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lunes, 12 de diciembre de 2011

AMOR Y FELICIDAD



Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad



El acuerdo entre los jóvenes esposos




(Ver capítulo anterior, aquí)
No se puede hablar del amor sin que esto nos lleve en seguida a hablar de unidad. Es un hecho universalmente reconocido que el uno llama a la otra. Cuando se ama, se desea la unión con el amado. Ahora bien, la unión de los esposos sólo se realizará si se logran vencer las dificultades naturales que la obstaculizan. Por eso, no es una ilusión creer que la unidad conyugal surgirá espontáneamente.

Cuando unos novios se disponen a llegar al estado conyugal, se figuran que van a vivir en lo sucesivo en una «unidad» completa… Habiendo entrado dos en el matrimonio, esperan llegar a ser uno; durante todo el período del noviazgo, se han afanado por establecer entre ellos, unidad de opiniones, unidad de sentimientos, unidad de proyectos. Además ¿no es el matrimonio el sacramento de la unidad? Por él, serán dos en uno.

Estas esperanzas no carecen de fundamento. Hay que decir, sin embargo, que es raro ver realizarse en el curso de la vida matrimonial, una unión que, en ciertos momentos, no sufra eclipses. Dos jóvenes se aman, se casan y se imaginan —en los primeros tiempos— que son ya uno, y en breve plazo, se encuentran dos; un hombre y una mujer divergentes en tantos puntos que llegan a preguntarse entonces si todas esas esperanzas de unidad no eran más que una ilusión sin fundamento.

La unidad conyugal no es cosa fácil; no se exagera al decir de ella que es difícil de realizar, y tarda en llegar. Que se deba tender a ella como a un ideal elevado cuya ardua persecución ha de ser constante, es cosa evidente. Sin embargo, como todo ideal no se podrá conseguir la unidad afectiva más que superando múltiples obstáculos.

Éstos no vendrán todos del exterior. Algunos estarán, sin duda, ligados a las circunstancias, a los acontecimientos imprevisibles, a las fluctuaciones de la suerte. Pero la mayoría tendrán su origen en el interior mismo del ser y dependerán de la personalidad dedos cónyuges. Entran tantas cosas en cuenta cuando se trata de conducir dos seres a que se unan hasta fusionarse; surgen tantas disparidades imprevistas; chocan tantas semejanzas que se creyó iban a facilitar el acuerdo. Todo esto se interpone entre ambos cónyuges desde los primeros meses, de tal modo que apenas han entrado ellos en la vida común, y ya ésta plantea problemas. Esto es normal, sin duda; pero no por ello deja de defraudar a los jóvenes esposos. ¡Hablase anticipado imaginativamente tanto y en tal forma lo que debería ser la vida en común, cuando no eran más que novios llenos de esperanza! Y luego, la realidad resulta muy diferente, tanto que, a veces, algunas parejas llegan a preguntarse si no habrán errado el camino. No, no se han equivocado. No hay que ceder a la sorpresa alimentando la decepción con todos los pequeños choques que van a producirse. Éstos son la moneda corriente de un matrimonio que comienza. La unidad más profunda llegará, pero será preciso dejar pasar tiempo y poner en ello buena voluntad; una buena voluntad inteligente que se detendrá a observar la naturaleza de los obstáculos Más frecuentes, de tal modo que se pueda ver de qué lado debe uno dirigirse para evitarlos. Lo esencial aquí es darse la mano y unirse tanto más estrechamente cuanto que las disensiones se produzcan sobre puntos más importantes. Antes de fusionarse, los jóvenes esposos deberán avenirse a pasar por esta prueba.

