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domingo, 13 de noviembre de 2011

P. GARRIGOU-LAGRANGE: LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS – EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA – 4º PARTE

LA PROVIDENCIA Y LA CONFIANZA EN DIOS

R. P. Réginald Garrigou-Lagrange, O. P.

Visto en: Radio Cristiandad

EL ABANDONO EN LA PROVIDENCIA DIVINA

CAPÍTULO IV

LA GRACIA DEL MOMENTO ACTUAL

Y LA FIDELIDAD EN LAS COSAS PEQUEÑAS



Hemos expuesto en el capítulo anterior cómo, el deber del momento actual es la señal de la voluntad de Dios para cada uno de nosotros, hic et nunc, y que encierra luz práctica muy santificadora, que es justamente la del Evangelio aplicado a las diversas circunstancias de nuestra vida; puede dársele en verdad el nombre de lección práctica de Dios.

Si a ejemplo de los Santos supiéramos apreciar como es justo los momentos de nuestra existencia, echaríamos de ver que en cada uno de ellos se encierra, no sólo un deber que cumplir, mas también una gracia que nos ayuda a ser fieles al deber.

***

La riqueza espiritual del momento actual

A medida que se nos ofrecen nuevas circunstancias acompañadas de nuevas obligaciones, se nos brindan también nuevas gracias actuales para sacar de dichas circunstancias el mayor provecho posible. Sobre la serie de hechos externos de nuestra vida corre paralelamente la serie de las gracias actuales prometidas, como el aire llega en ondas a nuestros pulmones para que podamos respirar.

La serie de estas gracias actuales, provechosamente recibidas por cada uno de nosotros, constituye la historia particular de nuestra alma, tal como en Dios está escrita en el Libro de la Vida, tal como la veremos algún día.

Así es como Nuestro Señor continúa viviendo en el Cuerpo Místico; sobre todo en los Santos continúa una vida que nunca acabará, vida que lleva consigo gracias siempre renovadas y nuevas operaciones.

Yo rogaré al Padre, dice Jesucristo a los suyos, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros eternamente; a saber: el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni le conoce; pero vosotros le conoceréis, porque morará con vosotros… Él os lo enseñará todo y os recordará cuantas cosas os tengo dichas.” (loann. 14,16 s., 26).

El Espíritu Santo va enseñando, pues, de continuo, todas las cosas a quienes quieren oírlas, y escribe la ley de Dios en las almas, ya inmediatamente, ya por medio de la predicación del Evangelio, dando al mismo tiempo la gracia para cumplirla.

San Pablo escribe a los fieles de Corinto: “¿Necesitamos por ventura, como algunos, cartas de recomendación para vosotros o de vosotros? Vosotros mismos sois nuestra carta… Sí, vosotros sois carta de Jesucristo, escrita por nuestro ministerio, y no con tinta, sino por el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, que son vuestros corazones.” (II Cor. 3, 23).

Así se escribe en las almas la historia interior de la vida de la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Está anunciada de manera simbólica, en el Apocalipsis, mas no podrá leerse con claridad hasta, el día del juicio.

Permítasenos citar a este propósito tres notabilísimas, páginas del P. Caussade:

¡Oh, qué historia tan hermosa! ¡Qué maravilloso libro escribe en estos momentos el Espíritu Santo! ¡Está en prensa, almas santas! No pasa día que no componga los caracteres, que no entinte el molde, que no imprima alguna página. Pero vivimos en la noche de la fe; el papel es todavía más negro que la tinta…; y la lengua es del otro mundo… Sólo en el cielo podréis leer este evangelio (viviente)…. Si las veinticuatro letras se prestan a innúmeras combinaciones, de suerte que ellas son bastantes para componer infinito número de volúmenes, todos diferentes y todos admirables en su género, ¿quién podrá declarar lo que Dios hace en el universo?… ¡Enséñame, Espíritu Santo, a leer en este libro de vida! Quiero ser vuestro discípulo y creer como un niño ingenuo lo que no llego a ver”.

¡Qué de grandes verdades hay escondidas aún a los ojos de los cristianos que se creen más avisados!… Tratando Dios de unirnos a Él, tanto se sirve de las criaturas peores como de las mejores, lo mismo de los sucesos enojosos que de los agradables; nuestra unión con El es tanto más meritoria, cuanto más repugnantes son de suyo los medios que usamos para conservarla”.

