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domingo, 25 de diciembre de 2011

MISA DE LA AURORA

MISA DE LA AURORA



San José testigo de la Encarnación



Llegado finalmente el tiempo en que se cumplen los oráculos de los Profetas, el Hijo único de Dios, que en su misericordia quiso tomar nuestra naturaleza para redimirla, eligió de entre todas las hijas de Eva, una Madre.

Las tres Personas de la Santísima Trinidad la enriquecieron con todos los dones de la gracia; y aun cuando debía conservar su virginidad, no era conveniente que permaneciera sola.

Si bien es cierto que una mujer debía dar al mundo el Salvador, convenía que el cuidado de la conservación fuera confiado a un hombre: una mujer sería la Madre, y un hombre sería el Padre Nutricio.

Pero ¿quién sería el privilegiado mortal que dividiría con María un ministerio tan sublime?

Dios buscaba un hombre según su Corazón, para poner en sus manos lo más precioso y amado que tenía: la Persona de su Hijo Unigénito, la integridad de su Madre, la salvación del género humano, el sagrado secreto de la Trinidad Santísima, el tesoro del Cielo y de la tierra.

Dirigió su mirada a Nazaret, y escogió a San José para confiarle tal misión.

Dios escoge a José, sacándolo de la más profunda oscuridad, para darnos a entender que era el hombre según el Corazón de Dios, y que por sus virtudes ocultas fue juzgado digno de ser el casto Esposo de la Reina de las vírgenes y el Padre Virginal del Mesías prometido.

San José poseía tesoros de pureza y de humildad que envidiaban los mismos espíritus celestes; esa alma tan sublime y tan contemplativa había adivinado el Evangelio, estimando la virginidad como el estado más perfecto que el hombre pudiera abrazar.

San José —escribe San Francisco de Sales— había puesto como guardia de esta hermosa virtud, una grande humildad; tenía un cuidado especial para ocultar la perla preciosa de su virginidad, e iluminado por una luz sobrenatural acerca de las angelicales disposiciones de María, consintió en tomarla, por esposa, a fin de que, bajo el velo del matrimonio, pudiera él vivir como un ángel, sin llamar la atención de los hombres.

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¡Misterio sublime confiado a San José por Dios mismo! ¡Unión santa y enteramente celestial, en la que la virginidad ha sido el nexo sagrado entre dos almas puras, independiente de los cuerpos de barro que habitan!

San José tuvo el inestimable privilegio de ser testigo ocular de todas las acciones de María, el confidente de sus pensamientos, el arbitro de sus resoluciones, el custodio y el protector de su virginidad; unión que lo hizo, en una palabra, partícipe de todas las prerrogativas de una Virgen Madre de su Dios.

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María Inmaculada —dice el Evangelio— permaneció unos tres meses con su prima Santa Isabel y luego regresó a su casa.

Al llegar a Nazaret, San José la acogería con desbordante gozo, que le impediría reparar en su estado. Sin embargo, los signos de su futura maternidad ya habrían comenzado a manifestarse y la gente del pueblo, al darse cuenta, no dejarían de felicitar a la joven pareja…

Es entonces cuando estalla el drama en el alma de San José. Al principio, no termina de creérselo. Está a punto de rechazar como injurias las enhorabuenas, pero pronto comprende que no hay error posible. No cabe duda: María lleva un niño en su vientre… Y ante esta realidad indudable, su espíritu se hunde en un abismo de agonía…

Repugna imaginar que la virginidad de María fuese puesta en entredicho, incluso fugazmente, en el espíritu de San José.

San Jerónimo exclama: José, sabedor de la virtud de María, rodeó de silencio el misterio que ignoraba.

San Bernardo pregunta en su segunda homilía super Missus est: ¿Por qué motivo quiso San; José, abandonar a María? Y contesta con estas expresivas palabras: Quiso dejar San José a María, por lo mismo que quiso también San Pedro repeler de sí al divino Maestro diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador. Por aquello, por lo cual el Centurión alejaba igualmente de su casa a Jesús cuando decía: Señor, yo no soy digno de que entres en mi morada. Así, pues, de un modo parecido, San José, reputándose indigno y pecador, decía dentro de sí que no era para él cosa decente vivir ya más en familiar consorcio con tal y tan excelsa Señora, cuya superior y admirable dignidad le imponía. La observaba con sagrado pavor, revestida de una clarísima señal de la divina presencia, y porque no podía comprender el misterio, por eso quería dejarla.

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Porque eras agradable a Dios, José, la tentación había de probarte. Porque en la mente del Altísimo estabas predestinado a ser abogado de las causas perdidas, hacia quien volverán sus ojos las almas doloridas en las horas tenebrosas y aplastantes, era preciso que tú mismo lo experimentases, que estuvieras preparado para desempeñar tu papel.

Porque te había correspondido el indecible honor de ser Padre Adoptivo del Verbo Encarnado, tenías que quedar marcado con la Cruz, signo supremo de su Redención. Y esa Cruz debía alcanzarte en el punto más sensible para ti: el amor que profesabas a aquella que, después de Dios, ocupaba el centro de tus pensamientos…

Porque debías ocupar un lugar privilegiado en el drama de nuestra Salvación, tenías que participar en el sufrimiento. No ibas a estar presente, al lado de María Corredentora, junto a la Cruz del Gólgota, pero tenías que conocer, Tú también, y vivir por anticipado, el misterio de Getsemaní y del Viernes Santo.

Habiendo, pues, tomado esta resolución —dice San Mateo en su Evangelio—, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados…

Pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo”. Esta frase proporciona la clave del enigma y revela la prodigiosa grandeza de lo que se ha realizado en el seno virginal de María.

Aunque José no haya participado en la concepción, no deberá considerarse por eso como un extraño respecto al Niño. Antes al contrario, se le anuncia que ejercerá el oficio de un auténtico padre.

Todo se ilumina a sus ojos, todo resplandece. Se da cuenta de que Dios le ha confiado no sólo lo más valioso del mundo, sino también lo que vale más que todos los universos posibles…

Comprende que el Niño que se ha encarnado en el seno de su prometida es el Mesías, por cuya venida tanto ha rezado.

Al mismo tiempo, se dibuja ante sus ojos el papel que le ha sido asignado. Se da cuenta de que, lejos de dejar de ser su Esposa al convertirse en Madre del Hijo de Dios, lejos de seguir considerándose como un intruso, Dios mismo le ha encargado salvaguardar, con su presencia, el honor de María y del Niño, asegurarles con su entrega la necesaria protección.

Enseguida acepta su misión. Al despertar José de su sueño, dice el Evangelio, hizo como el Ángel del Señor le había mandado.

Así como María, a las palabras del Arcángel Gabriel había contestado: Hágase en Mí según tu palabra; del mismo modo, el Santo Patriarca a las palabras del Arcángel depuso todo temor, inclinó la cabeza, y recibió a María en su casa, a quien amó y veneró más que antes, reconociéndola por Madre del Divino Redentor.

