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lunes, 26 de septiembre de 2011

UNA CARTA ESPECIAL


PARA LOS FIELES DE SIEMPRE SÍ. 2+2=4.

Compartimos una Carta enviada por una feligresa tradicional a Mons. Williamson:
PARA LOS FIELES DE SIEMPRE SÍ. 2+2=4.
A la atención de S.E. Mons. Williamson:

He leído atentamente sus dos últimos “Eleyson” y cuán grande ha sido mi sorpresa al observar que no ha hecho ninguna mención a la trampa que Roma apóstata está consumando con la Fraternidad, en la que induce a la Tradición y al combate de la misma contra el modernismo vaticano a aceptar que 2+2 no es igual a 4.
Con absoluta sinceridad y con el máximo respeto esperaba de V.E. tranquilizase a un grupo, no muy pequeño por cierto, y le devolviese la confianza que habíamos depositado en V.E. ante el desastre que se avecina para la tradición en el mundo.
¿No cree V.E. que se está repitiendo la traición a la verdadera Iglesia de Cristo que ya se produjo durante y después del concilio V2?.
¿Acaso no está la fraternidad en la misma disyuntiva en la que se encontraron todos los obispos que fieles, pero cobardes aceptaron el engaño y donde sólo hubo dos Obispos, AUTÉNTICAMENTE CATÓLICOS, así con mayúsculas,que tuvieron la hombría de enfrentarse a la Roma que acoge al anticristo y que será su sede, si ya no lo es?. 
Esperamos de V.E. nos haga reavivar la ilusión de seguirnos sintiendo auténticamente católicos, y haga sentir su autorizada voz para hacer callar a los enanos de siempre. Así como también no ver a la Fraternidad, por ahora en espíritu, comulgar en el sacrílego acto de Asís, verdadera prueba de la apostasía de Ratzinger.
2+2 aún seguimos creyendo que son 4, espero que V.E. también lo siga creyendo.
Esperamos y pedimos también a Nuestra Señora, a la cual se ha utilizado de mala manera con una cruzada de rosarios para irónicamente pedirle lo que es del todo imposible y absurdo, que mezcle el agua pura, limpia y cristalina con el agua de alcantarilla de la Roma postconciliar, que ruegue a Su Santísimo Hijo que venga cuanto antes a rescatarnos ante el peligro que se avecina, y que por nuestro bien “acorte aquellos días”.
Para ello sí que era necesario hacer una cruzada de Rosarios, para que Él venga pronto: ¡Ven Señor Jesús! 

SANTORAL 26 DE SEPTIEMBRE





26 de septiembre

 

SAN CIPRIANO    
SANTA JUSTINA, Mártires
Yo me voy, y vosotros me buscaréis,
y moriréis en vuestro pecado.
(Juan, 8, 21).

   Santa Justina de Antioquía rehusó casarse con un joven pagano. Fue éste a consultar a un mago célebre, llamado Cipriano, sobre los medios que debía emplear para vencer a la doncella. Cipriano empleó todos los secretos de su arte; pero el demonio le confesó que ningún poder tenía sobre los cristianos. Esta respuesta lo convirtió; hasta llegó a ser obispo de Antioquía. Padeció con Santa Justina garfios de hierro, azotes y pez hirviendo; finalmente fueron decapitados.

MEDITACIÓN
SOBRE EL APLAZAMIENTO
DE LA CONVERSIÓN

   I. No difieras tu conversión de día en día: Dios, que promete perdonar al arrepentido, no ha prometido esperar al pecador que difiere su conversión. La vida es tan incierta que una pronta conversión es absolutamente necesaria; porque de esta conversión depende una eternidad de dicha o de infortunio. El negocio de la salvación es tan importante, que no debe ser dejado para mañana. El día de mañana no pertenece al cristiano. (Tertuliano) 

   II. Pero aun cuando estuvieras seguro de llegar a extrema. vejez, no seria ello razón para diferir hasta entonces tu conversión. En efecto, el cuerpo debilitado por la edad y la enfermedad no buscará sino el descanso, los malos hábitos se habrán convertido en segunda naturaleza; acaso Dios retire las gracias que hoy menosprecias. Sin duda que el perdón está prometido al que se arrepiente; ¿pero pretenderás hacer entonces penitencia?

