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lunes, 31 de octubre de 2011

NI DULCE NI TRUCO....

 Halloween: fiesta pagana, fiesta satánica






Resulta hasta gracioso ver a los niños, y otros no tan niños, disfrazarse en esta fecha e ir de puerta en puerta pidiendo “¿dulces o truco?”. Pues bien, nos hemos acostumbrado tanto a esta “celebración” que hay incluso quienes piensan que es un “Día de Muertos” al estilo estadounidense. Pues no, no es así.

La palabra

Para comprender esta tradición que poco a poco se va arraigando en nuestra sociedad, es importante destacar el origen del Halloween. Empezaremos diciendo que la palabra “Halloween” tiene un origen católico, pues es una deformación lingüística de la frase "All Hallow's Eve" (Vigilia de todos los Santos) que conmemoraba la fiesta de Todos los Santos, que desde el siglo IX se conmemora universalmente en la Iglesia Católica en los días 1º de noviembre, por instrucción del Papa Gregorio IV.

 Esta fiesta de víspera católica, a causa de las enfermedades, como la peste bubónica que mató casi a la mitad de la población europea en el siglo XIV, se fue deformando en una sátira de la muerte misma, de ahí que los franceses representaban figuras decorativas alusivas a nuestra propia mortalidad, ya sea mediante cuadro o caracterizaciones, dando lugar al hecho de que hoy los niños se disfrazan para salir a pedir dulces a las calles. En aquellas épocas no se disfrazaban de momias o brujas, sino de personajes famosos en cada sociedad.

 ¿Dulce o truco?

La costumbre de pedir dulces conlleva un origen aún más perverso. Durante el siglo XVI, Inglaterra había adoptado el Anglicanismo a causa de la lujuria del rey Enrique VIII, a quien el Papa Clemente VII le negó una nulidad matrimonial con Catalina de Aragón, generando la ruptura de la fidelidad religiosa.


A causa de esta ruptura y el surgimiento del anglicanismo, el pueblo católico fue perseguido por casi 200 años, incluso estaba prohibida, bajo pena de muerte, toda celebración religiosa católica. No sobra decir que durante esta época, muchos católicos, sacerdotes, religiosos y laicos encontraron el martirio.


Siendo el Rey de Inglaterra Jaime I, se descubrió un intento de asesinato en su contra por parte de católicos cansados de la opresión legal y religiosa. Para conmemorar este hecho, se fue haciendo costumbre en los primeros días del mes de noviembre, que jóvenes anglicanos, con máscaras, salieran a las calles a exigir a los católicos que les entregaran cerveza y comida para celebrar el fallido intento de asesinato.



Estas costumbres emigraron y se arraigaron en las comunidades de colonos en América, pero no fue hasta el surgimiento del mercantilismo que el Halloween tomó fuerza. Es a partir de la década de los 20’s del siglo pasado que se conmemoró por primera vez un desfile al estilo Halloween en los Estados Unidos. Así que la fiesta, como la conocemos hoy, tiene un origen reciente.




Satanismo

Comprendiendo el sentido anticatólico de la fiesta del Halloween, siendo una deformación de la víspera de la Fiesta de Todos los Santos, aunado con el abuso de grupos religiosos contra los católicos, es que la Iglesia Católica siempre se ha pronunciado en contra de esta celebración, no solo por su contenido histórico, sino por las corrientes de pensamiento que en ella se ven involucradas.

 La correspondencia entre el Halloween y el satanismo no solo obedece al tipo de disfraces, sino a un verdadero sentido de adoración satánica. El sumo sacerdote satanista Anton LaVey, quien además escribió "La biblia satánica” decía que esa era la fiesta más importante del satanismo. Como dato curioso, Anton Lavey murió en el hospital St. Mary de Londres, un hospital católico, y su registro de fallecimiento es de fecha 31 de Octubre de 1997, aunque se especula con la veracidad de esta fecha.

 Otras fiestas ocultistas y espiritistas tienen lugar en todo el mundo en esta fecha, y ha sido adoptada como fecha principal en el surgimiento de los cultos nuevos, como son la Wicca y la New Age.  Y como ya sabemos, eso solo es por simple superstición.


