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lunes, 23 de enero de 2012

AMOR Y FELICIDAD


Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad



VI
Vuestro cuerpo y vuestro amor




Capitulo anterior: ver aquí
La prueba del amor
A estas consideraciones se puede añadir también que la pureza se presenta como la prueba del amor. Es fácil la confusión entre el verdadero amor y todas las falsificaciones de éste. Ahora bien, lo peculiar de la virtud de pureza es precisamente efectuar una división entre lo que proviene propiamente del amor y lo que proviene más bien de la pasión carnal. Hemos subrayado ya el peligro de confusión que hay en esta materia, por el hecho de que todo amor implica una resonancia carnal, mientras que la inversa no es necesariamente cierta. En ese punto precisamente interviene la pureza, revelando la naturaleza del verdadero sentimiento que atrae dos seres el uno hacia el otro. Si se trata de la trivial aventura de dos cuerpos que se buscan: entonces se cederá a los impulsos del instinto sin tomarse el trabajo de luchar, por poco que sea, para elevarse más allá de un falso amor que es tan sólo una promiscuidad sexual velada. Si se trata, por el contrario, de un verdadero amor: se intentará entonces dominar los movimientos del apetito sexual y subyugarlos en nombre de un bien superior. En tal caso, incluso si hay caída, la lucha se mantiene enérgica y tendrá que acabar en una liberación del espíritu. El amor queda en cierto modo purificado, y se tiene la certeza de que los lazos que atan el uno al otro no son exclusivamente los de la carne, sino ante todo los del espíritu. En esta certeza se basa, al mismo tiempo que el gozo de ser amado, la garantía de lo inquebrantable del matrimonio.

Fundamento de la confianza mutua, fuente principal del dominio de sí, prueba del amor: así aparece la virtud de pureza aplicada a los novios. ¿Quién no ve, desde ese momento mismo, el imperativo importante que representa? Hasta tal punto que se puede afirmar sin exageración alguna, que quienquiera que pretenda menospreciarlo, verá, tarde o temprano, fenecer su amor. No se puede edificar un matrimonio sobre el desprecio de lo sexual, y esto es precisamente lo que hacen quienes se niegan, con el pretexto que sea, a mantenerse castos en su amor. La pureza, en este sentido, no es realmente facultativa. Se impone como una necesidad.

4. Posibilidad y condiciones de la pureza


Esta necesidad y el papel primordial que la pureza está llamada a desempeñar en la preparación inmediata al matrimonio, son demasiado evidentes para que una pareja reflexiva no se detenga en ellos. Ocurre, sin embargo, que después de haber visto su importancia y admitido su necesidad, se retroceda ante los sacrificios que impone. Se recurre entonces a una disculpa demasiado fácil: la de la imposibilidad que existe para los jóvenes de nuestra época, de vivir su amor en un clima tal de pureza. Y se inventan entonces mil pretextos que intentan eludir todos los compromisos.

En respuesta a esto, basta mencionar el hecho indiscutible de tantos y tantos novios que, pese a todas las circunstancias, contra viento y marea, se mantienen firmes, y logran alcanzar contra ellos mismos y contra todas las corrientes que se coaligan para vencerlos, esta admirable victoria que significa un noviazgo de pureza. ¿Por qué, pues, lo que es posible para unos ha de ser imposible para otros? Substancialmente, se puede creer que todos se enfrentan con los mismos problemas, hasta cuando para algunos, ciertas circunstancias difieren y hacen la lucha más azarosa. Además, todos tienen a su disposición la gracia de Dios y la fuerza de su amor. Se trata, pues, de convencerse de que allí donde otras han triunfado, todos pueden triunfar. Esta convicción desempeña un importante papel en el resultado de semejante lucha. En efecto, quienquiera que la entable con la idea preconcebida de que le es imposible triunfar, capitulará desde los primeros choques y quedará abatido por un desaliento peligroso. Cada pareja de novios debe creer en ella; debe tener la inquebrantable convicción, cualesquiera que sean sus dificultades y sus fracasos, de que lo mismo que otra cualquiera puede alcanzar esa cima del amor que es la pureza. Pues de otro modo sería la decadencia y el derrumbamiento de todo ideal de vida. Ahora bien, lo que valga el ideal de quienes se aman, es lo que valdrá su amor. Para mantener éste en buena salud, tienen, pues, el deber de hacer que conserve una gran dosis de ideal, a lo cual se aplicarán fomentando la convicción de que pueden conseguir depurar su afecto, si saben perseverar sin retroceder.

