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domingo, 25 de diciembre de 2011

MISA DE LA AURORA

MISA DE LA AURORA



San José testigo de la Encarnación



Llegado finalmente el tiempo en que se cumplen los oráculos de los Profetas, el Hijo único de Dios, que en su misericordia quiso tomar nuestra naturaleza para redimirla, eligió de entre todas las hijas de Eva, una Madre.

Las tres Personas de la Santísima Trinidad la enriquecieron con todos los dones de la gracia; y aun cuando debía conservar su virginidad, no era conveniente que permaneciera sola.

Si bien es cierto que una mujer debía dar al mundo el Salvador, convenía que el cuidado de la conservación fuera confiado a un hombre: una mujer sería la Madre, y un hombre sería el Padre Nutricio.

Pero ¿quién sería el privilegiado mortal que dividiría con María un ministerio tan sublime?

Dios buscaba un hombre según su Corazón, para poner en sus manos lo más precioso y amado que tenía: la Persona de su Hijo Unigénito, la integridad de su Madre, la salvación del género humano, el sagrado secreto de la Trinidad Santísima, el tesoro del Cielo y de la tierra.

Dirigió su mirada a Nazaret, y escogió a San José para confiarle tal misión.

Dios escoge a José, sacándolo de la más profunda oscuridad, para darnos a entender que era el hombre según el Corazón de Dios, y que por sus virtudes ocultas fue juzgado digno de ser el casto Esposo de la Reina de las vírgenes y el Padre Virginal del Mesías prometido.

San José poseía tesoros de pureza y de humildad que envidiaban los mismos espíritus celestes; esa alma tan sublime y tan contemplativa había adivinado el Evangelio, estimando la virginidad como el estado más perfecto que el hombre pudiera abrazar.

San José —escribe San Francisco de Sales— había puesto como guardia de esta hermosa virtud, una grande humildad; tenía un cuidado especial para ocultar la perla preciosa de su virginidad, e iluminado por una luz sobrenatural acerca de las angelicales disposiciones de María, consintió en tomarla, por esposa, a fin de que, bajo el velo del matrimonio, pudiera él vivir como un ángel, sin llamar la atención de los hombres.

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¡Misterio sublime confiado a San José por Dios mismo! ¡Unión santa y enteramente celestial, en la que la virginidad ha sido el nexo sagrado entre dos almas puras, independiente de los cuerpos de barro que habitan!

San José tuvo el inestimable privilegio de ser testigo ocular de todas las acciones de María, el confidente de sus pensamientos, el arbitro de sus resoluciones, el custodio y el protector de su virginidad; unión que lo hizo, en una palabra, partícipe de todas las prerrogativas de una Virgen Madre de su Dios.

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María Inmaculada —dice el Evangelio— permaneció unos tres meses con su prima Santa Isabel y luego regresó a su casa.

Al llegar a Nazaret, San José la acogería con desbordante gozo, que le impediría reparar en su estado. Sin embargo, los signos de su futura maternidad ya habrían comenzado a manifestarse y la gente del pueblo, al darse cuenta, no dejarían de felicitar a la joven pareja…

Es entonces cuando estalla el drama en el alma de San José. Al principio, no termina de creérselo. Está a punto de rechazar como injurias las enhorabuenas, pero pronto comprende que no hay error posible. No cabe duda: María lleva un niño en su vientre… Y ante esta realidad indudable, su espíritu se hunde en un abismo de agonía…

Repugna imaginar que la virginidad de María fuese puesta en entredicho, incluso fugazmente, en el espíritu de San José.

San Jerónimo exclama: José, sabedor de la virtud de María, rodeó de silencio el misterio que ignoraba.

San Bernardo pregunta en su segunda homilía super Missus est: ¿Por qué motivo quiso San; José, abandonar a María? Y contesta con estas expresivas palabras: Quiso dejar San José a María, por lo mismo que quiso también San Pedro repeler de sí al divino Maestro diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador. Por aquello, por lo cual el Centurión alejaba igualmente de su casa a Jesús cuando decía: Señor, yo no soy digno de que entres en mi morada. Así, pues, de un modo parecido, San José, reputándose indigno y pecador, decía dentro de sí que no era para él cosa decente vivir ya más en familiar consorcio con tal y tan excelsa Señora, cuya superior y admirable dignidad le imponía. La observaba con sagrado pavor, revestida de una clarísima señal de la divina presencia, y porque no podía comprender el misterio, por eso quería dejarla.

