Esta Solemnidad encierra ceremonias y ritos de profunda significación. Tratemos de penetrarlos y de descubrirla.
I) Día de reconciliación.
Antiguamente, el Jueves Santo los penitentes públicos eran reincorporados a la comunión de los fieles con un rito impresionante.
Puesto que en la actual Liturgia personificamos nosotros a aquellos penitentes, recordemos que hoy debe derramarse sobre nuestras almas el perdón.
¿Por qué no damos un nuevo sentido a este antiguo rito por medio de una buena confesión, contrita y de serios propósitos? Ella nos preparará, al propio tiempo, a la recepción de todos los frutos de la Pascua de Resurrección.
Después de la confesión podremos exclamar, con la alegría de los antiguos penitentes: No moriré, sino que viviré aún y pregonaré las obras del Señor (Ofertorio).
La bendición de los Santos Óleos, que debería tener lugar también hoy en las Iglesias catedrales, nos debe confirmar en estos sentimientos. Los Santos Óleos nos recuerdan la purificación y consagración que los Sacramentos realizan en el alma, mediante la infusión y acrecentamiento de la Gracia Santificante.
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II) Día de renovación de la caridad fraterna.
Este sentido tiene la hermosa ceremonia del Mandato.
Es la reproducción de aquella otra de la que trae su origen. Tuvo lugar al terminar la Cena Pascua Legal y antes de la Institución de la Eucaristía.
Jesús, sabiendo que era llegada la hora de su tránsito de esté mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin. Y así, acabada la Cena, cuando ya el diablo había sugerido al corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, el designio de entregarle, Jesús, que sabía que el Padre le había puesto todas las cosas en sus manos, y cómo había venido de Dios, y a Dios volvía; se levantó de la mesa, se quitó sus vestiduras, y habiendo tomado una toalla, se la ciñó y comenzó a lavar los pies a sus discípulos.
El estupor de los Apóstoles ante tal acto de humildad no admite descripción. Pedro, con su natural vehemencia, se atreve a oponerse al Señor: No te dejaré nunca tomar mis pies para lavarlos.
Jesús le reprende dulcemente, y Pedro se deja lavar. Y así por su turno los doce, sin exceptuar a Judas. Y al final del lavatorio expresa el Señor la sublime lección encerrada en aquel acto de humildad: Ejemplo os he dado, para que así como yo he hecho con vosotros, así lo hagáis vosotros.
La Edad Media vio en este rito como un Sacramental.
La verdad es que en él plasmó el Salvador su nuevo precepto. Por eso comienza el Mandato con la antífona: Un nuevo mandato os doy: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado.
Y por eso también se repite tantas veces durante esta ceremonia aquella otra antífona: Donde hay caridad y amor, allí está Dios… Ubi caritas et amor, Deus ibi est…
Aprendamos la lección; y que el Mandato no sea para nosotros una simple ceremonia, sino un verdadero medio de obtener las gracias necesarias para practicar la caridad fraterna y restablecer la cristiana relación con el prójimo, si en algo se halla lesionada.
El uso de Oriente era lavarse los pies antes de tomar parte en una fiesta; pero el grado más alto de hospitalidad consistía cuando el dueño de casa cumplía este oficio con sus huéspedes.
Es Jesús mismo, que invita en este momento a los Apóstoles al divino festín destinado para ellos, quien se digna ejercitar con ellos la mayor hospitalidad.
Pero como sus acciones siempre contienen un fondo inagotable de enseñanzas, quiere darnos una advertencia acerca de la pureza requerida en quienes deben sentarse a su mesa.
El que ya se lavó, dice, no tiene más necesidad que lavar sus pies; como si dijere: es tal la santidad de este Banquete divino, que para acceder a él no sólo debe estar el alma purificada de sus manchas más graves, sino también debe buscar borrar las ligeras, las que nos hace contraer el contacto con el mundo, el polvo que se adhiere a los pies.
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III) Conmemoración de la Cena del Señor e Institución de la Sagrada Eucaristía.
Este rito recaba en la Liturgia del Jueves Santo casi toda la atención de la Iglesia. Desbordante de emoción, llega a suspender por unos momentos el luto de Semana Santa, para celebrar dignamente tan gran maravilla.
Debemos asistir a este conmovedor acto revestidos de sus sentimientos, y para ello hemos de extender nuestra consideración a los pormenores de la ceremonia de la Institución de la Sagrada Eucaristía.
Contemplemos cómo Jesús abandona Betania y se dirige a Jerusalén. Dos discípulos le han precedido por la mañana para preparar la Pascua. Apenas se pone el sol, comienza la Cena Pascual Legal.
