Pablo Eugenio Charbonneau
Pablo Eugenio Charbonneau
IV
Vuestro amor
Continuación de parte anterior. Ver aquí.
2. Los espejismos
Decirse enamorado es una cosa, estar enamorado es otra. Después de todo, es la vieja muletilla que se repite. ¡Vieja, sí! Pero siempre actual, porque la ilusión crece sobre el amor como las setas venenosas sobre ciertos árboles. Cada novio es un personaje nuevo que ha heredado la ilusión de su antiguo personaje. Este último que, durante los años de la adolescencia, ha nutrido su alma en las fuentes del ensueño idealista y de la ilusión sin cesar renaciente, deja en el hombre un sedimento, semejante al limo que descubre una corriente de agua cuando se retira; sobre ese suelo arcilloso, al verdadero amor puede serle difícil crecer, mientras que pulularán fácilmente sus falsificaciones. El adolescente tarda en morir por completo en nosotros. Por eso hay que desconfiar de él, sobre todo cuando se penetra en el universo misterioso del amor.
El grito: «¡Cuidado con las ilusiones!», por desagradable que sea de oír (y, además, de proferir), debe, sin embargo, lanzarse con energía. Todos los que se dicen enamorados y creen estarlo, no siempre lo están de verdad. Algunas inclinaciones, nacidas espontáneamente y mantenidas por la costumbre, tienen todas las apariencias de un amor auténtico. Presentan ciertos signas que engañan y hacen creer a los que se contentan con vivir superficialmente que la hora de los compromisos ha sonado.
La atracción física, esta especie de llamada violenta que brota del fondo del ser para unir —según las exigencias más normales y con tanta frecuencia ultraimperativas de la sexualidad— a un joven y una muchacha que se gustan, no es amor. Acompañará al verdadero amor; pero, por sí sola, no es un signo de él.
Muchos de los que se descarrían podrían salvarse del error fatal, con sólo saber descubrir en ellos el juego de la pasión. La fogosidad del deseo ardoroso que consume un corazón juvenil no debe confundirse con el amor. Este sería muy precario si sólo se midiese por el ardor de la codicia y si no poseyese otra expresión que la voluntad ciega de dos cuerpos que se atraen. Hacer esa partición en sí mismo es el deber imperioso de todos los novios. Reencontrar su alma más allá de los movimientos superficiales que la agitan, nunca es tan indispensable como en ese momento.
La mistificación más diabólica que amenaza a los jóvenes es la que consiste en volcar tanta violencia en la carne que las almas no puedan ya siquiera medirse. Una especie de fascinación al nivel de lo carnal, viene entonces a destruir toda lucidez, y conduce a irremediables errores a los que no han sabido preservarse de ese canto de sirenas. Para que no se confunda el amor con los deseos pasajeros del cuerpo, los jóvenes no deben dejar que se encienda en ellos el fuego de una codicia exacerbada. Cuando la carne adquiere tanta fuerza ¿cómo puede uno escuchar su alma y ver surgir en ella la luz del verdadero amor?
A esta primera desviación se añade una segunda, la fuerza de la costumbre. La necesidad de presencia que crea la costumbre y que el poeta ha expresado muy románticamente en su nostálgico «Nos falta un ser y todo se despuebla», puede también engañar a su vez. Sobre todo, cuando las relaciones han durado bastante tiempo. Ha surgido entonces un universo cargado de costumbres precisas, las cuales se han hecho hasta tal punto necesarias que, cuando faltan, se provoca el mayor desconcierto. Ante ese malestar experimentado durante una separación temporal, es fácil llegar a la conclusión de que no se puede prescindir del otro; sin él, sin ella, dicen, estoy desarmado. En realidad han confundido el amor con la costumbre. Aburrirse lejos del otro no quiere decir forzosamente que se le ame.
