Este es un sitio para católicos tradicionales, con contenidos de teología, meditaciones, santoral y algunas noticias de actualidad.

lunes, 6 de febrero de 2012

AMOR Y FELICIDAD



Pablo Eugenio Charbonneau

Noviazgo
y
Felicidad






VII
Cómo tratarse durante las relaciones


Capítulo anterior, ver aquí

4. El medio social

¿Quiere todo esto decir que se aislarán los novios del resto del mundo? Evidentemente no. Pues así como el medio familiar tiene su importancia, de igual modo el medio social tiene la suya. Cada cual evoluciona en un ambiente dado, al que le impulsan sus tendencias naturales, sus lazos de amistad o las exigencias de su trabajo. Aunque quisiera, no podría el individuo sustraerse del todo a ese marco. Se puede reducir su influencia, pero no eliminarlo. Por eso importa que cada uno de los novios sepa calar ese medio en que habrá forzosamente de entrar. «Los hombres no son islas», ha escrito Thomas Merton. Nadie es una isla, es decir que el que se casa no ingresa en un universo cerrado. Por el contrario, se encuentra ante un universo nuevo en el cual toda clase de figuras ocuparán su lugar; ese mundo en el cual evoluciona el otro. O tiene que aceptar ese universo e integrarse en él, o tiene que rechazarlo. En el primer caso, tiene derecho a saber a qué se compromete; en el segundo caso, el otro tiene derecho a que le prevengan de la recusación.

En esto también hay que evitar el replegarse sobre sí. La pareja debe aprovechar sus salidas para entrar en comunicación con ese pequeño mundo constituido por los amigos. Está en el deber de penetrar en ese mundo, no imaginando que podrá apartarse de él más adelante, sino pensando, por el contrario, que los amigos de hoy serán los amigos de mañana. Que, por una parte, se les juzgue, pues, con esta perspectiva; y por otra parte, que el novio y la novia hagan su elección del otro teniendo en cuenta la necesidad en que se encontrarán más adelante de vivir en el medio de ese otro. El hombre que al día siguiente de su casamiento, no pueda llevar consigo a su mujer a su círculo de amigos, o la mujer que no pueda invitar a sus amigas a su hogar, se hallarían en una situación de las más complicadas. Y esta complicación es la que se trata de prevenir en la época del noviazgo no apartándose del medio futuro.

Permítaseme subrayar aquí que, sobre todo para la mujer, existe el peligro de imaginarse que por la sola fuerza de su amor o por su sola habilidad, podrá, más tarde, separar al hombre de ese medio Sería una grave ilusión. Puede suceder así, ciertamente, pero representa la excepción, la rarísima excepción. En la mayoría de los casos el joven esposo sigue tratando a sus amigos de antes. No debe, pues, la novia confiar demasiado en sí misma y creer que podrá eliminar a aquellos a quienes se niega a aceptar, Esta eliminación debe hacerse antes, y de mutuo acuerdo, o si no es de creer que no se hará nunca. Se ha dicho de la mujer que ella alimenta la ilusión de triunfar allí donde todos habían fracasado antes de ella [1]. Si hay en ello algún elemento de verdad, es aquí donde puede aplicarse.

Es difícil arrancarse al medio en donde se ha vivido y, quiérase o no, se conservan siempre amistades cultivadas en el tiempo de la juventud. No hay, pues, que pensar que una vez casados puedan los novios apartarse de golpe de todas aquellas personas que les rodeaban. En modo alguno. Al regreso del viaje de novios, las invitaciones, de una parte y de otra, se encargarán de reanudar bajo un ángulo nuevo, las relaciones de otro tiempo. Cada uno de los cónyuges heredará un nuevo círculo de amistades: el del otro. Si el joven esposo se muestra reacio a las amigas de su esposa, o si la muchacha no puede soportar los amigos de su marido, ¡cuántos conflictos surgirán! Por eso hay que poner cuidado en conocer esos futuros amigos antes de casarse.