En cuanto amanece, corre a casa de su prometida. María, que le abre la puerta, comprende inmediatamente, viendo la expresión de su cara, su sonrisa radiante, que Dios le ha revelado el misterio. Es lo que, por supuesto, le anuncia contándole la visión del Ángel.

María, por su parte, informa, por primera vez a una criatura humana, de la escena que precedió a la Encarnación del Verbo.

Al terminar, San José, posando sus ojos, llenos de ternura y de respeto, en el rostro de su Esposa, quien, a causa del misterio operado en Ella aparece más bella, más pura y más divina, la saludaría como la Flor de Jessé, que, según la profecía, contenía, en germen, la esperanza de los tiempos futuros. Y, por primera vez, haciéndose eco de las palabras que María había escuchado en la Anunciación y en la Visitación, entonaría la alabanza que los labios humanos habían de repetir incesantemente hasta el fin de los siglos: “Dios te salve, María, llena de eres de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.

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Después de haber sido elegido por Dios para ser el casto Esposo de María, San José es, en consecuencia, ensalzado a la dignidad de Padre de Jesús.

Esta segunda prerrogativa, tan grande y maravillosa, no es sino un efecto y continuación de la primera.

José es el Padre del Salvador de los hombres, porque es el dueño de la divina Madre que lo dio al mundo. El divino Infante, concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo, pertenece a José, quien es el dueño de ese huerto cerrado; le pertenece, por su unión con la Santísima Virgen y por los amorosos cuidados con que la conserva.

Por lo tanto, si Él tiene tan grande parte en la virginidad de María, tiene parte también en el fruto de su seno, y he aquí que Jesús es su Hijo, por la alianza virginal que lo une con su Madre.

Confesemos, por lo tanto, que así como María, permaneciendo virgen, es Esposa de José y Madre de Jesús, José, por la misma razón, sin menoscabo de su pureza y sin ofender el honor de Jesús y de María, es el casto Esposo de María y el Padre de Jesús.

El espíritu humano se confunde a la vista de tanta grandeza; José comparte la eminente condición de Padre de Jesús con el mismo Dios. Sin dejar de ser virgen, tiene la gloria de ser padre de Aquel que es engendrado por el Padre celestial, desde toda la eternidad, en el esplendor de los santos.

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No se puede reflexionar sin emoción en qué santa intimidad pasarían María Santísima y San José los meses que les separaban del esperado nacimiento. Es muy probable que los dos juntos, con los rollos de los Profetas en la mano, trataran de escrutar los oráculos divinos concernientes a la venida del Mesías.

Unas palabras del Profeta Miqueas (5, 1), que precisaba que Belén sería donde había de nacer, les dejaba sorprendidos y en suspenso: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres la menos importante entre las principales ciudades de Judá, porque de ti debe salir el caudillo que regirá a mi pueblo.

Miqueas, ciertamente, no había podido equivocarse, pero ellos se preguntaban cómo era Belén el lugar designado, y no Nazaret… y qué debían hacer para cumplir la profecía…

Y he aquí que, una mañana, un pregonero que recorre el pueblo haciendo sonar un cuerno anuncia que el Emperador Augusto acaba de ordenar que se haga un nuevo censo de sus súbditos; así pues, según la costumbre, ya que la organización del Estado judío reposaba sobre la división de los ciudadanos en tribus, razas y familias, deberían inscribirse no en el lugar de su domicilio actual, sino en aquél del cual su familia era oriunda, donde se conservaban los registros civiles de sus antepasados.

María y José escucharían con el corazón palpitante la proclamación de la ordenanza imperial. ¿Acaso no era de Belén su antepasado David…? Tendrían, pues, que, inscribirse en el censo en aquella ciudad, donde debía cumplirse providencialmente la profecía de Miqueas…

Así pues, hicieron sus preparativos de viaje y se pusieron en camino.

Llegados a la población, se someterían sin tardanza a las obligaciones del censo. Luego, San José se pone a buscar alojamiento, lo que resulta muy difícil, pues la ciudad está llena de gente venida para el censo.

José, con el corazón angustiado, continúa preguntando, acompañado de María. Camina por las callas, llamando a todas las puertas, pero nadie le hace caso. Alguien, por fin, les indica un refugio: una especie de cueva horadada en la roca que se utiliza como establo y como refugio de mendigos. Sin otra posibilidad, allí se dirigen.

La indignidad del lugar agarrota el corazón de José. Belén —ha escrito el P. Faber— fue su Cruz.

Se acusa ante Dios y ante su esposa; pero María le consuela y le reconforta. Le dice que el misterio de estas deplorables humillaciones responde a un designio providencial del Señor.

San José, animado por María, se dedicó a acondicionar en la medida de lo posible, el miserable refugio. Alumbró un candil y lo colgó de un clavo en la pared; barrió el suelo en un rincón y, con un poco de paja limpia, preparó a María una especie de lecho.

María le había dicho que creía que el Niño estaba a punto de nacer y José comprendió que Dios, que la había fecundado, debía ser el único testigo de un alumbramiento cuyo carácter maravilloso no podía imaginar. Así pues, salió para buscar no lejos de allí otro lugar abrigado bajo la roca, pero no pudo dormir: su corazón palpitaba de emoción. Pronto, un presentimiento le hizo comprender que ya podía volver al establo…

Corrió hacia él, y a la débil luz del candil pudo vislumbrar una escena grandiosa en su sencillez: El Niño acababa de nacer; su Madre Virgen, a falta de otra cosa, le había recostado sobre la paja de un pesebre y, de rodillas, con las manos juntas y los ojos bajos ante la cuna improvisada, parecía sumida en un éxtasis de adoración.

María, al oír llegar a José, se volvió hacia Él y le sonrió. Luego, tomando el cuerpo minúsculo del Niño del fondo del estrecho pesebre, se lo entregó…

Imaginando esta escena, no se puede por menos de pensar en otra parecida que puso fin al paraíso terrenal: Eva ofreciendo a Adán el fruto prohibido…

Ahora, en Belén, la segunda Eva entrega a José, y en su persona a todos los hombres que han de ser salvados, el fruto bendito de su vientre… JESÚS…

José aparece así como el primer beneficiario del nacimiento del Salvador. Por otra parte, el gesto de María, ofreciéndole antes que a nadie el Niño, le designa a nuestra veneración como el primero en grandeza en el orden espiritual.

San José no duda en reconocer en este Niño bendito al Hijo de Dios…

Luego se lo devolvió a María, y se entregaron ambos a una dulce vigilia de oración y contemplación. No se cansaban de mirar aquel frágil Niñito, de cuyos labios se escapaban débiles vagidos. No se diferencia en nada de los demás niños, a no ser que, en el terreno de la pobreza, nadie, al nacer, podía disputarle el primer puesto…

¿Era posible que ese Niño fuese el Enviado de Dios, ese Mesías regio cuya gloria había cantado su antepasado el rey David?: El Señor me ha dicho: Tú eres mi Hijo, engendrado desde toda la eternidad. Pídeme y te daré las naciones en herencia y por dominio la tierra entera hasta sus últimos confines (Salmo 2).

