CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO
La Iglesia abre hoy una serie de siete días que preceden la Vigilia de Navidad; siete días célebres en la Liturgia de Adviento, que llevan el nombre de Ferias Mayores.
El Oficio de Adviento adquiere mayor solemnidad, y las Antífonas de los salmos son propias y tienen una relación directa con el gran Advenimiento.
Cada día, en el Oficio de las Vísperas, se canta una Antífona solemne, que es un grito hacia el Mesías, y en el que se le da cada día un título de los muchos que le atribuye la Sagrada Escritura.
El número de esas Antífonas, comúnmente llamadas Oh del Adviento, porque todas comienzan con esta exclamación, es de siete en la Iglesia Romana, una para cada una de las siete Ferias Mayores, y todas se dirigen a Jesucristo.
El momento elegido para hacer escuchar este sublime llamamiento a la caridad del Hijo de Dios, es la hora de Vísperas, porque fue cuando caía la noche del mundo, vergente mundi vespere, que el Mesías ha llegado.
Se las canta para el Magnificat, para destacar que el Salvador que esperamos nos llegará a través de María, como nos advino la primera vez.
Por último, estas antífonas admirables, que contienen toda la médula de la Liturgia de Adviento, están decoradas por una melodía llena de gravedad, y las distintas iglesias locales han optado por acompañar su canto por una pompa particular, cuyas manifestaciones expresivas siempre varían de un lugar a otro.
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En cada una de estas Antífonas se llama al Mesías con un nombre distinto: Sabiduría, Adonai, Raíz de Jesé, Llave de David, Oriente, Rey de los Gentiles, Emmanuel.
Las letras iniciales de estas Antífonas, en latín y en orden inverso, forman dos palabras latinas: ERO CRAS, lo cual significa: Estaré mañana.
Estaré mañana: es como la respuesta divina a la súplica de la Iglesia en cada una de estas Antífonas, y durante todo el tiempo del Adviento: Veni, ¡Ven! ¡Ven a enseñarnos, ven a rescatarnos, ven a salvarnos!…
Que estas Antífonas, que expresan el deseo ardiente de recibir el día de Navidad al Niño Jesús, nos preparen también para su Parusía y nos hagan desear su Segunda Venida… ¡Ven, Señor, Jesús!…
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Detengámonos a meditar la cuarta Antífona O, la del día 20 de diciembre:
O Clavis David et Sceptrum Domus Israel; qui aperis et nemo claudit; claudis et nemo aperit: veni, et educ vinctum de domo carceris, sedentem in tenebris et umbra mortis.
¡Oh Llave de David y Cetro de la Casa de Israel! Tú que abres sin que nadie pueda cerrar y que cierras sin que nadie pueda abrir: ven, y saca de su prisión a los cautivos que yacen en las tinieblas y sombras de muerte.
Nos serviremos para nuestra meditación de un hermoso texto de Monseñor Luis María Martínez, Arzobispo de México.
Las primeras palabras de esta Antífona, tomadas de la Sagrada Escritura, expresan el poder de gobernar, la potestad regia que corresponde como a nadie a Jesucristo Señor Nuestro.
Entregar la llave significa, en el lenguaje de la Sagrada Escritura, dar poder. El mismo Jesucristo empleó este símbolo cuando dijo a San Pedro: Et tibi dabo claves regni cælorum, es decir, A ti te daré las llaves del reino de los cielos.
Con más claridad y no sólo en el lenguaje de la Escritura, sino en todas partes, el cetro es el símbolo universal de la autoridad soberana, del poder real.
De manera que en esta Antífona, la Iglesia invoca a Jesucristo como al que posee en la verdadera Casa de Jacob, en la Santa Iglesia, en el Reino de Dios, la plenitud de la potestad real.
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Pero es muy de advertir que este poder de regir y gobernar que tiene Jesucristo no es como el que suele tenerse en el mundo. En el mundo este poder mira únicamente a lo exterior; no es algo íntimo, profundo, que penetre hasta las almas.
No así el poder que corresponde a Jesucristo, que es íntimo profundo, que nos rige dándonos la vida y la felicidad; su dulcísimo yugo no sirve únicamente para establecer el orden exterior en la Iglesia, sino para llevar a las profundidades de nuestras almas el orden y la paz, la verdad y el amor.
De tal suerte que Nuestro Señor, gobernando nuestras almas, les da la vida; rigiéndolas, les quita no sólo los obstáculos exteriores, sino también los interiores; ejerciendo sobre ellas su poder soberano, penetra hasta las últimas profundidades para purificarlas y transformarlas.
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Y no solamente tiene el poder de Jesucristo este carácter propio suyo de ser íntimo y profundo, sino que también es un poder no relativo sino absoluto; su acción en las almas tiene el sello de lo definitivo.