Una vez adquirida esta convicción y sólidamente aferrada al espíritu del uno y del otro, se dedicarán a determinar las condiciones prácticas en las cuales será realizable su victoria. Entre éstas, algunas corresponden al joven y otras a la muchacha.
La parte del joven
Al joven, primeramente. Estando a punto de señalar las condiciones que harán posible la castidad del joven novio, ¿no es necesario ante todo eliminar ciertos prejuicios tan difundidos según los cuales es imposible, e incluso perjudicial para el joven, practicar la castidad? Con frecuencia se escudan en testimonios seudomédicos, que además son falsamente alegados o mal interpretados. Éstos no son más que burdos pretextos a los que no se les puede conceder ningún valor. En fecha todavía reciente, una de las celebridades médicas contemporáneas, el doctor Cossa, jefe del servicio psiquiátrico de los hospitales de Niza, refutaba magistralmente esas alegaciones. Respondiendo de modo sistemático a las preguntas: ¿Puede el hombre abstenerse de la actividad sexual? ¿Puede hacerlo sin inconveniente? ¿Es deseable que se abstenga de ella?, el doctor afirmaba, en conclusión, y de una manera que desbarata todas las objeciones, la conveniencia de la castidad masculina [1]. Y deteniéndose, después de él, en el análisis de ese problema, el doctor Robert-Henri Barbe, afirmaba: «Desde el ángulo medicopsicológico que nos interesa, no se ha repetido lo suficiente la posibilidad y la inocuidad de la castidad masculina bien entendida» [2]. Conviene además afirmar, añadía, que es oportuna. A estos testimonios, ya bastante explícitas por sí mismos, añadiremos este otro que barre de golpe todos los sofismas acumulados sobre el tema: «La práctica de la castidad no ha hecho enfermar ni enloquecer a nadie: es, por el contrario, un poderoso elemento de equilibrio para quien sabe vivirla en su plenitud» [3].

Por tanto, sería inoportuno buscar pretextos para justificar los extravíos a los que tantos hombres se entregan. Lo mismo que la mujer, el hombre puede y debe mantenerse casto. Para conseguirlo, tiene que someterse a ciertas condiciones. Entre otras cosas, el joven debe, ante todo, revisar su concepto de la mujer. Por desgracia, sucede en efecto que la idea que de ella difunden el cine y una buena parte de la literatura contemporánea no está en conformidad con lo que ella debería ser. ¡Cuántos, para quienes la mujer es ante todo una «despertadora de deseos», no ven en ella más que el instrumento requerido para satisfacer sus pasiones desequilibradas! Detrás de las medias sonrisas y de las miradas de reojo, se cultivan falsos reflejos de tal modo que, llegado el momento de elegir esposa, arrastran a su zaga ese triste bagaje del que no logran ya desprenderse. Ahora bien, es esencial que su concepto de la mujer lleve al hombre a ver en ella, no un ser que codiciar sino un ser que respetar, a amarla tal vez por su belleza, pero mucho más por su bondad, por el impulso hacia el bien que lleva ella dentro, por su fineza interior que aportará al hombre ese complemento de alma que él necesita. Considerarla como su compañera ante Dios, la que le ayudará a ir hacia Él, pidiéndole a cambio su propio apoyo. Considerarla también como madre de sus hijos, la que será en el hogar fuente de vida y corazón de la alegría. En suma, recogiendo la magnífica idea de Gina Lombroso, volverse hacia la mujer como hacia «la que es esencialmente madre, aquella en quien el amor habla más alto que la ambición, la que necesita encontrar un apoyo y darlo a su vez, la que tiene sed de ser amada y de amar ella también». A menos de alimentar en él tan elevado concepto de ella, el hombre no podría ser digno de la mujer y su amor se reduciría a no ser más que una triste toma de posesión al nivel de la carne.