¿Cómo, pues, creer en un Mesías que no tiene cetro ni corona, armas ni palacios, y cuyo nacimiento recuerda el de un vagabundo…?

Pero la fe de José es inexpugnable, no vacila ni conoce ningún cambio. Todo lo que María le ha revelado ilumina el espectáculo que tiene ante sus ojos con una luz sobrenatural.

Comprende que bajo aquella apariencia humilde se oculta una insondable riqueza. No duda en adorar a quien, prisionero en sus pañales, viene a liberar a los hombres, a quien, iluminado por la pálida luz de un candil en la tierra, habita en el Cielo rodeado de una luz inaccesible.

Su fe traspasa las apariencias y penetra hasta la divinidad. Sus labios se abren para pronunciar los títulos que el Ángel de la Anunciación ha enumerado: Hijo de David, Hijo del Altísimo, Aquel cuyo reino no tendrá fin, Hijo de Dios, Jesús, Salvador…

José adora estos misterios en silencio, su primer cántico religioso…

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Dice el Evangelista San Mateo que despertando José del sueño hizo como el Ángel del Señor le había mandado y recibió a su mujer, y no la conoció hasta que tuvo su Hijo.

La explicación de san Ambrosio es hermosísima. A esta palabra le da el sentido de conocimiento espiritual. El parto fue una cosa tan inefable, tan celestial, que entonces conoció a María como Madre de Dios, en toda su dignidad de Madre. Hasta ese momento había tenido el conocimiento de la fe; después del parto tuvo un conocimiento de visión.

Aquello fue tan maravilloso; el éxtasis de Ella, la belleza del Niño, la limpidez de todo, el júbilo de todo, que entonces Él la vio como Madre de Dios.

Antes la había aceptado por la fe. Y entonces tuvo el gran premio.

La fe de San José fue tan intensa y tan próxima al misterio de la Encarnación que, una vez consumado en el momento del Nacimiento, poseyó la visión completa del gran misterio.

Él sabía, por la fe, que el Mesías vendría, pero no sabía cómo iba a ser todo eso sino hasta que se consumó.

En ese momento San José fue arrebatado por la luz, como recompensa a su fe.

Él no sabía qué pasaba, había recibido a María por pura obediencia y pura fe.

En el momento en que la Santísima Virgen da a luz su Hijo, San José ve… conoce todas las maravillas obradas en María.

§§§

Después de esto, entendamos, pues, el silencio de San José.

San José ya no pudo hablar, estuvo en un continuo arrobamiento porque él miraba y veía, porque él era el hombre más privilegiado en el cielo y en la tierra: se le había permitido estar en el ámbito del misterio, del desposorio de Dios con la humanidad, en su cumbre, que fue María, y no habló porque su vida fue un continuo arrobamiento.

La que arrobaba a San José era la unión con ese Niño, que es carne de María; con ese Niño, que es Palabra del Padre; y entonces, María íntimamente unida a la Palabra del Padre.

¡Qué maravilla!

Este es el sentido del silencio de José a los pies del Niño Dios y de su Santísima Madre, y sólo una narración eminentemente verdadera y divina ha podido respetarlo y dejarnos el cuidado de comprenderlo.

Esa es la tarea reservada a nuestra contemplación del misterio de San José, testigo de la Navidad…

P.CERIANI.

SANTORAL 25 DE DICIEMBRE





25 de diciembre



LA NATIVIDAD
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

María dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió
en pañales, y lo recostó en un pesebre, porque
no había lugar para ellos en la posada.
(Lucas, 2, 7).



  
   Augusto, señor del mundo, había ordenado un censo general y preparó así sin saberlo el cumplimiento de las profecías; María y José debieron trasladarse a Belén. Carentes de un techo hospitalario, se retiraron a una gruta que albergaba a un buey. ¡Allí fue donde nació el verdadero Señor del mundo! Envuelto en pobres pañales y acostado en un pesebre de piedra sobre un poco de paja, no fue calentado sino por el amor materno y paterno y por el aliento del buey de los pastores y el asno de los pobres viajeros. A estos homenajes se asoció toda la creación espiritual y material: los ángeles del cielo anunciaron al Salvador, primero al pueblo de. Dios ya los humildes en la persona de los pastores, que acudieron ala gruta; después, una estrella misteriosa llevó a ella a los magos, primicias de la gentilidad y de los grandes. Toda la tierra estaba entonces convidada a entrar en el divino redil. ¡Gloria a Dios y paz a los hombres!

MEDITACIÓN
SOBRE LA NATIVIDAD DE JESÚS

   I. La desnudez del Hijo de Dios hecho hombre debe inspirarnos el desprecio de las riquezas y el amor de la pobreza. Jesús es abandonado por todos; carece de fuego, tiene sólo algunos pañales para defenderse de los rigores del frío. Es la primera lección que Dios nos da viniendo a este mundo; ¿c6mo lo escuchamos nosotros? ¿Qué amor tenemos por la pobreza? Tanto la ha amado Jesús, que ha descendido del cielo para practicarla. ¿Qué remedio aplicar a la avaricia si la pobreza del Hijo de Dios no la cura? (San Agustín).

   II. La humildad brilla con admirable fulgor en el nacimiento de mi divino Maestro. Quiere nacer en un establo, de una madre pobre, esposa de un pobre artesano: todo en este misterio nos predica humildad. ¿Podríamos dejarnos todavía arrastrar a la vanidad? ¿Ambicionaremos todavía dignidades y honores? Aprendamos hoy lo que debemos amar y estimar; persuadámonos de que la verdadera grandeza de un cristiano consiste en imitar a Jesús y en humillarse.

   III. El amor de Jesús por los hombres lo redujo a estado tan pobre y tan humilde. El hombre se había perdido queriendo hacerse semejante a Dios, Dios lo redime tomando su naturaleza y sus debilidades. Quiso Jesús hacerse semejante a nosotros; respondamos a su amor haciéndonos semejantes a Él. Él quiere nacer en nuestro corazón por la gracia; no le neguemos la entrada y cuando esté en él, conservémoslo mediante la práctica de las buenas obras. Cristo nace en nuestra alma, en ella crece y se desarrolla: pidámosle que no quede mucho tiempo pobre y débil. (San Paulino).

La humildad
 Orad por la Iglesia.

ORACIÓN

   Haced, os lo suplicamos, oh Dios omnipotente, que el nuevo nacimiento según la carne de vuestro Hijo unigénito, nos libre de la antigua servidumbre a que nos tiene sujetos el pecado. Por J. C. N. S. Amén.

sábado, 24 de diciembre de 2011

SERMÓN EN LA MISA DE NOCHEBUENA

MISA DE NOCHEBUENA

María Santísima y el Misterio de Navidad


Visto en : Radio Cristiandad


Reproducir en nosotros los misterios de Cristo quiere decir reproducir en nuestra alma las mismas disposiciones, los mismos sentimientos, los mismos estados del Corazón de Cristo cuando esos hechos se verificaron para alcanzar las mismas gracias que entonces produjeron.

