SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO
Estando todo el tiempo de Adviento singularmente consagrado al culto divino y a los ejercicios de piedad, y siendo los domingos unos días que piden una aplicación más particular a la oración y a todos los deberes de la religión cristiana, es fácil concebir cuán santa debe ser la celebración de los domingos de Adviento. En el discurso del domingo precedente (ver aquí) ha podido verse lo que san Carlos dice de él en su admirable instrucción a su pueblo. La vigilancia y la solicitud infatigable de aquel Prelado le hizo reiterar las exhortaciones en orden al Adviento en sus concilios provinciales, en sus sínodos diocesanos, y en sus cartas pastorales, en una de las cuales nada omite para inclinar a sus ovejas a que comulguen todos los domingos de Aviento, y a que ayunen por lo menos el miércoles, el viernes y el sábado de cada semana de este tiempo de penitencia.
El Segundo domingo de Adviento, que en otro tiempo se llamaba el tercero antes de Navidad, parece consagrado del todo a la celebración de la primera venida del Salvador, y a prepararse para la solemnidad de su nacimiento. La Epístola que se lee en la misa de este día está tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, a quienes dice el Apóstol, que todo lo que se ha escrito ha sido para nuestra instrucción; a fin de que por la paciencia, y por la consolación que se saca de las Escrituras, conservemos una esperanza firme de ver la verificación de todo lo que se ha predicho. He aquí las promesas que Dios había hecho a los Patriarcas y a los Profetas. He aquí lo que estaba escrito: El Señor vuestro Dios suscitará un Profeta como yo, de vuestra nación, y de entre vuestros hermanos; a Él con preferencia a cualquier otro es a quien debéis escuchar. Moisés, inspirado de Dios, es el que habla al pueblo en este pasaje, prediciéndole el Mesías que debía ser el autor y el origen de su felicidad, después de haber sido el objeto de sus deseos y de sus votos. Estaba prohibido a los hebreos todo género de adivinación. Cuando hubiereis entrado, les dice Dios, en el país que os dará el Señor vuestro Dios, guardaos bien de querer imitar nunca las abominaciones de aquellos pueblos. Estas abominaciones eran las supersticiones de los paganos, por medio de las cuales pretendían conocer el porvenir, ó precaver los accidentes molestos de la vida. Como pretender purificar los hijos, haciéndoles pasar por fuego. De aquí procede sin duda la superstición de que habla el Crisóstomo (San Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia), la cual se practicaba saltando por encima de hogueras encendidas, superstición que Teodoreto y el concilio in Trullo condenan con razón como un resto de las antiguas impiedades del paganismo, lo mismo que el consultar a los adivinos, creer en los sueños, y consultar a los augures y a los que se meten a adivinar, y todas las demás supersticiones que Moisés refiere por menor en el cap. XVIII del Deuteronomio, y que el Señor abomina. Vosotros no debéis temer, añade el Profeta, que os falten personas que os descubran las cosas futuras y desconocidas. Dios suplirá cumplidamente a la falta de los adivinos y de los magos, de los encantadores y de los augures, por un Profeta que suscitará en medio de vosotros, y que os instruirá de su voluntad; no tendréis que trabajar para buscarle en las naciones extranjeras: Dios os dará un Profeta suscitado de en medio de vosotros, que no tendrá menos conocimiento que yo, y que os enseñará la verdadera senda de la salud, y el camino recto que conduce a la vida. Dice que será como él: esto es, Profeta, Legislador, Rey, Mediador, Jefe del pueblo de Dios; en una palabra, que será la realidad del que Moisés no era más que la figura.