1. El choque de dos personalidades


Porque el matrimonio implica inevitablemente un choque de personalidades. Este choque no se produce súbitamente a la manera de un trueno anunciador de que muy pronto el cielo estará desgarrado por ]as aguas de una lluvia diluviana. El choque de las personalidades se prepara paulatinamente y se produce primero por cuestiones de detalle. A lo largo del noviazgo los novios han hecho un esfuerzo para moldearse cada uno según la personalidad del otro; han procurado evitar, en la medida de lo posible, sostener opiniones que chocarían con las del otro; han ocultado a veces los propios gustos e inclinaciones. Sin darse cuenta de ello, bajo el efecto de una coacción que se imponían espontáneamente, han falseado la propia imagen, por lo menos en parte. Una vez contraído el matrimonio y pasada la euforia de las primeras semanas, la coacción se afloja y cada cónyuge vuelve a ser él mismo. Entonces reaparecen las costumbres de todo género contraídas en la época del celibato; se revalorizan opiniones antes atenuadas, cuya intransigencia absoluta se deja ahora ver; en una palabra, la personalidad se afirma con su verdadero rostro despojada de todos los artificios que eran posibles en el período del noviazgo, pero que la vida en común, compartida por entero, hace de allí en adelante, imposible.

No hay que engañarse. Estas observaciones no quieren en modo alguno insinuar que se haya mentido o que se haya disimulado la verdad de una manera deliberada en la época del noviazgo. Los novios más rectos, incluso aquellos y aquellas que han intentado reflejar la realidad con la mayor exactitud, no pueden liberarse de la inevitable ilusión de esa temporada. Aun sin querer engañar, pero presentándose los novios bajo su mejor aspecto, lo cual es completamente normal, se inducen el uno al otro a forjarse una idea más o menos exacta de su manera de ser.

Sea como fuere, es un hecho que ya en los primeros meses de vida en común se plantea el problema de la aclimatación a ese nuevo género de existencia. Deslastradas de la excesiva buena voluntad de la época del noviazgo, las personalidades se enfrentan a veces con viveza, a veces sordamente. Con viveza, en cuantas ocasiones se cruzan las espadas abiertamente en asaltos, tan pronto pacíficos como violentos. Sordamente, todas las veces que, sin hablar, descubren los cónyuges, en ciertos casos con sorpresa y a menudo con despecho, que son diferentes de lo que parecían ser.

No es raro que se entreguen entonces a una agresividad mal contenida y que acumulen en sí un hervidero de represalias. ¿Será necesario decir que semejante actitud es nefasta, porque no puede llevar más que a conflictos multiplicados que estallarán, tarde o temprano, en violencias verbales? Ahora bien, éstas son siempre deplorables porque siembran la discordia y resultan a menudo irreparables. Importa saber distinguir dos elementos, quizá muy unidos y, sin embargo, muy diferentes, de la vida conyugal: el conflicto de personalidad y la guerra entre cónyuges.

Que surja conflicto entre dos seres que han vivido hasta entonces desconocido el uno para el otro y que, después de un año o dos de trato, se unen para vivir en común su existencia, no puede sorprender. El distinto ambiente familiar ha desarrollado en cada uno una mentalidad particular; ciertas amistades han influido sobre los novios en diversos sentidos; cada una tiene su carácter particular, su temperamento propio, sus reacciones personales. Por tanta, sería preciso un milagro para que no surgieran conflictos. Al no producirse éste habitualmente, las personalidades se enfrentan. El porvenir conyugal entero, la felicidad de los esposos y del hogar, se basan sobre el resultado de tal enfrentamiento. Podrán salir de él unidos real y profundamente, no con la unión superficial de los comienzos, sino con esa unión profunda, probada, sólida que es el camino normal que toma el amor. Esta supone que no se han dejado arrastrar por el pánico y que han sabido orientarse cuando surgen los conflictos iniciales. Estos, que hay que saber prever desde el noviazgo para evitar amargas decepciones, se resuelven entonces para el mayor beneficio de la pareja. Además, con esta perspectiva, deben considerarse como normales.