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Porque eras agradable a Dios, José, la tentación había de probarte. Porque en la mente del Altísimo estabas predestinado a ser abogado de las causas perdidas, hacia quien volverán sus ojos las almas doloridas en las horas tenebrosas y aplastantes, era preciso que tú mismo lo experimentases, que estuvieras preparado para desempeñar tu papel.

Porque te había correspondido el indecible honor de ser Padre Adoptivo del Verbo Encarnado, tenías que quedar marcado con la Cruz, signo supremo de su Redención. Y esa Cruz debía alcanzarte en el punto más sensible para ti: el amor que profesabas a aquella que, después de Dios, ocupaba el centro de tus pensamientos…

Porque debías ocupar un lugar privilegiado en el drama de nuestra Salvación, tenías que participar en el sufrimiento. No ibas a estar presente, al lado de María Corredentora, junto a la Cruz del Gólgota, pero tenías que conocer, Tú también, y vivir por anticipado, el misterio de Getsemaní y del Viernes Santo.

Habiendo, pues, tomado esta resolución —dice San Mateo en su Evangelio—, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados…

Pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo”. Esta frase proporciona la clave del enigma y revela la prodigiosa grandeza de lo que se ha realizado en el seno virginal de María.

Aunque José no haya participado en la concepción, no deberá considerarse por eso como un extraño respecto al Niño. Antes al contrario, se le anuncia que ejercerá el oficio de un auténtico padre.

Todo se ilumina a sus ojos, todo resplandece. Se da cuenta de que Dios le ha confiado no sólo lo más valioso del mundo, sino también lo que vale más que todos los universos posibles…

Comprende que el Niño que se ha encarnado en el seno de su prometida es el Mesías, por cuya venida tanto ha rezado.

Al mismo tiempo, se dibuja ante sus ojos el papel que le ha sido asignado. Se da cuenta de que, lejos de dejar de ser su Esposa al convertirse en Madre del Hijo de Dios, lejos de seguir considerándose como un intruso, Dios mismo le ha encargado salvaguardar, con su presencia, el honor de María y del Niño, asegurarles con su entrega la necesaria protección.

Enseguida acepta su misión. Al despertar José de su sueño, dice el Evangelio, hizo como el Ángel del Señor le había mandado.

Así como María, a las palabras del Arcángel Gabriel había contestado: Hágase en Mí según tu palabra; del mismo modo, el Santo Patriarca a las palabras del Arcángel depuso todo temor, inclinó la cabeza, y recibió a María en su casa, a quien amó y veneró más que antes, reconociéndola por Madre del Divino Redentor.

En cuanto amanece, corre a casa de su prometida. María, que le abre la puerta, comprende inmediatamente, viendo la expresión de su cara, su sonrisa radiante, que Dios le ha revelado el misterio. Es lo que, por supuesto, le anuncia contándole la visión del Ángel.

María, por su parte, informa, por primera vez a una criatura humana, de la escena que precedió a la Encarnación del Verbo.

Al terminar, San José, posando sus ojos, llenos de ternura y de respeto, en el rostro de su Esposa, quien, a causa del misterio operado en Ella aparece más bella, más pura y más divina, la saludaría como la Flor de Jessé, que, según la profecía, contenía, en germen, la esperanza de los tiempos futuros. Y, por primera vez, haciéndose eco de las palabras que María había escuchado en la Anunciación y en la Visitación, entonaría la alabanza que los labios humanos habían de repetir incesantemente hasta el fin de los siglos: “Dios te salve, María, llena de eres de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.

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Después de haber sido elegido por Dios para ser el casto Esposo de María, San José es, en consecuencia, ensalzado a la dignidad de Padre de Jesús.

Esta segunda prerrogativa, tan grande y maravillosa, no es sino un efecto y continuación de la primera.

José es el Padre del Salvador de los hombres, porque es el dueño de la divina Madre que lo dio al mundo. El divino Infante, concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo, pertenece a José, quien es el dueño de ese huerto cerrado; le pertenece, por su unión con la Santísima Virgen y por los amorosos cuidados con que la conserva.

Por lo tanto, si Él tiene tan grande parte en la virginidad de María, tiene parte también en el fruto de su seno, y he aquí que Jesús es su Hijo, por la alianza virginal que lo une con su Madre.