Los sacerdotes tienen la llave de las almas y abren y cierran; pero cuando abren, puede venir otro y cerrar; cuando cierran, puede venir otro y abrir; de suerte que su acción en las almas está muy lejos de ser definitiva.
¡Cuántas veces abren a un alma el reino de Dios, la introducen en la morada de la gracia, de la luz, y del amor; pero viene el demonio con sus tentaciones, el mundo con sus atractivos, las pasiones con sus rebeldías, y cierran!
No así el poder de Jesucristo, que no sólo llega hasta el fondo de las almas, sino que también es definitivo: lo que Él abre, nadie puede cerrarlo; lo que Él cierra, nadie puede abrirlo; porque en sus manos está la vida y la muerte, la felicidad y la desgracia; porque su palabra es eficacísima y omnipotente, porque su poder es absoluto y divino.
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Pero pudiera haber quien presentara esta objeción: cuántas veces Jesús me ha abierto las puertas de la vida y de la felicidad, y yo, haciendo mal uso de ese terrible privilegio de la libertad, he vuelto a cerrar lo que Jesús abrió. Entonces ¿cómo puede ser definitiva su acción?
Sin duda es verdad que tenemos el triste privilegio de echar a perder las obras de Dios y de torcer sus designios divinos; pero también debemos tener en cuenta que no podemos sino de una manera muy relativa resistir a los designios de Dios, a su Voluntad. La Sagrada Escritura nos enseña que nadie puede resistir a la Voluntad divina. Los obstáculos que le opone nuestra voluntad no son definitivos.
Jesús nos abre la puerta, nosotros la cerramos, pero la cerramos de una manera provisional y lo único que tiene que hacer es retardar un poco su acción; en lugar de seguir el camino recto y rápido que se había propuesto, hace una curva, esas curvas maravillosas que Dios sabe hacer y que son más admirables que si obrara de otra manera.
Para comprobarlo, veamos lo que nos enseña la Sagrada Escritura.
En el principio de los tiempos, Dios abrió al linaje humano la puerta de la felicidad, la puerta de la justicia original; era una figura de la otra, de la celestial y eterna, donde habíamos de ser felices con la misma felicidad de Dios. Vino el demonio y cerró esa puerta, haciendo que nuestros primeros Padres pecaran y contaminaran con su pecado a toda la naturaleza humana.
Pero esta puerta de la felicidad que Dios había abierto, ¿de verdad pudo cerrarla el demonio? De ninguna manera; lo único que consiguió fue que el camino de la felicidad no fuera aquel sendero recto, fácil, sencillo y delicioso que Dios había primitivamente escogido.
Pasaron los siglos y Dios hizo una curva admirable, sapientísima, amorosa: Cristo murió por nosotros, y la puerta que Dios había abierto al principio, volvió a abrirse y quedó definitivamente abierta. El demonio no pudo cerrarla, sino de una manera provisional; no pudo frustrar los designios de Dios, sino sólo retardarlos.
En cambio, Jesús no solamente los realizó, sino que los realizó de una manera más admirable de como habían sido primitivamente concebidos, como la Iglesia lo celebra en la oración del Ofertorio de la Misa: Deus, qui humanæ substantiæ dignitatem mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti… Oh Dios, que formaste admirablemente la dignidad de la naturaleza humana y de una manera más admirable la reformaste…
¿No es verdad que la curva de la Redención es incomparablemente más bella, más profunda, más elevada que la línea recta de la justicia original?
Nuestro Señor, el día de Pentecostés abrió la puerta de la Iglesia, que es la verdadera casa de Jacob. Por millares recibieron las almas la gracia del Bautismo y por el ministerio de los Apóstoles la Iglesia empezó a extenderse por toda la tierra.
Pero el demonio despertó el odio contra Jesucristo y su obra en los corazones de Nerón, de Calígula, de Diocleciano, y vino la persecución.
Cualquiera podía haber pensado que la puerta que había abierto Jesucristo con la institución de la Iglesia, la había cerrado el demonio, poniendo un dique al parecer inexpugnable con la sangre, los tormentos y la muerte de tantos cristianos.
Pero no fue así. No pudo establecerse la Iglesia siguiendo un camino recto, seguro y rápido; vino entonces la curva, una curva de heroísmo y de gloria, y tres siglos más tarde, sobre las ruinas de sus enemigos quedó establecida definitivamente la Iglesia.
Los designios de Dios se realizaron a pesar de los esfuerzos del demonio. Lejos de lograr que la puerta que Cristo había abierto se cerrara, lo único que consiguió fue hacerla más grande, más amplia, más gloriosa. Así acontece siempre.