 El culto a lo grotesco

La lógica nos lleva a pensar que entre más grotesco sea algo, menos atractivo debería ser para el ser humano, pues en este caso, resulta lo contrario. La sociedad actual se ve fuertemente atacada por el “culto a lo grotesco”. Entre más repulsivo sea, mejor.

 Los efectos del mercantilismo, del consumismo y, por qué no decirlo, de la estupidez humana, nos llevan a dar un culto absurdo a lo grotesco. Y eso incluye muchos aspectos de nuestras vidas, no solo en el Halloween. Cada día nos vamos haciendo inmunes a lo repulsivo. Aspectos de la vida cotidiana como la sexualidad, la vestimenta, la cultura urbana, los espectáculos, la música se van vaciando de la belleza, sustituyéndose por lo grotesco, por la fealdad.

 Y Halloween es el ejemplo perfecto de esta falsa cultura. Pues entre más feo te veas, mejor; entre más repulsivo seas, mejor; entre más violento luzcas, mejor. Celebramos a la maldad y la representamos en nuestros propios hijos, como si de verdad quisiéramos que fueran zombies, brujas, momias, asesinos o monstruos. Muchos dirán que es solo un disfraz y solo piden dulces, sin embargo, les vamos inculcando una ideología de que lo malo es permitido, es válido ser malo, aunque sea por un día. Eso es relativismo puro, un relajamiento en la vida de la virtud, una nube en la formación de la conciencia de nuestros hijos.



 Padres de familia

Independientemente del origen y sentido de la fiesta del Halloween, deben considerar algo más próximo en riesgo. Deben tomar en cuenta que no es prudente que los niños anden por las calles tocando de casa en casa pidiendo dulces. Están al alcance de la mano de cualquiera que quiera lastimarlos, o incluso introducirlos al mundo de las drogas.  Aún si los acompaña un adulto, es una ocasión de riesgo que debe considerarse seriamente.

 Para los adolescentes y jóvenes resulta en una atractiva ocasión para divertirse y no pocas veces, termina en excesos de alcohol u otras sustancias, lo que puede ser otro factor de riesgo. La recomendación es simple, no celebren Halloween, no tenemos motivo alguno para hacerlo. Ni siquiera es fiesta nuestra, es importada de comunidades con un pasado anticatólico y no ofrece un mensaje válido, es solo celebrar lo grotesco.

No celebres el Halloween, celebra el All Hallow’s Eve, como la iglesia lo ha venido haciendo desde hace 12 siglos. Vive y conoce tu fe.

Extraido de: Católicosfirmesensufe.org

AMOR Y FELICIDAD

Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad


III
Tu novia


(continación de parte anterior. Ver aquí.)


3. El fundamento de la psicología femenina: el papel de madre


Si el hombre tiene empeño en comprender el universo psicológico de su esposa, deberá fijarse primeramente en la maternidad, clave del alma femenina. Así como la estructura del alma masculina corresponde a su función de jefe responsable del hogar, así la estructura del alma femenina corresponde a la función que el creador ha querido asignar a la mujer. Ahora bien, el análisis de la personalidad femenina —ya se trate de un análisis biológico o fisiológico— muestra con toda evidencia cómo en el ser de la mujer todo va dirigido a la maternidad. Es ésta «una función que la absorbe enteramente, que pone su marca en los menores detalles de su vida física, intelectual y sentimental» [1]. En este sentido se ha dicho que el hijo es lo que constituye la razón de ser de la mujer como tal mujer [2].

Esto no significa que la función maternal sea la típica orientación susceptible de ser adoptada por la mujer. Como ser humano, puede llegar a ser lo que todo ser humano: filósofo, mecánico… o boxeador, si se lo pide el cuerpo. Pero eso no irá ligado a su feminidad, como tal. No encontrará su eclosión completa, no desarrollará totalmente las tendencias profundas inconscientes de su ser, más que por la maternidad [3]. Tal es, en efecto, la voluntad manifiesta de Dios de quien san Pablo se hacía eco en un texto harto olvidado: «[La mujer], empero, se salvará engendrando hijos» [4]. De este modo, nos mostraba dónde se sitúa la mujer en el plan providencial, y nos recordaba que no había que disminuirla nunca bajo pena de no comprender ya nada en ella. Porque, como observaba Daniel Rops en un comentario que debe tenerse presente: «La maternidad es el secreto profundo de la mujer, el que la hace para nosotros, hombres, sagrada e incomunicable a la vez» [5]. Por ello se explica todo lo que en la compañera del hombre, en todo tiempo y en todas las circunstancias, la hace más cercana de los datos elementales de la vida, más sumisa a los instintos, más dependiente incluso de las fuerzas vivas del universo.