Se convierten en anormales cuando, de conflictos que eran al principio, se transforman en guerra conyugal. Este es el resultado trágico en que terminan muchas parejas que han vivido su noviazgo ligeramente. Se imaginaban sumidas, sin más ni más, en una vida que la unidad de su amor haría serena: rechazaban la posibilidad de todo conflicto entre ellos como si esto fuera una ofensa a su amor. Pero al entrar en la realidad de una vida conyugal que les sorprende por las dificultades que le son inherentes, asombrados por los conflictos que brotan bajo sus pasos de recién casados, se sienten desconcertados ante unos choques imprevistos. En vez de intentar con calma evitar los primeras desacuerdos aprendiendo a manejar el uno al otro, adaptarse a él, interpretarle sin falsear sus pensamientos o sus sentimientos, abren fuego y se abruman con reproches mutuos. Y en seguida, comienza la guerrilla del matrimonio: se hostigan recíprocamente hasta que uno de los dos pierde la paciencia y, harto ya, abandona pasivamente la lucha y busca evasiones. Es ya una ruptura que, aun no siendo siempre patente, no por esto deja de ser menos grave y dolorosa.

Así como hay que considerar normal el conflicto de personalidades que se produce al comienzo de una vida conyugal, y por lo tanto, no debe sorprender en modo alguno, así también hay que condenarlo cuando se transforma en guerra interna. Cuando el conflicto se agrava de este modo y las personalidades, al endurecerse, se alzan una contra otra, el equilibrio del hogar se rompe, así como la felicidad, que se deshace entonces en un estallido con frecuencia irremediable.

A fin de evitar una evolución tan peligrosa, que los novios se preparen a esos conflictos, que aprendan a anticiparse a ellos, a resolverlos, a evitarlos, efectuando desde la época del noviazgo un serio trabajo de armonización de las personalidades. Que sepan prepararse con la mayor lucidez posible a los inevitables desacuerdos que surgirán a pesar de su buena voluntad.

NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE, EMPERATRIZ DE AMÉRICA

12 de diciembre



En diciembre de 1531, diez años después de tomada la ciudad de Méjico por Cortés, caminando el indito  Juan Diego por el rumbo del Tepeyac -colina que queda al norte de la metrópolii-, oyó  que le llamaban dulcemente. Era una hermosísima Señora, que le habló con palabras de excepcional ternura y deli cadeza y que le dijo: «Yo soy la siempre virgen Santa María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive", y le pidió que fuera al obispo (Zumárraga) para contarle cómo ella deseaba que allí se le alzara un templo. El obispo, con muy católica prudencia, le respondió que pidiera a la Señora alguna prueba de su mensaje. Obtúvola Juan Diego : unas rosas y otras flores que en pleno invierno y en la cumbre estéril cortó él por mandato de la Señora y recogió en su tilma o ayate -suerte de capa de tela burda que, atada al cuello, usaban los indios más humildes- ; y, al extender ante el obispo Zumárraga la tilma, cayeron las flores y apareció en ella pintada la imagen de la Virgen.

   Ese mismo ayate es el que se venera en nuestra basílica de Guadalupe. Sus dos piezas están unidas verticalmente al centro por una tosca costura; lo menos adecuado y elegible humanamente para pintar una efigie de tan benigna y encantadora suavidad, que  por cierto mal puede apreciarse en las múltiples copias que corren por el mundo. Lo mejor es, modernamente, la directa fotografía a colores. Técnicos en esta y otras novísimas especialidades afines han estudiado con asombro, en nuestros días, la pintura original, como antaño la estudiaron el célebre Miguel Cabrera o el cauteloso investigador Bartolache.

   Un contemporáneo de las apariciones, don Antonio Valeriano, indio de noble ascendencia y de relevante categoría intelectual y moral, alumno fundador del colegio franciscano de Tlalateloco hacia 1533, narra el milagro según lo conocemos. Su relato, en lengua náhuatl, desígnase -como las encíclicas- por las palabras conn que empieza: Nicam Mopohua. El manuscrito autógrafo perteneció a don Fernando de Alba Ixtlixóchitl, pasó luego a poder del sabio Sigüenza y Góngora -quien da memorable testimonio jurado de su autenticidad- y fue reproducido en letra de molde por Lasso de la Vega en 1649, incorporándolo en el volumen náhuatl que conocemos por sus primeras palabras: Huei Tlamahuizoltica. Este volumen fue traducido en su integridad al castellano en 1926 por don Primo Feliciano Velázquez y publicado a doble página -fotocopia de la edición azteca y versión española- por la Academia Mejicana de Santa María de Guadalupe. Hay nueva edición, de 1953, bajo el título de mi estudio Un radical problema guadalupano, donde se escudriña con rigor la autenticidad del Nican Mopohua, el más antiguo relato escrito de la "antigua, constante y universal " tradición mejicana.