A este respecto, hay que saber desconfiar de las soluciones demasiado simplistas. No se casa uno porque crea que no puede ya prescindir del otro. Es oportuno recordar aquí que la costumbre crea siempre una necesidad. Esta regla que la observación psicológica más elemental descubre fácilmente, se aplica lo mismo al terreno de las relaciones humanas que a cualquier otro sector. La costumbre de verse periódicamente, de compartir juntos las horas de ocio, de intercambiar sus pensamientos, todo esto puede ligar lo suficiente a unos seres para que sientan cierta pena en separarse. Sépase bien que nada hay más normal y no vaya a imaginarse que es ése el signo irrefutable de un amor firme. Debe uno incluso desconfiar de sí mismo en ese caso, y saber sentir más sólidamente su amor, si ha surgido alguna duda. En modo alguno el dolor consecutivo a una separación puede ser considerado como prenda de un afecto intenso y serio. Hay que aprender a soportarlo, aunque sea con esfuerzo, y buscar otros baremos con los que reconocer el valor del amor y las posibilidades de felicidad, por consiguiente, defenderse contra la costumbre, cuando las circunstancias lo requieran es tan necesario como luchar contra la ilusión.
Por último, otro espejismo que causa también sus víctimas: el deseo de tener su propio hogar. El deseo de tener un hogar, de experimentar ese nuevo modo de vida que la posesión de un hogar implica, las nuevas responsabilidades llenas siempre de atractivo cuando se enfocan desde lejos, la independencia total con respecto a los padres con quienes se permanecerá ligado por el amor filial, pero de cuya tutela se habrá uno liberado definitivamente; otras tantas luces centelleantes que bailan ante los ojos de los jóvenes y de las muchachas; éstos pueden imaginarse fácilmente que les hace arder la luz esplendorosa del sol e inferir en conclusión que se trata del amor, cuando, sin embargo, no lo es en absoluto.
Es un gran error sustituir el amor por el deseo de evasión. El hecho es, por desgracia, más frecuente de lo que se cree. Este peligro se revela más solapado aún en las muchachas. Dependiendo en mayor grado del hogar donde viven, más sensibles que los jóvenes a una atmósfera de desacuerdo o de coacción, buscan a veces en el matrimonio un refugio contra un medio familiar que ha llegado a hacerse insoportable. Invierten ellas entonces los problemas y no se deciden por el matrimonio después de haber adquirido la certeza de amar, sino que se creen en pleno amor a causa de su deseo de casarse. Es inútil insistir en los desastres que prepara semejante actitud. Es lanzarse a la propia desgracia fingir amor aunque sea inconscientemente, sin maldad para evadirse del medio en que se vive. Es una política bastante poco fructuosa crear una desdicha para huir de otra.
Aquí también, permítasenos invocar la necesidad que se impone a los novios de sondear seriamente los motivos que les conducen a resolverse por el amor… y de aquí al matrimonio. Tantos y tantos espejismos, que tenían todas las apariencias del amor, han dado origen a fracasos tan lamentables, que ninguna prudencia será poca.
3. Lo que es el amor
Pero entonces, se dirá, ¿en qué se reconocerá el verdadera amor y cómo podremos saber que el sentimiento que nos une no es hijo de la ilusión? La cosa es sencilla: hay una medida que no engaña, un signo que es infalible, y que desenmascarará, por una parte, todos los amores quiméricos ocultos detrás de las falsas ternuras de una pobre pasión destinada a fenecer pronto, medida que indicará por otra parte el alcance profundo de un amor seguro. Este signo se denomina sacrificio, o si se prefiere, renuncia de sí mismo.
La palabra es austera; quizá por esta razón no agrada oírla. No por ello ninguno de los que se detienen a reflexionar sobre el amor, consigue definirlo sin pasar por ahí. Se dirá que el amor es un don, que es un impulso, que es una atracción espontánea entre dos seres que se avienen. Ciertamente, todo esto es verdad, pero cuando se quiere ir más allá y proyectar estas nociones ideales en la vida concreta, se vuelve siempre a esta simple palabra: sacrificio.