4. Rasgos característicos de la psicología femenina


Quizá sea esta proximidad con el universo y con los seres lo que explique el asombroso modo de conocimiento que es la intuición femenina. Porque no bien se habla de psicología femenina, se habla de intuición femenina. Es un lugar común del más bello tipo. La impotencia en que se encuentra uno después de decir lo que es esta intuición tal vez pueda atribuirse a ese hecho, porque el famoso exegeta de los lugares comunes lo observó ya: «Es demasiado fácil decir lo que parece ser un lugar común. Pero lo que es, en realidad, quién podrá decirlo?» [6].
La intuición de la mujer
Sin intentar describir aquí el funcionamiento de la intuición femenina, digamos simplemente que, por ella, la mujer llega directamente al corazón de las cosas: las percibe, las… «siente». Esta última expresión subraya perfectamente el aspecto cordial que interviene en esta manera de pensar. Porque piensa, reflexiona, razona «con su corazón» es por lo que la mujer puede poseer esa intuición.

Ante esta manera espontánea y compendiada, ante ese camino que él suele desconocer, el hombre debe tener cuidado de no dejarse desconcertar. Su propio modo de reflexionar conforme a un ritmo «racional», apartado en lo posible de las interferencias del corazón, corre el riesgo de ser completamente superado por la intuición femenina. Esta, viva, variable, inasible en las razones profundas que podrían justificarla, inexpresable también —en una parte al menos— puede no estar acorde nunca con los «por qués» sistemáticos que alimentan la inteligencia masculina. A menudo el hombre se obstinará en hallar la armazón lógica que, según él, debe acompañar todo razonamiento, y como no lo encontrará, se imaginará que los juicios emitidos por su compañera, carecen de todo valor. De aquí a no tener nunca en cuenta lo que dice su mujer, no hay más que un paso que dan muchos hombres, franqueado con tanta mayor rapidez cuanto que la lógica particular de la intuición lleva a la mujer a adaptar su mecanismo de pensamiento a una multitud de circunstancias; al cambiar éstas y al tomar los hechos un nuevo sesgo, el juicio de la esposa cambiará también, haciendo creer n una inestabilidad un poco pueril a los ojos del hombre. Este piensa en «sistema», y para él el pensamiento o el juicio sólo valen en la medida en que van unidos a un conjunto de principios constantes. Ante la versatilidad de la inteligencia femenina, él se siente inclinado a sentir una especie de desprecio. Por eso más de un marido no se toma siquiera la molestia de discutir cosas serias con su esposa.

¿Debe condenarse semejante actitud? ¡Evidentemente! Porque si una pareja, a causa de la dificultad que existe en hacer concordar la intuición femenina y el razonamiento masculino, decide no cambiar, la comunión interior necesaria para el mantenimiento del amor no se realizará ya. Y desde ese momento, después de unos meses de fogosidad superficial en los que se contentarán con vibrar al descubrir uno el cuerpo del otro, volverán a encontrarse en el vacío. No necesitan mucho tiempo los cónyuges para alcanzar ese punto en que vuelven a ser adultos y deben, para mantener un amor que madura, comulgar en el espíritu.

Cada hombre debe, pues, esforzarse en comprender el modo de pensar de su mujer a fin de estar en condiciones de traducir a su lenguaje racional las intuiciones que ella tiene y que no puede, a menudo, formular más que con dificultad. Este esfuerzo, laborioso al principio, es absolutamente indispensable en el hogar. Sin él, en muy breve plazo, se acumularán los equívocos; los malentendidos, insignificantes al comienzo y graves después, se multiplicarán; entonces se habrá cultivado una semilla de desacuerdo que preparará la cosecha de tristeza y de amargura de la que tantas parejas se quejan. Todo esto porque no se habrá hablado el mismo lenguaje.