   III. Esperas para convertirte el momento de tu muerte: pero ¿quién te ha dicho que no morirás de muerte repentina e imprevista? ¿Quién te ha asegurado que conservarás el uso de tu razón? Suponte que goces en ese supremo momento del pleno uso de tus facultades, ¿qué clase de penitencia es la que consiste en dejar el pecado cuando ya no se lo puede cometer? Imita a aquel cortesano que, después de haber leído la vida de San Antonio, dijo a uno de sus amigos: "Voy a servir a Dios; ahora mismo comienzo y en este lugar; si no quieres imitarme, por lo menos no te opongas a mi resolución".

La penitencia
Orad por la conversión de los pecadores.

ORACIÓN
    Haced, Señor, que experimentemos los efectos incesantes de la protecci6n de vuestros bienaventurados mártires Cipriano y Justina, puesto que no cesáis de mirar con bondad a los que favorecéis con tan poderoso socorro. por J. C. N. S. Amén.

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

(Continuación. Ver lectura anterior aqui)


6. La prudencia: elemento indispensable

La prudencia es indispensable porque por el matrimonio se compromete toda la vida. No se retorna del matrimonio como el excursionista vuelve de un viaje fallido. Quien dice «sí» al otro ante Dios, ha lanzado su sí a la eternidad, como un anillo en medio del océano. No puede ya sacarlo de allí.

No cabe equivocarse cuando se quiere sellar el amor con el sí matrimonial inquebrantable. Es preciso, por tanto, que el amor crezca en la prudencia y que el porvenir se forje, basándose en la sensatez, y no en unos impulsos, vivos tal vez, pero pasajeros.

Sin embargo, hablar de prudencia a unos enamorados, es como aconsejar sobriedad a un borracho. ¡La prudencia les urge tan poco! Ante todo, es la palabra que «designa con preferencia cierta cualidad previsora, gracias a la cual muchos individuos consiguen evitar el peligro y proteger su seguridad. Su sensatez puede ser muy útil. No es gloriosa. La generosidad, la audacia, la tendencia al riesgo están dotadas de otro prestigio» [1]. Y como el entusiasmo que crea el amor es violento, no le resulta fácil dejarse dominar por la prudencia a la que juzgan anticuada y superflua.

Para restablecer los derechos de la prudencia, hay que recurrir al penoso espectáculo de tantos amores destruidos, de los que sólo quedan tristes residuos. Ante esos hogares destrozados, ante esos esposos fracasados, ante esos hijos desgarrados entre un padre y una madre, el joven debe pensar que eso puede suceder también en «su» propio caso. Entonces es cuando la prudencia recobra sus derechos. No ciertamente una prudencia mezquina, teñida de pesimismo enfermizo o de indecisión patológica, sino una prudencia llena de confianza y al propio tiempo lúcida.

Dicha prudencia juzgará las verdaderas promesas que contiene el amor de dos jóvenes y les dirá en qué sentido deben gobernar la barca para que no quede deshecha por las borrascas que sobrevendrán. Formulará, sin duda, preguntas difíciles, pero a las que es preciso responder. La primera de ellas, por extraño que pueda parecer, será la siguiente: ¿por qué he decidido casarme con mi novio, o con mi novia?

En efecto, más de un muchacho o una muchacha optan por el matrimonio sin haber captado los motivos inconfesados que les han llevado a esa decisión. A veces se deciden al matrimonio para huir de un hogar que no proporciona ya la felicidad. Por una razón o por otra, la atmósfera familiar se ha hecho tensa; en el curso de los años, la tensión ha aumentado hasta tal punto que resulta insoportable. Finalmente, el joven se siente desesperado y, sin que se dé cuenta, el deseo de huir motiva, en una parte más o menos grande, la decisión de casarse. El matrimonio es entonces un medio de dejar definitivamente atrás a los padres de los que está ya separado por un desacuerdo constante.

Es inútil insistir para explicar que en semejante situación, hay que ser tanto más circunspecto en la elección que se haga, puesto que tal deseo de evasión puede comprometer toda objetividad. No son raros los casos de muchachas que se han dejada arrastrar a un matrimonio que ha resultado, después, imposible. Y descubren, pasados unos años, que han confundido su afán de evasión unido a cierta atracción por el chico con el amor. Pero la suerte está echada y es ya demasiado tarde para volver atrás.

