REFLEXIONES
La paz de Dios, que sobrepuja a todo lo que se puede pensar, sea la
defensa de vuestros corazones y de vuestros entendimientos en Jesucristo. La paz interior, tan dulce, tan
satisfactoria, tan superior a los sentidos, que el mundo no puede gustar, y
mucho menos dar, esta paz extranjera, desconocida del espíritu del mundo, esta
paz no puede ser sino el fruto de la virtud perfecta. ¡Cosa extraña! Nosotros
no estamos nunca en paz con nosotros mismos. La multiplicidad de deseos, de
proyectos, de designios, prueba demasiado nuestra inquietud. Cuando nuestras
pasiones no nos hiciesen la guerra, nuestro mismo corazón es el enemigo de
nuestro reposo. Siempre insaciable, jamás está contento. El amor propio
pretende hallar esta paz que el mundo no puede dar; pero sus mismas
investigaciones aumentan la turbación. No hay cosa alguna, ni aun el goce de
los bienes que se han deseado con más ardor, que no incomode, que no altere, y
por consiguiente que no turbe nuestro reposo. El libertino, el hombre mundano,
el impío, se esfuerza para hacer creer a los simples que está en paz; mientras
que su espíritu está inquieto, y su corazón nada en la amargura. Recorred todas
las condiciones, todas las edades, todos los estados; buscad en la opulencia,
en la prosperidad más floreciente, y hasta en el trono mismo, no hay hombre
alguno del mundo que goce de un contento cumplido, de una tranquilidad
perfecta; la inquietud y la tribulación son la pertenencia inenajenable
(intransferible) del corazón humano. En el mundo se contrahace, se disimula lo
que se sufre, lo que cada uno es: el primer presente y casi el único que hace
el mundo es la máscara; el disimulo caracteriza a los más dichosos del siglo.
Se ríen, se regocijan, y no se ve en el mundo más que unas fiestas tras de
otras, todas a cual más tumultuosas, porque no se trata propiamente hablando
más que de embotar sus desazones, entontecerse. Artificio grosero que solo
sirve para sustraerse al conocimiento del público, mientras que la inquietud,
la agitación y la turbación tiranizan el corazón de los más regocijados. La
guerra es doméstica, y ni aun admite treguas. Se entrega uno a sus pasiones, y
se hace esclavo de ellas. No hay alegría alguna en el mundo que no sea
superficial; ninguna flor, por decirlo así, que no sea artificial. Paz, paz, y no había paz. No la hay
sobre la tierra, ni puede haber otra que la paz de Dios, que acompaña siempre a
la buena conciencia. Esta paz que sobrepuja a todo lo que se puede pensar es
exclusivamente el fruto de la virtud. De aquí nace aquella tranquilidad pura,
aquella dulzura inalterable, aquella alegría tan dulce, aquel recogimiento tan
gozoso, aquella modestia tan edificante que forman el carácter de todos los
buenos. No, no es el mal humor, el poco espíritu, la melancolía, ni una falta
de educación ó un natural brusco y salvaje, lo que aleja a las personas
verdaderamente piadosas de las reuniones mundanas, de sus partidas de placer,
de sus diversiones tumultuosas; mucho menos sus pretendidas manías ni su humor
caprichoso lo que las hace amar el retiro; son estas ya unas calumnias muy
antiguas y usadas con que el mundo zahiere a los buenos. Su modestia, su exacta
regularidad, su alejamiento de todas las diversiones mundanas, son efecto de su
virtud y del contento interior de que gozan. Su corazón gusta de una paz que
satisface, y no cuidan más que de no turbarla. Solo la experiencia puede hacer
comprender este misterio; es preciso gustar las dulzuras de esta paz interior
para tener una justa idea de ella. Gustad
y ved, dice el Profeta: haced la dichosa experiencia de ella, y después
podréis juzgar con seguridad de lo que ella es.
MEDITACIÓN
Cuán poco conocido es
Jesucristo, cuán poco amado de aquellos mismos que le conocen.
