LA VIDA CON JESÚS
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Bien
sabéis, queridas hijas, que cuando nació Nuestro Señor, según nos dice la
Escritura, los pastores oyeron cantos angélicos y divinos de los espíritus
celestiales. La Virgen y San José, que estaban más cerca del Niño, no oyeron
voz de ángeles ni vieron resplandores milagrosos, por lo menos nada nos dicen
las Escrituras. Al contrario, en vez de cantos angélicos, oían llorar al Niño
Jesús y veían, a la luz de una débil lámpara, Sus Ojos inundados de lágrimas,
sumergido en llantos y temblores de frío. Os pregunto: ¿No habríais preferido
hallaros en el establo oscuro y lleno de vagidos del Niño, en vez de estar
entre los jubilosos pastores gozando de las melodías y bellezas del admirable
resplandor? Sí, ciertamente. También hubierais exclamado con San Pedro: Es
maravilloso estar aquí. Actualmente, vosotras os encontráis acompañando a Jesús
que tirita de frío en Belén, os digo más, no os halláis en el Tabor con San
Pedro, sino en el Calvario con las Marías, donde no veis más que muertos,
clavos, espinas, miserias, cerradas tinieblas, exasperantes abandonos. Sí, amad
la Cuna del Niño, pero amad el Calvario del Dios Crucificado entre tinieblas.
Apretujaos a Él, estad seguras de que Jesús se halla en vuestros corazones más
de cuanto pensáis e imagináis. Os digo además que améis vuestra pobreza, siendo
humildes, afables, estando serenas, confiando en vuestra humilde poquedad. Si a
pesar de todo no os rebeláis ni os angustiáis, sino que aceptáis, no digo
alegremente, sino de buena gana, estas cruces y permanecéis sumergidas en
vuestra humildad, comportándoos de esta manera, amáis vuestra pobreza, pues,
¿qué es ser abyecto sino ser ignorado y pobre? Amaos por amor a Aquél que así
os quiere, así amaréis vuestra pobreza. Hijas mías, pobreza quiere decir
humildad y humildad pobreza. Cuando la Santísima Virgen dice en el Magnificat: porque ha mirado la humildad
de su esclava, ella quiere decir: ha mirado mi pobreza y nulidad. Además, hay
alguna diferencia entre la virtud de la humildad y la pobreza, pues la humildad
es el reconocimiento de la propia pobreza. Ahora bien, el sumo grado de la
humildad consiste no sólo en reconocer la propia pobreza, sino en amarla. A
esto os exhorto. Para que, respecto a este punto de capital importancia, quede
todo bien claro, me explicaré con ejemplos. Entre los males que padecemos,
muchos son repulsivos, otros honrosos; muchos se acostumbran a éstos, pocos a
aquellos. Viendo, por ejemplo, a un Capuchino, pobremente vestido tiritando de
frío, todos lo admiran, veneran su hábito y se conmueven. Viendo a un
trabajador, un pobre escolar, una viuda, también pobremente vestidos y
necesitados, todos se burlan y desprecian su pobreza. Un religioso soporta
pacientemente al superior que le corrige. Todos dirán que es mortificado y
obediente. Un seglar soportará con espíritu sobrenatural los avisos de su
superior, y su actitud, para los demás, será cobardía. He aquí una verdad
rechazada, un sufrimiento despreciado.
Hay
dos que sufren de cáncer. El uno en el brazo, el otro en el rostro. El que lo
esconde, no sufre más que su mal; el que no puede ocultarlo, junto con el
dolor, sufre el desprecio. Más aún, existen virtudes recusables y virtudes
honrosas. Comúnmente la paciencia, la dulzura, la mortificación, la sencillez
son consideradas por los seglares virtudes recusables. Dar limosna, ser
corteses y prudentes, son virtudes honrosas. Dar limosna y perdonar las
injurias nacen de la caridad; la primera es honrosa, la segunda despreciable a
los ojos del mundo. Vivo en comunidad y estoy enfermo, indudablemente molesto a
algunos, he aquí un algo despreciable unido al mal. Creo haberme explicado.
Prestad atención a lo que os voy a decir. Aunque amemos el desprecio que
procede del mal, no hay que descuidar remediarlo. Me explico. Me esforzaré al
máximo para evitar el cáncer, pero si lo tengo, amaré el desprecio que por él
pueda sobrevenirme. Esta norma vale sobre todo tratándose del pecado: Me he
equivocado en esto y aquello. Me disgusta. No obstante, de buena gana abrazaría
el desprecio consiguiente y, si pudiese separar el desprecio del pecado,
escogería aquel y me despojaría de éste. Al respecto, hay que estar atentos:
alguna vez, la caridad, para no escandalizar al prójimo, puede exigirnos
encubrir el objeto del desprecio. He preferido, dice el Rey profeta, ser
abyecto en la casa de Dios a habitar en las mansiones de los pecadores.
Mientras tanto, estoy seguro, deseáis saber cuáles son los mejores desprecios.
Son los que no nos atraen en absoluto. Hablando con claridad, los que provienen
de nuestra vocación o profesión. ¿Quién me concederá la gracia, queridas hijas
mías, de amar mi miseria? Nadie sino Aquél que amó la Suya tanto que murió para
conservarla. Esto baste.
Resignaos,
amadísimas hijas, en las manos del Señor y entregadle toda vuestra vida,
implorando que Él la emplee según se beneplácito divino. No acongojéis vuestro
corazón prometiéndoos inútilmente tranquilidad, dulzuras y méritos. Presentaos
a vuestro Divino Esposo vacías de cualquier otro afecto, suplicándole os lo
llene del Suyo. De este modo vuestros corazones, cual madreperla, no aceptarán
más que rocíos del cielo y no aguas del mundo. Veréis cómo os ayuda Dios, tanto
en el decidir como en el obrar.
Camina
siempre bajo la mirada del Buen Pastor y evitarás pastizales envenenados.
Hija
mía, Jesús sea siempre el centro de nuestras aspiraciones, nos consuele en las
tristezas, nos sostenga con su gracia, ilumine nuestra mente e inflame nuestro
corazón de amor divino.
Esta
es, en síntesis, mi asidua plegaria por ti y por mí ante Jesús. Él, con su
infinita bondad, se digne escucharla y atenderla.
Jesús
conforta siempre al que confía y espera en Él.
Jesús
y tú, de mutuo acuerdo, tenéis que cultivar la viña.
Tú
debes quitar y transportar las piedras, arrancar las espinas. Jesús sembrará,
plantará, cultivará, regará. También en tu trabajo colabora Jesús. Sin Él nada
podrías hacer.
SAN PADRE PÍO. ¡RUEGA POR NOSOTROS! |
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