Además, por regla general, se obtendrá de este modo una preciada indicación, porque el proverbio ha quedado con frecuencia comprobado: «Dime con quién andas y te diré quién eres». Es posible juzgar a alguien por sus amigos. Que pueda haber en ello una probabilidad de error, es indiscutible; pero en la mayoría de los casos es realmente revelador. Por eso, lo que podría llamarse el «test» de las amistades debe efectuarse en el período de las relaciones. Ahí se encontrará el reflejo de las ideas que sustenta el futuro cónyuge, así como el de sus preocupaciones. La ventaja que hay en conocer y observar ese medio es que se entrega sin reservas ni rodeos. Los amigos se muestran habitualmente tal como son y si, quizá por inconsciencia, el novio o la novia disimulasen, los amigos los revelarán a plena luz. A este respecto, valen, pues, su peso en oro, porque permitirán saber cuál es la mentalidad general del joven y de la muchacha.

He aquí por qué no hay que separar al futuro cónyuge de su medio social. De igual modo que el medio familiar le revelaba, así el medio social le revelará también. Además, así como al casarse se adopta la familia del cónyuge, se adopta igualmente su circula de amistades. En ambos casos, es preciso saber lo que es, desde antes del matrimonio. Lo mismo que no había que olvidar la familia, tampoco hay que olvidar el medio social.

Las relaciones deben, pues, conducir la pareja a descubrir el medio de vida en el cual uno y otro evolucionan, a fin de adaptarse a él. Ya se trate del medio familiar o del medio social, la regla es la misma: el mayor peligro está en aislarse. Se esforzarán, por tanto, en tratarse en las mismas circunstancias en que tendrán que vivir en un futuro próximo, para familiarizarse con todo lo que ese modo de vida implica. En otros términos, hay que entrar a formar parte del círculo que rodea el otro cónyuge.

5. Defender la intimidad

De todo cuanto llevamos dicho hasta aquí, no debe inferirse que la pareja tenga que llevar un ritmo de frecuentación que le entregue por entero a las exigencias siempre invasoras de una vida social demasiado intensa. Ni tampoco, que deba enajenar su intimidad con los futuros padres políticos ligándose a ellos en un clima de dependencia de excesiva amplitud. Los novios deben reservar lo mejor de su tiempo para ellos mismos. Por eso sería un error craso el preocuparse de todo menos de salvaguardar la intimidad.

Porque el matrimonio no es sólo un contrato que liga externamente, es decir según los elementos aparentes, sino porque es un compromiso que liga al nivel de los corazones, o mejor aún al nivel del alma, no se debe contraer sin haber aprendido a conocer el alma del otro, todo ese mundo secreto que se agita detrás de la máscara y que no se revela más que poco a poco, gota a gota, parcela a parcela. Quien no profundice hasta ahí y no logre trazar la fisonomía interior de su cónyuge, no tiene derecho a unir su existencia a la del otro, porque no sabe lo que hace. En efecto, al contraer matrimonio, se pronuncia un «sí», que posee claramente el sentido de siempre. Ahora bien, no durará la unión por la carne sino por el alma. Es preciso, por tanto, que el conocimiento del otro llegue hasta su mundo interior, hasta el alma del futuro cónyuge. Como no se consiga esta percepción del alma del novio o de la novia, el otro lo ignorará todo de la persona con quien se liga, sin embargo, para la vida entera. ¿Cómo no ver el flagrante ilogismo de tal situación?

Descubrir verdaderamente el mundo interior del otro, es, como dijimos al principio de este trabajo, el auténtico objetivo de las relaciones. Ahora bien, la intimidad de los novios es el único camino que permite ese descubrimiento. Encontrarse, día tras día, a solas, y entregarse el uno al otro a lo largo de conversaciones que revelen poco a poco una parte de la riqueza del otro, y que descubran gradualmente, sin que se note apenas, su ser más profundo. Esta detención periódica, este corte con el exterior, esta concentración sobre el alma del otro, poseen la mayor importancia; en esto se reconoce el carácter serio de unas relaciones.