PUNTO PRIMERO. –Considera con cuánta razón
podría decirse a muchos cristianos lo que san Juan decía a los judíos: Jesucristo nuestro Señor está en medio de
vosotros, y vosotros no le conocéis. Si le conocieseis no le tendríais tan
poco amor, tan poca afición, tan poco respeto, tan poco reconocimiento. ¡Qué
desgracia para los judíos no haber conocido a su legítimo Rey, su soberano
Señor, su Redentor, su Mesías! El Mesías tan ardientemente deseado y esperado
por tanto tiempo; estando tan claramente marcado el tiempo de su venida, y
viéndose el cumplimiento de las profecías que le habían anunciado en su
doctrina y en sus milagros. No es menor la desgracia de los Cristianos en no
conocer a Jesucristo sino con una fe débil, lánguida y medio extinguida, una fe
casi muerta; que luce lo que basta para hacernos inexcusables, pero que no obra
lo necesario para hacernos verdaderos cristianos. Jesucristo está realmente en
medio de nosotros en el adorable sacramento de la Eucaristía; y ¿se conoce a
Jesucristo bajo estos velos? Grandes del mundo, ¿le conocéis vosotros? Vosotros
que castigáis tan rigurosamente las menores faltas que se cometen contra el
respeto que se os debe, mientras que sois tan insensibles a los ultrajes que se
hacen al Señor soberano, a quien hacéis profesión de conocer. Pueblos,
¿conocéis vosotros a este Dios, a este Salvador que está en medio de vosotros?
Vosotros que sois tan frecuentes cerca de aquellos de quienes esperáis alguna
gracia, y tan respetuosos, tan comedidos en la presencia de los que teméis,
mientras que no tenéis respeto alguno en la Iglesia, ni encontráis nunca un
momento desocupado para venir a ofrecer vuestros homenajes a Jesucristo sobre
nuestros altares. Los ministros del Señor, las personas consagradas a Dios por
profesión y por estado conocen a Jesucristo; porque, al fin, las funciones
ordinarias del sagrado ministerio, los empeños tan solemnes y tan perfectos, la
vida reglada y austera, todo esto prueba bastante que, por lo menos de esta
porción escogida y privilegiada del pequeño rebaño, no es desconocido
Jesucristo; pero ¿corresponden a este conocimiento su afición, su celo, su amor
a Jesucristo? ¡Ah! y ¡con qué frialdad, acaso, se cumple todo esto! Hay poco
empeño en hacer la corte a Jesucristo, se le mira con indiferencia, no se tiene
confianza en Él, porque no se le conoce sino imperfectamente; y si se ha de
juzgar por los efectos y por la esterilidad de este infructuoso conocimiento,
¿podemos razonablemente lisonjearnos de que conocemos verdaderamente a
Jesucristo?
PUNTO SEGUNDO. –Considera cuán poco amado es
este amable Salvador de aquellos mismos de quienes es conocido. Representémonos
aquí solo aquellas personas cristianas que haciendo profesión de conocer a
Jesucristo, no ignoran ni lo que es, ni lo que ha hecho para ganar nuestro
corazón, ni lo que está en estado de hacer en favor nuestro. Aquellas personas
que, perfectamente instruidas de todos nuestros misterios, no olvidan los
señalados beneficios de la redención y de la Eucaristía, y admiran sin cesar la
humildad de su encarnación, la pobreza de su nacimiento, la oscuridad de la
mayor parte de su vida mortal, las maravillas incomprensibles de la adorable Eucaristía,
las humillaciones y sufrimientos de la pasión y la ignominia de su muerte, y
que todo esto lo ha obrado por la salud de los hombres; estas personas, repito,
¿aman fervorosamente a Jesucristo? ¿Corresponde su amor a la idea que deben
tener de la excelencia y de la majestad del Salvador? ¿Corresponde su amor a
sus beneficios? ¿Corresponde al amor que Él nos tiene? ¿Corresponde al Espíritu
de nuestra Religión? Y sin consultar más que a la razón, nuestro amor a
Jesucristo ¿corresponde a los bienes que nos ha hecho? ¿a los que recibimos de
Él todos los días? ¿a los que esperamos en el tiempo y en la eternidad? ¿a los
que estamos recibiendo a todas horas? Conocer a Jesucristo, y creer que está
continuamente con nosotros sobre nuestros altares; y no tener ni aquel empeño
que se tiene por llenar los deberes contraídos con los grandes de quienes se
espera todo, y no tener incesantemente presente en el entendimiento un objeto
de que el corazón debe estar tan ocupado, y no aprovechar todas las ocasiones
de agradar a Aquel que es el árbitro de nuestra suerte eterna; he aquí un
misterio de iniquidad incomprensible. Desgraciadamente lo demuestra una
experiencia bien triste. Cuando se ama a Jesucristo, agrada todo lo que procede
de Él; se tienen en la memoria sus máximas, y ¡qué impresión no hacen en el
alma sus ejemplos! Consultemos los sentimientos y toda la conducta de los
Santos. Ellos han amado a Jesucristo: ¿qué fidelidad no han tenido todos ellos
en conformarse con este divino modelo? ¡Qué transportes de amor por este
Salvador amable! ¡Qué continuación en hacerle la corte! ¡Qué alejamiento de
todo lo que Él ha mirado con horror! ¡Qué ansia por las humillaciones y los
sufrimientos! Tales son las pruebas del amor y de la ternura que se tiene a
Jesucristo. ¿Nos ofrece nuestra vida muchas de ellas? ¿Por estas señales
reconocemos en nosotros un grande amor al Salvador? Tenemos, es verdad, con frecuencia
en la boca los nombres de Jesús y de María; pero son señales estériles, si
estos santos nombres no están profundamente grabados en el corazón. Todo nos
conduce en el tiempo de Adviento a excitar amor, a abrasar nuestros corazones en
este amor, a amar a Jesucristo con ternura. No hay disposición más propia para
recibir dignamente este divino Salvador en el día de su nacimiento, que este
amor divino.