Para llegar a este intercambio, es preciso que el hombre se libere de un complejo de superioridad muy difundido entre el sexo masculino: que no se confiera un título de buen sentido absoluto, y que sepa aguzar la fuerza de su razonamiento en la agudeza de la intuición femenina. Ganará con ello mucho, entre otras cosas, cierto sentido de la adaptación que le evitará el inmovilizarse en unas ideas adoptadas demasiado definitivamente. La maleabilidad no es precisamente la cualidad predominante del hombre. Si él accede a enriquecer con su estabilidad la movilidad de la mujer, ésta le aportará a cambio, esta arma indispensable que es la adaptación. Para conseguir esta feliz manera de complementarse en inteligencia con la mujer cuya vida entera debe compartir, y no solamente el cuerpo, el hombre deberá armarse, sobre todo en los comienzos, de una suave paciencia. No se trata para él de echar abajo una puerta, sino más bien de encontrar la llave que le permita abrir definitivamente el alma de su mujer.
La sensibilidad
¡Suavidad, paciencia! Suave, porque él deberá aprender a controlar sus violencias, sus arrebatos, sus excitaciones. Abandonarse a éstos significaría, para él, ofender, con palabras hirientes o con actitudes despreciativas mal reprimidas, la delicadeza de la esposa. Delicadeza basada en una sensibilidad fácilmente vulnerable. Como ya se ha dicho muchas veces: la mujer es «esencialmente» sensibilidad. Y, sin embargo ¿cuántos novios saben prepararse a entrar en una vida que compartirán con un ser al que los menores golpes, las menores durezas, pueden destrozar?

Esta formación puede parecer exagerada. Y no es así. Por haber obrado sin tener en cuenta este hecho, algunos jóvenes han visto —a veces incluso sin comprenderlo— que su esposa se apartaba de ellos de un nodo irrevocable.

El hombre no se repetirá nunca lo suficiente esta verdad: «La clave de la psicología femenina es el corazón, ni la voluntad, ni los sentidos dominan en la mujer, sino el sentimiento. No es que carezca de razón, de voluntad, de sensualidad, sino que en ella la nota predominante es el corazón» [7]. En ningún momento, en ninguna circunstancia, el marido debe perder de vista la siguiente regla: juzgarse siempre con respecto a la sensibilidad de su mujer. Los gestos, las palabras, las contrariedades, los olvidos, todo puede tener una repercusión cuyo alcance no se ve, si no se juzga bajo esa luz.

Y es sin duda la cosa que el hombre pierde de vista con más facilidad. El sale de su trabajo y vuelve a su casa adonde entra conservando los reflejos que ha tenido con los compañeros. Ahora bien, los compañeros eran hombres… mientras que en el hogar es una mujer la que le recibe. Por eso él debe cambiar de modo de ser, pudiera decirse, y cultivar la delicadeza como una segunda naturaleza. Para muchos, será al principio un duro aprendizaje. Pero este aprendizaje será preciado entre todos, porque será el que permita al hombre estrechar de una manera inquebrantable los lazos que le unen a su mujer. No creo, además, que haya una forma más concreta que ésa de demostrar a su esposa hasta qué punto se la ama. El amor, que no es una palabra sino una realidad, no podría aceptar el hacer sufrir inútilmente al ser amado. Pues bien, a ese sufrimiento inútil e indignante para la mujer, por ser cotidiano, conduciría la falta de delicadeza del esposo.