Esta doctrina se verificó de una manera plenísima e inimitable en la Santísima Virgen María.

Nadie como Ella pudo afirmar: Cristo es mi vida.

No sólo reprodujo los misterios de Cristo interiormente, sino aun exteriormente; porque los vivió con su Hijo, porque los misterios de Jesús son, al mismo tiempo, los misterios de María; a tal grado que, a veces, casi nos parecen más de María que de Jesús.

En realidad, son de los dos, por una misma predestinación, por una misma vocación, por una misma gracia, por una misma misión, por una misma gloria, guardada la proporción debida.

Pero, aunque reprodujo y vivió todos los misterios de Cristo, hay, sin embargo, uno que para Ella fue capital, que es el centro de todas sus gracias y el secreto de su fecundidad sin semejante.

Ese misterio es el de la Encarnación. En él, por la voluntad de Dios y su libre aceptación, la Virgen María fue constituida Madre de Dios.

La Maternidad divina es su gracia central, de la cual nace todo: sus demás gracias, sus privilegios, su misión, su santidad, su fecundidad, su glorificación…

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El «Fiat», el hágase de la esclavitud de María, es también la expresión práctica de su omnipotencia.

Apenas pronunciado, el Espíritu Santo, como lo dijo el Ángel, la cobijó con su sombra protectora y llevó a cabo la obra de la Encarnación; en aquel momento se efectuó, lo del Verbo se hizo carne y comenzó a habitar entre nosotros.

¡Oh palabra de poder inmenso! La pronuncia la omnipotencia de Dios, y brotan de la nada los mundos… La dice María en el abismo de su humildad, y aún obra más maravillas que el Creador…

Aquel fiat saca de la nada las cosas… Este fiat saca al mismo Dios de su Cielo, de su eternidad, para que, sin dejar de Dios, comience a ser hombre…

El Espíritu Santo organiza de la Inmaculada Sangre de María el Cuerpo de Jesucristo; para que ese Cuerpo y esa Sangre, que toma de la Virgen, fuera la materia del sacrificio que para redimir al mundo ofrecería más tarde en la Cruz.

Y María, en este instante, queda convertida en verdadera Madre de Dios. Dignidad altísima y maravillosa… Es infinita, porque infinita es la dignidad de su Hijo.

Es un parentesco real y físico con el Hijo de Dios. Desde este momento, Dios está en María, no en imagen, no con su gracia, sino con su Persona misma divina; hay entre Dios y María una verdadera identidad en cuanto que la Carne y la Sangre de su Hijo son Carne y Sangre de María.

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La Iglesia celebra la Expectación del parto de la Santísima Virgen con una fiesta especial que le dedica en el tiempo santo del Adviento.

Consideremos la vida de la Santísima Virgen en ese período.

Bajo el aspecto interior, la vida de María era de una absoluta compenetración con su Hijo; Madre e Hijo no vivían una vida semejante, sino una misma vida, una sola vida. No se puede concebir mayor dependencia que la de Jesús en el seno purísimo de María. De Ella recibía toda su vida; de Ella dependía toda su vida. ¡Qué misterio!

En cuanto su vida exterior… ¡qué admirable es la Virgen en todo!… Con una vida interior tan intensa y tan divina como llevaba entonces, no dejaba traslucir nada al exterior. Exteriormente una dulce calma, una simpática sencillez, una muy amable serenidad. Nadie sospechaba lo que pasaba por su interior…; nadie, ni siquiera San José…

La vida de Jesús, al mismo tiempo, oculta y escondida como en un sagrario en el seno de María. ¡Qué oscuridad y silencio el de esta vida de Jesús!… ¡Qué debilidad e invalidez la de Jesús!… Todo lo espera, todo lo recibe de su Madre… Y, no obstante, desde allí está dirigiendo al mundo…, está siendo la alegría de los Ángeles y, sobre todo, está de día en día santificando más y más con su presencia, con su contacto, a su querida Madre. ¡Qué misterio!…

¡Qué vida más activa la de María con su Hijo y la del Hijo con su Madre!… pero toda vida de actividad interior.

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Como hemos dicho, los dos grandes y admirables efectos del consentimiento de María Santísima fueron, por una parte, la Encarnación del Hijo de Dios, obra maestra de la Omnipotencia divina, y por otra parte, la sublime e incomparable dignidad de Madre de Dios que desde entonces adquirió María.

Hasta aquel momento era solamente Virgen; por la Encarnación, hácese Virgen Madre, y Madre de Dios.

¡Y qué unión, qué prodigiosa intimidad se establece entre María y Dios, puesto que es la unión de la Madre con su Fruto Bendito, que vive en sus entrañas y de sus entrañas!

Cierto es que esta unión no era tan estrecha como la que unía la misma Carne de Jesús a su Divinidad: no era unión hipostática o personal. Pero ¿de qué Divinidad no debía estar impregnada, por decirlo así, aquella Carne de María a quien regaba y perfumaba la Sangre de Dios?

En María era esta unión más portentosa, puesto que era tan natural como sobrenatural, y María daba la vida de la naturaleza a esa Carne del Verbo de quien recibía la vida de la gracia.

Para dar una idea exacta y concisa de esta maravillosa relación, puede decirse, con Santo Tomás, que María tenía una consanguinidad con Cristo en cuanto hombre; una afinidad con Cristo en cuanto Dios; y que, por la operación de esta Maternidad bienaventurada, confinaba con la Divinidad.

La causa de que no estemos bastante penetrados de esta verdad, es que, comparando a María con las madres ordinarias, nos representamos esta cualidad de Madre de Dios en Ella como exterior y accidental, y no como inherente a su misma persona.

No debemos creer que esta unión se relajara cuando le dio a luz, cuando este Dios vivió de su vida propia.

No, esta unión continuó siendo para siempre en la tierra y ahora en el Cielo tan estrecha como lo había sido en el seno de María, y aun fue estrechándose, por el aumento de la gracia y del mérito en María, hasta el día de su Asunción, que la consumó y coronó por toda la eternidad.

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De ahí todos los misterios evangélicos del nacimiento y de la infancia de Jesucristo; de ahí la gloriosa parte que debía tener en ellos su Madre Santísima.

El Evangelio nos ha expuesto tan cuidadosamente estos misterios para que los tengamos siempre presentes, con la mira de hacérnoslos cultivar y aprovechar sus frutos. De aquí la justificación del culto de María Madre de Jesús, que nos los representa.

El Hijo de Dios podía ciertamente pasarse sin María: los prodigio de su concepción y nacimiento virginales, los celestiales prodigios que trajeron a sus pies a los Pastores y los Magos, prueban superabundantemente que desde entonces era el árbitro de la naturaleza.

