Visto en Radio Cristiandad
LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS
R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.
EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA DIVINA
CAPÍTULO II
DE LA MANERA
COMO HEMOS DE ABANDONARNOS
EN MANOS DE LA PROVIDENCIA
Vimos en el capítulo anterior que en la Sabiduría y Bondad de Dios está el fundamento de la confianza y del abandono en la divina Providencia; vimos asimismo que nuestro abandono ha de ser total, tanto en las cosas que miran al cuerpo como en las que al alma se refieren, previa condición de cumplir nuestros deberes cotidianos, ciertos de que la fidelidad en las cosas pequeñas nos ha de granjear las gracias necesarias para tenerla también en las grandes.
Veamos ahora la manera de hacer abandono de nosotros en manos de la Providencia, cuál ha de ser el espíritu que en ello nos guíe y en qué virtudes se ha de inspirar.
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De las diferentes maneras de abandono en la divina Providencia
según la naturaleza de los acontecimientos
(cf. San Francisco de Sales, L’Amour de Dieu,
livre 8, ch. 5; livre 9, ch. 1, 7)
Para mejor entender esta doctrina de la santa indiferencia, conviene advertir, como lo han hecho a menudo los autores espirituales, que no es lo mismo el abandono en los acontecimientos independientes de la voluntad humana, que cuando se trata de las injusticias de los hombres o de nuestras propias faltas y de las consecuencias que de ellas se siguen.
En las cosas que no dependen de la voluntad humana, como los accidentes imprevistos, las enfermedades incurables, el abandono nunca pecará de excesivo. La resistencia, además de inútil, sólo servirá para aumentar nuestra desventura; mas la aceptación acompañada de espíritu de fe, de confianza y de amor realza el mérito de los trabajos inevitables.
Pruebas ha habido que han transformado ciertas vidas, como puede verse en la biografía del Padre Girard, que lleva por título: Vingt-deux ans de martyre. Luego de recibir el diaconado, vióse atacado de tuberculosis ósea, que le inmovilizó en el lecho durante veintidós años; todos los días ofrecía por los sacerdotes coetáneos los dolores crueles que le aquejaban. No habiendo tenido la dicha de celebrar la Santa Misa, uníase diariamente al sacrificio incruento de Jesucristo. Así quedó transformada una vocación que la enfermedad no malogró.
Cada vez que en circunstancias dolorosas nuestros labios susurran un fiat, se añade nuevo mérito a los ya adquiridos y sube de punto la virtud santificadora de la prueba real. Y aun es más; porque por medio del abandono sacamos provecho de las tribulaciones probables, que quizá nunca lleguen a suceder, como Abraham tuvo gran mérito cuando con perfecto abandono aceptó la inmolación de su único hijo, que el Señor no le exigió hasta el fin. De esta manera la práctica del abandono convierte las pruebas actuales o venideras en medios de santificación, tanto más eficaces, cuanto mayor es el amor que lo inspira.
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¿Qué hacer, cuando las pruebas vienen de la injusticia de los hombres, de la malevolencia, de las malas maneras, de la calumnia?
Tratando de las injurias, de los cargos inmerecidos, de las afrentas y detracciones, cuando sólo atañen a nuestra persona, dice el Doctor Angélico (IIa-IIæ, q. 72, a. 3, et q. 73, a. 3, ad 3) que debemos estar dispuestos a soportarlo todo con paciencia, en conformidad con aquellas palabras de Nuestro Señor: “Si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuélvele también la otra.” (Matth.5, 39).
Pero a veces, añade, conviene contestar, bien sea en provecho del que insulta, para refrenar su audacia, bien sea para evitar el escándalo que pudiera nacer de las detracciones o calumnias. Y cuando sea el caso de responder y resistir de este modo, hemos de abandonar en manos de Dios el éxito de la diligencia.
En otros términos: debemos deplorar y reprobar las injusticias, no por ser lesivas de nuestro amor propio u orgullo, sino porque ofenden a Dios y ponen en peligro la salvación de aquellos que las infieren, y también de aquellos que por las mismas pudieran extraviarse.
Por lo que hace a nosotros, en la injusticia de los hombres hemos de ver la justicia divina, que permite este mal para darnos ocasión de expiar faltas reales que nadie nos echa en cara.
Conviene también ver en ello la misericordia divina, que quiere desasirnos de las criaturas, librarnos de nuestros afectos desordenados, del argullo, de la tibieza, poniéndonos en la apremiante necesidad de recurrir a la oración de ferviente súplica.
Estas injusticias, espiritualmente consideradas, son como la incisión del bisturí, muy dolorosa, pero salvadora. El dolor que causan nos hace estimar el valor de la verdadera justicia y nos inclina a practicarla con el prójimo, iniciando a la vez en nosotros la bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de justicia, los cuales serán hartos, según promesa del Evangelio.
El menosprecio de los hombres, en lugar de producir en nosotros turbación o desabrimiento, puede ser muy saludable, poniéndonos ante la vista la vanidad de la gloria humana y, por contraste, la belleza de la gloria divina, según la han comprendido los santos. Este es el camino de la verdadera humildad, que nos hace sufrir con paciencia y amar el ser menospreciados (Santo Tomás, De gradibus humilitatis, IIa-IIæ, q. 161, a. 6).
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