En el mismo sentido, el joven debe habituarse a la idea de que sus bruscos arrebatos, que son fruto de la pasión en él y que rugen cada vez que el deseo asciende, pueden llevarle a herir de modo irremediable la delicadeza de su novia. Es muy crecido el número de las que entran en el estado matrimonial ocultando tras su máscara sonriente un auténtico temor.

En numerosos casos, éste proviene de unas relaciones ambiguas, debidas al hecho de esa violencia incontrolada que han percibido en el hombre. Se sienten deseadas más que amadas, lo cual no puede sino engendrar en ellas una inquietud desgraciadamente justificada. Que el hombre aprenda a amar y a manifestar su amor sin dejarse turbar por los impulsos equívocos de su potencia sexual, porque no hay otro medio de evitar a la joven novia las torturas de una angustia que, con toda evidencia, permanece siempre secreta. Que él des pliegue, pues, toda su energía para evitar el dejarse deslizar y llegar a tomar por anticipado el don total del mañana. Porque hay cosas que no se rompen más que una vez; después no queda más que llorarlas. Tal es, con respecto al joven, la imagen de él que lleva dentro su novia. No hay más que una primera noche, que debería estar marcada por el amor más tierno, más delicado, más generoso. ¿Por qué, al anticiparla, marcarla con el recuerdo indeleble del egoísmo, de la violencia, del daño y de la tristeza? ¿Por qué ofrecer a la novia esa entrada deprimente y desesperante en el mundo del amor, que debería ser confortante y bello? ¿Por qué exigir de ella hoy lo que no tiene ella derecho a entregar hasta mañana? Acaso consentirá ella, a fuerza de circunloquios y con frecuencia por temor a perder al hombre a quien ama, a la infamia de entregarse demasiado pronto; pero conservará siempre de ello una amargura profunda porque creerá haber pagado su amor con su carne. Y no podría haber para ella un recuerdo más penoso.
La parte de la muchacha
Queda ahora por recordar a la muchacha que ella tiene también su parte que realizar en esta lucha tan difícil. Lo primero que hace falta es que ella comprenda a su novio. Que sepa que en él, debido a su propia constitución fisiológica, puede haber a ciertas horas un deseo carnal de una gran violencia sin que por eso el novio sea malo. Paga él simplemente entonces el rescate de su sexo, una de cuyas características es precisamente esta sensibilidad sexual intensa y a menudo tan difícil de vencer. Cuando la muchacha perciba en su pareja un ardor que le parezca sospechoso, que se guarde mucho de juzgarle por ese solo signo, y de situarle entonces entre las bestias. Tal juicio sería injusto. Que se guarde también de rechazarle entonces neciamente, y que sepa disimular la firmeza de su negativa con una delicadeza que su novio le agradecerá infinitamente. La brusquedad, en tales circunstancias, no puede conducir más que al desacuerdo.

La mejor baza de la mujer, en este terreno, será la prudencia. A este respecto, diremos además, que con frecuencia la mujer carece de ella. Entregándose a una coquetería a la cual la inclina espontáneamente su feminidad, cultivando de un modo inconsciente su afán de agradar y de seducir, sucede que, sin darse cuenta, la muchacha llegue a mostrarse provocadora. Es un desastre el que prepara entonces, porque el hombre, estimulado en su natural violencia por un despliegue de artificios harto eficaces, llegará a no poder resistir más. Sin saberlo quizá, pero de una manera cierta, la muchacha le habrá conducido entonces a las puertas de la exasperación.

Para evitar una situación tan peligrosa, que la novia sea muy prudente en su manera de vestir, en su manera de expresar su ternura, en las manifestaciones de su poder femenino. En este terreno no está permitida ninguna inconsciencia, y no sería una disculpa alegar la ignorancia.