Podía asimismo dejarnos ignorar esta primera edad de su existencia y aun era esto muy natural. Si, pues, quiso depender de los cuidados de María, deberle esos desvelos tan familiares, tan íntimos, tan sagrados de una madre; si quiso mostrársenos en ese estado, y recibir en él las primeras adoraciones del cielo y de la tierra, esto no pudo ser sin honrar a María y querer que nosotros la honrásemos.

Una de las grandezas y bendiciones de la Santa Madre de Dios ha sido el que su Hijo haya querido manifestarse en una edad y un estado en que se veía obligado a manifestarla juntamente con Él.

Esto es lo que resulta principalmente del misterio de su Nacimiento.

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Si el olvido, y el abandono, y el desprecio fueron el modo como los suyos recibieron a Jesús, contemplemos a María, penetremos en el interior de la gruta y miremos con santa curiosidad todo lo que allí pasa.

Iluminada por el Espíritu Santo, ha comprendido María que el momento del Nacimiento de su Hijo ha llegado… y, naturalmente, aunque cansada del penoso y largo viaje, no quiere descansar. Más que nunca, se entrega a la oración y contemplación…

Sus ardientes anhelos y fervorosos suspiros, hacen una violencia irresistible al Corazón de Dios… Se deja vencer por la oración de María, y cuando ha llegado al grado más elevado de aquel éxtasis de amor, el Espíritu Santo hace que de repente, de un modo milagroso, al abrir María sus ojos, se encuentre entre los pliegues de su manto, blanco como un copo de nieve, más bello que los Ángeles, al Hijo de Dios e hijo suyo.

María, Virgen antes del parto, es Virgen sin mancilla en el parto…; como el rayo del sol sale por un cristal, sin romperlo y sin mancharlo, así nació el Hijo de María.

María, dice el Evangelio, habiéndole envuelto en pañales, lo reclinó en un pesebre… ¡Oh anonadamiento del Hijo!… ¡Oh grandeza de la Madre!

Desfallece la palabra bajo el peso de este misterio, que la sencillez de su exposición hace aún más sublime a nuestros ojos.

Cuanto la sencillez con que María concurre a este misterio, tanto la levanta a su altura, cuando recordamos sobre todo que en la Anunciación y Visitación recibió y manifestó tan grandemente su inteligencia.

Fomentaba con sus ojos, dice con dulzura San Amadeo, revolvía con sus manos al Verbo de vida; calentaba con su aliento al que da calor e inspiración a todo; llevaba al que lleva al universo; amamantaba a un Hijo que derramaba Él mismo la leche en sus pechos y apacienta a todas las criaturas con sus dones. De su cuello pendía la Sabiduría eterna del Padre; apoyábase en sus hombros Aquel que mueve a todos los seres con su virtud; en sus brazos, en su regazo reposaba el que es tierno descanso de las almas santas.

Estas antítesis son de todo punto exactas; son la misma verdad de nuestra fe, que nos ofrece en la Encarnación del Verbo, a Dios hecho hombre, para que el hombre sea hecho Dios; doble antítesis que forma, por sus dos sentidos, toda la exposición del Cristianismo.

Así, las grandezas de María en este misterio se componen de los abatimientos de Jesús. Lo que Ella recibe está en proporción de lo que lleva. Todo lo que da al Hijo del hombre, se lo devuelve el Hijo de Dios. Le viste Ella de fajas, y Él la viste de gracia y de luz; Ella de su Maternidad y Él de su Divinidad…

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Contemplemos aquella escena…

Jesús va a recibir la primera adoración, y con ella las primeras caricias de su Madre…

María adora a su Dios allí vivo… real y físicamente presente…

Pero como Madre, se cree con derecho a tomar a aquel Niño y estampar en sus mejillas delicadas sus primeros besos…

¡Qué besos más ardientes!… ¡Qué abrazos más efusivos!… ¡Qué caricias más tiernas!…

Jesús no siente la pobreza del establo…, ni el frío de la noche…, porque lo primero que han visto sus ojos al abrirlos a la luz de este mundo, ha sido el rostro de su Madre.

¡Qué encantadora la sonrisa de Jesús al ver a su Madre, tan pura, tan bella, tan hermosa!

Madre e Hijo parece que no se hartan de contemplarse mutuamente… Y esa mirada de María, es consuelo y alegría para Jesús… Y la mirada de Jesús es aumento de gracia y santidad para María.

¡Con qué respeto y devoción, y al mismo tiempo ternura y delicadeza iría la Santísima Virgen envolviendo aquel cuerpecito de su Hijo en los blancos y pobres pañales!

¡Y con qué dolor y pena tan profundos le colocaría en las pajas del pesebre!…

Ella fue la primera que meditó en esta verdad que tenía delante de sus ojos… ¡Dios en un pesebre! ¡Dios abrazado con la pobreza tan estrechamente que ni casa, ni habitación tiene para nacer!…

¿Qué será la pobreza cuando así aparece inseparablemente unida al Hijo de Dios?

Pidamos a María que nos la dé a conocer, para que amemos está virtud.

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Admirando esta elocuencia espléndida que, nacida también de la sencillez del Evangelio, es un testimonio más de su divinidad, se dirá tal vez que la humilde María estaba lejos de presentir en Belén sus acentos, Ella que, acabando de dar a luz al Salvador, no muestra ninguna admiración ni arrobamiento, ni dice cosa que el Evangelista haya juzgado digna de referirnos…

El Magníficat responde a esta falsa idea. Toda la elocuencia cristiana no ha podido hacer más que comentar este canto de María, que ha conservado sobre los más bellos discursos la ventaja de ser proferido antes del suceso y de ser su brillante profecía.

Después de esto, el silencio de María a los pies de Jesús recién nacido es por lo mismo más elocuente…

Calla, porque de tal modo está a la altura del misterio que su sublimidad no la arrebata ya, y porque toma en él tanta parte que está como identificada con él…

Calla, porque adora, porque ama, porque escucha ese maravilloso silencio de la Palabra Eterna que se deja oír de su Corazón.

¡Ah! si la otra María habría de escoger la mejor parte, manteniéndose silenciosa a los pies de Jesús y escuchando su palabra, ¿cómo hubiera hablado María, Madre de Dios, cuando Jesús calla exteriormente y habla dentro; doblemente digno de ser oído, en su silencio y en su palabra?

Finalmente, no tenía ya qué hablar desde que había dado a luz la Palabra; o más bien, hablaba, como hablará siempre esta Palabra, este Verbo que Ella ha dado al mundo.

Este es el sentido del silencio de María a los pies del Niño Dios, y sólo una narración eminentemente verdadera y divina ha podido respetarlo y dejarnos el cuidado de comprenderlo.

Esa es la tarea reservada a nuestra contemplación del misterio de la Navidad de María Santísima…

P. Ceriani




SANTORAL 24 DE DICIEMBRE


24 de diciembre


SAN DELFÍN,
Obispo y Mártir



Preparad el camino del Señor ,
enderezad sus sendas.
(Lucas, 3, 4).