El momento actual está siempre lleno de infinitos tesoros y contiene mucho más de lo que alcanza vuestra capacidad. Su medida es la fe: en ella encontraréis cuanto queráis. También el amor es su medida: cuanto más ame vuestro corazón, tanto más apetecerá, y cuanto más apetezca, tanto más hallará. La voluntad de Dios se manifiesta cada momento como un piélago inmenso que vuestro corazón no puede agotar. Tanto más recibe de ella el corazón, cuanto más ensancha sus senos por la fe, la esperanza y el amor; el resto de la creación no le puede llenar, porque la capacidad que tiene es superior a todo cuanto no sea Dios. Las montañas que causan espanto a nuestros ojos son átomos en el corazón. La voluntad divina es un abismo cuya boca es el momento actual: sumergíos en él, y siempre lo hallaréis infinitamente más profundo y extenso que vuestros deseos. No aduléis a nadie, no adoréis fantasmas; nada pueden ellos daros, ni de cosa alguna desposeeros. Sólo la voluntad divina será la plenitud que ningún vacío deje en vosotros; adoradla, id derecho a ella…, dejad los ídolos… Cuando el momento actual causa terror, asedia por hambre, despoja y abruma los sentidos, entonces alimenta, enriquece y hace revivir nuestra fe, la cual se ríe de las pérdidas, como el gobernador de una plaza inexpugnable se ríe de los ataques infructuosos”.

Y concluye el mismo autor: “Cuando Dios ha revelado a un alma su voluntad y le ha manifestado que está dispuesto a entregársele todo entero, con sólo que ella, por su parte se entregue a él, siente el alma en toda ocasión una poderosa ayuda; entonces gusta por experiencia propia la felicidad de la visita de Dios, y tanto más goza, cuanto mejor comprende prácticamente que en todo momento debe abandonarse en manos de la voluntad adorabilísima de Dios”.

Dios es como un mar que lleva sobre sí a los que a Él se entregan confiados y hacen cuanto está de su parte por seguir las divinas inspiraciones, como el navío obedece a los vientos favorables que lo empujan. Esto viene a indicar Jesucristo cuando dice en el Evangelio de San Juan: “El viento sopla donde quiere, y tú oyes su sonido; mas no sabes de dónde viene o a dónde va; eso mismo sucede a quien nace del Espíritu.” (Ioann.3, 8).

¡Qué hermoso es todo esto! Mientras pasa el momento actual, acordémonos de que no sólo existe nuestro cuerpo, nuestra sensibilidad dolorosa o gratamente impresionada, mas también nuestra alma inmortal, la gracia actual que recibimos, Cristo que influye en nosotros, la Santísima Trinidad que en nosotros mora. Entonces vislumbraremos la riqueza infinita del momento actual y su relación con el momento perdurable de la eternidad, donde algún día hemos de entrar. No nos demos por satisfechos con ver el momento presente en la línea horizontal del tiempo, entre un pasado que fue y un futuro temporal incierto; contemplemos el minuto presente en la línea vertical que lo relaciona con el instante único de la eternidad inmutable.

Cualquier cosa que ocurra, nos hemos de decir: en este mismo instante existe Dios y quiere atraerme hacia sí.

San Alfonso en uno de los trances más difíciles de su vida, viendo a punto de perderse la obra de la amada Congregación que fundara, oyó estas palabras de labios de un seglar amigo suyo: “Dios existe, Padre Alfonso.” Ello bastó para que recobrara el ánimo y aquella hora dolorosa se convirtiera en una de las más fecundas de su vida.

Prestemos, pues, atención a la gracia actual que se nos concede por momentos para cumplir el deber actual. Así veremos cada vez mejor lo que debe ser la fidelidad en las cosas pequeñas y en las grandes.

***

La fidelidad en las cosas pequeñas

Dice Jesús por San Lucas (16, 10) que “quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho; y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho”. Y en la parábola de los talentos o de las minas dice a dos siervos: “Muy bien, siervo bueno y fiel; pues has sido fiel en pocas cosas, yo te confiaré muchas más; ven a participar del gozo de tu señor.” (Matth. 25, 21-23; Luc. 19, 17).