Amar, es sacrificarse por lo que se ama. Sacrificarse por alguien es ofrecerse a él. De aquí se puede inferir con todo rigor que para una pareja que afirma amarse, el problema está en ver hasta qué punto ambos están dispuestos a ofrecerse el uno al otro; ofrecerse con una ofrenda total que desprenda a cada uno radicalmente cíe sí mismo, para consagrarse al servicio del otro. Todos los amores que no alcanzan esta cima y no pueden aceptar ese estado de sacrificio no son más que mentiras falaces, son puro engaño. No siempre conscientes, pero comedias al fin y al cabo. Y la gran tragedia de esas comedias, es que conducen a una tragedia irreparable: la del matrimonio desgraciado.
Los novios deben comprender que el amor no es un juego y que todos los arrullos del mundo no preparan en absoluto un hogar. Los corazones sólo están ligados cuando han sufrido el uno por el otro, y nadie tiene derecho a proclamar el amor, o a invocar la felicidad del amor, mientras no haya probado ese amor sobre la piedra del sacrificio. Como el hombre ha sido creado a imagen de Dios, así el amor del hombre está hecho a imagen del amor de Dios. Ahora bien, Cristo nos ha enseñado que el grado de amor se mide por la altura del Calvario que puede subirse por la felicidad del ser amado. «No hay mayor prueba de amor que el dar su vida…». No es ésta una frase huera que conviene dejar a unos predicadores faltos de inspiración. Es la esencia del amor, de todo amor, del amor humano que une el novio a la novia y los lanza a los dos, ligados así para siempre, en la dura lucha por la felicidad.
No hay que mentirse alegremente y contentarse, despreocupado, con palabras. Rómpase la envoltura de sentimentalismo grotesco con que siglos innumerables han rodeado la palabra amor, y que se le restituya su sentido, el único que tiene. Cuando unos viejos esposos han terminado de recorrer su camino y se vuelven en la última noche para contemplar la línea de su existencia conyugal, ¿qué encuentran detrás de ellos? ¿Un camino regio, triunfal y alegre, sembrado de risas cristalizadas y de grandes gozos luminosos? No. Vuelven a ver un cambio difícil, en donde las alegrías y las risas no faltan ciertamente, pero en donde sólo aparecen como altos en un trayecto lleno de renuncia, de abnegación, de sufrimiento. La vida, consiste en esto; la vida de amor no puede eludir esta ley.
Que el sacrificio sea el amor mismo; basta, además, con mirarlo de cerca para comprenderlo. La vida en común impone el adoptar las ideas del otro, de adaptarse a sus costumbres, de ligarse a su persona, de trabajar por su felicidad. Ahora bien, todo esto ¿no implica el renunciar a sí mismo, otorgando su confianza al otro, y sin deseo de retractarse? Todas las compensaciones que el amor puede aportar no hacen variar en nada este dato. Se dirá que debe haber reciprocidad: ¡sea! Pero esto no hace cambiar en nada el hecho de que deba uno mismo sacrificarse cuando dice que ama. Seguramente, el sacrificio del otro facilita la renuncia. La novia se sentirá más valiente, se entregará con más generosidad si sabe que su novio hace cuanto puede por contribuir a la felicidad de ambos. Y viceversa. Pero el don seguirá siendo el don, el sacrificio seguirá siendo el sacrificio, la muerte de uno mismo seguirá siendo la muerte de uno mismo. Y esta muerte es la vida del amor.
Por consiguiente, la pregunta: «¿Nos amamos verdaderamente?», significa: «¿Nos sacrificamos verdaderamente el uno por el otro?» Una ternura que no llega hasta ahí, pero que surge siempre para recibir más que para dar, es un engaño malvado. Y no vaya a creerse que se trate aquí de esos cambios de regalos, de esos dones materiales que se cruzan entre novios según la costumbre establecida. Dar algo no es darse uno mismo. Por eso tales dones materiales no tienen otro valor que el de signos. La realidad que recubren es de una hondura muy diferente. Se encuentra en lo más íntimo del ser: requiere esta renuncia radical por la cual el que ama acepta libremente no pensar ya en su propia felicidad, no preocuparse ya de ella, para dedicarse a hacer feliz al objeto de su amor.
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