Aquí, conviene poner a los hombres en guardia contra una simplificación un tanto grosera a la que algunos acostumbran a entregarse… tal vez para tranquilizar su conciencia. Ante las penas de su mujer, ante el dolor que pueda ella sentir a causa de ciertas torpezas o indelicadezas, muchos dirán: «¡Te preocupas siempre por nada!». «Esas no son más que fruslerías». Repitiendo esos estribillos, de los que está bien provisto el arsenal masculino, se mofarán de sus mujeres a quien reprocharán su sensibilidad excesiva. Ciertamente, es un hecho que la mujer debe intentar controlar su emotividad para no incurrir en una hipersensibilidad que acabaría por ser enfermiza. Pero aun entonces, aunque muestre ella la mejor voluntad del mundo, la mujer seguirá siendo fundamentalmente vulnerable, a causa de su sensibilidad natural. Contra esto no puede ella hacer nada, ni tampoco el hombre. Este debe, pues, colocarse ante esa sensibilidad como ante un hecho que no puede eliminar. En estas condiciones, no le queda más que aceptarlo de buena gana, y hacer el aprendizaje de su delicadeza. Si un hombre no quiere obligarse a ese trabajo, si no quiere aceptar los sacrificios que eso entraña, que no se case. Indudablemente haría desgraciada a su mujer y, al mismo tiempo, arruinaría su propia felicidad. En efecto, una actitud inatenta por su parte o una repulsa casi sistemática adoptada por el marido ante la sensibilidad natural de su esposa llevará a ésta, tarde o temprano, pero con toda seguridad, a una inquietud constante, a una intranquilidad perpetua, a unas crisis nerviosas más o menos frecuentes, y finalmente a esa dolorosa angustia generadora de las múltiples neurosis que consumen a tantas esposas [8].

Ante la perspectiva de las dificultades que se le presentarán a causa de esa sensibilidad de la mujer, el hombre no debe protestar. Que piense más bien que sin ella, sin dicha sensibilidad, sería poco menos que imposible a la mujer realizar las tareas que la vida conyugal le reserva. La sensibilidad de la mujer es en cierto modo el maravilloso instrumento que le permite evolucionar en medio de los seres a quienes ama consagrándose totalmente a ellos. Gracias a esa sensibilidad llegan a ser posibles, en la alegría, esos sacrificios que se escalonan a lo largo del día, como límites que marcan el camino de las abnegaciones obscuras e interminables que lleva a cabo una mujer a la vez esposa y madre.

Esta sensibilidad es, por tanto, una riqueza que beneficia a todo el hogar y en la cual cada uno —desde el padre hasta el benjamín de la familia— irá a recoger la parte de ternura que necesita de modo apremiante, aunque inconfesado, la mayoría de las veces.

Sin embargo, el hombre deberá aprender a soportar los inconvenientes de esa sensibilidad. Es más, deberá aprender a adaptarse a ella a fin de tratar a su esposa con arreglo a lo que ella es, en realidad, y no como él desearía que fuese. Ahora bien, hay un elemento de la psicología femenina que el hombre tiende a olvidar: ese estado de espíritu por el cual la mujer desea lo «gratuito». ¿Qué debe entenderse por esto? Recordaremos, para expresarlo, una página reveladora de Gina Lombroso que define con toda exactitud la actitud de la mujer, revelando al hombre cómo debe éste comportarse para responder a los anhelos del alma femenina. «La mujer —escribe ella— no quiere de su marido más que una cosa muy sencilla, muy modesta. Quiere ser amada, moral e intelectualmente, o, mejor dicho, quiere ser comprendida, lo que, para ella, es lo mismo, o, mejor aún, quiere ser adivinada; quiere que el hombre la consuele cuando esté triste, la aconseje cuando se sienta indecisa, demuestre por un signo visible de reconocimiento que le agradece los sacrificios que ella hace voluntariamente por él, pero quiere, sobre todo, que él haga todo esto sin que ella se lo pida. Un gesto, un elogio, una palabra, una flor, que dan a la mujer la ilusión de ese reconocimiento, son para ella motivo de una alegría inmensa. Por el contrario, el consuelo, el consejo, el elogio, el regalo que responden a una petición directa pierden todo valor para la mujer» [9].