   San Delfín, obispo de Burdeos, combatió el error de los priscilianistas con celo ardiente y extraordinaria ciencia, particularmente en el sínodo de Zaragoza, que condenó a estos herejes, en el año 380, y en el de Burdeos, en el año 385. Mantuvo correspondencia con San Ambrosio y sobre todo con San Paulino de Nola, a quien tuvo el honor de conducir a la fe y de bautizar. Murió en el año 404.

MEDITACIÓN
SOBRE
LAS VÍSPERAS DE NAVIDAD

   I. María busca en Belén una casa donde guarecerse; llama a todas las puertas y nadie la recibe. ¿Cuánto tiempo hace ya que Jesús está a las puertas de tu corazón? Llama con golpes insistentes, y tú te haces el sordo. Es preciso que me purifique hoy de mis pecados mediante una santa confesión. ¿Qué es, en efecto, lo que aleja a Jesús y lo indispone contra mí, sino mi orgullo, mi cobardía, mi apego a los bienes de la tierra y a las comodidades de la vida? Quiero, pues, arrojar de mi alma a estos enemigos de mi amable Salvador

   II. Hay cristianos que reciben a Jesús, pero para tratarlo tal como deseaba hacerlo Herodes. Mañana Jesucristo descenderá hasta ti, ¡ten cuidado de recibir a este Huésped benévolo de manera digna de Él! ¿No lo alojarás en un corazón manchado por el pecado? ¿No lo echarás de allí recayendo muy pronto en las mismas faltas? Reflexiona con cuidado:  Aquellos que entregan a Jesús a miembros manchados por el pecado no son menos culpables que los que lo entregaron en las manos criminales de los judíos. (San Agustín).

   III. Vete a contemplar a Jesús en la Misa de medianoche; asiste a ella con devoción, humildad y fe semejantes a las de los pastores: verás en el altar al mismo Dios que ellos vieron en el pesebre. Piensa en los sentimientos de respeto, de amor y humildad que María y José tuvieron para con este adorable Niño; adóralo, humíllate ante Él, recíbelo con amor y ofrécele el presente de tu corazón.

La devoción a Jesucristo
Orad por los conciudadanos.

ORACIÓN

   Haced, oh Dios omnipotente, que la augusta solemnidad del bienaventurado Delfín, Vuestro confesor pontífice, aumente en nosotros el espíritu de Piedad y el deseo de la salvación. Por J. C. N. S. Amén.

viernes, 23 de diciembre de 2011

SANTORAL 23 DE DICIEMBRE


23 de diciembre


 SAN SÉRVULO,
Confesor



Alegraos en vuestra esperanza, sed sufridos
en la tribulación y perseverantes en la oración.
(Romanos, 12, 12).

   San Sérvulo, como el Lázaro de la parábola de Cristo, era un hombre pobre y cubierto de llagas que yacía frente a la puerta de la casa de un rico. En efecto, nuestro santo estuvo paralítico desde niño, de suerte que no podía ponerse en pie, sentarse, llevarse la mano a la boca, ni cambiar de postura. Su madre y su hermano solían llevarle en brazos al atrio de la iglesia de San Clemente de Roma. Sérvulo vivía de las limosnas que le daban las gentes. Si le sobraba algo, lo repartía entre otros menesterosos. A pesar de su miseria, consiguió ahorrar lo suficiente para comprar algunos libros de la Sagrada Escritura. Como él no sabía leer, hacía que otros se los leyesen, y escuchaba con tanta atención, que llegó a aprenderlos de memoria. Pasaba gran parte de su tiempo cantando salmos de alabanza y agradecimiento a Dios, a pesar de lo mucho que sufría. Al cabo de varios años, sintiendo que se acercaba su fin, pidió a los pobres y peregrinos, a quienes tantas veces había socorrido, que entonasen himnos y salmos junto a su lecho de muerte. El cantó con ellos. Pero, súbita mente, se interrumpió y gritó: "¿Oís la hermosa música celestial ?" Murió al acabar de pronunciar esas palabras, y su alma fue transportada por los ángeles al paraíso. Su cuerpo fue sepultado en la iglesia de San Clemente, ante la cual solía estar siempre. Su fiesta se celebra cada año, en esa iglesia de la Colina Coeli.

   San Gregorio Magno concluye un sermón sobre San Sérvulo, diciendo que la conducta de ese pobre mendigo enfermo es una acusación contra aquellos que, gozando de salud y fortuna, no hacen ninguna obra buena ni soportan con paciencia la menor cruz. El santo habla de Sérvulo en un tono que revela que era muy conocido de él y de sus oyentes, y cuenta que uno de sus monjes, que asistió a la muerte del mendigo, solía referir que su cadáver despedía una suave fragancia. San Sérvulo fue un verdadero siervo de Dios, olvidado de sí mismo y solícito de la gloria del Señor, de suerte que consideraba como un premio el poder sufrir por Él. Con su constancia y fidelidad venció al mundo y superó las enfermedades corporales.

MEDITACIÓN
SOBRE LA VIDA
DE SAN SÉRVULO

   I. San Sérvulo soportó, con heroica paciencia, una extrema pobreza y una cruel enfermedad. Jamás se le oyó una queja; en medio de sus sufrimientos, pedía sufrir más todavía. ¿Qué respondes tú a este  ilustre mendigo? Compara tus aflicciones con las suyas, tu paciencia con su paciencia, y cesa de quejarte de tu pobreza y del menosprecio de que se te hace objeto. ¡Avergüénzate! Jesucristo ha sido pobre, ha sido humilde. (San Pedro Crisólogo).

   II .Este santo sobreabundaba de alegría en la tribulación: el gozo de su corazón resplandecía en su rostro y se reflejaba en sus palabras. No cesaba de rezar a Dios y de celebrar sus alabanzas. Todas las aflicciones, por grandes, por penosas que fueren, te serán agradables si pides a Dios que te dé la fuerza necesaria para soportarlas, y si piensas en las promesas que hace Jesús en el Evangelio, a los que se resignan. ¿De dónde proviene que tan a menudo te veas agobiado de violenta pena, sino de que no piensas en Dios que puede consolarte, ni en el paraíso que espera a los que sufren con amor?

   III. La muerte de San Sérvulo es aun más dichosa que su vida: nada teme y espera todo; al morir sólo deja dolores y miserias, para tomar posesión del remo de los cielos. Pobres que estáis afligidos, consolaos: la muerte vendrá a trocar vuestros dolores en alegría. ¡En cuanto a vosotros, los felices de este mundo, la muerte vendrá a cambiar vuestros gozos en dolores! Ancianos, ella está a vuestra puerta; jóvenes, ella os tiende asechanzas por doquier. (Guerrico).

La paciencia
Rezad por los enfermos. 