Con toda evidencia, no bastará parlotear juntos a la manera de esos novios a los que no se les ocurre decir más que trivialidades. No se trata de una charla insulsa sino de un intercambio. Descubrir mutuamente su alma, discutir sus respectivos conceptos sobre la mujer, el hombre, el amor, el matrimonio, los hijos, la vida y… Dios. Porque a lo largo del camino que pronto van a emprender conjuntamente, son esos conceptos los que entrarán en juego y serán fermento de discordia o elementos de unión. No se construye un hogar sobre la gracia de una sonrisa, sobre el atractivo de un rostro, sobre la ternura de un instante. Se construye el hogar sobre todo lo que es la esencia misma del yo: los pensamientos, los deseos, los sueños, las decepciones, las penas, las esperanzas, las alegrías, las tristezas. El amor implica la puesta en común de todo eso; por ello las relaciones enderezadas a consolidar el amor y a preparar la unión indefectible, deben desarrollarse en ese plan, y exhibir ante el otro ese fonda secreto de sí mismo, cada uno de cuyos elementos favorecerá o perjudicará la futura unión.

Para que este clima sea posible, es preciso que la pareja sepa no dilapidarse, malgastando su tiempo en naderías. Que se diviertan, bien está. Que no hagan más que divertirse, aquí estaría el mal. Que los novios realicen, pues, un sensato reparto de su tiempo y que se impongan la obligación de proteger su intimidad, de velar par ella que es su riqueza más preciada ahora y siempre.

6. Ser sincero con el otro

Se esforzarán además en disciplinarse recíprocamente según las exigencias psicológicas que hacen posible y viva la intimidad. Entre ellas, la primera es la sinceridad. Querer franquearse con el otro. Esto puede ser mucho más difícil de lo que se cree o de lo que parece. Porque cada uno de nosotros quiere guardar ocultos los secretos de su corazón. Accede gustoso a hablar de esto o de aquello, siempre que no se trate más que de cosas secundarias y externas. Pera descubrir el propio yo para dejar ver lo que se agita en el interior del mismo, es algo que cuesta. Inconscientemente nos negamos a abrirnos. Se encubre esta negativa tras numerosos pretextos, se encuentran mil y una razones de guardar para sí mismo el curso de sus pensamientos; en realidad lo que uno quiere es sustraerse al juicio ajeno. Hay, a este respecto, un reflejo defensiva que cada cual experimenta a la manera de la tortuga que esconde la cabeza dentro de su concha no bien se siente amenazada.

Los novios no deben «esconder la cabeza». Por el contrario, deben franquearse mutuamente, lo más posible, dentro de, claro está, los límites de una sana decencia. No se debe incurrir en el exceso contrario y llegar a un exhibicionismo tan inútil como fuera de lugar, que les llevaría a detallar todas sus sandeces pasadas. Se trata de revelar al otro el pensamiento propio; de definir ante él esas grandes orientaciones por las cuales un ser se diferencia de cualquier otro, y conforme a las cuales efectúa su elección en la vida. Todas las almas se parecen, en cierto modo, pero todas son también diferentes. Estos elementos diferenciales son los que hay que poner al descubierto a fin de que los novios puedan orientarse con respecta a su futuro cónyuge.

Por tanto, hay que hacer un esfuerzo para entregarse. Desatar esos lazos del individualismo. «Traducirse» al otro, nos atreveríamos a decir aquí, porque el lenguaje del alma es peculiar de cada cual; nadie tiene acceso a ese misterio, como no sea introducido en él. Por todo cuanto hemos dicho podemos ver hasta qué punto el amor está basado en la comunidad de pensamiento. Ahora bien, ésta no existirá sino en la medida en que los novios muestren una voluntad, decidida y eficaz, de realizarla. Desde la época de las relaciones, hay que aplicarse a ello con energía, porque si la unión interior no se inicia ya en ese período, no será nunca posible después. Por lo menos así lo revela la experiencia, que nos muestra a tantas parejas separadas por el muro impenetrable del individualismo.