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Lo mismo pasa en cada una de las almas. ¡Si nosotros pudiéramos comprender nuestra propia historia! La historia de cualquier alma es maravillosa…
¡Si nos diéramos cuenta cómo ha obrado en nuestra alma ese Rey poderosísimo que tiene en sus manos la llave de David y el cetro de la casa de Jacob!
¡Cuántas veces Nuestro Señor nos abre las puertas de la vida, y el demonio, o nosotros mismos instigados por el demonio, la cerramos! Pero lo que Dios abre, nadie lo puede cerrar; lo que haremos a lo sumo es retardar un poco los planes de Dios, hacer que sus designios recorran, en lugar de la línea recta, la curva gloriosa; que al fin y al cabo lo que Él nos ha abierto, abierto quedará para nosotros.
Cuando Jesús ama a un alma, cuando pone en ella sus ojos y su Corazón, no hay nadie ni nada, ni en el cielo, ni en la tierra, ni en los infiernos, que sea capaz de arrebatársela. Cada vez que alguien intenta cerrar la puerta del amor para el alma escogida por Dios, no hace otra cosa que excitar al Altísimo para que lleve a cabo una obra más admirable y gloriosa. Pudiera recorrerse la historia de los Santos y en ella se encontrarían comprobaciones admirables de esta verdad.
Pero no es necesario ir tan lejos para encontrarlas; entremos a fondo en nuestro propio corazón, recorramos atentamente nuestra propia historia, y nosotros mismos seremos testigos de esta verdad. Desde que Nuestro Señor nos abrió las puertas de su Corazón, desde que nos hizo la revelación de su amor y nos arrebató a las vanidades del mundo, ¿no es verdad que todos los intentos de Satanás y todas nuestras resistencias e ingratitudes no han sido suficientes para cerrar la puerta que Jesús abrió?
Tiene Jesús medios maravillosos para rehacer su obra. ¡Cuántas veces hemos pensado, en ciertos momentos de impotencia y de dolor, de fracaso y de miseria, que todo estaba definitivamente perdido! ¡Cuántas veces hemos recordado con amargura los días felices en que amábamos a Jesús y pensamos que ésas gracias no volverían jamás! Creemos entonces que la puerta de la felicidad que Jesús había abierto, se ha cerrado y no se volverá a abrir….
Felizmente nos engañamos: lo que Él abre nadie lo puede cerrar; lo que Él cierra nadie lo puede abrir.
¡Esperemos!… ¡Esperemos!… Esa amargura que siente nuestra alma, esa impotencia que oprime nuestro corazón, no es más que la curva, la curva maravillosa de la sabiduría y del amor de Dios que va a realizar sus designios a pesar de todos los obstáculos, resistencias y miserias.
¿No es esto verdaderamente consolador?
¡Ah! ¡Si comprendiéramos lo que significan aquellas palabras de las Escrituras: Los dones de Dios son sin arrepentimiento! Cuando Él ha puesto sus ojos y su Corazón en un alma, no hay criatura alguna ni del cielo, ni de la tierra, ni de los infiernos que pueda arrebatársela.
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Por eso la Santa Iglesia, comprendiendo con profunda mirada ese poder de Jesucristo tan íntimo, tan profundo, y sobre todo, tan definitivo, clama hacia Él y quiere que con Ella clamemos también nosotros, repitiéndole la palabra propia del Advenimiento, la palabra de la esperanza y del deseo: ¡Ven! ¡Ven!
En el Cielo, nuestra palabra será la de la posesión, la de la felicidad; de nuestros labios y de nuestro corazón brotará el Cántico nuevo de que habla la Escritura. Pero en el destierro, de ordinario sólo podemos entonar el Cántico de la esperanza y del deseo: ¡Ven! ¡Ven!
Esta es la palabra del destierro. No nos cansemos de repetirla. Si yacemos en las tinieblas y en las sombras de la muerte, clamemos hacia Él, diciéndole: ¡Ven! Y vendrá con su gracia a purificarnos y a levantarnos.
Si yacemos en la tristeza y en el desaliento, sigamos clamando: ¡Ven! ¡Ven! Y vendrá con su presencia a disipar nuestras tristezas y con su auxilio a fortalecer nuestras debilidades.
Que no deje de surgir del fondo del corazón el constante grito de la esperanza y del deseo, y cada venida de Jesús nos purificará, y nos dará la vida, y nos hará felices, encendiendo en nuestro corazón el amor.
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Pero el amor en la tierra tiene el extraño privilegio de producir un vacío, cuanto más colma nuestro corazón; de producir en nuestra alma sed, cuanto más nos refrigera, porque cada grado de amor que recibe nuestra alma es un nuevo anhelo de Jesús, es un vacío qué ahonda en ella, es un nuevo grado de esperanza y de deseo que brota del fondo de nuestras entrañas.