ORACIÓN

   Oh Dios, que todos los años nos dais nuevo motivo de gozo con la solemnidad del bienaventurado Sérvulo, vuestro confesor, haced, en vuestra bondad, que honrando la nueva vida que ha recibido en el cielo, imitemos la que vivió en la tierra. Por J. C. N. S. Amén.

jueves, 22 de diciembre de 2011

SANTORAL 22 DE DICIEMBRE


22 de diciembre


SAN ZENÓN,
Mártir

¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano,
y no ves la viga que tienes en el tuyo?
(Lucas, 6, 41).

   San Zenón, que era un simple soldado, reprendió intrépidamente al emperador Diocleciano porque sacrificaba en honor de la diosa Ceres; declaróle que había que sacrificar al Dios de los cristianos con corazón contrito y humillado y no a los ídolos que son tan insensibles y vanos como el mármol o el bronce de sus estatuas. El tirano lo hizo prender y mandó que se le rompiesen los maxilares, que se le arrancasen los dientes a pedradas y que se le diese muerte.

MEDITACIÓN
SOBRE LA CORRECCIÓN FRATERNA

   I. Debemos estar llenos de gozo cuando se nos advierte de nuestros defectos porque, para corregirlos, primero hay que conocerlos. Enceguecidos por el amor propio, estimamos en nosotros lo que vituperamos en los demás. Sea tu amigo o tu enemigo quien te advierte tus defectos, siempre debes aprovecharte de ello; no te excuses, no acuses a quienes censuran tu conducta. ¿Cómo recibes tú las advertencias que se te hacen? ¿Cómo corriges los defectos que se te hace notar?

II. Cuando se te señala alguna falta, examínate; si lo que se te dice es verdad, corrígete. Si un enemigo o un hombre malo vitupera en ti algo laudable, alégrate: señal es de que comienzas a agradar al Señor. Porque desagradas a los malos. Es mejor ser vituperado sin causa que ser alabado sin motivo. Jesús, Salvador mío, no quiero agradaros sino sólo a Vos. Que los hombres hablen de mí como quieran, me importa poco: no son mis jueces.

   III. No examines las faltas de tu prójimo con ojo curioso y espíritu maligno. No lo acuses, a no ser que tu Posición haga que ése sea tu deber; y si los demás censuran su conducta ante ti, excúsalo en la medida en que puedas. Examina tus defectos y no pensarás en criticar los de tu prójimo. Aquél que se examina no busca lo que es censurable en otro, sino lo que en él mismo es digno de lágrimas. (San Bernardo).

La caridad
Orad Por vuestros superiores. 

ORACIÓN

   Haced, os lo suplicamos, oh Dios omnipotente, que la intercesión del bienaventurado Zenón, vuestro mártir, cuyo nacimiento al cielo celebramos. libre nuestro cuerpo de toda adversidad y purifique nuestras almas de todo mal pensamiento. Por J. C. N. S. Amén.

MILAGROS EUCARÍSTICOS

CADENAS DESATADAS
Año 604

La Sagrada Eucaristía ofrecida en el santo sacrificio de la Misa, aprovecha no sólo a los difuntos, mas también a los vivos por quienes se aplica, siendo en muchísimas ocasiones el consuelo y alivio de los pobres cautivos cristianos, aherrojados por los infieles en las más horribles mazmorras.



En confirmación de esta verdad, San Juan el Limosnero, patriarca de Alejandría en el año 608, sola referir a sus feligreses el hecho en su tiempo reciente, de un joven natural de Chipre que tuvo la desgracia de caer en manos de los persas y fue llevado cautivo  a una lejana y oscura cárcel de Lethe, donde le cargaron de grillos y cadenas.

Varios de los presos que allí estaban supieron burlar un día la vigilancia de los guardas y huyendo se fueron a Chipre. A la noticia de su llegada corren a su encuentro los padres del joven cautivo, para preguntarles si sabían  de él, a lo cual respondieron, confundiéndole con otro, que había fallecido y que ellos mismos le habían dado cristiana sepultura.

Al recibir tan triste noticia fue grande el desconsuelo de los padres, brotando de sus amantes corazones los sentimientos del más profundo dolor, pero no se olvidaron en su aflicción de hacer celebrar tres veces al año, Misas en sufragio del hijo que creían difunto, hasta que después de cuatro años, habiendo éste podido escapar de tan dura prisión se embarcó para Chipre, apareciendo  inopinadamente entre sus deudos y allegados.

No hay para que ponderar tan grata sorpresa que todos experimentaron cuando contemplaban con sus propios ojos al supuesto difunto, hasta que un tanto calmadas las emociones tan vivas, empezó el hijo a referir, una por una, las innumerables penalidades sufridas en su largo cautiverio.

Dijéronle luego los padres como hacían celebrar tres veces al año en los días de los Santos Teófanes y en la Semana del Pentecostés, Misas por él, a lo cual, después de reflexionar un momento respondió que coincidía precisamente con los tres días del año que en la cárcel se le aparecía radiante de luz y claridad un joven de incomparable  hermosura, el cual, de un modo invisible, le desataba de las cadenas y entonces se movía libremente por doquiera sin ser visto ni molestado de nadie, pero al día siguiente, sin saber cómo, se encontraba de nuevo atado con ellas.



La relación de este prodigio hizo que todos reconocieran haberse obrado en virtud del Santo Sacrificio de la Misa, ofrecido para bien de un hijo que se suponía difunto, y le aprovecho vivo, aliviándole en su triste y penosa condición de cautivo cristiano.



San Juan el Limosnero murió hacia el año 615 en Amathone (isla de Chipre), y la Iglesia le conmemora el día 23 de enero.

(Surio, Vida de San Juan el Limosnero,  § 25. —Baronius, Annales Ecclesiastici, tom,8 , pág 238, litt e,  pág 289, litt a.)


miércoles, 21 de diciembre de 2011

SANTORAL 21 DE DICIEMBRE


21 de diciembre


SANTO TOMÁS,
Apóstol



Tú has creído porque me has visto, Tomás:
bienaventurados aquellos que sin haber
visto han creído.
(Juan, 20, 28).

   Santo Tomás, oscuro galileo, siguió a Jesús desde el primer año de su ministerio público; pero huyó en el momento de su Pasión. No quiso creer que Jesús hubiese resucitado antes de verlo con sus propios ojos. Así uno de los hombres que debían anunciar al Salvador al universo defeccionó primero y, en seguida, fue difícil de convencer: fue preciso que el Salvador le hiciese meter la mano en sus adorables llagas. Se dice que después se trasladó a la India a predicar el Evangelio y recibió allí la corona del martirio en edad muy avanzada.

MEDITACIÓN
SOBRE LA VIDA DE SANTO TOMÁS

   I. Primero Santo Tomás fue incrédulo: no quiso prestar fe a la resurrección a no ser viendo con sus propios ojos al Salvador. "Bienaventurados, le dijo Jesucristo, aquellos que sin haber visto han creído". ¿Soy yo uno de éstos? ¡Ah! si creyese firmemente que Jesús ha muerto por mí, que existe un infierno y un cielo, ¿acaso no viviría más santamente? ¡Desventurados aquellos que esperan los castigos de Dios para creer! (San Eusebio).