Habrá que añadir a la sinceridad un gran afán de lealtad. Porque no se debe intentar presentar una imagen favorable de sí, cuando ésta no corresponde a la realidad. A este respecto ¿no es también una tendencia espontánea de nuestra naturaleza la de mostrarnos tan sólo bajo el aspecto más halagador? Con los extraños, no hay nada anormal en ello. Nadie está obligado a ser totalmente sincero con el primer venido. Pero cuando se trata del futuro cónyuge, éste tiene derecho a saber a qué ser va a ligar su existencia. No vivirá el día de mañana con una persona idealizada; se encontrará con un ser que oscilará, como toda criatura humana, entre perfecciones e imperfecciones, cualidades y defectos, virtudes y vicias. Por lo cual, es preciso guardarse de disimular. No podría haber mayor mezquindad, ni mayor estupidez, que la de no mostrar más que el lado favorable de uno mismo. Evidentemente, el futuro esposo o la futura esposa podrían quedar decepcionados, lo cual es como decir que sería de temer una crisis conyugal tanto más profunda cuanto más se hubiera disimulado.

Nunca se insistirá bastante sobre esta lealtad que deben mostrar los novios, recíprocamente. Todas sus relaciones deben estar impregnadas de ella, a fin de que su amor pueda conseguir así la solidez que necesitará para subsistir a lo largo de los años. La franqueza de alma con la más total lealtad será, pues, el medio por excelencia de evitar, el uno y el otro, las ilusiones pueriles. Con esta actitud, el amor encontrará realmente su fuerza y sólo con ella impedirá que se destruya, en breve plazo, contra los primeros obstáculos que surjan. Unas relaciones que no estuvieran animadas por este espíritu no serían más que una diversión tonta. Los novios que no quieran hacer de payasos y reducir su matrimonio a una triste bufonada, deberán, pues, seguir esta regla con todo rigor, a lo largo de esos meses durante los cuales se preparan para casarse.
Pero para practicar esa fórmula, tendrán que tener una gran humildad. Esta ocupa un lugar en el amor, como en todas partes, por lo demás; por haberla olvidado, muchos han acabado por no amarse ya. Porque no puede haber amor duradero sin sinceridad, como acabamos de observar. Ahora bien, toda sinceridad es radicalmente imposible sin humildad.

El peligro, en la vida conyugal, está siempre en alzarse el uno contra el otro, encerrándose cada cual dentro de sí. En la mayoría de los casos, semejante actitud proviene de un orgullo demasiado vivo que no se ha aprendido a dominar durante las relaciones. Cuando los primeros lazos del amor han ligado a un joven y una muchacha con la suficiente fuerza para que piensen en entregarse por entero y de un modo definitivo el uno al otro, deben aceptar manifestarse según la más estricta verdad, sin intentar hacer creer —aunque sea sin malicia— que son personas superiores. Tener la humildad de reconocerse tal como es uno, ni más ni menos, y presentarse al otro sin falsa riqueza, sin falso esplendor, sin ese brillo de bondad con el que cada cual procura adornarse sin saberlo. Es ésta una condición necesaria para la futura armonía de la pareja y para la verdad del amor. Sin esto, se corre el riesgo de sustituirse por un personaje inexistente; y cuando llegue la hora decisiva de la vida en común, que suprime todas las apariencias reduciendo cada cual a su verdadera estatura, se verá que el otro descubre poco a poco el error. Y desde ese memento, el amor no puede ya vivir, ni la unión subsistir.

Las relaciones deben desarrollarse ante todo en la verdad, y la verdad no será posible sin humildad, una humildad nacida del amor mismo y basada en el respeto mutuo con que deben tratarse los novios. Porque es necesario un inmenso respeto al otro para confesarle que uno no es más… que lo que es… y que él habrá de acomodarse a esta pobreza durante toda su existencia. Tiene uno entonces todas las probabilidades de que esta pobreza misma tome el aspecto de una gran riqueza, iluminada como estará por el amor, la verdad, la humildad. De este modo se habrá colocado la piedra angular de un matrimonio que tendrá todas las garantías posibles de duración, al haber sido preparado por unas relaciones verdaderamente serias.

7. Abrirse al otro

Digamos finalmente, para terminar estas reflexiones, que si es necesario ser sincero con el otro, es decir mostrarse a él bajo su verdadero aspecto, hay también que abrirse al otro, es decir aprovechar la época de las relaciones para corregir sus preocupaciones egoístas y convertirlas en una constante solicitud hacia el otro.