Por eso, cuanto más amamos, más repetimos la palabra del destierro: ¡Ven! Y aun cuando llegáramos a la cumbre de la perfección, desde esa cumbre seguiríamos clamando, y con más vehemencia, la misma palabra, el mismo divino ritornelo.
¿No es esta misma palabra lo que forma, por decirlo así, el tema de la sinfonía divina de este mundo, mientras que llega la consumación de los tiempos?
El Apóstol San Juan, al terminar el Apocalipsis, nos dice en dos palabras, nos pinta con dos rasgos magistrales, en qué consiste la historia del mundo desde que vino Jesús, hace veinte siglos, hasta que vuelva a juzgar a los vivos y a los muertos al fin de los tiempos: El Espíritu y la esposa dicen VEN, y todo el que oiga, diga VEN. ¡Ven, Señor Jesús!
Todos los siglos que forman la historia de la Iglesia, no son más que el grito de deseo y de esperanza de la Esposa desterrada que suspira por la unión plena y eterna que habrá de consumarse después de la resurrección de la carne.
El Espíritu de Dios clama en el corazón de la Iglesia, en nuestros propios corazones, con gemidos inenarrables: ¡Ven! Y la Esposa, la Iglesia, dice también con dulzura infinita: ¡Ven!; y todo el que oye, es decir, todos los hombres que escuchan la voz del Espíritu, deben repetir también con toda la sinceridad de su corazón: ¡Ven, ven, Señor Jesús!
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La Iglesia, al considerar la plenitud del poder de Jesucristo y lo estable y definitivo de su acción, clama hacia Él; pero no se limita a decirle, como en las Antífonas anteriores, que venga de una manera general, sino que se complace en exponerle nuestras necesidades, usando siempre el lenguaje de la Escritura: Ven y saca al cautivo de la cárcel donde gime; ven y libra al que yace en las tinieblas y sombras de la muerte.
En estas dos figuras se contienen todas nuestras necesidades; siempre estamos cautivos; siempre yacemos en la oscuridad.
Sin duda que por la gracia santificante, ya salimos de la cárcel lóbrega del pecado mortal, misteriosamente unida a la cárcel eterna del infierno. Sin duda también que, desde que nos ha iluminado la gracia, hemos salido de las tinieblas y de las sombras de la muerte, porque nos alumbra ya la luz de la vida.
Pero aunque salimos de aquella cárcel y aunque nos alumbré aquella luz, ¿no es verdad que no hemos alcanzado aún la plenitud de la libertad que Jesucristo nos trajo?
Es, por consiguiente, preciso que Jesús venga y nos conceda la libertad perfecta y nos ilumine plenamente su luz para que desaparezcan los últimos vestigios de tinieblas que aún nos rodean.
Los afectos desordenados de nuestro corazón y las deficiencias de nuestra voluntad, ¿no son una cárcel que nos retiene cautivos? Los obstáculos que encontramos en nosotros mismos para entregarnos totalmente a Nuestro Señor, para amarlo de una manera definitiva y plena, ¿no son vínculos y cadenas que nos retienen cautivos, que nos impiden volar hacia donde se encuentra nuestra dicha plena y verdadera? Los yerros, las dudas, las desviaciones de nuestra razón y de nuestra conciencia, ¿no son tinieblas y sombras que oscurecen nuestro camino hacia Dios?
Mientras no lleguemos a las cumbres de la perfección, somos cautivos, llevamos en nuestro espíritu sombras y tinieblas, y por eso debemos clamar a Jesús, diciéndole: Ven y liberta al cautivo que yace en las tinieblas y en las sombras de la muerte.
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Y cuando todas las cárceles se nos hayan abierto y hayamos salido libres de ellas, cuando todas las sombras se hayan disipado en nuestro espíritu, todavía nos quedará la cárcel del destierro, todavía suspiraremos por la suprema libertad del Cielo…
Todos, pues, justos y pecadores, imperfectos y santos, todos debemos clamar a Jesús y decirle con toda el alma, con el ardor y la vehemencia con que lo dice la Iglesia: ¡Oh llave de David y cetro de la casa de Jacob, ven y liberta al cautivo que yace en las tinieblas y en las sombras de la muerte!
Y nosotros le diremos con un lenguaje más llano, más íntimo y familiar:
¡Oh Jesús, ábrenos para siempre las puertas de tu Corazón! Porque si logramos entrar en ese Corazón divino, dejaremos muy lejos las tinieblas del pecado y del mundo; porque si entramos en esa Arca de paz, todas las cadenas caerán hechas pedazos. ¡Oh Jesús, Tú que abres y nadie puede cerrar, ábrenos para siempre las puertas de tu Corazón y ahí encontraré la luz y el amor, la felicidad y la vida!…
P. Ceriani