De igual modo, la búsqueda de la seguridad puede conducir a dar un paso en falso, por ejemplo, en aquella persona que vive sola, en una habitación que no viene a animar ninguna presencia humana. La soledad desgasta y llega a ser insoportable; no hay sufrimiento mayor que la soledad del corazón. En ese momento la necesidad de amar surge, violenta como un relámpago, abrasadora como la sed en el desierto. Entonces este joven o esta muchacha encuentran un ser que parece amable y, en seguida, ceden al espejismo del amor. Un novelista contemporáneo expresaba con mucha exactitud, por boca de uno de sus personajes, esa aventura desdichada: «Como tenía necesidad de amar y de ser amado, creí estar enamorado. O dicho de otro modo, hice el imbécil» [2]. El juicio es rotundo, pero exacto: es una imbecilidad entregarse a esa nostalgia del corazón y creerse enamorado de alguien cuando en realidad está uno enamorado… del amor mismo. Esta seguridad psicológica que siente el que ha esperado largo tiempo y que ha vivido solo hasta entonces, es un sentimiento engañoso; puede hacer incurrir en error al juicio y hacer creer en un amor sólido y profundo cuando lo que en realidad le atare es el deseo de no seguir más tiempo solo.

Además de esta seguridad psicológica hay también —para la muchacha— el problema de la seguridad material. Ocurre a veces, que vive más o menos pobremente, atormentada sin cesar por la preocupación del mañana, sin recursos fijos, en lucha siempre con un trabajo que se va haciendo cada vez más oneroso y que acaba por agotar las fuerzas físicas o la paciencia. Con el matrimonio, esta responsabilidad recaerá sobre el marido y la casada podrá confiar totalmente en él. Aspira a este alivio del mismo modo que el que se doblega bajo un fardo demasiado pesado, se apresura a alcanzar el lugar hacia el cual se dirige, a fin de soltar lo antes posible su carga. ¡Con qué corazón ligero se vislumbra el matrimonio cercano ya, pensando en esa seguridad de que se va a gozar desde entonces!

En uno y otro caso, no cabe esperar más que el fracaso. Porque por poco que la necesidad de seguridad —ya se trate de seguridad psicológica o de seguridad material— se haga imperativa, la persona se declarará en seguida enamorada, para no tener que desandar el camino y caer de nuevo en la inseguridad anterior. Grave error de óptica que es preciso evitar por medio de un análisis riguroso de los motivas personales que han determinado la decisión de casarse.

Por último, puede intervenir un tercer motiva secreto que se aplicará sobre todo al caso de la muchacha: el temor de que se la deje de lado y se vea reducida a ese estado tan depreciado que es la soltería. ¡Todo, antes que ser una «solterona»! Por eso, una muchacha es mucho menos exigente en los últimos años de su juventud; aceptará con frecuencia compromisos que habría ella rechazado en otro tiempo, y no temerá unirse a un compañero que, en el fondo de sí misma, juzga incapaz de darle la felicidad.

Juega ella entonces la carta de un error posible, la de los prejuicios, la de las falsas esperanzas; piensa que tal vez irá todo mejor de lo que cree. Pero estas razones no tienen otro valor que el de darle una falsa certeza. Es indudable, en efecto, que quien se casa para salir del celibato más que por amor, compromete su felicidad para siempre. Es quizá muy penoso ser desdichado y soportar solo su desdicha; pero es, sin duda, más penoso aún, y con mucho, ser desdichado cuando son dos los que se causan esa desdicha y deben soportarla juntos.

Como se ve, importa, pues, mucho que ninguna de esas falsas motivaciones se infiltre en la decisión adoptada por los novios. Se casan porque aman. Y no para evadirse de un hogar que ya no se puede soportar; no para descargar en otro sus responsabilidades; no para eludir el ridículo eventual de un estado de soltería… Se casan porque aman y porque comprenden que pueden asegurarse recíprocamente la felicidad. Cualquier otro motivo debe relegarse a un plano secundario, a fin de no crear confusión y de permitir un sano análisis de la situación. Así pues, dos elementos muy distintos tienen que aliarse para hacer razonable un, matrimonio.
El primera, tener la seguridad de que los dos se aman de verdad, porque no faltan las imitaciones del amor.
Y más de un novio sufre a veces un craso error. Imaginar que se ama… se parece mucho a amarse. Para quien no se torna el trabajo de observar su propio comportamiento íntimo, para quien se olvida de sondear sus pensamientos secretos, esos que no se traslucen al exterior pero que colman, sin embargo, lo más profundo del corazón, ¡qué inmenso peligro de confusión!

Más adelante mencionaremos los signos por los que se reconoce un amor verdadero. Pero queremos, entre tanto, subrayar que ese análisis de la calidad del amor que ha surgido entre ambos, debe ser uno de los principales objetivos de la época del noviazgo.