El Señor está triste; y su tristeza se traspasa a los apóstoles. Un denso misterio envuelve todo el Cenáculo…
La segunda comida fue triste; los discípulos estaban preocupados por la confidencia que les había hecho Jesús; y comprendemos que el alma de San Juan, dulce y sencillo, tuviese necesidad de desahogarse con el Salvador por medio de sentidas manifestaciones de su amor.
Pero los apóstoles no esperaban que una tercera Cena sucediese a las dos primeras. Jesús habían mantenido su secreto; pero antes que sufriese tenía que cumplir con una promesa.
En efecto, Él había dicho en presencia de todo un pueblo: Yo soy el pan de vida bajado del cielo; si alguien come de este pan, vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
Ha llegado el momento en que el Salvador iba a realizar esta maravilla de su caridad para con nosotros. Pero como había prometido darnos su Carne y Sangre, tuvo que esperar hasta el momento de su inmolación.
Ahora que comienza su Pasión; vendido ya a sus enemigos, su vida está ahora entre sus manos. Por lo tanto, puede ofrecer en sacrificio y distribuir a sus discípulos su propia Carne y Sangre de víctima.
Jesús rompe finalmente su silencio: Con gran deseo he deseado comer esta Pascua antes de morir…
Habló así, no porque esta Pascua tuviese en sí misma algo de superior a las de años anteriores, sino porque ella iba a dar la oportunidad para la institución de la Pascua Nueva, que había preparado en su amor por los hombres. Porque habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.
Los apóstoles presienten el fatal desenlace. Oyen que uno de ellos le ha de traicionar; hasta queda señalado el aludido. En efecto, durante la comida Jesús, para quien los corazones nada tienen de oculto, dijo: en verdad, os digo, uno de vosotros me va traicionar. Sí, el que mete la mano en el plato conmigo es un traidor…
¡Qué tristeza en esta queja! ¡Qué misericordia para con el culpable, que conocía la bondad de su Maestro! Jesús le abre la puerta del perdón; pero él no aprovecha esta oportunidad… ¡tanto poder tuvo la pasión, que quiso satisfacer su infame negocio! Judas va a mancillar con su presencia los misterios augustos…. Espera el momento de la traición…
Pero es tan grande la impresión de aquellos discípulos, que no salen de su asombro y no aciertan a comprender las palabras de Jesús. Una cosa notan, y es que el Maestro está de despedida. Sí; Jesús solemniza su Última Cena con sus amigos. Por eso aprovecha esos momentos para darles sus últimos consejos… y, por fin, se da a Sí mismo: Tomad y comed, éste es mi Cuerpo.
Los Apóstoles reciban el Cuerpo de su Maestro; se alimentan espiritualmente de Él; Jesús no está sólo con ellos a la mesa, sino también en ellos.
Entonces, como este divino misterio no es solamente el más augusto de los Sacramentos, sino que es un verdadero sacrificio, que exige el derramamiento de sangre, Jesús toma el Cáliz y convierte en su propia Sangre el vino del que está lleno; lo pasa a sus discípulos y les dice: bebed todos de Él; es la Sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por vosotros y por muchos…
Estas son las magníficas circunstancias de la Cena del Señor, cuyo aniversario nos reúne hoy. Pero no lo hubiésemos señalado suficientemente sino dijésemos, si no añadiésemos un rasgo esencial.
Lo que ocurría en el Cenáculo no es un evento ocurrido una vez en la vida mortal del Hijo de Dios; y los Apóstoles no son los únicos invitados a la Mesa del Señor. Allí tenía lugar algo más que una comida, y había otra cosa que un sacrificio, por divina que fuese la Víctima ofrecida por el Soberano Sacerdote… Tenía lugar la institución de un nuevo Sacerdocio.
¿Cómo hubiese podido decir Jesús a los hombres: si no coméis mi Carne y bebéis mi Sangre, no tendréis la vida…, si no hubiese pensado en establecer un ministerio por el cual podría renovar hasta el final de los tiempos lo que acababa de hacer en presencia de estos doce hombres?
He aquí que dijo a los hombres que había elegido: haced esto en memoria mía. Y les da con estas palabras el poder de transubstanciar el pan en su Cuerpo y el vino su Sangre.
Y este sublime poder se transmitirá en la Iglesia por la Sagrada Ordenación. Jesús va a seguir operando, por el ministerio de hombres mortales y pecadores, la maravilla que está haciendo en el Cenáculo.
Y al mismo tiempo que dota a su Iglesia del Sacrificio único e inmortal, nos da, de acuerdo con su promesa, la forma de permanecer en Él y Él en nosotros.
Debemos, pues, celebrar hoy otro aniversario no menos maravilloso que el primero: la Institución del Sacerdocio Católico.