Tocante a las cosas pequeñas, estas palabras encierran una lección de suma importancia, que olvidan a menudo aun ciertas almas de suyo elevadas, las cuales comienzan a errar el camino cuando su altivez degenera en orgullo. Nunca se insistirá bastante en este particular a propósito de la fidelidad a la gracia del momento actual.

Se ha observado repetidas veces que para no pocos que se han entregado sinceramente a Dios y se esfuerzan con generosidad y aun heroísmo por demostrarle su amor, como se vio en la pasada guerra, llega un momento crítico, en que se ven precisados a abandonar su modo de juzgar y obrar demasiado personal, aunque noble y elevado, para entrar por el camino de la verdadera humildad, de la “pequeña humildad”, que se ignora a sí misma y no ve más que a Dios.

Y entonces pueden ocurrir dos casos: o bien el alma ve por sí misma la senda que debe tomar y la sigue, o bien no la ve, y se extravía en la ascensión, iniciando el descenso sin darse cuenta de ello.

Ver este camino de la verdadera humildad es descubrir de la mañana a la noche en nuestra vida ordinaria mil ocasiones de realizar por amor de Dios actos en apariencia muy pequeños, pero cuya incesante repetición, a más de sernos sumamente provechosa, nos conduce a esa delicadeza para con Dios y con el prójimo que, de ser constante y sincera, es la señal de la caridad perfecta.

Los actos que entonces se exigen al alma son tan sencillos, que pasan inadvertidos, y el amor propio no encuentra dónde hacer presa. Sólo Dios los ve. Parécele al alma que con ellos nada ofrece a su Señor; son empero, en frase de Santo Tomás (IIa-IIæ), como las gotas de agua que a la larga horadan la piedra. Por ahí se verifica poco a poco la asimilación de las gracias recibidas, las cuales penetran en el alma y sus facultades, elevándolas sobrenaturalmente; con lo que todo se concierta y puntualiza en la forma debida.

Sin la fidelidad en las cosas pequeñas, practicada con espíritu de fe, de amor, de humildad, de paciencia y de dulzura, no puede haber penetración de la vida activa, es decir de la vida ordinaria, por la contemplativa.

Redúcese ésta a la cima de la inteligencia, donde es más especulativa que contemplativa, sin mezclarse en nuestra, existencia, en nuestro modo de vivir; resulta casi estéril, debiendo ser cada vez más fecunda.

Esto es de suma trascendencia. San Francisco de Sales habla de ello repetidas veces:

Introducción a la Vida Devota, 3ª parte, cap. 1: “No suelen ofrecerse con frecuencia ocasiones de practicar la fortaleza, la magnanimidad y la magnificencia; pero la dulzura, la templanza, la urbanidad y la humildad son tales, que todas nuestras acciones deben tener como una tintura de ellas. Más excelentes son sin duda otras virtudes, pero es más necesario el uso de éstas; así como el de la sal es más general y continuo que el del azúcar, a pesar de ser el azúcar más excelente que la sal. Por tanto, de estas virtudes generales es necesario tener gran provisión y muy a mano, pues se han de estar usando de continuo…

Entre los ejercicios de las virtudes debemos preferir el que sea más conforme a nuestra obligación, y no el más acomodado a nuestro gusto…. Cada uno debe dedicarse con particular esmero a las que sean propias de su estado y vocación.

Entre las virtudes que no pertenecen a nuestras particulares obligaciones, se han de preferir siempre las más excelentes, y no las más visibles. Ordinariamente los cometas parecen mayores que las estrellas y abultan más a nuestra vista; sin embargo no son comparables con las estrellas ni en grandeza ni en calidad… Del mismo modo el común de las gentes prefiere de ordinario la limosna material a la espiritual… y las mortificaciones corporales, a la dulzura, bondad, modestia y otras mortificaciones del corazón: con todo, son éstas mucho más excelentes.”

Introducción a la Vida Devota, 3ª parte, cap. 2: “Sí, Filotea, sí; porque Dios no recompensa a sus siervos en proporción de la dignidad de los oficios que ejercen, sino en proporción del amor y humildad con que los ejercen.”

Y el Doctor Angélico, por su parte, viene a decir lo mismo cuando enseña, como ya dijimos, que no hay en concreto actos deliberados que sean, hic et nunc, indiferentes en su aspecto moral (IIa-IIæ, q. 18, a. 9).