Confesemos, por lo tanto, que así como María, permaneciendo virgen, es Esposa de José y Madre de Jesús, José, por la misma razón, sin menoscabo de su pureza y sin ofender el honor de Jesús y de María, es el casto Esposo de María y el Padre de Jesús.

El espíritu humano se confunde a la vista de tanta grandeza; José comparte la eminente condición de Padre de Jesús con el mismo Dios. Sin dejar de ser virgen, tiene la gloria de ser padre de Aquel que es engendrado por el Padre celestial, desde toda la eternidad, en el esplendor de los santos.

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No se puede reflexionar sin emoción en qué santa intimidad pasarían María Santísima y San José los meses que les separaban del esperado nacimiento. Es muy probable que los dos juntos, con los rollos de los Profetas en la mano, trataran de escrutar los oráculos divinos concernientes a la venida del Mesías.

Unas palabras del Profeta Miqueas (5, 1), que precisaba que Belén sería donde había de nacer, les dejaba sorprendidos y en suspenso: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres la menos importante entre las principales ciudades de Judá, porque de ti debe salir el caudillo que regirá a mi pueblo.

Miqueas, ciertamente, no había podido equivocarse, pero ellos se preguntaban cómo era Belén el lugar designado, y no Nazaret… y qué debían hacer para cumplir la profecía…

Y he aquí que, una mañana, un pregonero que recorre el pueblo haciendo sonar un cuerno anuncia que el Emperador Augusto acaba de ordenar que se haga un nuevo censo de sus súbditos; así pues, según la costumbre, ya que la organización del Estado judío reposaba sobre la división de los ciudadanos en tribus, razas y familias, deberían inscribirse no en el lugar de su domicilio actual, sino en aquél del cual su familia era oriunda, donde se conservaban los registros civiles de sus antepasados.

María y José escucharían con el corazón palpitante la proclamación de la ordenanza imperial. ¿Acaso no era de Belén su antepasado David…? Tendrían, pues, que, inscribirse en el censo en aquella ciudad, donde debía cumplirse providencialmente la profecía de Miqueas…

Así pues, hicieron sus preparativos de viaje y se pusieron en camino.

Llegados a la población, se someterían sin tardanza a las obligaciones del censo. Luego, San José se pone a buscar alojamiento, lo que resulta muy difícil, pues la ciudad está llena de gente venida para el censo.

José, con el corazón angustiado, continúa preguntando, acompañado de María. Camina por las callas, llamando a todas las puertas, pero nadie le hace caso. Alguien, por fin, les indica un refugio: una especie de cueva horadada en la roca que se utiliza como establo y como refugio de mendigos. Sin otra posibilidad, allí se dirigen.

La indignidad del lugar agarrota el corazón de José. Belén —ha escrito el P. Faber— fue su Cruz.

Se acusa ante Dios y ante su esposa; pero María le consuela y le reconforta. Le dice que el misterio de estas deplorables humillaciones responde a un designio providencial del Señor.

San José, animado por María, se dedicó a acondicionar en la medida de lo posible, el miserable refugio. Alumbró un candil y lo colgó de un clavo en la pared; barrió el suelo en un rincón y, con un poco de paja limpia, preparó a María una especie de lecho.

María le había dicho que creía que el Niño estaba a punto de nacer y José comprendió que Dios, que la había fecundado, debía ser el único testigo de un alumbramiento cuyo carácter maravilloso no podía imaginar. Así pues, salió para buscar no lejos de allí otro lugar abrigado bajo la roca, pero no pudo dormir: su corazón palpitaba de emoción. Pronto, un presentimiento le hizo comprender que ya podía volver al establo…

Corrió hacia él, y a la débil luz del candil pudo vislumbrar una escena grandiosa en su sencillez: El Niño acababa de nacer; su Madre Virgen, a falta de otra cosa, le había recostado sobre la paja de un pesebre y, de rodillas, con las manos juntas y los ojos bajos ante la cuna improvisada, parecía sumida en un éxtasis de adoración.

María, al oír llegar a José, se volvió hacia Él y le sonrió. Luego, tomando el cuerpo minúsculo del Niño del fondo del estrecho pesebre, se lo entregó…

Imaginando esta escena, no se puede por menos de pensar en otra parecida que puso fin al paraíso terrenal: Eva ofreciendo a Adán el fruto prohibido…

Ahora, en Belén, la segunda Eva entrega a José, y en su persona a todos los hombres que han de ser salvados, el fruto bendito de su vientre… JESÚS…

José aparece así como el primer beneficiario del nacimiento del Salvador. Por otra parte, el gesto de María, ofreciéndole antes que a nadie el Niño, le designa a nuestra veneración como el primero en grandeza en el orden espiritual.