Pero una vez asegurada esta colaboración por su parte, una vez bien utilizada esta prudencia comprensiva, que se arme de una gran firmeza. Pudiera ocurrir que, bajo la impresión de una negativa, aunque ésta sea hábil, el joven impulsado por su fogosidad proteste; pero una vez restablecida la calma sentirá más estimación, más confianza, más respeto e infinitamente más amor. No hay camino más seguro para engendrar el respeto del hombre que el autorrespeto que muestra la mujer en semejante ocasión. Sólo al precio de esta amable firmeza la mujer se engrandecerá en el corazón de su novio.
La norma: un esfuerzo conjunto
Finalmente, como última norma en esta materia: sabrán darse la mano para elaborar entre los dos una estrategia de la prudencia. Unos novios deben comprender que les resulta imposible resolver ese problema si no se aplican a ello conjuntamente. Por eso no deben temer el hablar juntos a este respecto a fin de analizar la situación concreta. Se quejan a menudo de estar siempre luchando con una eterna repetición. Se adoptan grandes y hermosas resoluciones que se olvidan en seguida. Lo malo de esas resoluciones es que son con frecuencia demasiado vagas. No se ciñen a la realidad y, por ello, se vienen abajo en seguida.

Es preciso, por tanto, que la pareja, con un esfuerzo leal e intransigente, determine el camino a seguir para eliminar las ocasiones que provocan generalmente sus fracasos. No es necesario crearse dificultades; una pareja que se detenga a analizar su comportamiento habitual encontrará muy pronto sus puntos débiles. Una revisión sistemática e inexorable, efectuada conjuntamente por el novio y la novia, tendrá sin duda como resultado el revelar las brechas por donde se infiltra el mal. Determinar en suma lo que pueden permitirse y lo que deben evitar… aunque «en sí» no sea un mal.

No existe sobre este tema un código al cual pueda uno atenerse con certeza; sería pueril querer redactarlo. Verdad es que hay ciertos límites precisos que no está nunca permitido rebasar. Pero hay otros que pueden imponerse a una pareja mientras que no se imponen a otra. Por eso cada pareja de novios debe aplicarse a trazar el camino que le sea apropiado a fin de evitar el verse, tarde o temprano, empujados ante un muro prohibido.

En caso de duda, téngase como un deber el consultar humilde y simplemente a un confesor, cuidando de exponerle los antecedentes verdaderos de la situación y con quien se podrán discutir las actitudes generales que deben adoptarse. Con frecuencia, este simple paso, prenda de honradez y de buena voluntad, traerá por sí solo gracias innumerables de las que se beneficiará la pareja en sumo grado.

¿No será éste, además, el mejor medio de asegurar la perseverancia y la continuidad del esfuerzo? Porque hay que tener muy en cuenta esta realidad: los mejores quedan muchas veces destrozados en sus esfuerzos hacia el bien. No hay que vacilar nunca en acudir entonces a la misericordia divina; ésta es inagotable, como nuestra miseria y nuestra flaqueza. Por eso, no hay que abstenerse de hacerlo con el pretexto de que se teme abusar o mostrar una falta de lealtad. Ciertamente, no se trata de coleccionar absoluciones sin tomarse el trabajo de mejorar la situación; sería ridículo e indecoroso. Pero quien quiere hacer un verdadero esfuerzo y se obliga a no ceder, debe buscar el perdón de Dios, cuando ha habido extravío.

Lo que Dios espera de nosotros, siempre y en todo terreno, no es que triunfemos fácilmente y en el acto, sino que luchemos tenazmente, aunque la derrota ocasional haya de ser el resultado desalentador de esa perseverancia. Que se guarden en esto de incurrir en exámenes de conciencia enfermizos y de insistir machaconamente sobre sus culpas. Que sepan olvidar sus pecados como Dios mismo los olvida, sin aferrarse a ellos con desesperación. Hay que escuchar las palabras de Péguy:

Vuestros pecados, ¿son acaso tan preciados que haya que catalogarlos y clasificarlos
Y registrarlos y alinearlos sobre mesas de piedra
Y grabarlos y contarlos y calcularlos y compulsarlos
Y recopilarlos y revisarlos y repasarlos
Y enumerarlos y culparos de ellos eternamente
Y conmemorarlos con no se sabe qué clase de piedad? [4].