Es evidente que el Profeta de que habla aquí Moisés, no es otro que el Mesías prometido. Así que los judíos, aun los del tiempo de Jesucristo, no dudaban que Moisés en este pasaje hablaba del Mesías. Los Apóstoles suponen en el pueblo esta opinión como un sentimiento común y universal. San Pedro en el primer discurso que hizo en el templo de Jerusalén, después de la curación del cojo, no tiene dificultad en asegurar que por fin en la persona de Jesucristo se ve el cumplimento de la promesa que Moisés les había hecho en otro tiempo, profetizándoles que Dios les suscitaría un Profeta como él de en medio de sus hermanos. (Hch. III, 22). San Esteban pondera el mismo pasaje a favor de Jesucristo. (Hch. VII). El apóstol san Felipe (Juan . I, 45) dijo a Natanael, que había hallado el Profeta de quien había hablado Moisés en el libro de la Ley. Por fin habiendo visto el pueblo judío la multiplicación de los cinco panes, no dudó que Jesús fuese el gran Profeta prometido por Moisés. (Juan. VI).
En los últimos tiempos, dice Isaías, la montaña de la casa del Señor se establecerá sobre lo más alto de las montañas, y se elevará sobre las colinas, y todas las naciones correrán a ella en tropas. Él nos enseñará sus caminos, y marcharemos por sus senderos; porque la ley saldrá de Sion y la palabra del Señor de Jerusalén. (Isai. II). La ley nueva ha salido de Sion. El Evangelio, el Cristianismo ha nacido en la Sinagoga; Jesucristo no ha predicado más que en la Judea. No ha venido para destruir la ley, sino para cumplirla y perfeccionarla. Hijos de Sion, exclama el profeta Joel (Joel, II), saltad de alegría, regocijaos en el Señor vuestro Dios, porque os ha dado un Maestro que os enseñará la justicia. En otros cien pasajes de la Escritura se observa el verdadero retrato de Jesucristo en las profecías. Esto es lo que hizo decir a la santísima Virgen en la primera conversación que tuvo con su prima santa Isabel: Luego que el Verbo ha tomado carne en mi seno, el pueblo de Israel ha recibido el cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres, a Abraham y a todos sus descendientes. Esto mismo es también lo que san Pablo quería dar a entender a los cristianos de Roma en la carta que les escribe, cuando les dice que todas las cosas que han sido escritas, lo han sido para nuestra instrucción; y que si el ministerio de Jesucristo miraba singularmente al pueblo circuncidado, esto es, si el Salvador ha querido nacer de la raza de David, y en medio de los judíos; si Él mismo se ha dignado someterse a la ley de la circuncisión, para pertenecer a su pueblo; si les ha predicado por sí mismo, lo que no ha hecho con los gentiles; si ha hecho sus milagros a su vista; si ha obrado la salud del mundo en medio de la Judea, todo esto ha sido para cumplir las profecías y verificar las promesas que Dios les había hecho: privilegio que no han tenido los gentiles, aun cuando no hayan sido excluidos del beneficio de la redención; y que Dios no ha dejado de anunciar su vocación y su conversión en innumerables pasajes de los Profetas, de los cuales habla san Pablo en la Epístola de la misa de este día. Puede, pues, decirse que con predilección había mirado a los judíos: pero este pueblo ingrato se había hecho indigno de ella. Así es que el santo Apóstol, dando a conocer en esta Epístola las prerrogativas a favor de los hebreos, no olvida la misericordia con que Dios ha mirado a los gentiles, y de la cual habían tantas veces hablado los Profetas. Aparecerá la vara de Jesé, dice Isaías, y el que saldrá de ella para ser el Maestro de las naciones, es aquel en quien todas pondrán su confianza.
Fácil es concebir cuán oportunamente está aplicada esta Epístola a este día, singularmente consagrado a celebrar el cumplimiento de las divinas promesas que Dios había hecho, no solo a los judíos, sino también a todas las naciones del mundo, cuando dijo a Abraham, que todas las naciones de la tierra serían benditas en uno de sus descendientes. (Gen. XXII).
El Evangelio de este día corresponde perfectamente al designio que tiene la Iglesia en este santo tiempo, de disponernos a celebrar dignamente el advenimiento del Salvador del mundo; puesto que se ve en Él el testimonio que le ha dado su santo Precursor, a fin de que, por medio de la predicación de aquel que ha sido destinado para anunciarle, sepamos quién es el que va a venir.