En segundo lugar hay que ver si las personalidades son compatibles. Pues aparte del amor que aun siendo indispensable no basta, es preciso que los novios estén hechos el uno para el otro y que cada cual posea aquellas cualidades esenciales, sin las cuales es inútil pensar en la felicidad… por más que se amen. Podrá enumerarse aquí gran número de cualidades requeridas para favorecer la felicidad conyugal; en realidad, se puede incluso decir que todas las cualidades son útiles y todos los defectos perjudiciales para el buen acuerdo del matrimonio.

Pero nos contentaremos con poner de relieve los elementos absolutamente necesarios para una evolución conyugal feliz. Para que los novios lleguen a ser esposos felices, para que conserven y desarrollen su amor sin que se origine retroceso alguno, se necesitan: buena salud, carácter enérgico, sensatez, sensibilidad bien equilibrada, «aliados —como subrayaba Stall— a un ideal elevado y santo» [3].

Ninguno de esos elementos puede ser considerado como parte despreciable. Sobre ellos orientará cada cual su elección y pesará sus probabilidades de éxito. Si se prescinde de alguno de ellos pueden surgir dificultades que irían multiplicándose con la edad. Que los novios repasen, pues, uno por uno, esos puntos de vista y que se pregunten lealmente cuál es su caso.