Todo esto puede parecer muy complicado. Quizá sí. Pero nada lo cambiará, porque así es la naturaleza profunda de la mujer. No le queda al marido más que tomar su decisión. Ningún esposo puede elegir: tiene, hasta cierto punto, que hacerse adivino y aprender a leer en el alma de su esposa sin que a ésta le sea preciso deletrearse ante él. Este sentido de la gratuidad debe, por decirlo así, llegar a ser en el marido una segunda naturaleza que le permita iniciar, en el momento deseado y sin que se le haya pedido, el gesto necesario. Será para la esposa, la prueba tangible de su fervor, y nada podrá nunca producir un gozo mayor a la mujer que ese fervor adivinador. La mujer verá en ello la certeza del amor de que es objeto y al mismo tiempo hallará la felicidad.


[1] A. Sertillanges, Féminisme et Christianisme, Lecoffre, París 1930, p. 91.
[2] Gina Lombroso, La femme aux prises avec la vie (trad. Le Hénaff), Payot, París 1927, p. 217-218.
[3] Como confirmación de esta tesis, se observará que la mayoría de los casos de psicopatología femenina se pueden atribuir a la carencia de maternidad, ya sea una realización imperfecta o fallida de ésta.
[4] I Tim. 2, 15.
[5] Daniel Rops, Préface de Anne-Marie Corot, Journal d’une grossesse, Amiot-Dumont, París 1951, p. 12.
[6] Léon Bloy, Exégèse des lieux communs, Mercure de France, París 1953, p. 10-11.
[7] Pierre Dufoyer, L’intimité conjugale (Le livre du jeune mari), Action familiale-Casterman, París-Bruselas 1951, p. 39.
[8] Goust, o.c., p. 70.
[9] Lombroso, o.c., p. 150-151.

SANTORAL 31 DE OCTUBRE



31 de octubre



SAN QUINTÍN,
Mártir



Vosotros afectáis ser justos ante los hombres,
pero Dios conoce vuestros corazones;
porque la que es grande ante el mundo
es abominación ante Dios.
(Lucas, 16, 15).

   San Quintín, hijo del senador Zenón de Roma, fue aprehendido por el prefecto Rictio Varo mientras predicaba el Evangelio en Picardía. Después de haber sido azotado, fue cargado de cadenas y echado en una prisión; mas, un ángel lo sanó de sus heridas, lo libró de sus cadenas y le abrió las puertas de la cárcel. Predicó en medio de la calle y convirtió a seiscientas personas. El tirano lo hizo atormentar de diversas maneras y, viéndolo invencible lo hizo decapitar, en el año 287, después de cuatro años de maravilloso apostolado.

MEDITACIÓN
SOBRE LA HIPOCRESÍA

   I. La mayor parte de los hombres se esfuerzan más por parecer cristianos y virtuosos que por serlo en realidad. Se salvan las apariencias, se quiere contentar a los hombres, pero uno no se toma mucho trabajo por contentar a Dios y la propia conciencia. Se ordena el exterior y el alma está en desorden. ¡Desventurados! Dios nos ve tales cuales somos y no tales cuales queremos aparecer. Dios es quien nos juzgará y no los hombres; no podemos engañarlo, nos engafiamos a  nosotros mismos.

   II. ¿Qué pretendes con esa devoción de apariencia? ¿De qué te servirá la estima de los hombres, si Dios te desprecia? Gratuitamente te condenas, tienes toda la pena que los santos encontraron en el servicio de Dios, no tienes sus consuelos en esta vida y no tendrás su recompensa en la otra. ¿Qué haréis, vosotros hipócritas, el día del juicio, cuando Dios dé a conocer vuestros crímenes a todos los hombres y a todos los ángeles?

   III. A nadie juzgues por las apariencias, el rostro engaña a menudo. Tal parece orgulloso y es muy humilde. A Dios sólo pertenece el penetrar los secretos del corazón humano; interpreta las acciones de los demás como desearías que se interpretaran las tuyas. Examina tus propios defectos y mira si no eres del número de aquellos de que habla San Cipriano, que condenan en lo exterior aquello que hacen en lo interior, acusadores en público y pecadores en secreto.

La huida de la hipocresía
Orad por la conversión de los hipócritas.

ORACIÓN

   Haced, os lo suplicamos, Dios omnipotente, que la intercesión del bienaventurado Quintín, vuestro mártir, cuyo nacimiento al cielo celebramos, nos fortifique en el amor de vuestro santo Nombre. Por J. C. N. S. Amén.