No, Señor, nosotros no os conocemos. Yo
confieso que hasta aquí no os he conocido, puesto que os he amado tan poco;
pero yo espero que mi porte con Vos hará ver que hoy en adelante que comienzo
de veras a conoceros, puesto que comenzaré verdaderamente a amaros.
JACULATORIAS. –Señor, aumentad mi fe, a fin de
que os conozca mejor que lo que he hecho hasta aquí. (Luc. XVII).
Yo os amaré, Señor, a Vos que sois toda mi
fuerza, mi refugio y mi Salvador. (Psalm. XVII).
PROPÓSITOS
1)
Amamos
poco a Jesucristo, porque le conocemos poco. No tenemos más que una fe débil,
vacilante y medio extinguida; y ¿podríamos con una fe semejante amar a
Jesucristo con ternura y con ardor? No se ignora lo que Él es, se sabe lo que
puede, no se ha olvidado lo que ha hecho en nuestro favor; mas estos
conocimientos deben ser muy imperfectos, puesto que producen tan poco
reconocimiento y tan poco amor. Aplicaos, sobre todo en este santo tiempo
singularmente consagrado a celebrar su venida al mundo, aplicaos a conocer y
amar a este divino Salvador. Considerad lo que es, y lo que viene a hacer sobre
la tierra. Cuál es el motivo de su venida, esto es, de su encarnación, de su
nacimiento. Representaos su vida y su muerte; recordad en vuestro entendimiento
todas sus maravillas y sobre todo su amor a nosotros, y preguntaos luego si
este Dios hecho hombre por salvar a los hombres merece ser amado por nosotros.
Sea este el asunto ordinario de vuestras meditaciones durante este santo
tiempo. Decidle muchas veces a este divino Salvador con fervor como san
Agustín. Haced, Señor, que yo os conozca, y que me conozca a mí mismo. ¡Qué
confusión, buen Dios, y qué sentimiento no debo yo tener por haberos amado tan
poco, divino Salvador mío!
2)
Poco
importaría el que tuviésemos este sentimiento, si nuestra conducta no
testificase nuestro amor. Probémosle desde hoy que le amamos por la resolución
que debemos tomar de que no pase día alguno de nuestra vida, si puede ser, sin
hacerle una visita en el Santísimo Sacramento. Probémoselo por nuestra caridad
con los pobres; todos los bienes que les hiciéremos, los hacemos a Jesucristo: Mihi fecistis. Visitad por tanto a los
pobres enfermos en los hospitales, y a los pobres vergonzantes en sus casas
particulares. Visitad a los presos al menos una vez en la semana, y repartid
limosnas entre los unos y los otros; esta caridad será una prueba de vuestro
amor. Recibid a menudo a Jesucristo en la adorable Eucaristía; comulgad con más
frecuencia que lo ordinario durante el Adviento, hacedlo cada vez con nuevo
fervor. Es una práctica de piedad muy útil el rezar todos los días, sobre todo
en este santo tiempo, las Letanías del santo nombre de Jesús (ver aquí) y las de la
Virgen (ver aquí). En fin, no omitáis nada para amar con fervor y con ternura a este
divino Salvador, y a la que ha sido destinada para ser su Madre.
Fuente: R. P. Jean Croisset SJ, "Año Cristiano ó Ejercicios devotos para todos los Domingos, días de Cuaresma y Fiestas Móviles" TOMO I. Librería Religiosa, Barcelona 1863. Páginas 64 - 60.
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