Porque el amor es incompatible con el egoísmo, y porque las relaciones deben preparar el amor definitivo, nada más lógico que exigir de los novios que aprendan a salir del círculo cerrado de sus intereses personales. Los esposos que no se esfuercen en vivir el uno para el otro, que no consigan olvidarse de sí mismos para enriquecer al cónyuge, estarán muy cerca de la desgracia. Se encontrarán suspendidos al borde del abismo del irremediable fracaso matrimonial. Desde el momento en que se reconoce esta verdad, no queda más que predicar la urgente necesidad que se impone a los novios de luchar contra la tendencia innata al egoísmo que si florece significará la muerte del amor.

Desarrollar la preocupación por el otro de un modo concreto. En esta, cada uno debe educarse a sí mismo. Cada uno debe esforzarse, por ejemplo, en asociarse a las preocupaciones del otro, en compartir sus gustos, en hacer suyos sus ocios. También sobre esto, hay que repetir que sería ilusorio pensar que todo ello «se hará después del matrimonio» y que siempre habrá tiempo de sacrificarse así a la voluntad arbitraria del otro. Desde el noviazgo hay que aprender a franquearse con el otro, a renunciar a todo por él, a cultivar ese indispensable reflejo por el cual quien ama de verdad, quiere ante todo hacer la felicidad del amado. 
Hasta en las cosas pequeñas.

Esta generosidad debe desarrollarse mucho antes del matrimonio a fin de que los primeros meses de éste no se perturben con penosas disputas. En suma, a la humildad de que antes hablábamos, hay que añadir una caridad soberana que va a iniciar, desde el período de las relaciones, el desposeimiento que implica todo amor.

Así aparece, pues, la orientación general que debe darse a las relaciones. Tal orientación tiene en cuenta la naturaleza misma de aquéllas, que no podrían concebirse más que con la perspectiva del matrimonio al que están normalmente ajustadas. Como no se desarrollen en este sentido, las relaciones asiduas son injustificables y peligrosas: corren el riesgo de llevar a situaciones equívocas y a amores descarriados.
Pero para quien las comprende y las vive en el sentido que acabamos de exponer, se presentan como el período muy feliz en que el amor se consolida, se esboza la armonía futura y se prepara la felicidad del mañana. Para unos novios no puede haber escuela más provechosa que ésa que refleja ya desde tan cerca lo que será su vida en común.

Surgirán sin duda dificultades. Es muy natural. No se aprende de golpe a convivir con otra persona. Es preciso para ello un largo aprendizaje que no terminará hasta pasados varios años de vida conyugal. Pero ya unas relaciones bien llevadas y sanamente orientadas consolidan una pareja y la preparan admirablemente para la unidad en la cual habrá de vivir en lo sucesivo, durante su vida entera. La importancia que tiene el aprovechar inteligentemente esa época es tal, que no se podría nunca exagerar. Unas relaciones serias, llevadas con toda conciencia y con el verdadero sentido del futuro, son un preludio de la felicidad. Cuántos sinsabores evitarán, cuántos fracasos impedirán. Ciertamente, no harán desaparecer todas las dificultades inherentes a la vida conyugal pero las reducirán mucho, tanto en número como en intensidad. Y sobre todo, pondrán en acción lo que podría llamarse el mecanismo de la armonía que consiste en ese juego recíproco por el cual la psicología propia de cada uno se transforma poco a poco para adaptarse al otro. En realidad, el secreto de la felicidad en la vida conyugal depende de ese mecanismo. Cuanto antes funcione, antes se logrará la felicidad. En cambio, cuanto más se retrase, más obstáculos se acumularán, más simas se abrirán y más comprometido estará el amor. Saber tratarse bien, es amarse mucho, y es edificar el mañana en el amor de hoy.


[1] «Nuestras amigas, en efecto, tienen de común con Bonaparte que creen siempre triunfar allí donde todo el mundo ha fracasado», Albert Camus, La chute, Gallimard, París 1956, p. 70.

No hay comentarios:

Publicar un comentario