   Esta, lejos de oscurecerse o arrumbarse al paso del tiempo, se ha robustecido con los modernos y exigentes estudios críticos, que, sobre todo a partir del cuarto centenario (1931), han desvanecido objeciones y confirmado la historicidad de lo que el pueblo mejicano viene proclamando, desde los orígenes hasta hoy, con un plebiscito impresionante.

   Porque el caso de nuestra Virgen de Guadalupe es singular. En otros países católicos hay diversas advocaciones de gran devoción -digamos las Vírgenes del Pilar, o de Covadonga, o de Montserrat en España-, pero que tienen mayor o menor ímpetu y arraigo según las zonas geográficas o las inclinaciones personales; mas ninguna de ellas concentra la totalidad de la nación en unidad indivisible, y ninguna de ellas -como tampoco la de Lourdes, en Francia, ppor ejemplo- viene a ser el símbolo indiscutido de la patria. Y en Méjico así es. A tal punto, que hasta un liberal tan notorio como don Ignacio Manuel Altamirano llegó a estampar: "El día en que no se venere a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá desaparecido no sólo la nacionalidad mejicana, sino hasta el recuerdo de los moradores de la Méjico actual."


SANTORAL 12 DE DICIEMBRE


12 de diciembre

SAN CORENTINO,
Obispo y Confesor
(365-460)

Cualquiera que beba de esta agua que yo le daré
nunca volverá a tener sed.
(Juan, 4, 13).

   San Corentino se retiró a un desierto y en él obtuvo de Dios una fuente que le proporcionaba agua de la que tenía necesidad. El duque de Bretaña, yendo de caza, lo encontró en el fondo de una floresta y le hizo edificar un monasterio. En seguida le fue confiado el obispado de Cornouailles (o Quimper). Como tantos otros lugares donde vivieron santos obispos o abades de monasterios, la naciente ciudad de Quimper tomó su nombre y se llamó Quimper Corentino.

MEDITACIÓN
SOBRE LOS GOZOS DEL PARAÍSO

   I. Los placeres de este mundo se parecen a aguas fangosas que no podrían quitar la sed. ¿Has oído alguna vez a un avaro, acaso, a un ambicioso o a un voluptuoso, decir: Basta? ¿Tú mismo podrías tal vez decir que alguna vez estuviste plenamente satisfecho de la posesión de un bien creado? ¿No faltó acaso algo a tu felicidad? Señor, he sido desgraciado cuando te abandoné, a Ti, fuente viva de verdaderos placeres; dad me, Señor, el agua de vuestra santa gracia: sólo ella es capaz de apagar mi sed.

    II. En el cielo, Dios te contentará plenamente: el cielo no es otra cosa que la posesión de un bien infinito, universal y eterno, capaz, dicho en una palabra, de contentar todos nuestros deseos. Sí, Señor, me saciaré cuando me hayas manifestado vuestra gloria. Beberé a grandes tragos en los torrentes de delicias que riegan la Jerusalén celestial. Ya nada temeré, nada desearé, nada amaré sino a Vos y en Vos poseeré todos los bienes imaginables.

   III. Para llegar a esta venturosa estancia, hay que beber aquí el cáliz de la Pasión de Jesús, hay que mojar el propio pan con lágrimas y pasar esta vida suspirando y gimiendo. Es preciso, además, extraer el agua viva de las fuentes del Salvador, frecuentar los sacramentos, meditar la Pasión del divino Maestro e imitar sus virtudes. En una palabra, date a Dios durante tu vida y lo poseerás durante la eternidad. El reino de los cielos tiene un precio, ese precio eres tú, date a ti mismo y lo obtendrás.

El pensamiento del cielo 
Orad por los obispos.

ORACIÓN

   Haced, oh Dios omnipotente, que la augusta solemnidad del bienaventurado Corentino, vuestro confesor y pontífice, aumente en nosotros el espíritu de piedad y el deseo de la salvación.  Por J. C. N. S.  Amén.