SERMÓN PARA LA DOMÍNICA DECIMO QUINTA DE PENTECOSTÉS



DECIMOQUINTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Y aconteció después, que iba a una ciudad, llamada Naím: y sus discípulos iban con Él, y una grande muchedumbre de pueblo. Y cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban fuera a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda: y venía con ella mucha gente de la ciudad. Luego que la vio el Señor, movido de misericordia por ella, le dijo: No llores. Y se acercó, y tocó el féretro; y los que lo llevaban, se pararon. Y dijo: Mancebo, a ti digo, levántate. Y se sentó el que había estado muerto, y comenzó a hablar. Y le dio a su madre, y tuvieron todos grande miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros: y Dios ha visitado a su pueblo. Y la fama de este milagro corrió por toda la Judea, y por toda la comarca.
El Evangelio de este Domingo nos presenta la resurrección del hijo de la viuda de Naím.
Sabemos que Nuestro Señor Jesucristo resucitó tres difuntos; y esos milagros nos pueden servir para meditar en la resurrección espiritual de los pecadores.
En efecto, la meditación de los tres difuntos que Cristo Nuestro Señor resucitó se ha de hacer, no solamente ponderando el milagro, sino también la significación del mismo, que es la resurrección espiritual de todos los pecadores que se convierten; los cuales se reducen a tres clases:
1ª) Unos que pecan por flaqueza o ignorancia, figurados por la niña de doce años, a quien resucitó Cristo en casa de sus padres.
2ª) Otros que pecan por pasión, representados por el muchacho, hijo de la viuda de Naím, que fue resucitado cuando lo llevaban ya a enterrar.
3ª) Los últimos pecan de malicia, caracterizados por Lázaro, resucitado por Cristo después de enterrado desde hacía cuatro días.
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En las circunstancias y modos de las tres resurrecciones, quedan representadas también las maneras de la resurrección de los pecadores.
La difunta hija del archisinagogo representa la muerte de gente moza: Habiendo muerto una doncella de doce años, hija única de un príncipe de la sinagoga, fue su padre a Jesús, y postrado a sus pies le suplicó con grande instancia viniese a su casa y pusiese sus manos sobre ella.
Debemos tener en cuenta la calidad de esta difunta y la causa de su muerte; porque aunque era hija única de sus padres, y de padres ricos y nobles, y, por consiguiente, muy regalada de ellos, sin embargo de esto, le alcanzó la muerte, sin que pudiesen atajarla ni los padres, ni los médicos, ni la hacienda, ni el verdor de la edad; para que entendamos que en ninguna edad, ni en cualquier fortuna y estado hay seguridad de vida; sino que de repente nos alcanzará la muerte, porque ley general es que todos mueran una sola vez, y el daño de la primera muerte no tendrá remedio.
Luego hemos de considerar que la muerte de esta gente moza, unas veces sucede por los pecados de los padres, que los aman y regalan con demasía, y por su respeto atropellan la ley de Dios.
Otras veces, por pecados de ellos mismos, que se van sin freno tras sus inclinaciones, y quiere Dios atajarles esos pasos, para no se condenen o para que tengan un infierno menos riguroso.
En otros casos, por gracia, arrebatándolos, como dice el Sabio, antes que la malicia mude su corazón y el fingimiento engañe su alma (Sap., 4, 11).
Otras veces, en fin, por causas secretas de la gloria de Dios, que no alcanzamos a comprender.
De esto debemos sacar, como resolución, un saludable temor de la culpa, por la cual entra la muerte, y arrojarnos en la Providencia paternal de Dios, suplicándole nos dé la muerte en aquel tiempo y coyuntura que conviniere más para su gloria y para nuestra salvación.
También es de notar que, así como esta difunta no pudo por sí buscar a Cristo para que le diese vida, y hubiese quedado muerta para siempre, si su padre no hubiese ido a rogar por ella, igual le pasa al pecador muerto por la culpa; y aunque es verdad que no está tan muerto que no pueda llamar a Cristo Nuestro Señor, pero importa mucho que tenga intercesores que rueguen por él y soliciten a Dios nuestro Señor que le resucite.
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Una vez resucitada, encontramos otros símbolos: la tomó de la mano, ella comenzó a andar, y Él mandó darle de comer, lo cual no hizo con los otros difuntos.
Todo fue para significar que los pecadores que mueren y pecan por flaqueza, figurados por esta niña, son vivificados por Cristo, ayudándoles con su mano poderosa a vencer aquella flaqueza; y así, en resucitando con su virtud, quiere de ellos dos cosas:
La una, que no estén ociosos ni se queden en la cama de la pereza, sino que luego comiencen a andar y ejercitar buenas obras, aprovechando el camino de la virtud.
La segunda, que coman el Pan que confirma el corazón, que es el Santísimo Sacramento del Altar, con cuya virtud acaban de fortalecer, y se alientan a proseguir la jornada que han comenzado.
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El difunto hijo de la viuda de Naim es figura del pecador abandonado a sus pasiones: sacaban a enterrar a un mancebo difunto, hijo único de su madre, que era viuda.
En persona de este muchacho difunto debemos considerar al pecador que está muerto por culpas nacidas de sus vehementes pasiones, cuya alma está encerrada en su cuerpo como en unas andas o ataúd, porque todo cuanto piensa, habla y trata es en carne y de su carne.
Los que llevan estas andas son cuatro apetitos o pasiones vehementes, conviene a saber:
- la lujuria, que es apetito de deleites sensuales;
- la ambición, que es apetito de honras vanas;
- la codicia, que es apetito de riquezas;
- la ira, que es apetito de venganza contra los que le impiden estos bienes.
De estas cuatro pasiones este miserable pecador es llevado a enterrar en el abismo de innumerables pecados, y después en el abismo del infierno, si Cristo nuestro Señor no le ataja.
De donde hemos de sacar afectos de compasión viendo el mundo lleno de estos muertos, que salen cada día en público y están en las plazas y puertas de las ciudades.
Midamos la caridad y providencia de Cristo Nuestro Señor en venir a Naím, en tales circunstancias que se encontrase con este difunto, pues no fue al acaso, sino sabiéndolo y con deseo de resucitarle, ofreciéndose a ello sin que nadie se lo pidiese.
A la niña la resucitó a petición de su padre; a Lázaro, por petición de sus hermanas; pero a éste por propia iniciativa, para significar la grandeza de su misericordia en buscar las almas muertas, salirles al encuentro y ofrecerles el remedio aunque no se lo pidan, movido de la compasión que tiene de ellas.
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En la resurrección de Lázaro hemos de considerar a un pecador
que antes había sido justo, y ausentándose de él Dios Nuestro Señor para probarle, respondió mal. Porque primero enfermó por tibieza, luego murió por consentimiento en la culpa; fue enterrado, porque se rindió a las aficiones de las cosas terrenas, y se sumió en ellas; después cayó sobre él la losa de la dureza de corazón por costumbre de largos días en pecar; y últimamente estuvo hediondo por el mal ejemplo que dio de sí a otros, a quien escandalizó.
De allí procede que ni él llama a Cristo para que le ayude, ni tiene cuidado de esto.
Del mismo modo, así como Lázaro salió del sepulcro vivo, pero atado con sus mortajas, las cuales le quitaron los Apóstoles, así suelen los pecadores resucitar a la vida de la gracia atados con muchas reliquias de los pecados y costumbres viciosas de la vida pasada, de las cuales se van desatando después con la industria y dirección de los confesores, a los cuales también dejó Cristo nuestro Señor sus veces, como lo prometió a San Pedro, para que con la voz de la absolución sacramental desaten a los pecadores.