La Misa de Jueves Santo es una de las más solemnes del año; y aunque la institución de la fiesta del Santísimo Sacramento tiene por objeto honrar con creces el misterio mismo de la Eucaristía, la Iglesia no quiso que el aniversario del Jueves Santo perdiese nada de los honores a que tiene derecho.
El color adoptado en esta Misa para los ornamentos sagrados es el blanco, como en los días de la Navidad y Pascua; y todo la ostentación de luto ha desaparecido.
Sin embargo, varios ritos extraordinarios anuncian que la Iglesia todavía gime con su Esposo, y sólo suspende por un momento el dolor que la oprime.
En el Altar, el sacerdote entona con transporte el himno angelical: Gloria a Dios en las alturas de los cielos… De repente se escuchan las campanas en gozoso repique, que acompaña hasta el final el cántico celestial; pero desde ese momento permanecen silenciosas y su silencio durante largas horas hará que planee una sensación de asombro, inquietud y abandono.
La Santa Iglesia, privándonos del énfasis melódico de esos acentos, quiere hacernos sentir que este mundo, testigo de los sufrimientos y de la muerte de su Autor divino, ha perdido toda melodía, y que se convirtió en triste desierto.
Uniendo un recuerdo más preciso a esta impresión general, nos recuerda que los Apóstoles, que son la voz estridente de Cristo y son figurados por las campanas, cuyo sonido llama a los fieles a la casa de Dios, huyeron y dejaron a su Maestro como presa de sus enemigos.
El sacrificio continúa su curso; pero en el momento en que el sacerdote eleva la Santa Hostia y el Cáliz de la salvación, la campana enmudece y sólo un ruido seco, austero e inexpresivo anuncia la llegada del Hijo de Dios sobre el Ara.
Hoy conmemoramos y hacemos presente de una manera particular aquel misterio…
Prepárate, pues, alma devota. Comulga en el ambiente de recogimiento del Cenáculo… Y que ese ambiente te envuelva y santifique esta noche y perdure durante todo el día de mañana.
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IV) Día de unión con Cristo agonizante.
Después de la Santa Misa son despojados los Altares de su natural ornamentación. La Iglesia queda triste; ha comenzando, en efecto, la Pasión del Señor, y quiere llorar con Él.
Después de la Institución de la Eucaristía y del extenso y profundo Sermón de despedida, el Señor se dirigió al Huerto de los Olivos. Allí se internó con tres de sus discípulos, los mismos que habían presenciado su Transfiguración sobre el monte Tabor.
Después de intimarles a que orasen con Él, se apartó de ellos, y comenzó a dominarle una angustia mortal. Un sudor de sangre, que chorreaba hasta empapar el suelo, le cubrió el cuerpo….
Su oración se intensificó cada vez más: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz.
Un Ángel tuvo que descender para confortarle.
Y mientras tanto, los discípulos dormían…
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Si hemos prestado atención, descubriremos que un rito inusual se realizó en el Altar, en la acción del Sacrificio. El sacerdote consagró mayor cantidad de hostias, y después de que han consumido una parte, reserva la otra, colocándola en un Copón.
Es porque la Iglesia ha decidido interrumpir mañana el curso del Sacrificio perpetuo que ofrece cada día. Tal es la impresión que le hace experimentar este cruel aniversario, que Ella no se atreve renovar sobre el Ara, en ese día terrible, la inmolación que tuvo lugar sobre el monte Calvario.
La Iglesia permanece sumida en sus recuerdos, y se contenta con participar del sacrificio de hoy, del cual reserva las Sagradas Formas. Este rito se llama Misa de Presantificados, porque el Sacerdote no consagra, sino que consume y distribuye lo consagrado el día anterior.
Sin embargo, si la Iglesia suspende la ofrenda del eterno Sacrificio por un día, no quiere que su Esposo pierda algo de tributos debidos en el Santísima Sacramento. La piedad católica ha encontrado una manera de convertirlo en un triunfo para la Sagrada Eucaristía en esos momentos donde parece inaccesible.
La Iglesia prepara un suntuoso monumento en cada templo; y es allí donde, después de la Misa de hoy, será reservado el Santísimo Sacramento para que los fieles le presenten sus adoraciones, desagravios, acciones de gracia y súplicas.
Tú, alma devota, acompaña a tu Señor y Redentor después de la Institución Eucarística. No le abandones en su agonía; no dormites mientras el Señor suda sangre. Santifica la hora de la Agonía de Jesús con el piadoso ejercicio de la Hora Santa. Cuida, sobre todo, de no dejar solo a Jesús en el Monumento.
¡Oh, si pudieras acompañarle durante esta noche de soledad! ¡Qué gracias recibirías de sus manos!
P.CERIANI
Visto en : Radio Cristiandad