predicaciones, sus pláticas, sus libros, son pruebas de esta verdad. ¡Ah! si amases a Dios como él, te burlarías de las riquezas, de los placeres, de los honores, y no dejarías perder las ocasiones de incitar a los demás a amar al Señor. ¡Oh Dios que sois tan amable! ¿por qué sois tan poco amado? ¡Oh fuego que siempre ardéis, fuego que nunca os extinguís, abrasad mi corazón!

   II. El corazón del Santo sólo tenía dulzura y ternura para el prójimo; después de su muerte no se le encontró hiel en el cuerpo. Consolaba a los enfermos, daba limosna a los pobres, instruía a los ignorantes, y con su afabilidad trataba de que se le allegasen los pecadores, a fin de conducirlos enseguida al redil de Jesucristo.

   III. Ese corazón, en fin, que era todo amor para Dios y toda dulzura para el prójimo, trataba a su cuerpo como a enemigo; para domar sus pasiones no retrocedía ante mortificación alguna, ante sacrificio alguno. Examina la causa de tus penas, Y verás que provienen de las pasiones que no supiste domeñar. Aquél que ha vencido a sus pasiones adquirió una paz duradera.

La dulzura 
Rogad por la orden de la Visitación.

ORACIÓN

      Dios, que habéis querido que el bienaventurado Francisco de Sales, vuestro confesor Y pontífice, fue se todo para todos para salvar a las almas, difundid en nosotros la dulzura de vuestra caridad, y haced que, dirigidos por sus consejos y asistidos por sus méritos, lleguemos al gozo eterno.  Por N. S. J. C. Amén