Todos los actos deliberados de un ser racional deben ser racionales, deben tener un fin honesto; y todos los actos de un cristiano deben estar ordenados, por lo menos virtualmente, a Dios. Con lo cual queda de manifiesto la importancia de los múltiples actos que a diario realizamos; son quizá muy pequeños en sí mismos; pero son grandes por la relación que dicen a Dios y porque proceden y van acompañados del espíritu de fe, de amor, de humildad y de generosidad.

El momento crítico de que hemos hablado señala un recodo difícil en la vida espiritual de muchas almas que han adelantado bastante y corren el riesgo de desandar el camino.

Llegada el alma a ese punto de la vida espiritual, si habiéndose mostrado generosa, y hasta heroica, pero con un modo demasiado personal de juzgar y de obrar, no se da cuenta de que ha menester cambiar, continuará caminando en virtud de la velocidad adquirida, y su oración y su acción no serán lo que debían ser.

Hay en ello un peligro real. Porque puede ser que esta alma, detenido su desarrollo como el del enano, se quede raquítica para siempre; o bien que tome una dirección falsa.

En lugar de la humildad verdadera, desarróllase en ella una especie de orgullo refinado, casi inconsciente, por desgracia, que al principio apenas se deja ver en los pormenores de la vida ordinaria y permanece oculto a la vista de los directores que no conviven con sus dirigidos. Este orgullo toma rápidamente la forma de cierta desenvoltura irónica, para luego convertirse en amargura que lo esteriliza todo infiltrándose por la vida cotidiana en las relaciones con el prójimo. Esta amargura puede convertirse en rencor y desprecio del prójimo, a quien se debe amar por amor a Dios.

Llegada a tal estado un alma, difícil es llevarla a hacer piadosas reflexiones para que vuelva al punto en que erró el sendero. Es necesario encomendar estas almas a la Virgen Santísima; a veces sólo ella puede atraerlas al verdadero camino.

Si estas almas se dejan conquistar de nuevo por la gracia y siguen en verdad la senda de la humildad, pueden continuar la subida por el camino de la perfección desde el punto adonde habían llegado, sin tener que comenzar de nuevo su recorrido. La razón de ello es que aun después de un pecado grave el alma que se arrepiente de una manera proporcionada a la falta cometida, recobra la gracia que perdió en el grado que tenía antes de la caída. (Cf. Santo Tomás, III, q. 89, a. 5, ad 3).

Para remediar el mal de que hablamos, preciso es que las almas vivan con la atención puesta en la gracia del momento actual y con espíritu de fidelidad en las cosas pequeñas.

No son las ideas ni las palabras tumultuosas lo que nos ha de mover a obrar, dice el citado P. Caussade; pues solas no sirven sino para envanecernos… Nos hemos de guiar por los sufrimientos y los trabajos que Dios nos envía.

Mas sucede que dejamos esta sustancia divina para alimentar nuestra alma con las maravillas históricas de la obra de Dios, en vez de acrecentarlas con nuestra fidelidad. Las maravillas de esta obra, que satisfacen la curiosidad nuestra en las lecturas que hacemos, sólo sirven con frecuencia para hacernos perder el gusto de las cosas pequeñas en apariencia, por medio de las cuales el amor divino trata de producir efectos maravillosos en nosotros. ¡Qué insensatos! Admiramos, bendecimos esta acción divina en los escritos que nos refieren su historia; y cuando Dios quiere continuarla, imprimiéndola en nuestros corazones, tenemos el papel en continua agitación e impedimos la acción divina por la curiosidad nuestra de ver lo que hace en nosotros y en los demás… Quiero encerrarme en el único negocio del momento presente, para amaros, Dios mío, cumplir mis obligaciones y dejar que obréis en mí.”

Lo dice el conocido adagio: “Age quod agis

Si con todas veras tratamos de ser fieles al Señor en las cosas pequeñas todos los momentos del día, ciertamente nos dará fuerzas para serle fieles también en las circunstancias difíciles y penosas, si permite que pasemos por ellas.

Así se cumplirán las palabras del Evangelio:

“Bástale a cada día su propio afán” (Matth. 6, 34).

“Quien es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho” (Luc. 16, 10).

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