San José no duda en reconocer en este Niño bendito al Hijo de Dios…

Luego se lo devolvió a María, y se entregaron ambos a una dulce vigilia de oración y contemplación. No se cansaban de mirar aquel frágil Niñito, de cuyos labios se escapaban débiles vagidos. No se diferencia en nada de los demás niños, a no ser que, en el terreno de la pobreza, nadie, al nacer, podía disputarle el primer puesto…

¿Era posible que ese Niño fuese el Enviado de Dios, ese Mesías regio cuya gloria había cantado su antepasado el rey David?: El Señor me ha dicho: Tú eres mi Hijo, engendrado desde toda la eternidad. Pídeme y te daré las naciones en herencia y por dominio la tierra entera hasta sus últimos confines (Salmo 2).

¿Cómo, pues, creer en un Mesías que no tiene cetro ni corona, armas ni palacios, y cuyo nacimiento recuerda el de un vagabundo…?

Pero la fe de José es inexpugnable, no vacila ni conoce ningún cambio. Todo lo que María le ha revelado ilumina el espectáculo que tiene ante sus ojos con una luz sobrenatural.

Comprende que bajo aquella apariencia humilde se oculta una insondable riqueza. No duda en adorar a quien, prisionero en sus pañales, viene a liberar a los hombres, a quien, iluminado por la pálida luz de un candil en la tierra, habita en el Cielo rodeado de una luz inaccesible.

Su fe traspasa las apariencias y penetra hasta la divinidad. Sus labios se abren para pronunciar los títulos que el Ángel de la Anunciación ha enumerado: Hijo de David, Hijo del Altísimo, Aquel cuyo reino no tendrá fin, Hijo de Dios, Jesús, Salvador…

José adora estos misterios en silencio, su primer cántico religioso…

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Dice el Evangelista San Mateo que despertando José del sueño hizo como el Ángel del Señor le había mandado y recibió a su mujer, y no la conoció hasta que tuvo su Hijo.

La explicación de san Ambrosio es hermosísima. A esta palabra le da el sentido de conocimiento espiritual. El parto fue una cosa tan inefable, tan celestial, que entonces conoció a María como Madre de Dios, en toda su dignidad de Madre. Hasta ese momento había tenido el conocimiento de la fe; después del parto tuvo un conocimiento de visión.

Aquello fue tan maravilloso; el éxtasis de Ella, la belleza del Niño, la limpidez de todo, el júbilo de todo, que entonces Él la vio como Madre de Dios.

Antes la había aceptado por la fe. Y entonces tuvo el gran premio.

La fe de San José fue tan intensa y tan próxima al misterio de la Encarnación que, una vez consumado en el momento del Nacimiento, poseyó la visión completa del gran misterio.

Él sabía, por la fe, que el Mesías vendría, pero no sabía cómo iba a ser todo eso sino hasta que se consumó.

En ese momento San José fue arrebatado por la luz, como recompensa a su fe.

Él no sabía qué pasaba, había recibido a María por pura obediencia y pura fe.

En el momento en que la Santísima Virgen da a luz su Hijo, San José ve… conoce todas las maravillas obradas en María.

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Después de esto, entendamos, pues, el silencio de San José.

San José ya no pudo hablar, estuvo en un continuo arrobamiento porque él miraba y veía, porque él era el hombre más privilegiado en el cielo y en la tierra: se le había permitido estar en el ámbito del misterio, del desposorio de Dios con la humanidad, en su cumbre, que fue María, y no habló porque su vida fue un continuo arrobamiento.

La que arrobaba a San José era la unión con ese Niño, que es carne de María; con ese Niño, que es Palabra del Padre; y entonces, María íntimamente unida a la Palabra del Padre.

¡Qué maravilla!

Este es el sentido del silencio de José a los pies del Niño Dios y de su Santísima Madre, y sólo una narración eminentemente verdadera y divina ha podido respetarlo y dejarnos el cuidado de comprenderlo.

Esa es la tarea reservada a nuestra contemplación del misterio de San José, testigo de la Navidad…

P.CERIANI.

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