   II. La fe de este santo Apóstol se despertó una vez que Jesús le hubo hablado y que tocó sus sagradas llagas. También tú en estas fuentes del Salvador debes, alma mía, refugiarte para reanimar tu fe, fortificar tu esperanza y aumentar tu caridad. ¿Estoy yo enteramente convencido de que Jesús ha sufrido por mí en todo su cuerpo? Si lo creo, ¿cómo puedo amar los placeres, sabiendo que Jesús no amó sino los sufrimientos?

   III. Santo Tomás probó su fe mediante sus buenas obras. Llevó el Evangelio a los países más lejanos, y selló con su propia sangre la verdad de su enseñanza. En vano tus palabras dan fe de que crees en Jesucristo, si tus acciones desmienten a tu lenguaje. ¿Estás pronto a morir por confirmar tu fe? Tú, que pierdes el cielo y la gracia de Dios antes que privarte de un ligero placer, ¿eres cristiano? Si ni siquiera puedo en ti reconocer a un hombre razonable, ¿cómo habría de darte el nombre de cristiano? (San Juan Crisóstomo).

La fe
 Orad por la India.

ORACIÓN

   Señor, concedednos la gracia de celebrar con gozo la fiesta de vuestro apóstol Santo Tomás, a fin de que su protección nos ayude e imitemos su fe con una piedad digna de ella. Por J. C. N. S. Amén.

PENSAMIENTOS DE SAN JUAN DE LA CRUZ

NEGATIO
III


De la manera que  pararían los rasgos de un tizne a un rostro muy hermoso y acabado, de esa misma manera afean y ensucian los apetitos desordenados del alma que los tiene, la cual en si es una hermosísima acabada imagen de Dios.

El que tocare a la pez, dice el Espíritu Santo, ensuciarse ha de ella; entonces toca uno la pez, cuando en alguna criatura cumple el apetito de su voluntad.

Si hubiésemos de hablar de propósito de la fea y sucia figura que pueden poner los apetitos del alma, no hallaríamos cosa, por llena de telarañas y sabandijas que esté, ni fealdad a que la pudiésemos comparar.

Los apetitos son como los renuevos que nacen en derredor del árbol y le quitan virtud para que no lleve tanto fruto.

No hay mal humor que tan pesado ponga a un enfermo para caminar, ni tan lleno de hastío para comer, cuando el apetito de criaturas hace al alma pesada y triste para seguir la virtud.

Muchas almas  no tienen ganas de obrar virtudes, porque tienen apetitos no puros y fuera de Dios.

Como los hijuelos de la víbora, cuando van creciendo en el vientre, comen a la madre y la matan, quedándose ellos vivos a costa de  ella, así los apetitos no mortificados llegan a enflaquecer tanto, que matan al alma en Dios, y sólo lo que en ella vive son ellos, porque ella primero  no los mató.

El apetito y asimiento del alma tiene la propiedad que dicen que tiene la rémora con la nave, que con ser un pez  muy pequeño, si acierta a pegarse a la nave, la tiene tan quieta que no la deja caminar.

Al codicioso todo se le suele ir en dar vueltas y revueltas sobre el lazo a que esta asido y apropiado su corazón, y con diligencia aun apenas se puede librar por poco tiempo de este lazo del pensamiento a que esta asido el corazón.

Es nuestra vana codicia de tal suerte y condición, que en todas las cosas quiere hacer asiento, y es como la carcoma que roe lo sano, y en las cosas buenas y malas  hace su oficio.

El principal cuidado que han de tener los maestros espirituales es mortificar a los discípulos  de cualquier apetito, haciéndolos quedar en vacío de lo que apetecían, por dejarlos libres de tanta miseria.

Así como es necesario a la tierra la labor para que lleve fruto, y sin ella no lleva sino malas yerbas, así es necesaria la mortificación de los apetitos para que haya pureza en el alma.

Eso que pretendes y lo que más deseas no lo hallarás por esa vía tuya, ni por la alta contemplación, sino en la mucha humildad y rendimiento de corazón.

No te canses, que no entrarás en el sabor y suavidad de espíritu sino te dieres a la mortificación de todo eso que  quieres.


martes, 20 de diciembre de 2011

SANTORAL 20 DE DICIEMBRE



SANTO DOMINGO DE SILOS,
Abad



Tribulación y angustias
 aguardan a todo hombre que obra mal.
(Romanos, 2, 9).

   Santo Domingo de Silos aprendió a servir a Dios cuidando las ovejas de su padre. Para santificarse mejor, tomó el hábito de San Benito en el monasterio de San Millán de la Cogolla. Elegido prior, resistió valientemente a Garcias, rey de Navarra, que quería apoderarse de las posesiones de la Iglesia. Este acto de valor hizo que lo confinasen en Castilla, donde llegó a ser abad de Silos. Reformó este monasterio e hizo de él uno de los más famosos de España. Murió en 1073, y un grupo de niños vio que su alma volaba al cielo.

MEDITACIÓN
SOBRE LAS TRES PENAS
DEL PECADO

   I. El pecado es castigo del pecador, como la virtud es recompensa del justo. El pecador lleva siempre consigo su verdugo; el remordimiento siempre tortura a su alma y le arrebata el bien supremo del hombre, que es la paz de la conciencia. Sin esta paz no hay placer, con ella, no hay tristeza. Los pecadores no pueden escapar del castigo, aun aquí en la tierra; aunque no haya llegado el día de la justicia, el castigo comienza allí donde comienza el crimen. (San Cipriano).

   II. La segunda pena del pecado es que deshonra al pecador a los ojos de todos los hombres virtuosos; por escapar de la vergüenza y del deshonor, el que obra mal aborrece la luz y busca las tinieblas. El pecador, además, es despreciado, por los malos mismos y por los cómplices de sus crímenes: ¡de tal modo el amor a la virtud y el aborrecimiento al vicio están hondamente enraizados en el corazón humano!

   III. El tercer castigo del pecador proviene de Dios: Él castiga al pecado en este mundo mediante las enfermedades, la pobreza, la peste, la guerra. Todo lo que sufres es castigo o del primer pecado de Adán o de algún pecado que tú has cometido. Pero, ¡cuánto más espantosos aun son los suplicios de la otra vida! Aquí ni siquiera puedes concebirlo, no sea que tal vez los experimentes algún día. ¡Verás cuán amargo es haber abandonado al Señor tu Dios! (Jeremías)

La huida del pecado
Orad por los que están en pecado.

ORACIÓN

   Señor, que la intercesi6n del bienaventurado Domingo, abad, nos haga agradables a vuestros ojos, a fin de que obtengamos por sus oraciones lo que no podemos esperar de nuestros méritos.  Por J. C. N. S. Amén.