Desde el momento en que unos novios están verdaderamente decididos a realizar el esfuerzo, desde el momento en que no se niegan a sacrificarse para mantener su amor en ese saludable clima de pureza que les servirá para lograr la felicidad, que se vuelvan hacia Dios con tanta frecuencia como la que mostraron en apartarse de Él; extraerán de Él una fuerza nueva y esa gran paz que proporciona el pensamiento de un ayer olvidado y de un mañana naciente. A todas las parejas de novios que luchan por conservar el esplendor de su amor, cualesquiera que hayan sida los fracasos, les está permitido repetir las palabras que el poeta de la misericordia presta a Dios:

La jornada de ayer está cumplida, hijo mío, piensa en la de mañana,
Y en tu salvación, que está al término de la jornada de mañana.
Para ayer, es demasiado tarde. Mas para mañana, no es demasiado tarde [5].







[1] «Bulletin de la Société médicale de Saint-Luc», 1947, n.º 8, p. 195-209.
[2] Robert-Henri Barbe, o.c., p. 107.
[3] Dr. Fabienne Signoud, Aspects médicopsychologiques de la chasteté féminine dans le célibat et le mariage, en Médecine et Sexualité, Spes, París 1950, p. 139.
[4] Charles Péguy, Le mystère des Saints Innocents, en Œuvres Poétiques complètes, Gallimard (Pléiade), París 1954, p. 326.
[5] Ibíd., p. 329.

SANTORAL 23 DE ENERO



23 de enero


SAN RAIMUNDO DE PEÑAFORT,
Confesor



Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida.
(Apoc., 2, 10).

   Este santo empleó una gran parte de su vida en la conversión de los sarracenos. Dios bendijo sus esfuerzos: en 1256 escribía el santo al general de su orden que diez mil sarracenos habían recibido el bautismo. Obró gran número de milagros. Como se le rehusase un navío para pasar de la isla de Mallorca a Barcelona, extendió su manto sobre las olas y re corrió así un trayecto de sesenta lenguas. Murió a los cien años de edad, el 6 de enero de 1275.

  MEDITACIÓN
NUESTRA VIDA
ES UNA NAVEGAClÓN   

   I. El mundo es como un dilatado mar, nuestra vida es su travesía. Para arribar felizmente al puerto, es menester imitar a los pilotos, que ni miran el mar, ni la tierra, sino solamente el cielo. Así, durante todo el curso de tu vida, dirige tus miradas hacia lo alto: no consideres sino el cielo. Que tu amor y tu esperanza estén en el cielo: pídele valor, espera de él tu recompensa; que tu esperanza toda provenga de lo alto. (San Agustín).

   II. Se está expuesto en el mar a las calmas y las tempestades, a los escollos, a los piratas y a otros mil peligros; pero se los evita, ora por la pe ricia del piloto, ora por los socorros del cielo. Nuestra vida es una mezcla de bienes y de males, de alegrías y de tristezas; tiene sus momentos de calma y sus días de tempestad; el demonio, nuestros enemigos, la carne, las pasiones, son para nuestra alma como rocas y escollos; los evitaremos sin embargo si imploramos el auxilio de Dios, y si seguimos los consejos de un director espiritual prudente y sabio.

   III. La muerte es el puerto a que debemos arribar. A veces la nave naufraga en el puerto, otras da con playas cuyos habitantes son más peligrosos que los escollos y tempestades. ¡Ay! estamos en esta mar sin saber a ciencia cierta a qué puerto arribaremos; sin embargo, vivamos bien y no temeremos la muerte. Aquél que no quiere ir a Jesús, ése sólo debe temer la muerte. (San Cipriano).

El pensamiento del paraíso  
Orad por los navegantes.

ORACIÓN

      Oh Dios, que habéis elegido al bienaventurado Raimundo para hacer de él un ministro ilustre del sacramento del bautismo, y que le habéis hecho atravesar milagrosamente las aguas del mar, conceded nos, por su intercesión, la gracia de que produzcamos frutos de penitencia y lleguemos un día al puerto de la salvación eterna.  Por N. S. J. C. Amén.